
Lucha de caballeros
Jay estaba acostumbrado a esquivar a tenderos enfadados y mercaderes del bazar furiosos, que veían su preciosa mercadería desaparecer en manos del rápido ladrón del gorro rojo de lana y el chaleco morado y amarillo. Por eso, jugar torneos le parecía mucho más fácil que robar. Al menos, no tenía que esquivar tomates podridos y amenazas de descuartizamiento mientras se movía en zigzag hasta el objetivo, intentando no acercarse a las rayas rojas y blancas, la zona de eliminación en el centro del campo. Era la tarde perfecta para entrenar. El cielo lucía azul y sin nubes, y los árboles que rodeaban el campo estaban verdes y frondosos. Las gradas parecían vacías, salvo por algunos estudiantes que charlaban con sus amigos o hacían deberes. Las animadoras, con sus camisetas amarillas y faldas azules, entrenaban en los laterales.
Cuando el suelo que pisaba empezó a temblar, Jay no se inmutó y corrió hacia la izquierda, tomó el disco con el palo y esquivó los cañones cargados, pero se cayó al lanzar y meter el disco en la red. Alzó los brazos en señal de victoria, derrapándose hasta un stop, justo cuando cesó el estrépito de las vibraciones. Sonrió despacio mostrando su satisfacción. Su cabello largo y oscuro se le quedó pegado en la frente y el cuello, mientras el sudor empapaba su uniforme. Los terremotos no lo asustaban; nada podía hacer que dejara de correr lo máximo posible hacia una portería.
Durante toda su vida, había tenido que utilizar sus piernas veloces y sus reflejos rápidos como el rayo, para robar cosas y llenar, a costa de los demás, las estanterías de la tienda de cachivaches que tenía su padre. En cambio, en la Academia Auradon, gracias a su talento, había conseguido un codiciado puesto en el equipo de torneo del colegio. Jay se había acostumbrado tanto a que sus compañeros lo cargaran en sus hombros al final de cada victoria que casi se le había pasado el gusto. El hijo de Aladdín, Aziz, incluso bromeaba y decía que Jay debía dejar de tomar jugo de calabaza porque, si no, costaría mucho cargarlo en los hombros.
Las animadoras que entrenaban en los laterales gritaron su nombre en señal de reconocimiento. Él saltó y se quitó el casco para saludarlas, lo que provocó que las chicas se rieran y agitaran sus pompones aún más deprisa.
Jay se dirigó a uno de los costados del campo para tomar agua de su bolsa de gimnasio cuando, de repente, vio un papel arrugado entre sus cosas. ¿Qué era aquello? Lo abrió. Alguien había garabateado, con tinta morada: «¡Vuelve al sitio de donde viniste! ¡Vuelve a la Isla de los Perdidos al final de la luna!».
¿De qué se trataba eso? ¿Y qué decía de la luna?
—Hey, amigo, buena jugada —dijo Chad Charming. El rubio y mimado hijo de Cenicienta no solía ser muy amable con Jay, pero quizás era algo más que un príncipe guapo con un pelo cuidadosamente peinado. Chad le tendió la mano. Jay la estrechó, aunque con recelo.
—Gracias, amigo —dijo, guardándose aquella nota extraña en el bolsillo.
—Aunque, a ver, cualquiera puede marcar a Herkie. —Chad se rio, apretando la palma de la mano de Jay y señalando hacia el hijo de Hércules, que estaba en la portería—. Es todo músculos, pero de pies gordos, para que me entiendas.
Herkie era tan fuerte como su padre y tenía los músculos para demostrarlo, pero no era el más rápido en el campo. De todas formas, Chad tenía suerte de que Herkie no lo hubiera oído.
—¿Dices que tú lo podrías haber hecho? —preguntó Jay, mientras todavía estrechaba la mano de Chad.
—Con los ojos vendados —dijo Chad, sin dejar de estrechar la mano de Jay arriba y abajo, y sonriendo entre dientes—. Mira, la cuestión es que… Jay, es fácil esquivar un cañón, pero, en un partido de torneo, tienes que estar atento a lo que nunca ves venir. —Y, haciendo su característica mueca, Chad giró la muñeca y lanzó a Jay en el aire, haciendo que cayera de cara al suelo. ¡Puf!
—¿Ves lo que quiero decir? —Chad sonrió—. Considéralo como un poco de entrenamiento entre amigos.
—Oh, Chad, ¡eres tan gracioso! —Audrey, que había llegado desde uno de los costados para hablar con su adorado novio, se reía nerviosamente.
—Yo no lo definiría como «gracioso» —se quejó Jay, escupiendo tierra. ¿Había pensado que estaba cansado de que lo cargaran en los hombros los de su equipo? Bueno, prefería mil veces que lo hicieran, en vez de que lo tiraran al suelo, a los pies de un inaguantable príncipe.
—¿Estás bien, Jay? —preguntó Audrey, preocupada.
—Está bien, cariño —dijo Chad, rodeándole el hombro con su brazo, con una sonrisa tan empalagosa como los suéteres de color pastel que llevaba normalmente—. Vamos, no hay nada que ver aquí, sólo hay basura. ¿No es eso lo que comían en esa isla? ¿Nuestras sobras?
Audrey dio un grito de asombro.
—¿En serio? ¡Pobrecitos! ¡Es asqueroso!
—¡Palabra de honor! —dijo Chad, conduciéndola a otra parte—. Vamos, princesa, no hay nada que ver aquí.
Chad había sido uno de los mejores jugadores del equipo hasta que llegó Jay. El príncipe no se había tomado muy bien que lo quitaran de la alineación principal.
Jay suspiró, mirando hacia el cielo azul. Había cambiado una vida de ladrón, que se debe esconder, para ser un buen chico en un colegio de héroes. Si estuvieran en la isla y si Chad supiera con qué facilidad Jay podría haberle robado el reloj, la cartera y las llaves durante aquel apretón de manos, el hijo de Cenicienta no se reiría con tanta prepotencia. Pero, en aquel momento, Jay estaba en Auradon, y ahí se desaprobaban aquellas cosas, así que no había robado nada, aunque había sentido una gran tentación. Lo único que hubiera logrado habría sido traerles problemas a sus amigos villanos, que era lo que Chad quería en realidad.
—¿Te vas a quedar ahí tirado todo el día? Ya sonó el timbre para ir a cenar —dijo una voz.
Jay miró hacia arriba y vio a Jordan por encima de él, alargándole la mano.
—Has aparecido de la nada.
—Trucos de genio —le contestó, guiñándole el ojo y mirándolo con una leve sonrisa. Llevaba el pelo oscuro hacia un lado; y su pantalón azul contrastaba con su chamarra de piel amarilla. Pronto llegaron otras dos chicas, y las tres parecían preocupadas por su caída.
Jay agarró la mano de Jordan para poder levantarse.
—Gracias.
—No te preocupes por Chad, así es con todo el mundo —le dijo Jordan. Y luego a la chica rubia que estaba a su lado—: ¿Verdad que sí, Allie?
La chica asintió. Llevaba un vestido azul sobre una blusa blanca, y tenía unas facciones delicadas y modales refinados.
—Casi es peor que Tararí y Tarará —respondió Allie.
—Definitivamente peor. Mi padre tendría cosas que decir sobre él, eso es seguro —dijo Jordan, cuyo padre, Genio, era famoso por lo mucho que le gustaba hablar—. ¿De verdad estás bien, amigo?
—Sí, sólo me hirió el orgullo —les dijo Jay, sintiéndose mejor.
—Entonces, nos ha hecho un favor —afirmó la tercera chica.
Esta se rio, arreglándose el diminuto sombrero que llevaba de lado. Freddie Facilier era una de las chicas nuevas de la isla. Había sido trasladada como parte del programa en curso para incorporar a los hijos de los villanos en la educación normal de Auradon.
—Muchas gracias, Freddie —dijo Jay.
—De nada —dijo Freddie.
—No somos todos como Chad —dijo Jordan—. Algunos sabemos que, sin ustedes en Auradon, todos seríamos secuaces de Maléfica ahora mismo.
—Duendes —dijo Jay—. Los secuaces de Maléfica son duendes.
—Eso sería horrible —aseguró Allie—. El color verde me queda horroroso.
***
Los cuatro caminaron tranquilamente hasta el comedor y se toparon con Ben, que iba en dirección contraria. Las chicas se quedaron embelesadas al ver al joven rey y le hicieron una reverencia.
—Te saltaste el entrenamiento —dijo Jay, chocando los puños con su compañero de equipo.
Él y Ben jugaban bien juntos; Jay preparaba los tiros y Ben los lanzaba hacia la portería.
—Ya, ya lo sé, la próxima vez sí voy, te lo prometo —dijo Ben, con aspecto agobiado—. El entrenador siempre me insiste.
—Nuestra defensa lo resiente. Y el ataque también.
—Sí —suspiró Ben, estirando el cuello para ver los campos de torneo con nostalgia.
—Bueno, será mejor que vuelvas a jugar en el partido contra los Niños Perdidos —dijo Jay.
Aquel fin de semana, se enfrentarían a un equipo fuerte del País de Nunca Jamás.
—Haré todo lo posible por ir.
Jay asintió. Mientras hablaba con Ben, se le ocurrió que si su padre, Jafar, estuviera en Auradon, probablemente habría encontrado alguna forma de engatusar a Ben para que entregara no sólo la corona, sino todo el reino. En cambio, Jay lo único que quería era jugar torneos y pasar tiempo con sus amigos. Lo que demostraba que, a veces, no era cierto aquello de «De tal palo, tal astilla» o, quizás en su caso, «La cría de la cobra puede escabullirse del nido». No estaba seguro, pero esperaba que no fuera cierto.
—¡Hey! —dijo Ben, fijándose por primera vez en la cara que tenía Jay—. Espera. ¿Qué pasó en el entrenamiento? ¿Eso te lo hizo Chad?
Jay se encogió de hombros. Se tocó la piel de alrededor del ojo y notó que estaba hinchada. Él no era un soplón, pero seguro Chad lo había empujado con más fuerza de la que pensaba.
—Eh, fue un accidente. Seguro que no pretendía que mi cara se golpeara con el suelo con tanta fuerza.
—Hablaré con él —dijo Ben, frunciendo el ceño.
—No, déjalo. Tienes problemas más importantes —insistió Jay—. Puedo ocuparme de Chad.
Lo último que necesitaba era que Chad le dijera a todo el mundo que Jay iba corriendo con el Príncipe Ben, cada vez que comía un poco de tierra.
Parecía que Ben estaba a punto de discutir, pero sacó aire y dijo:
—De acuerdo.
—¿Vas a cenar? —preguntó Jay, dirigiéndose al comedor, donde el delicioso olor de los platos de la señora Potts flotaba en el aire.
—No, tengo que hacer cosas de rey.
—Tú te lo pierdes —bromeó Jay—. ¿De qué sirve ser rey si ni siquiera puedes parar y comer algo decente?
Ben se rio.
—Qué me vas a contar a mí. Nos vemos luego. ¡Que les vaya bien!
—¡Hasta luego, Ben! —dijeron las chicas.
—¿Señoritas? —dijo Jay, conduciendo al grupo al edificio y abriéndole la puerta como el caballero que era. Por un momento, recordó la nota anónima que había encontrado en su bolsa de gimnasio hacía un rato y se preguntó de qué se trataba aquello. ¿Quién quería que él volviera a la Isla de los Perdidos?
Sin embargo, no se dejó agobiar demasiado por ese tema. Las chicas estaban preocupadas por sus heridas. Allie le prometió que le prepararía una taza de su té preferido y que pediría a su madre cualquiera de las curas disparatadas del Sombrerero Loco. Jordan lo animó con historias exageradas de viajes en alfombra y le insistió para que intentara hacer viajes más largos algún día. Y Freddie sugirió formas de vengarse de Chad.
—Yo sustituiría su gel para el pelo con crema chantilly. Eso le caería muy bien, ¿no crees?
Jay ya se sentía mejor. ¿A quién le importaba una nota enigmática en la que alguien decía que Auradon no era su sitio? Y, de hecho, ¿a quién le importaban las cuevas llenas de oro fundido y los tesoros tan grandes que abarcaran toda la vista? Mientras entraba en la cafetería en compañía de sus amigas, Jay se sintió tan rico como el sultán de Ágrabah.