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En 1970, la concesión del casino del estadio municipal de Temuco que administraba don Raúl Elías Ormeño no daba para más. Al país le sobraban problemas y al negocio le faltaban clientela y dinero para subsistir. Don Raúl debió cerrar el boliche. Antes había tenido que hacer lo mismo con el casino de Correos, y también con sus dos restaurantes: el Rialto y el Hanga Roa. El negocio, alguna vez próspero, se le había venido al suelo. Junto a Elsa, su esposa y su hijo menor, Elías Raúl, el único que aún vivía con ellos y al que todos llamaban por su segundo nombre, debió dejar su cómoda casa de Las Heras con Vicuña Mackenna, a una cuadra de la Plaza de Armas de la ciudad, por una más pequeña en la humilde población Las Quilas, cerca del río Cautín.

“Cuando mi papi perdió todo, a mí me marcó mucho”, reconoce Raúl Ormeño, “vivíamos en el centro, en un barrio donde no veías niños. No tenía amigos, solamente mis hermanas en casa, y ellas después se fueron casando y yendo. Y en nuestro pasaje de Las Quilas deben haber habido diez casas, y en la casa en que había menos cabros chicos, había como cinco. Me cambió la vida”.

¿Le costó integrarse?

—¡Nada! Conocí lo que era la calle: guerras a hondazos con los niños de una población de más arriba, hacer túneles en unas zarzamoras gigantes, jugar a la pelota todo el día. Llovía mucho, llegaba a la casa empapado en barro, pero feliz. Mi mamá me retaba, eso sí.

Tras no encontrar solución a sus problemas económicos, don Raúl decidió, al finalizar 1970, mandarse a cambiar para Santiago. Tenía la ilusión de que todo iba a ser mejor. El cambio le tomaría algunos meses. Mientras se afirmaban económicamente, llegarían a la casa de su hija mayor, en Conchalí.

Como primer paso, se optó porque el niño Raúl partiera primero, para que comenzara el año escolar de 1971 en la capital. En medio de la tristeza familiar, la incomodidad de toda mudanza y el dolor por separarse de su regalón, doña Elsa guardaba una sonrisa de ilusión. Ya tenía conversado para que su retoño, que se lucía como acólito del hermano Esteban, en el Colegio La Salle, tuviera un cupo reservado en el instituto donde se formaban los futuros sacerdotes de la congregación, en La Florida. Todo indicaba que irse a Santiago sería provechoso para encauzar la vocación religiosa del pequeño.

“Mi mamá quería que yo fuera cura, era muy católica, siempre quiso tener un hijo cura”, explica Raúl Ormeño. “Terminé mi sexto Preparatoria en el Colegio La Salle de Temuco y me vine a Santiago, a los doce años. Interno, a estudiar para cura, al aspirantado de La Salle”.

¿No era un colegio?

—No, era aspirantado. No era colegio abierto, estábamos solo los que nos formábamos religiosamente, hoy es colegio.

¿Ese cambio de ciudad, de vida, le costó?

—Fue durísimo. Me vine siendo el regalón de mi familia. El concho, el más chico, era regalón de mi papá, regalón de mi mamá. Tengo catorce años de diferencia con la menor de mis hermanas, imagínate. Salí de mi casa, donde era regalón, a un internado, donde la cosa es totalmente distinta, donde hay reglas, donde no hay añuñú. Yo no dejaría a mis hijos irse así de la casa, menos de Temuco a Santiago… Eran otros tiempos.

El niño Raúl comenzó las clases con el firme deseo de seguir cultivando su fe, que en Temuco había sido orientada por su mentor: “El hermano Esteban, el Fósforo, le decíamos, porque era flaquito y tenía una cabecita así, como de fósforo”. Pese a lo duro del cambio, el primer semestre de formación religiosa fue gratificante para Ormeño. Le gustó el ambiente y el trato con los educadores. Cuando llegaron las vacaciones de invierno, ante el inminente traslado a Santiago de sus padres, el futuro sacerdote se quedó en la casa de su hermana mayor, en la población Elías Gonel, en Conchalí.

Sin mayores entretenciones, Ormeño no tardó en salir a pichanguear con los demás niños del barrio, en una cancha a pocos metros de la casa. Su primer nuevo amigo tenía su misma edad: Richard Contreras. Fue él quien, un par de días después de conocerse, le habló de algo que doña Elsa habría definido, conociendo las consecuencias que traería, como el mismísimo demonio vestido de blanco y negro: Colo-Colo. Contreras le dijo que su papá lo iba a llevar a probarse a Colo-Colo uno de esos días. Y que podrían ir juntos.

Fue suficiente para que Ormeño ya no pudiera pensar en nada más. Recordó que un par de años antes, siendo hincha de Green Cross de Temuco, en el estadio municipal de su ciudad natal, había visto a los jugadores de Colo-Colo y esa camiseta se le había metido en el alma: “Colo-Colo fue a jugar y a mí algo me pasó. No sé si fueron las camisetas. No sé si fue el blanco con negro. Porque de los jugadores no me acuerdo, pero ahí me enganché. A mí me gustaba Green Cross, pero ahí me enganché con Colo-Colo”.

¿Y todo eso se le fue a la cabeza con la sencilla invitación de Richard Sandoval?

“Oye, mi papá me va a llevar a probarme a Colo-Colo, ¿querís ir?”, eso me dijo. Para mí, Colo-Colo era como decir hoy día el Real Madrid, o sea, algo totalmente lejano. Nos llevó el papá de Richard, con quien hasta el día de hoy somos amigos, Sergio Contreras, se llamaba. Colo-Colo era nada que ver con lo que es hoy día, no tenía ni cancha, era pura tierra. Ahí entrenamos, ahí nos probaron. Había mil niños en Pedrero, probándose en canchas de tierra. El papá del Richard nos decía: “Tienen que pedir la pelota, tienen que hablar”. Lo hicimos y eso le llamó la atención al profe que estaba mirando. Fuimos un día martes y nos dijeron “vuelvan el jueves, ustedes dos, el negrito y el flaquito”.

¿Usted cuál era?

—Yo era el flaquito, en serio.

¿Y quién era mejor?

—Richard jugaba muy bien, era una atracción, era elegante, tocaba la pelota, metía túneles. El técnico, que era José Santos Arias, quedó como deslumbrado con mi amigo, no así por mí; yo jugaba bien, pero era otro estilo, otro fútbol.

¿Pero usted jugó bien o lo dejaron porque a veces los entrenadores dicen “Para que el bueno siga viniendo, lo vamos a dejar con un amigo”?

—No, quedé porque jugaba bien, pero era diferente. El Richard era como esos jugadores que los ves a la primera. Agarró la pelota y se la pasó por arriba al que lo marcaba y la fue a buscar al otro lado. Técnicamente era muy bueno. Yo era más práctico, hacía lo mismo, pero también hacía una pared o le pegaba al arco. Y tomé muy en serio lo que me dijo don Sergio, tenía esa personalidad, entonces también por ese lado entré, por personalidad.

¿Y el jueves siguiente, cómo fue?

—Me acuerdo bien de algo que me chocó toda la vida. Se la cobré siempre a José Santos Arias. Él nos juntó a los seleccionados, que éramos como veinticinco, y comenzó preguntándole el nombre a cada uno. “Y tú, ¿cómo te llamas?”. “Me llamo Juan Valdés”. “Ah, tenís que ser bueno, porque tenís apellido Valdés, como Chamaco. ¿Y tú?”. “Ramírez”. “Ah, tenís que ser bueno, con ese apellido de crack”. Llegó a mí y Ormeño no sonaba a nada futbolístico, entonces me dijo: “No tenís na que hacer aquí”. Como que nunca tuvimos mucho feeling. En algún momento se la cobré. Me dijo que no se acordaba, pero sí se acordaba. Son cosas que a los cabros chicos no se les olvida más. Yo tenía doce años y no se me olvidó. Me decía: “yo voy a ser el Ormeño conocido”.

Terminado el entrenamiento del jueves, los dos amigos volvieron a Conchalí. Con los mismos sueños de triunfar en el futbol, pero con una gran diferencia: uno estaba decidido a organizar su vida en torno a Colo-Colo, y el otro debía volver al internado de La Salle.

Reintegrado a la senda de la santidad, Raúl Ormeño fue autorizado a salir una vez a la semana para ir a entrenar. Pero la tentación del fútbol ya se había instalado. Y los curas no tardaron en percatarse. A los dos meses llamaron a terreno al aprendiz Ormeño, cada vez menos concentrado en los deberes de la fe. Fue a la reunión pensando que le harían elegir entre la formación religiosa y el fútbol. Pero se equivocó. Simplemente le dijeron que se olvidara de la pelota, que los caminos del Señor debían ser lo suyo.

Era septiembre de 1971 y Ormeño, el futuro futbolista, encontró un aliado: su padre, que ya había llegado a radicarse a Santiago. Cada vez que salía del internado y llegaba a casa, el niño le dejaba claro a su papá que ya no quería seguir en La Salle, que Colo-Colo era su futuro. Un llanto por aquí, una súplica por allá, todo servía para conmover el corazón de don Raúl, mal que mal era su concho, el regalón, el único hijo hombre. Fue un trabajo perseverante. Tenía que serlo, porque la opción sacerdotal tenía una defensora de temer: doña Elsa, que no aflojaba. “Mi mamá me escuchaba decir que ya no quería ser cura, y sufría. Creo que odió el fútbol”, recuerda Raúl Ormeño. A fin de año, su constante argumentación dio resultados y la familia optó por retirarlo del internado de La Salle. Desde el año siguiente, las canchas de tierra de Pedrero se convertirían en el nuevo refugio del niño que desechó ser sacerdote por convertirse en futbolista.

Le tocaría ser testigo directo de una revolución en el fútbol chileno que comenzó en enero de 1972, justamente, en Colo-Colo. El club albo contrató como entrenador de su primer equipo a Luis “Zorro” Álamos, quien construyó un plantel que despertaría un entusiasmo desbordante y una identificación mayoritaria en todo el país, durante meses tan convulsionados como los que seguirían. Los dirigidos por Álamos campeonarían en 1972, consiguiendo un insólito promedio de más de cuarenta y cinco mil espectadores en sus partidos, y en 1973 se convertirían en el primer cuadro chileno en llegar a la final de la Copa Libertadores de América. Era un plantel integrado por doce seleccionados nacionales, quienes en 1973 también clasificarían al Mundial de Alemania 1974 y se convertirían en ídolos mayúsculos.

Con esa leyenda, conviviría a diario Raúl Ormeño.