MI NACIMIENTO COMO LUCHADOR

Mi infancia estuvo signada por bastantes cambios; de ciudad, de colegios y de amigos. Eso de algún modo me marcó. Entiendo que también la educación que me dieron fue un punto importante, que me generó bastantes inquietudes. Desde chico cuestioné algunos mandatos familiares y, más tarde, cuando pude darme cuenta de otras cosas, empecé a cuestionar al sistema en general. Mucho de eso se los contaré a lo largo de este libro.

Nací en Villa Ballester, provincia de Buenos Aires, el 12 de enero de 1981, en una familia tipo: mamá Laura, papá René, mi hermana mayor también llamada Laura y Guillermo, mi hermano menor. Soy, obviamente, el del medio,

En mis primeros años vivíamos en una casa tipo PH, que tenía un patio en el que jugábamos con mis hermanos. El barrio era muy lindo y tranquilo. Cuando estaba por empezar segundo grado en el Colegio Hölters, nos fuimos a vivir a Puan, un pueblo que queda muy cerca de Bahía Blanca. Mi abuelo materno había traído Brahma a Argentina y construyó en ese pueblo una de las pocas malterías que tenía el país. Toda la familia ya trabajaba con él y teníamos un buen pasar económico, así que los cinco nos fuimos a vivir allá, a hacer vida de campo.

imagen

En CEDEM de Caseros con Emiliano “El Buda” Berois (2015).

Desde chico cuestioné algunos mandatos familiares y cuando pude darme cuenta de otras cosas, empecé a cuestionar al sistema en general.

Era un pueblo chico, de doce cuadras por siete, nada más, y obviamente nos conocíamos todos. Había un solo colegio y cuando me preguntaban, por ejemplo, la dirección de mi casa, yo decía: “Vivo al lado de la panadería”.

Con apenas 7 años, andaba solo por cualquier lado porque en Puan no pasaba nada. Algunas tardes íbamos a la laguna o dábamos vueltas. Era muy tranquilo y seguro, y estuvo muy bueno pasar parte de la infancia ahí. Pero cuando se terminó de construir la maltería, después de un año, tuvimos que volver a capital.

Tener que enfrentar de nuevo un cambio en tan poco tiempo fue muy duro para todos, porque además no queríamos regresar a la ciudad.

A mi mamá, a la que le encantaba la vida tranquila que llevábamos en Puan, la vuelta le produjo directamente depresión.

imagen

Campeón de light contact (2000).

Aunque no habíamos estado demasiado tiempo, vivir en el campo también me había marcado y lo sentí como una tragedia. Más cuando la vi tan mal a mi vieja.

DEL CAMPO A LA CIUDAD

Apenas llegamos a Buenos Aires nos fuimos a vivir a un departamento provisorio que era muy chico, hasta que mis padres compraron otro, en San Cristóbal, en el mismo edificio que mis abuelos. Este edificio tenía cinco pisos y un gran parque central que ocupaba el pulmón de la manzana, así que todos los chicos vecinos nos juntábamos a jugar ahí. Fue un lugar en el que me sucedieron miles de cosas importantes. Mi infancia la pasé en ese parque con el pibe del tercero, Mariano Vivas, y el hijo del portero, Pablo.

Una vez instalados, mis papás decidieron mandarnos al Colegio San Tarsicio y eso me chocó mucho porque no tenía nada que ver con nosotros. Yo venía de un colegio en el que, por ejemplo, decíamos “rojo”, y para mis nuevos compañeros eso era “grasa”; tenías que decir “colorado”.

Como veían que ni mi hermana ni yo nos íbamos a adaptar –porque habíamos pasado del único colegio que había en un pueblo rural a otro colegio superurbano y de la más alta sociedad en pleno menemismo–, a principio de 1990 nos cambiaron al Colegio Esteban Echeverría, en el centro, donde hice cuarto grado. Tengo buenos recuerdos de aquella institución.

Pero mi vieja venía de una familia de clase alta, con estructuras muy marcadas, y consideraba que a nosotros debía darnos el mismo tipo de educación que había recibido ella, en un colegio privado y católico, así que nos cambiaron al San José, en Bartolomé Mitre y Azcuénaga. En ese colegio estuve desde quinto grado hasta segundo año, cuando me echaron. Bueno, en verdad no me echaron, según ellos “no me dieron la reincorporación”.

A mí ese cambio me marcó mucho, porque por entonces comencé a tener ciertas inquietudes que no encajaban con ese tipo de colegios.

Aunque no habíamos estado demasiado tiempo, vivir en el campo también me había marcado y lo sentí como una tragedia.

El San José me dio las mejores y las peores cosas. Lo peor: era un colegio muy católico y para una persona con inquietudes como yo, no fue tarea sencilla entender qué hacía ahí, un lugar en el que te decían que si te masturbabas te quedabas ciego (y yo me arriesgué por completo) o que no podías llevar el pelo largo porque eras un mal ejemplo. Nunca lo toleré. Años después me enteré de que al colegio lo cerraron porque las autoridades se robaron toda la plata, mientras me estaban enseñando valores cristianos.

Lo mejor que me dieron los años en ese colegio fueron mis amigos, muchos que actualmente conservo. Conocí a grandes personas con las que compartí muchísimas cosas, pero sobre todo mi locura por la música.

imagen

Clinch. Salón Pueyrredón.

PASIÓN POR LA MÚSICA

Desde chico escuché rock, punk y heavy metal. En mi familia no era el único: el hermano más chico de mi mamá y también mi hermana tenían alma rockera. Así que en séptimo grado, en lugar de irme de viaje de egresados, les pedí a mis papás que me regalaran una batería. Mi mamá dijo que iba a hacer mucho quilombo, así que me compraron una guitarra.

Si bien formé parte de varias bandas y participé en muchas otras, la que recuerdo con más cariño es la que armamos en 1998 con Santiago Daguer (Totó) y Martín Villavieja (Villa), mis dos mejores amigos, llamada Polución Nocturna, en la que yo era el cantante. Estábamos muy metidos y depositábamos mucha energía en la música, una pasión que nos unía fuertemente.

imagen

imagen

Con mi hermano Guillermo Ryske.

imagen

Desde chico escuché rock, punk y heavy metal. Mis días transcurrían entre ir al colegio y la música como centro de todo.

La primera vez que tocamos para el público fue en el festival del San José, que se organizaba todos los años para que las bandas de alumnos pudiesen tocar.

Después de eso me empecé a mover y conseguimos tocar en Cemento, Die Schule y unos cuantos lugares que tenían bastante prestigio. Al principio nos dio un poco de miedo, porque pasamos de tocar en un colegio católico a un lugar donde había chabones con crestas y un ambiente más pesado, pero estuvo todo bien.

A partir de entonces, mis días transcurrían entre ir al colegio y la música como centro de todo.

UN POCO DE FÚTBOL Y OTRO DE RUGBY

En el San José había fútbol y rugby, y se fomentaba mucho el deporte, pero de una forma muy competitiva. Los padres, además, se metían un montón y proyectaban todo en los hijos.

Lo que más me desagradaba era que para armar cada uno de los equipos de fútbol, el colegio probaba durante un mes a todos los pibes e iba descartando a algunos, hasta que finalmente lograba conformar una selección integrada por los chicos que iban a jugar todo el año, como si se tratara de una selección profesional.

Muchos se iban a probar y no entraban nunca. En mi caso, todos los años que me presenté para probarme en la selección, quedé como arquero (ahora cada vez que lo cuento en el gimnasio me cargan), porque el fútbol me gustaba, pero no tanto como la música.

Cuando estaba en primer año, mi viejo –que era un buen deportista y había llegado a jugar en Los Pumitas–, empezó a entrenar a la selección de rugby del colegio. Aunque yo ya había entrado en el equipo de fútbol, cuando mi papá se transformó en entrenador, no lo pensé mucho y me pasé al equipo de rugby, un deporte que odié durante mucho tiempo hasta que entendí su funcionamiento y me dio incluso asco.

La experiencia de ser entrenado por mi papá me permitió ver cómo manejaba al grupo, algo que me sorprendió. Él sabía que éramos pibes, que estábamos reexcitados y queríamos jugar y cagarnos a palos, entonces siempre armaba partidos y jugábamos sin parar. Pero además, los que jugaban al rugby eran los que no habían entrado al equipo de fútbol. Eran el descarte. Entonces mi papá, que era muy inclusivo, armó un equipo al que le contagió ganas de participar, de pertenecer. Los entrenamientos eran divertidos. Para él que yo estuviese en el equipo era algo importante y para mí estuvo muy bueno, fue una buena época.

imagen

Campeón argentino de WKF de full contact y de kick boxing de ISKA.

ALGUIEN EN LA VIDA

Muchas veces mis padres me dijeron que si quería “ser alguien en la vida y estar económicamente bien”, tenía que estudiar algo. Un mensaje al que más de una vez respondí explicándoles que ya era alguien en esta vida y que para eso no necesitaba tener un título. Lo que yo hiciera y desarrollara en mi camino iba a depender de mi pasión por eso que eligiera.

Esas ideas las forjé desde chico, cuando no podía entender por qué una persona trabajaba en algo que no le gustaba. Veía a mi papá trabajando todo el día, a sol y sombra, y no comprendía por qué no se dedicaba a algo que lo apasionase. Eso siempre me generaba inquietud.

Mi mamá, por su parte, es bióloga, aunque en verdad cuando era joven quería estudiar Medicina. Es más, llegó a hacer primer año de Medicina a escondidas de mi abuelo, pero como era una carrera “para hombres”, cuando él se enteró, tuvo que dejarla.

Así que cuando fui adolescente yo me preguntaba: “Si nos vamos a morir y, además, hay gente que puede ganar plata y vivir de la música, ¿por qué tengo que hacer algo que no me gusta?”

Cuando mi papá se transformó en entrenador, me pasé al equipo de rugby, un deporte que odié durante mucho tiempo hasta que entendí su funcionamiento y me dio incluso asco.

En segundo año, cuando me echaron del colegio, a mi viejo le dijeron que no iba a ser más el técnico (igual él también tenía muchas diferencias con el rector y director deportivo de rugby). Muchos se quejaron porque era un buen profesor, pero quizás por ser inclusivo y preocuparse por los chicos, al colegio no le gustó.

Por mi parte, la banda de rock con los del San José continuó; tenía un lugar muy importante para mí y lo preservé.

PRIMER MIXTO

Como mi vieja seguía apostando a lo que, según su mirada, era una buena educación, me mandaron al Arcángel San Miguel, colegio de la Facultad Kennedy. Este no solo era un colegio mixto, también era un colegio de gente quilombera, hombres y mujeres por igual.

Yo venía del San José, en el que éramos todos varones y donde para ver a una mina tenías que ir a misa, así que empezar a relacionarme con mujeres me parecía muy difícil porque tenía bastantes miedos e incertidumbres.

El segundo día de clases en ese colegio dos chicos se me acercaron a decirme que no fuese más vestido de punta en blanco (venía acostumbrado del San José), por lo que empecé a vestirme como quería y como todos los demás: con remeras de bandas y pantalones. También empecé a dejarme el pelo largo.

imagen

Cuando caía en casa con alguna remera de Flema, mi abuelo me preguntaba qué hacía con eso y después le decía a mi mamá que seguramente me drogaba o que iba a ser un ladrón.

DIEZ ESCUELAS DISTINTAS

Siempre me llevaba materias y las terminaba aprobando, pero en tercer año, en el Arcángel San Miguel, no me dieron las cuentas y repetí. Nuevamente me cambiaron de colegio al IVA (Instituto Vocacional Argentino), que no era católico (¡por fin!).

Ese año me puse de novio con una chica que se llamaba Laura. La conocí un día que fuimos a ver a Pecado Mortal, la banda de Daniel Oso. Me hice muy amigo de esos chicos y terminé tocando con ellos. A la banda también se sumó mi amigo Totó, del San José.

En medio de todo este proceso muy enfocado en lo musical, volví a repetir tercer año y me pasaron a un colegio de monjas, La Anunciata.

En total pasé por 10 instituciones distintas, lo que me permitió conocer a un montón de personas y tener amigos acá y allá. Gracias a uno de ellos, Pablo Rosetti, me enteré de que podía dar las materias con las que había repetido y que no era necesario cursar todo el año, así que decidí no seguir yendo al colegio y rendir en diciembre las asignaturas que había desaprobado.

Cuando era adolescente me preguntaba: “Si nos vamos a morir y, además, hay gente que puede ganar plata y vivir de la música, ¿por qué tengo que hacer algo que no me gusta?”.

EL GRAN AMOR

En 1998 dejé de salir con Laura y conocí a la que es hoy mi esposa y madre de mis tres hijos, Agustina Señorans. Fue en un recital en el que tocaba el que entonces era el novio de mi hermana con su banda. La vi por primera vez en la entrada y en ese momento empecé a entender lo que era sufrir por amor. Digo “sufrir” porque ella iba a esos recitales para ver al guitarrista, de quien estaba enamorada. Empezamos a tener algo, pero ella muchas veces me dejaba clavado porque se iba con este pibe. La primera vez que lloré por amor fue por ella.

Hasta que las cosas se fueron dando... Un día toqué con mi banda, Agustina vino verme, y yo creo que después de eso se enamoró.

Estar con ella me abrió muchas puertas. En principio, conocer a su familia y descubrir otras estructuras a las que no estaba acostumbrado. Mi suegra es una persona muy joven, porque la tuvo a Agustina siendo chica, y mi suegro es tatuador; un mundo distinto respecto del que me crie y con el que estaba a gusto.

Además, al tiempo de salir con Agustina nos mudamos solos. Al comienzo me resultó un poco difícil adaptarme, porque estaba acostumbrado a que en mi casa me sobreprotegieran, a abrir la heladera y saber que había Coca-Cola o una rica comida esperándome. Eso me hizo crecer, tal vez un poco a la fuerza, pero era lo que debía hacer.

imagen

Con mi hijo Nazareno.

imagen

Mi mujer Apu Señorans y mis hijas Matilde y Juana.

En 1998 conocí a la que es hoy mi esposa y madre de mis tres hijos. La vi por primera vez… y en ese momento empecé a entender lo que era sufrir por amor.

MI COMIENZO COMO LUCHADOR

La música era todo mi mundo, me pasaba hasta cinco horas por día tocando la guitarra. Recuerdo que mis papás me decían que tenía que hacer algo de deporte porque me veían flaco. La verdad es que estaba muy flaco, desgarbado, tenía el pecho hundido y no me importaba nada mi aspecto o estado físico. Era todo un punk, usaba borcegos, jeans chupines y recién cuando pasé al colegio San Miguel pude cumplir mi sueño de dejarme el pelo largo, algo que no nos dejaban en el San José, donde el pelo no podía tocarte el cuello de la camisa. Hasta que un día, en 1999, los sorprendí contándoles que había empezado a entrenar. Por ese entonces tenía 19 años y todavía cursaba cuarto año en el colegio La Anunciata, y estaba muy pegado a mi amigo Nacho Vázquez, con quien nos juntábamos en casa a estudiar o hacer trabajos prácticos.

Como mi hermano Guille había empezado a hacer full contact y kick boxing, una tarde Nacho le empezó a preguntar cómo era ese deporte, dónde se practicaba y a interesarse en el tema. Se decidió a probar unas clases y me pidió que lo acompañara. En esa época estaba el tabú de que si ibas a un lugar de artes marciales te iban a cagar a palos o hacer pagar derecho de piso.

Hasta que un día, en 1999, sorprendí a mis padres contándoles que había empezado a entrenar. Por ese entonces tenía 19 años…

Así que al principio yo no quería ir, pero trató de convencerme por todos los medios y finalmente accedí. Y ahí estábamos los dos, un sábado a las cinco de la tarde, en un gimnasio de Guatemala y Scalabrini Ortiz, el lugar que después se convertiría en mi primer “templo”.

La primera clase nos la dio Hugo, “El cordobés” (cinturón marrón) y todavía la recuerdo: fue increíble. Empecé a hacer cosas que me coparon y para mi sorpresa, me salían muy bien. Y cuando me di cuenta, no quería parar. La efervescencia me hizo sentir que estaba en el gimnasio de Rocky Balboa, rodeado de otros luchadores con los que después compartí muchas horas de mi vida.

El martes siguiente volví al gimnasio y ahí conocí a mi primer profesor, Claudio Blanco, un loco hermoso. Él ponía música y entrenaba a la par de sus alumnos. Armaba el circuito de bolsa y escudo, y también guanteaba con nosotros. Nos llevábamos unos buenos guantazos porque en esa época se consideraba que para que el alumno se transformara en un peleador duro había que enseñarle pegándole duro. No creo que sea así, pero igualmente salí guerrero.

imagen

Por pelear el primer título argentino de kick boxing (2008).

A partir de ese momento, mi vida empezó a organizarse de otra manera. Iba a buscar a Nacho y, martes y jueves, en principio, íbamos directo a entrenar. Hablábamos todo el tiempo de los entrenamientos. Nadie podía creer, sobre todo mi familia, que estaba haciendo deporte. Varias veces me habían insistido en que debía hacer un poco de ejercicio porque estaba flaco y algo triste, pero yo estaba en medio de una búsqueda, hasta que di con lo mío.

imagen

Se consideraba que para que el alumno se transformara en un peleador duro había que enseñarle pegándole duro. No creo que sea así, pero igualmente salí guerrero.

En la escuela muy pocas veces me agarré a trompadas y las veces en que ocurrió, generalmente no ganaba. Era muy malo. Pero de repente me encontré con una faceta mía que no conocía y con la que me sentía a gusto. Entrenar me hacía sentir bien.

Como el interés por el tema iba en aumento, con Nacho empezamos a ir otros días al gimnasio para hacer fierros, con una rutina que nos había pasado uno de los profesores. Prácticamente nos la pasábamos ahí.

Decidido, me compré unos guantes de box y le dije al profesor que quería empezar a guantear. Recuerdo la primera vez que me invitaron a guantear: me agarró un taekwondista que se llamaba Damián, era más grande que yo y me pegó una terrible piña que me dejó tarado, pero me la banqué y seguí guanteando. El profe lo vio, se recalentó y le dijo: “El próximo round lo hacés conmigo”, y lo cagó a trompadas.

De repente me encontré con una faceta mía que no conocía y con la que me sentía a gusto. Entrenar me hacía sentir bien.

Comencé entonces a entrenar muy fuerte, a descubrirme y a ponerle toda mi energía a eso. Conocí un aspecto de mi carácter que me era completamente desconocido. Aunque no dejaba de ser un pibe integrado al sistema y sobreprotegido, que no necesitaba pelearse, había algo que estaba ahí y necesitaba sacar a la luz.

Convertirme en peleador a los 19 años fue encontrar una nueva forma de ver y solucionar mis conflictos. Empecé a encarar los problemas de otra manera. También noté que las personas con las que me rodeaba o compartía el gimnasio me comenzaban a respetar porque sabían que peleaba. No es lo mismo cuando hablás con alguien y sabe que peleás que cuando no lo sabe.

imagen

Peleando por el primer título argentino contra Adrián de Tomasi (2008).

Aunque no dejaba de ser un pibe integrado al sistema y sobreprotegido, que no necesitaba pelearse, había algo que estaba ahí y necesitaba sacar a la luz.

FORJANDO MI CAMINO

No siempre trabajé de lo que quise. Hubo épocas en las que para mantenerme trabajé como ayudante de mi papá en un bazar que él había abierto y tiempo después fundió. También trabajé como repartidor de sobres en la zona de aduanas en bicicleta y como tatuador. El papá de Agustina me había enseñado y se me daba bastante bien dibujar. Así que incursioné en el mundo de los tattoos y estuve bastante tiempo haciéndolo en la galería Bond Street.

Un recuerdo que tengo muy presente de esos días en que laburaba de otras cosas que no me interesaban, es el de una mañana en la que, mientras repartía sobres en bicicleta y estaba puteando, vi a mi papá yendo a su trabajo después de haber tenido una trombosis. Iba caminando y rengueando, presentándose a trabajar con 60 años. En ese momento pensé: “Si este chabón la sigue remando así, yo no me puedo quejar”. Lo que me ayudó a seguir pedaleando por entonces y en la vida.

imagen

Con mi hijo Nazareno y Heber.

imagen

Mi familia en el PFC.

Convertirme en peleador a los 19 años fue encontrar una nueva forma de ver y solucionar mis conflictos.

Yo soy así también porque él me crio de esta forma. Mi papá siempre me dio fuerzas para seguir; es mi ídolo. Nunca se lo dije y él piensa que no lo es. Pero es una persona que quizás por la familia dejó sus gustos de lado, un tipo que deja todo todos los días y que la remó.

LOS PRIMEROS PASOS COMO AMATEUR

Motivado y con entusiasmo por haber descubierto una parte de mí que no conocía, con el apoyo de Claudio Blanco dejé de ir a entrenar solo una hora. Sumé días y horas, y empecé a competir y a rendir cinturones de full contact. De a poco fui entrenando más duro y poniéndole más energía.

LO QUE QUIERO TRANSMITIRLES A MIS HIJOS

Con Agustina convivimos mucho tiempo y empezamos a formar nuestra querida familia. El 14 de mayo de 2006 nació nuestra primera hija, Matilde. Dos años después, un 5 de marzo del 2008, nació Juanita. Más tarde, el 25 de julio del 2014, llegó Nazareno. Ellos son todo para mí, lo más importante.

A mis hijos siempre quiero demostrarles que en cualquier lugar del mundo y en cualquier situación, en el país en el que estés, haciendo las cosas responsablemente y con amor, se puede vivir de lo que uno quiere.

Durante mucho tiempo fui luchando por ese ideal y de a poco lo fui logrando.

Por eso, cuando me enteré de que en el jardín de infantes le preguntaron a Matilde: “¿De qué trabaja tu papá?” y que ella había respondido: “Mi papá es ‘El Picante Ryske’, el campeón del mundo de kick boxing”, ese fue uno de los días más importantes de mi vida. Porque me di cuenta de que había alcanzado uno de mis objetivos más grandes: enseñarles a mis hijos que la felicidad no pasa por unas cuantas cosas que acumulás pagando cualquier precio por eso. Más si pensamos que el mayor precio que pagamos es el tiempo que perdemos en conseguir esos bienes materiales: la felicidad pasa por tener lo necesario consiguiéndolo por los medios que mayor felicidad te causen.

Mis hijos van a contar siempre con mi apoyo para que hacer eso que les gusta y llevar sus sueños al máximo.

Por ese entonces me hice amigo de Alejandro Minissale, un compañero con el que compartimos muchas horas de entrenamiento en el gimnasio de la calle Guatemala. Empezamos a jugar a ser competidores y le poníamos mucha dedicación al tema.

Al tiempo de estar entrenando fuerte, el profesor nos propuso prepararnos para la primera competencia, para la cual debíamos esforzarnos un poco más de lo habitual.

Mi papá siempre me dio fuerzas para seguir; es mi ídolo. Nunca se lo dije y él piensa que no lo es. Pero es una persona que quizás por la familia dejó sus gustos de lado.

Como no teníamos noción de cómo o qué debíamos hacer pero estábamos reentusiasmados y no hacíamos otra cosa que hablar de eso, mirábamos películas que comprábamos en Panter, un local de artículos de artes marciales, en el que conseguíamos material de referencia, como el documental del campeón del mundo holandés, Rob Kaman, que miramos una y otra vez. También le sumamos horas al entrenamiento. Pero yo no pude asistir a ese primer torneo porque me fracturé el pie en un entrenamiento; pateando le pegué a Ale en el codo y me fracturé el metacarpiano.

imagen

Empecé a competir y a rendir cinturones de full contact. De a poco fui entrenando más duro y poniéndole más energía.

Gané varios de esos primeros torneos amateurs y al poco tiempo, el profesor nos dijo a Alejandro y a mí que nos presentemos en el Primer Open Nacional de la Argentina, que fue mi experiencia más importante y determinante de esa etapa. Así que nos empezamos a preparar para pelear en kick boxing amateur.

Aunque estábamos muy motivados, en esa época hacíamos todo mal porque no teníamos nada de información. Íbamos aprendiendo, pero no sabíamos bien qué hacer. Por ejemplo, pensábamos que hacer fierros o ir a correr un par de veces al parque era hacer preparación física y lo que más nos convenía, pero el efecto era contrario al que buscábamos. Después nos dolía todo porque nos fatigábamos demasiado.

MI PRIMERA MEDALLA: CINTURÓN AMARILLO LUCHA CON CINTURÓN NEGRO

Después de mucho esperar y entrenar, llegó el momento del Open Nacional 2000. Me subí con tal adrenalina que gané una pelea, luego la otra, hasta que llegué a la final para competir con un cinturón negro.

En ese momento yo era cinturón amarillo –que es el primero que se obtiene–, pero como daba con el peso y ambos éramos amateurs, pude competir con mi contrincante cinturón negro (que es el último que se puede conseguir).

¿Por qué es posible eso? Porque en el kick boxing, el MMA (Mix Martial Arts) y el full contact, las divisiones son por peso y entre amateurs o profesionales, algo que proviene del boxeo. Mientras que la clasificación por cinturones responde a las artes marciales, pero no aplica en estos deportes que han mutado de otras disciplinas como el karate y el taekwondo.

imagen

En El Club de la Pelea.

imagen

Campeón de light contact con Claudio Blanco (2001).

Por lo tanto, en el kick boxing y en los demás deportes mencionados, si ambos contrincantes son amateurs y tienen el mismo peso, aunque no sean el mismo cinturón, pueden competir. Eso hace que muchas veces te enfrentes con cinturones mucho más avanzados. Sin embargo, como es obvio, aunque tengas el mismo peso, las diferencias pueden ser bastante notorias ya que, por ejemplo, un cinturón negro siempre tiene más experiencia porque recorrió un camino mucho más largo.

Cuando comenzó la pelea final para cerrar el Open Nacional, pensé que mi contrincante me iba a matar, pero me sorprendí a mí mismo porque gané a los 15 segundos del primer round y obtuve el primer puesto con 75 kilos. No podía creerlo. Aún conservo los festejos por aquella primera victoria entre mis mejores recuerdos.

Me subí con tal adrenalina que gané una pelea, luego la otra, hasta que llegué a la final… gané a los 15 segundos del primer round.

EL CAMINO NO SIEMPRE FUE CLARO

Darme cuenta de lo que realmente quería hacer fue todo un proceso de encuentro conmigo mismo.

Durante unos cuantos meses estuve separado de Agustina, algo que recuerdo como un momento muy triste, y como no tenía adónde ir, volví a lo de mis viejos. Eso significó un retroceso porque me encontraba horas y horas frente a la computadora, todo el día revisando el Messenger. Estaba bastante deprimido.

Un día mi mamá me mandó a bañar como cuando era chico y ahí me di cuenta de que tenía que irme. Justamente me había ido por esa razón, la sobreprotección, y su comentario me sirvió porque con eso activé.

imagen

En el reality “La jaula”.

También había dejado un poco colgado lo del entrenamiento, lo que había generado bastante enojo en el profe Claudio Blanco, que había depositado mucho esfuerzo en mi formación. En ese momento no lo entendí, pero ahora que me toca estar del otro lado, preparando chicos para competir y que sean verdaderos campeones, me doy cuenta de lo que sintió Claudio cuando dejé colgado el entrenamiento. Así que volví a ponerme las pilas y empecé a entrenar en el Almagro Boxing Club. Corté con el kick boxing por un tiempo, una separación solo eventual, mientras continué practicando boxeo amateur de la mano del profesor Fernando Albelo.

Darme cuenta de lo que realmente quería hacer fue todo un proceso de encuentro conmigo mismo.

En uno de esos días en los que, de a poco, empezaba a volver al entrenamiento, me crucé en la calle con Pablo Paoliello, un luchador al que había conocido en mi primera competencia en un Panamericano en São Paulo (Brasil, 2001) y que más tarde se convirtió en mi técnico. En ese momento, él ya era un peleador profesional. Enseguida me contó sobre AKIBO (Academia de kick boxing y boxeo). Me invitó a sumarme para dar clases y al mismo tiempo empezar a formarme como profesional del kick boxing.

Tiempo más tarde, cuando debuté con Pablo por primera vez, gané. Él fue quien me entrenó para convertirme en cinturón negro, me dio las herramientas para ser profesional y con su apoyo empecé a forjar mi carrera. Me brindó una derecha muy grande y fue de gran ayuda. Además, también me hizo entrar en la Federación de Box.

imagen

Respecto de la música, mi otra pasión, por aquellos años, en 2001, también con Alejandro Minissale, Adrián De Undurraga y mi hermano Guillermo Ryske, creamos Clinch, la banda con la que nos presentamos en un montón de recitales. Empezamos haciendo punk melódico, al estilo Blink-182. La mantuvimos bastante tiempo hasta que dejamos de tocar porque la vida de profesor, luchador y las noches de la música no eran compatibles, y además empezamos a tener nuestras familias. Aunque cada tanto nos reunimos y hablamos de volver, todavía no volvió a darse.

ENSEÑANZAS QUE DEJARON HUELLAS

En un deporte de combate tenés que construir un vínculo maestro-discípulo con tu profesor porque sino no podés lograr ningún objetivo. El vínculo cuasifamiliar con tu entrenador es indispensable para alcanzar metas.

Claudio Blanco fue uno de mis grandes profesores. Era alguien que tenía un gran ángel para dar sus clases y que hacía el acondicionamiento físico y aeróbico a nuestra par, todos los días.

Él fue quien me ayudó a armar ese personaje que necesitaba para sacar mi mejor versión y poder subir al ring con confianza. Claudio me enseñó, además, a saber trasmitir mis experiencias y conocimientos, y me contagió la pasión por este deporte. Eso para mí es muy importante: si un profesor logra inculcarte esa pasión que él siente para que vos también la vivas y sigas practicando toda la vida, te está dando algo invaluable. Le estoy eternamente agradecido porque me hizo sentir que esto era una pasión y podía vivir de ella.

imagen

Inauguración de AKIBO con Pablo Paoliello.

Pablo Paoliello, mi actual entrenador, fue quien me ordenó. Él siempre dice: “Nico, cuando vos llegaste acá eras solamente ganas”. No tenía nada de técnica ni de boxeo, ni de ninguna otra disciplina. Me enseñó a boxear y también a “leer” las peleas.

El vínculo cuasifamiliar con tu entrenador es indispensable para alcanzar metas.

La tranquilidad que tengo con Pablo en el rincón no la tengo con nadie en la vida. Él me dice todo lo que tengo que hacer y yo confío: hemos levantado peleas impensables. Por ejemplo, en mi pelea por el título argentino de la Federación Argentina de Kick Boxing (FAK) en 2008, salí al primer round y el rival me cagó a trompadas. Volví todo temeroso al rincón y Pablo me dijo lo que tenía que hacer. En el cuarto round gané por knock-out (KO) y obtuve el mejor título de la Argentina.

Pablo sabe muchísimo y en todos estos años no hizo más que demostrármelo. Con él tengo una amistad muy fuerte y siento que es mi hermano mayor. Pero además, llega un momento de tu carrera en que lo más importante es entrenar con alguien con el que te sientas cómodo y confíes; lo otro ya está hecho.

Considero que entre un buen maestro –como lo es Pablo para mí– y un alumno, se puede generar un vínculo que dure toda la vida.

CONVERTIRME EN PELEADOR

Entrar en la Federación de Box fue un capítulo aparte y representó un quiebre en mi carrera. Pude darme cuenta de lo marginal que es este deporte y cómo les conviene a los promotores que eso sea así: que los chicos no piensen, para ganar más dinero. Los mismos exboxeadores, que ahora son entrenadores, tratan a los competidores como los trataron a ellos.

También experimenté que los guanteos no eran simples guanteos para entrenar, eran verdaderas peleas. En la mayoría de los entrenamientos había knock-outs. Me di cuenta de que había algo que a mí me faltaba, algo que muchos de los boxeadores tenían y yo no. Una mirada de bronca y resentimiento. La mía no era igual. Esos chabones de la Federación estaban enojados todo el tiempo y todo el día. Después, cuando tuve alumnos y más trato con esos chicos, empecé a darme cuenta por qué.

Claro, yo fui criado en colegios católicos y privados, donde me decían lo que tenía que hacer, comía lo que quería comer... En cambio, el pibe con el que me estaba guanteando tenía todo un trasfondo muy duro, venía a entrenar con zapatos porque no tenía zapatillas y salía de ahí y quizás se iba a laburar cuidando autos. Muchos le pedían al entrenador plata para viajar o comer, y rogaban que les saliera alguna pelea para cobrar dinero.

Me di cuenta de que había algo que muchos de los boxeadores tenían y yo no. Una mirada de bronca y resentimiento.

En ese momento pensé que yo me tenía que hacer peleador, mientras que ellos ya habían nacido peleadores. Esos pibes no solo están peleando con el que tienen enfrente, también luchan con su historia de vida. La única herramienta que les queda es ir ahí y pegar hasta el cansancio.

imagen

Primer título argentino (2008).

Por aquel tiempo, en ese proceso en el que laburaba y entrenaba, yo me sentía un híbrido: no pertenecía a ningún lado. Para los pibes de la Federación era el “cheto”, pero para el resto era el “negro” que practicaba un deporte que estaba mal visto. No entendía. En los dos lados la pasaba mal, porque en un lugar tenía que estar todo el tiempo midiéndome, cuidándome y siendo algo que no tenía ganas de ser, y en el otro me molestaba la idiosincrasia, el patriarcado y el sistema, y verlo en gente de mi sangre.

Ahora este es un deporte aceptado y sin tantos condicionantes (más o menos…), pero para eso tuvimos que hacerle entender a las personas de clase alta que todos pueden pelear y todos tenemos las mismas miserias.

Esos pibes no solo están peleando con el que tienen enfrente, también luchan con su historia de vida.

Caí entonces en la cuenta de que había algo que para ser profesional todavía no tenía, hasta que inconscientemente lo logré. Tal vez fue una ayuda no sentirme parte ni de unos ni de otros. Lo cierto es que con esas cosas que me fueron pasando y de a poco fueron surgiendo y haciéndome ruido, armé un personaje para llenarme de seguridad y afrontar el tener que pelear con una persona. Yo no tenía maldad ni resentimiento, o eso de haber sufrido en la vida. No tenía motivos para estar tan enojado para luchar.

imagen

En el Luna Park por relatar en el “Arena Tour” con Emiliano Cándido.

Desde que empecé a entrenar, me di cuenta de que este deporte fue la excusa para ponerle huevos a la existencia y empezar a entender muchas cosas. La verdad es que me encontraba bien, no tenía que salvarme. A otras personas sí las salvó. En todos los casos, esta es una profesión en la que te encontrás en lucha constante contra vos mismo, no con el que tenés parado adelante, sino con tus propios miedos y temores.

Después de este largo proceso, me armé una frase de cabecera que me acompaña hasta hoy para crear mi propio personaje: “Ahora este ‘cheto’ te va a recagar a trompadas”. Y muchos usaron su mala historia de vida de mentira para armar el suyo, pero yo a todos no les creía.

Tuvimos que hacerle entender a las personas de clase alta que todos pueden pelear y todos tenemos las mismas miserias.

MI FAMILIA Y MI PROFESIÓN

Ahora que mis hijos están un poco más grandes, pude notar que recién en mis últimas peleas empezaron a tomar más conciencia de lo que hago. Ellos nacieron con un padre luchador, al igual que para mí fue que mi papá trabajara como despachante de aduana. Quizás ahora que van a jardín y a primaria pueden ver el contraste o la diferencia con los padres de otros compañeros.

Un recuerdo que se me viene a la mente muy seguido es el momento en el que perdí en el Arena Tour de 2015; estaba muy triste y bajoneado por aquella derrota. A los pocos días, iba en el auto con Juanita, mi hija del medio, y me preguntó por qué estaba tan triste. Cuando le conté, me dijo: “Lo importante es competir, no importa si te va bien o mal porque para nosotros sos el campeón igual”. Es una frase medio hecha, que tal vez la escuchó en algún lado, pero ella, con cinco años en ese momento, se dio cuenta de que yo estaba bajoneado por aquella pelea. Tomó conciencia de lo que significa una derrota para su papá. A partir de esa frase comprendí que mis hijos también sufren cuando pierdo.

imagen

Mis hijos y mis cinturones del mundo.

Yo no tenía maldad ni resentimiento, o eso de haber sufrido en la vida. No tenía motivos para estar tan enojado para luchar.

LIMITACIONES Y EXIGENCIAS

En verdad toda la familia de un entrenador sufre un poco porque este es un deporte que demanda mucha dedicación y tiempo. Te perdés cosas entrenando y viajando para lograr una victoria. Muchas veces tenés que ir a entrenar a otro país y estás varios días fuera de tu casa, sin ver a tus hijos y a tu esposa.

Otra de las cosas que también te limita es que en un montón de ocasiones tenés que estar a dieta para prepararte y eso te distancia de algún modo de todo lo social. En nuestro país todas las reuniones giran en torno a la comida, lo que se vuelve durísimo cuando como luchador estás en época de “cortar peso”.

Te encontrás en lucha constante contra vos mismo, no con el que tenés parado adelante, sino con tus propios miedos y temores.

Cuando asistís a esos eventos sufrís mucho, sobre todo cuando empiezan a preguntarte cosas que no suman. Por ejemplo: “¿Eso te hace bien? ¿Es saludable? ¿Está controlado?” Entiendo que lo hacen con la mejor intención, pero muchas veces uno está concentrado y seguro de lo que está haciendo y esas preguntas te perturban un poco, te hacen dudar.

imagen

imagen

En El Club de la Pelea.

Algo que hay que tener claro es que el alto rendimiento no es saludable: uno siempre está jugando al extremo con los entrenamientos o la alimentación en base a un objetivo concreto. A veces te pasás dos meses comiendo pocos carbohidratos y eso cambia mucho tu humor. Los carbohidratos te dan energía y hasta felicidad, diría. Lo mismo el azúcar. Te tranquilizan, te calman, te bajan. Es algo fisiológico lo que pasa con esos nutrientes. Cuando estás un tiempo sin comerlos, te sentís todo el tiempo al palo y con hambre. Muchas veces dejé de ir a asados familiares o cumpleaños, e incluso a lo de mis viejos, por ese tema. Es un esfuerzo y toda la familia de los luchadores sufre por la carrera deportiva.

Luego de una derrota, mi hija Juanita me dijo: “Lo importante es competir, no importa si te va bien o mal porque para nosotros sos el campeón igual”.

PICANTE FIGHT CLUB: UNA ESTRATEGIA PARA LOGRAR TUS SUEÑOS

Creo que inconscientemente, para lograr todo lo que hice en mi vida, me armé de una estrategia. Cuando me enteré de que Agustina estaba embarazada de nuestra primera hija, solamente tenía una cosa en claro: enseñarle a mi bebé que en la vida debía hacer lo que quería, tener un sueño y luchar por alcanzarlo. Porque ese es el sentido de la vida: tener un sueño que sea tu excusa para enfrentar todos los dilemas diarios. También, enseñarle que ser una persona millonaria no es tener mucha plata acumulada en un banco, sino levantarse todos los días y vivir de lo que uno ama. Matilde, mi primera hija, fue el motor para lanzarme a vivir mi sueño. Tenía que trabajar muy duro para poder demostrarme a mí y a ella que podía lograr aquello que anhelaba.

Ese es el sentido de la vida: tener un sueño que sea tu excusa para enfrentar todos los dilemas diarios.

El primer paso de esta estrategia fue hacerme profesional en el kick boxing, para empezar a consolidar una carrera y ser campeón mundial: creía que logrando ese título la gente me iba a seguir más e iba a tener más credibilidad para que los chicos se acerquen a entrenar conmigo. Sentía que eso era más importante que solo tener un cinturón negro. Con el tiempo me di cuenta de que no era así: un gran competidor no es necesariamente un gran entrenador por el simple hecho de tener un título. Y digo esto porque es más fácil hacer uno mismo las cosas que hacérselas hacer a otro como uno quiere.

En ese momento, lo único que quería era tener mi Dojo y una escuela con alumnos y competidores que la representen, porque siempre tuve muy en claro que la vida útil de un peleador es corta y que en algún momento no iba a poder pelear más.

Ser una persona millonaria no es tener mucha plata acumulada en un banco, sino levantarse todos los días y vivir de lo que uno ama.

Empecé a entrenar gente y noté que la mayoría, en algún momento, quería pelear. Me di cuenta entonces de que era mucho más importante que la persona tuviera ganas de pelear, que la facilidad o el virtuosismo para el deporte. Si un alumno tiene muchas herramientas y recursos pero no tiene ganas de usarlos, es lo mismo que nada. Si las ganas estaban, las herramientas se las podía dar yo como profesor.

imagen

Graduado de instructor de muay thai por Cristian Bosch.

Comencé a llevar alumnos a torneos amateurs y otras competencias más improvisadas que se hacían en distintos gimnasios, considerando que todo servía como experiencia, para ellos y para mí.

Pero pasaban los torneos y los gimnasios, y había algo que me ponía nervioso: también pasaban los alumnos. Veía que nunca llegaba a tener una cantidad de alumnos ni competidores suficiente para que mi academia estuviese sólida. Muchos de los chicos que peleaban y perdían, dejaban de venir y había que hacer un gran trabajo motivacional para que volviesen a entrenar. Ni hablar del trabajo para que se presentaran nuevamente en una pelea.

Un gran competidor no es necesariamente un gran entrenador. Es más fácil hacer uno mismo las cosas que hacérselas hacer a otro como uno quiere.

A este factor se sumaban otros como lesiones, problemas familiares, de pareja o de trabajo. Yo lidiaba para poder formar un equipo. Sin embargo, en todo ese desfile de gente, siempre hubo un grupo de cinco o seis personas que se quedaron a mi lado, creyendo en el camino que estaban transitando: Pako, El Yonki, El Toro, Molo y, el más chico, Federico. Éramos seis personas totalmente convencidas de que lo que estábamos haciendo era nuestro camino de vida.

En ese período en el que empecé a dar clases para formar peleadores, a la par me encontraba en el medio de mi carrera deportiva. O sea que mientras me preparaba para ser campeón, seguía aprendiendo. De hecho, muchos de los alumnos que ya habían comenzado a competir aprendían a mi par, porque compartíamos varios turnos de entrenamiento, lo que tenía sus pros y sus contras.

Me di cuenta de que era mucho más importante que la persona tuviera ganas de pelear, que la facilidad o el virtuosismo para el deporte.

Lo beneficioso era que mientras yo les llevaba más información, mis alumnos cada vez aprendían más rápido. Había algunos que, prácticamente, ya eran mis pares. Por otro lado, lo negativo de entrenar con mis alumnos era que generaba olvidos o confusiones acerca de quién era la autoridad del equipo. Y eso era lo más difícil, sobre todo con alumnos que tenían mi misma edad.

Desde chico, las primeras imágenes que registramos como “autoridad” son la que ejercen nuestros padres, abuelos y maestros. Personas que son siempre más grandes que nosotros y que están habilitadas para darnos órdenes. En el comienzo del Picante Fight Club (PFC), hubo algunos momentos tensos respecto de este asunto, pero el tiempo y la experiencia hicieron que tanto yo como mis alumnos aprendiéramos. Entendimos que cada uno tenía un rol en la academia que se debía respetar para poder progresar.

imagen

Cinturones y campeones en el PFC (2016).

El PFC es la burbuja y el mundo que yo me armé para que no me pase eso de caer en el sistema que exige que vos tenés que ser tal cosa o que para ser feliz necesitás plata o tener una profesión o un título. Para mí esa no es la vida. El mensaje que quiero transmitir es lo contrario: todos podemos ser felices con poco. La clave de la felicidad es perseguir un sueño, un objetivo e ir cumpliéndolo.

No soy ni un cura ni nada por el estilo, pero el PFC, mi gimnasio, es mi “capilla” y el logro más importante que tengo: un lugar en el que todos venimos a sentirnos. En estos años han venido muchos chicos con problemas para relacionarse o de otro tipo, y llegar al gimnasio los hizo cambiar la actitud, no por pelear mejor o saber pegar, sino porque acá se generan vínculos y se construyen amistades. Poder ayudar a esa gente con problemas es increíble.

El PFC es el mundo que yo me armé para no caer en el sistema que exige que tenés que ser tal cosa o que para ser feliz necesitás plata o tener una profesión o un título. Para mí esa no es la vida.