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LO QUE OÍMOS… Y LO QUE NO

Solemos hacer la distinción entre oír y escuchar, según la cual lo oímos todo pero sólo escuchamos lo que nos llama la atención. Y, en efecto, al observar la estructura delicada de la oreja humana, con sus curvas idealmente formadas para canalizar las ondas sonoras hacia el oído interno, podríamos pensar que lo oímos todo, que de alguna manera percibimos toda la riqueza sonora del mundo, aunque sólo escuchemos una pequeña parte. Sin embargo, en realidad oímos muy poco; y lo más sorprendente en nuestra facultad auditiva no es lo que oímos sino lo que dejamos de oír. Un ejercicio sencillo: en este momento, cierre los ojos durante dos minutos y escuche atentamente, uno por uno, los sonidos que lo rodean. Fácilmente descubrirá una decena de sonidos que no había oído, desde un avión en el cielo hasta su propia respiración —sonidos que han estado ahí, todo el tiempo, sin llegar a su consciencia.

Lo mismo sucede con los demás sentidos: vemos, saboreamos, sentimos, olemos, mucho menos de lo que nuestros órganos sensoriales captan sin que nos demos cuenta de ello. Bien podríamos preguntarnos qué proporción de los estímulos externos que nos rodean llega a nuestra consciencia. Existen estimaciones. Se sabe cuántos receptores hay en cada órgano sensorial. Cada una de estas células receptoras manda al cerebro cierta cantidad de información por segundo, medida en bits (la unidad de información más pequeña). Los ojos mandan alrededor de 10 millones de bits por segundo, los oídos 100 mil, la nariz 100 mil; en total, el cerebro recibe del mundo exterior alrededor de 11 millones de bits por segundo. Por otra parte, existen medidas aproximadas de cuántos bits de información llegan del cerebro a nuestra consciencia: cuántas imágenes, palabras, sonidos, olores, sensaciones táctiles, etc., podemos registrar por segundo. La cifra no rebasa, en ninguna modalidad sensorial, los 40 bits por segundo, y es mucho menor cuando estamos procesando estímulos complejos, como escuchar a alguien hablar. Se estima, en términos generales, que sólo registramos conscientemente alrededor de una millonésima parte de la información que nuestros órganos sensoriales (ojos, nariz, boca, piel) mandan continuamente a nuestro cerebro.[1]

Así es como, mucho antes de darnos algo a escuchar, nuestro aparato auditivo y cerebro han hecho por nosotros una selección, han “decidido” qué es lo que vamos a oír, y lo que no. ¿Cómo sucede esto y cuáles son los filtros que operan en esta selección? La facultad de oír un sonido incluye recogerlo, procesarlo e interpretarlo. En cada uno de estos tres pasos, se modifica el sonido original: el aparato auditivo amplifica algunas frecuencias y atenúa otras, y convierte la energía acústica de las ondas sonoras originales en energía mecánica, hidráulica, química y finalmente eléctrica, bajo cuya forma llega al cerebro para ser luego interpretada.

Nuestra capacidad auditiva está limitada en primer lugar por el rango de sonidos que puede captar, en términos de su frecuencia y volumen. No sorprenderá a nadie que oigamos mucho menos que la mayoría de los mamíferos, así como es considerablemente menor nuestra capacidad olfativa. Si bien la mayoría de los mamíferos y las aves se guía ante todo por la vista, los animales nocturnos, por ejemplo los búhos y los zorros, dependen esencialmente del oído y han desarrollado una capacidad auditiva muy superior a la nuestra. Así, aun en la oscuridad completa, la lechuza común puede detectar, a través del oído, la ubicación, tamaño, trayectoria y velocidad de su presa. Sabemos, también, que los perros, gatos, bovinos y muchos más animales poseen una agudeza auditiva muy superior a la nuestra.

Un segundo filtro importante en nuestra capacidad auditiva es la adaptación, que en todos los órganos sensoriales hace que la respuesta a un estímulo se atenúe más o menos rápidamente. Si alguien me pone un dedo sobre la mano, lo siento en el primer instante, pero mucho menos tras unos segundos, aunque no haya cambiado la presión del dedo sobre mi mano. Cuando me visto, siento la textura de la ropa sobre mi piel por unos instantes solamente; después, dejo de percibirla.

Un tercer filtro es la habituación, que sucede ya no en los órganos sensoriales sino en el cerebro: tras pocos minutos, dejamos de oír todo sonido constante, repetitivo o irrelevante. No percibo el motor del refrigerador, salvo que se vaya la luz y de pronto se apague. No oigo el ruido permanente del tráfico fuera de mi ventana. No oigo mi respiración, a menos que decida ponerle atención. En este sentido, nuestra capacidad auditiva se parece mucho a la vista, tanto en los animales como en el ser humano: no percibimos lo constante sino lo cambiante. En el jardín, notamos de inmediato el movimiento de una hoja o el vuelo de una mariposa, porque nuestra retina está configurada para darle prioridad a lo nuevo, lo inusual, relegando al trasfondo lo conocido y lo habitual.[2]

Es tan persistente la habituación que cuesta mucho trabajo revertirla. Hoy día, en la sociedad occidental, se han puesto de moda varias técnicas para aprender a “neutralizarla”. Por ejemplo, en ciertas tradiciones de meditación oriental que se han popularizado en occidente, se intenta recuperar todas esas sensaciones que normalmente pasan desapercibidas; se entrena la atención para volver a sentir, oler, oír y ver el mundo en su estado “natural”, sin la filtración previa de nuestros hábitos perceptuales. Se aprende a sentir la respiración, a escuchar un sonido o mirar un objeto con una atención completa y fija. Entrenarse a estar plenamente en el aquí y ahora no sólo implica disciplinar nuestra mente para permanecer en el momento presente, sino también reeducar nuestros sentidos.

Aparte de estos tres, existen otros filtros en nuestra capacidad auditiva. Como resultado de una evolución milenaria, entre la infinidad de sonidos que nos rodean hay algunos que, de manera automática e instantánea, destacan sobre todos los demás. Cualquier sonido que pudiera ser una señal de peligro nos llama la atención de manera inmediata y poderosa: si alguien grita “¡Fuego!” o “¡Cuidado!”, o si oímos algo que podría ser un disparo, nuestro aparato auditivo se pone de inmediato en estado de alerta e instintivamente volteamos hacia ese lado.

De igual forma, cualquier amenaza a nuestros seres queridos amplifica nuestra capacidad auditiva, como lo observamos en las madres o padres que, aun dormidos, escuchan el llanto de su bebé. Reconocemos la voz o el paso de nuestros seres cercanos aunque apenas sean audibles. También somos capaces de distinguir nuestro propio nombre si alguien lo menciona, aunque estemos del otro lado de la sala platicando con otras personas, en medio de una reunión animada (el llamado “efecto coctel’’).

Igualmente, cualquier sonido de tipo sexual, relacionado con la excitación, el acto o el placer sexual, así como las palabras asociadas al sexo, traspasan nuestros filtros auditivos y nos llaman de inmediato la atención. Cada uno de nosotros tiene, además, ciertos temas o palabras “clave” que despiertan nuestro interés y nos hacen escuchar con especial atención: por ejemplo, según cada persona, todo lo relacionado con el dinero, la comida o el futbol…

Por tanto, nuestro aparato auditivo no es un medio de transmisión “fiel” que nos haga llegar al cerebro las ondas sonoras de nuestro entorno de una manera “pura”. El oído no es meramente un amplificador o altoparlante. Al igual que los demás órganos sensoriales, está conformado por un proceso milenario de selección natural para protegernos del peligro, y para que podamos alimentarnos y reproducirnos.

Ahora bien, podríamos pensar que la anatomía y la fisiología del cuerpo humano son factores invariables de la naturaleza humana. La investigación reciente nos muestra que éste no es el caso. Por ejemplo, aun cosas tan “innatas” o “naturales” como la menarca (la primera menstruación), la menopausia o la fertilidad, tanto masculina como femenina, han sufrido cambios importantes en los últimos treinta años. La menarca y la menopausia llegan a edad más temprana hoy que hace una generación, y sabemos que la capacidad reproductiva de los varones en el mundo desarrollado ha ido disminuyendo en cada década.

De igual manera existe una historia de la percepción y de la sensibilidad, que determina en cada época lo que vemos, oímos, olemos y sentimos. Para demostrarlo, sería suficiente medir el vocabulario sensorial de nuestra era, comparado con el de nuestros padres o abuelos, que todavía podían reconocer el canto de diferentes pájaros, distinguir y nombrar plantas, aromas y sabores sutiles… Cuando podían orientarse gracias a las constelaciones y predecir el tiempo al observar el cielo, cuando el mundo natural era todavía descifrable a través de los sentidos. Hoy, tiende a disminuir la agudeza de nuestro gusto, olfato, vista y oído, y necesitamos sensaciones cada vez más fuertes para poder aprehender el mundo en el que vivimos. Lo mismo ha sucedido con nuestra capacidad de atención, como lo veremos a continuación.

EL CONCEPTO DE ATENCIÓN

Sin atención no puede haber escucha, por lo cual debemos empezar por aclarar el significado de este término. Desde que empezó a estudiarse científicamente la atención, hace un siglo, han surgido al respecto diferentes definiciones y métodos de investigación. Se ha puesto más o menos énfasis en el carácter voluntario o involuntario, consciente o inconsciente, de la atención; se ha medido el tiempo que nos toma ponerla o quitarla; se ha descubierto lo que nos llama la atención y lo que no, y a cuántas cosas podemos atender a la vez… Todas las teorías al respecto han puesto el acento sobre la función esencialmente “filtradora” de la atención.

Como escribió el gran psicólogo norteamericano William James en 1890: “Todo el mundo sabe lo que es la atención. Es lo que sucede cuando la mente toma posesión, de manera clara y vívida, de uno entre varios objetos o pensamientos que serían simultáneamente posibles. La focalización, la concentración de la consciencia constituyen su esencia. Implica alejarse de algunas cosas para ocuparse eficazmente de otras…”.[3] Desde entonces, la investigación sobre el tema ha comprobado que la función de la atención no consiste sólo en hacernos notar alguna cosa en particular, sino en cancelar o relegar a un segundo plano el resto. Es decir, la atención no sólo acerca ciertos objetos, sino que aleja los demás; no es meramente incluyente, sino excluyente.

Esta función filtradora se ha confirmado a través de la investigación neurológica: cuando le ponemos atención a un estímulo, observamos una mayor actividad en los receptores sensoriales y los circuitos neuronales que corresponden a ese estímulo, y una actividad menor en los demás. Neurológicamente hablando, la atención involucra tanto mecanismos cerebrales que nos permiten concentrar la atención, como otros que sirven para suprimirla; estos mecanismos “deciden” por nosotros a qué estímulos vamos a responder, y a cuáles no. La información del mundo externo transita entonces por una serie de filtros que le permiten pasar, o no, a la memoria de corto plazo y, eventualmente, a la memoria de mediano y largo plazo, para llegar o no a nuestra consciencia. Se han detectado algunos criterios en este proceso de selección; por ejemplo, tendemos a focalizar nuestra atención, en orden decreciente, en nuestras necesidades físicas; en los estímulos relacionados con el peligro o el sexo; en estímulos novedosos; en algún objeto que nos interese especialmente; en nuestro propio nombre, y así sucesivamente.

Estos criterios, así como todos los mecanismos que van abriendo o cerrando el paso a los estímulos y que permiten que llegue a nuestra atención sólo una ínfima parte de ellos, resultan indispensables para nuestra sobrevivencia: no podríamos funcionar en el mundo si percibiéramos constantemente los miles de estímulos que nos rodean. Esto se aplica también a la escucha: si no hubiera en nuestro aparato auditivo y cerebro mecanismos para ignorar la enorme mayoría de los sonidos a nuestro alrededor, muy rápidamente seríamos rebasados y acabaríamos por no oír nada.

Es importante notar aquí que el proceso de filtración, selección y eliminación necesario para que podamos percibir y procesar el mundo externo sucede enteramente fuera de nuestra consciencia. No podemos sentir ni controlar esta serie de pasos. Veremos en el capítulo II que lo mismo sucede con nuestros mecanismos de defensa psicológicos, que operan en un nivel inconsciente e inaccesible para nosotros.

Pero la atención no sólo filtra los estímulos del mundo externo: también se aplica a nuestro universo interno. Por ejemplo, William James observó que la atención deliberada incluye cierto elemento de expectativa, la imaginación anticipada de lo que miramos, escuchamos o sentimos. En sus palabras: “Cuando esperamos que suene la hora en un reloj lejano, nuestra mente está tan llena de su imagen que en cada momento creemos escuchar su campanada, añorada o temida. O bien el paso de alguien a quien esperamos. Cada movimiento en el bosque es para el cazador su presa; para el fugitivo, sus perseguidores. La imagen en la mente es la atención; la prepercepción […] constituye la mitad de la percepción del objeto esperado”. [4] Esta noción de expectativa también resulta esencial en nuestra forma de escuchar a los demás, como lo veremos más adelante.

James y otros autores hacen, asimismo, la distinción entre una atención proactiva y deliberada, y una atención pasiva, fuera de nuestro control, que reacciona ante estímulos inesperados. Los dos tipos de atención operan en la escucha y determinan, en gran parte, su calidad.

La investigación reciente, basada en el estudio de personas con lesiones cerebrales, ha encontrado que existen diferentes tipos de atención que van desde el más sencillo al más complejo. Se distinguen así:

• La atención focalizada, es decir la capacidad de responder a estímulos visuales, auditivos o táctiles específicos, uno a la vez.

• La atención sostenida, es decir, la capacidad de mantener la atención durante una actividad continua o repetitiva.

• La atención selectiva, es decir, la capacidad de sostener la concentración ante estímulos distractores: en otras palabras, la capacidad de no dejarse distraer.

• La atención alternante, que denota la flexibilidad de desplazar la atención de un objeto a otro y concentrarse sucesivamente en diferentes tareas.

• La atención dividida, la forma más compleja de la atención puesto que denota la capacidad de dedicar la atención, de manera simultánea, a varias tareas u objetos a la vez.[5]

Casi todos nuestros pensamientos y acciones dependen de nuestra capacidad de atención en estos diferentes niveles. Si uno de ellos no funciona adecuadamente, no habrá tampoco un buen desempeño de la concentración, memoria, aprehensión de la realidad, planeación ni seguimiento de nuestros actos. Nuestro funcionamiento cognitivo, así como nuestra capacidad de comunicación y por ende nuestras relaciones interpersonales, dependen de la calidad de nuestra atención, en todos los niveles descritos arriba. De la atención depende todo.

Se han escrito miles de libros sobre este tema, que ha sido central para la filosofía y la psicología, y es evidente que estas reflexiones no pueden ser exhaustivas. Sin embargo, entre una infinidad de consideraciones, me gustaría detenerme en un aspecto que me parece revelador: las distintas formas de hablar de la atención en diferentes idiomas. En español, se dice “poner atención”, fórmula que refleja la noción espacial de ubicar la atención en un lugar específico: se “desplaza” la atención a ese lugar y no a otro. El término francés es más proactivo: faire attention, que significa literalmente “hacer atención”, es una fórmula más dinámica, que parece connotar un esfuerzo deliberado. En cambio, la expresión anglosajona to pay attention, es decir, “pagar” o “rendir” atención, sugiere la idea de “dar” algo —idea presente también en la expresión hispana “prestar atención”, la cual denota algo que se entrega y luego se recupera. Creo que la escucha engloba todos estos aspectos: ubicar, hacer, dar, prestar la atención, pues connotan las diversas capas de la relación interpersonal que se establece cuando escuchamos a alguien.

¿A CUÁNTOS OBJETOS PODEMOS PONER ATENCIÓN?

Básicamente, sólo podemos concentrarnos plenamente en una cosa a la vez, o en una modalidad sensorial a la vez: podemos oler, sentir, saborear, escuchar o mirar con plena atención, sólo de manera sucesiva. Pero podemos percibir “parcialmente” varios objetos a la vez, o atender a estímulos que nos llegan a través de diferentes órganos sensoriales a la vez; podemos ver, escuchar, oler y sentir algo al mismo tiempo, pero sin poder prestar una atención plena y simultánea a cada modalidad. Asimismo, podemos alternar muy rápidamente entre varios objetos o tareas, en lo que hoy se llama multitasking. Pero nuestra capacidad de concentración completa se limita a una cosa a la vez. Esto significa que no podemos escuchar a alguien (aunque sí oír el sonido de su voz) y al mismo tiempo leer el periódico, navegar por internet o mandar un mensaje de texto, aunque pensemos que sí podemos lograrlo.

Los límites de nuestra capacidad de atención se han estudiado a profundidad y, sorpresivamente, siempre sale a relucir el número siete. Se ha descubierto, una y otra vez, que podemos registrar y retener en la mente sólo siete cosas a la vez: más o menos siete objetos, siete palabras, siete sonidos… Más allá de esa cifra, registramos conjuntos de objetos: ya no diez monedas o frijoles, sino cinco y cinco, o siete y tres… Un buen ejemplo de esta tendencia a agrupar las unidades se encuentra en la lectura: no registramos las letras l-e-c-t-u-r-a de manera aislada, sino la palabra en su conjunto, como una sola palabra y no siete letras aisladas. Cuando hacemos un esfuerzo de memoria, recordamos las siete letras porque forman una entidad coherente y conocida. Pero si intentamos recordar las letras t-b-s-o-h-q-p-u, nos daremos cuenta de qué tan limitada es nuestra capacidad de registrar más de siete cosas a la vez.

¿DURANTE CUÁNTO TIEMPO PODEMOS FIJAR LA ATENCIÓN?

Los tiempos de la atención varían, en primer lugar, según la edad. Los niños desarrollan una capacidad de atención que se incrementa de tres a cinco minutos por año de edad, hasta llegar al promedio adulto de unos 20 minutos. Sin embargo, estudios recientes han encontrado que la capacidad de atención en los niños está disminuyendo de manera alarmante. Esto puede deberse a varias razones. Algunos autores estiman que los niños que ven la televisión más de dos horas al día, durante sus tres primeros años de vida, tenderán a desarrollar, para la edad de siete años, problemas de déficit de atención.[6] Esto no se debe sólo al carácter pasivo de ver la televisión, que nos acostumbra a cierta pereza mental; también se debe a la división del tiempo en la mayoría de los programas televisivos, que presentan cortes comerciales cada doce minutos en promedio. Es decir, la televisión nos habitúa a una atención cada vez más corta y segmentada.

Otro factor importante, tanto en adultos como en niños, es la constante sobre-estimulación visual y auditiva que caracteriza nuestro entorno urbano actual, que a cada instante nos bombardea de mensajes, colores, luces y sonidos que jalan nuestra atención de una cosa a otra. Estamos rodeados de distractores, sin hablar de los medios de comunicación que también nos solicitan a cada instante: el celular, el correo electrónico entrante, el chat, el mensaje instantáneo… Se ha descubierto que las personas acostumbradas al multitasking, es decir, a realizar varias cosas a la vez, sufren una disminución en su capacidad de concentración, se distraen con más facilidad y son menos productivas en su trabajo.[7]

Muchos jóvenes que presentan problemas de aprendizaje o falta de concentración en realidad padecen de una sobreestimulación y una dispersión constante de la atención. Supuestamente están estudiando, pero al mismo tiempo escuchan música, navegan en internet, comen algo, contestan el celular, envían mensajes de texto, participan en un chat, se asoman a Facebook… No es nada sorprendente que les cueste tanto trabajo hacer la tarea, o retener lo que hicieron en ella.

Acaso como consecuencia de todo ello, algunos investigadores pedagógicos han encontrado que los alumnos ya no soportan clases de una hora, a menos que ésta se divida en segmentos cortos, con actividades variadas. El antiguo formato, según el cual el maestro hablaba y los estudiantes escuchaban durante una hora, ha llegado al final de su vida útil: si bien al principio de la hora los alumnos ponen atención durante 15 o 20 minutos, para el final de la clase ya sólo pueden concentrarse, sin distraerse, durante tres o cuatro minutos seguidos.

Por otra parte, la gratificación instantánea que promueven la televisión, internet, el consumismo y la publicidad, nos ha acostumbrado a pasar rápidamente de una cosa a otra, sin detenernos a pensar en lo que estamos haciendo. Es así como la mayoría de los usuarios de internet pasan, en promedio, menos de un minuto en cada página web que visitan. El entorno virtual produce una sobreestimulación aun mayor que el mundo real: segundo tras segundo, nos presenta imágenes, muchas de ellas parpadeantes o móviles, fragmentos de texto, vínculos, sonidos… Para darse una idea de ello, entre a su página de inicio y cuente los mensajes, comerciales y vínculos que ahí encontrará. En mi propia página de inicio encontré más de cien mensajes visuales, sonoros y textuales.

Ya de por sí la capacidad adulta de concentrarse plena y exclusivamente en un estímulo es de apenas unos ocho segundos; después de eso, la atención se desvía hacia otros pensamientos, sensaciones o estímulos. Si llevamos esta cifra a la escucha, entenderemos que nos es inherentemente difícil enfocarnos, total y únicamente, en lo que alguien nos dice. Tras unos segundos, nuestra atención se desvía hacia su corte de pelo o el color de su corbata, al café que estamos tomando, al frío que está haciendo, al claxon que sonó afuera, a los comensales vecinos, a algún pendiente que acabamos de recordar… y perdemos de momento el hilo. Es gracias a la memoria, y ya no a la atención estrictamente hablando, que podemos retomar y proseguir con la conversación.

Esta limitación en nuestra capacidad de fijar la atención, que se mide en segundos o minutos, se contrapone a los tiempos necesarios para la comunicación. Una conversación toma tiempo; expresar una idea o sentimiento, sobre todo complejo, requiere de varios minutos. Si la gente se aburre, se impacienta o se distrae tras escuchar durante sólo durante diez segundos, es evidente que su intercambio con los demás se verá severamente limitado: tendrá una capacidad de paciencia y empatía en extremo circunscrita. Es por ello que podemos decir que la escucha no es dada, ni es fácil; ni siquiera es natural. A los niños les cuesta trabajo escuchar durante más de unos segundos: tienen que aprender a hacerlo, poco a poco. La escucha es un arte: se tiene que aprender y practicar.

¿QUÉ SIGNIFICA ESCUCHAR?

Tras estas reflexiones, podemos empezar a definir la escucha con más precisión. Según el diccionario de la lengua española Espasa-Calpe, escuchar significa:

1. Aplicar el oído para oír.

2. Prestar atención a lo que se oye.

3. Atender a un aviso, consejo o sugerencia.

En las tres definiciones encontramos la idea de una intención, una voluntad, un esfuerzo activo, en contraste con el carácter involuntario de lo que sencillamente oímos. Pero aun así, al mismo tiempo y de manera permanente, operan los filtros ya mencionados que hacen que, si bien ya de por sí oímos poco, escuchemos aún menos. Por ejemplo: si estamos en un restaurante con música de fondo la oímos por un rato (hasta que intervenga la habituación y dejemos de oírla); pero no la escuchamos a menos que decidamos hacerlo, en cuyo caso dejaremos de ponerle atención por unos momentos a la conversación en la que estábamos. Difícilmente podremos escuchar, con la misma atención, las dos cosas a la vez.

Escuchar significa entonces, en primer lugar, poner atención a una cosa a la vez, que se trate de música, del sonido del viento en los árboles, de la propia respiración o de las palabras que alguien nos dice. A primera vista, esto puede parecer muy sencillo. Después de todo, ¿quién de nosotros no ha escuchado una pieza musical atentamente? Sin embargo, si examinamos a fondo lo que sucede en nosotros al escuchar música, nos daremos cuenta que casi nunca lo hacemos de una manera completa y exclusiva. ¿Por qué? Porque tal canción nos evoca recuerdos de lugares que conocimos, o sentimientos asociados a ciertas personas o épocas de nuestra vida, o bien, nos inspira ganas de bailar…

Aun en una sala de conciertos, cuando no hay distractores a nuestro alrededor, es rarísimo que nos concentremos exclusivamente en la música durante más de unos minutos. El solo hecho de ver al grupo, la orquesta, o al director, nos distrae. Algunas personas necesitan cerrar los ojos para concentrarse en la música; a otras, al contrario, el aspecto visual les ayuda a hacerlo: “oyen” mejor si al mismo tiempo miran a los músicos; otras, si a la vez mecen el pie o bailan. Lo importante aquí es notar que es sumamente difícil escuchar una pieza musical sin que ésta suscite en nosotros sensaciones, recuerdos, sentimientos, pensamientos, que en sí no tienen nada que ver con la música. Y los propios compositores lo saben: como dijo Prokofiev alguna vez, las notas son lo menos importante en la música. Lo que importa es lo que las notas suscitan en nosotros, lo cual puede coincidir o no (y probablemente no) con la intención original del compositor.

Esto significa que no existe una escucha “pura” de la música, en la cual sólo pongamos atención a sus componentes básicos y “objetivos” —es decir, los que aparecen en una partitura, que son la melodía, la armonía y el ritmo. Incluso los músicos profesionales tienden a fijarse sólo en los aspectos que les interesan personalmente: la ejecución de su propio instrumento o, si son cantantes, la vocalización de las palabras en una ópera… En este sentido, nuevamente, la música no trata sólo de la música: trata, también, de lo que despierta en nosotros, que seamos músicos o no. Como dijo Miles Davis: “No toques lo que está; toca lo que no está”.

Algo muy similar sucede con el lenguaje verbal. Podría parecer que las palabras que decimos significan claramente una cosa y no otra, y que existe una relación de equivalencia entre lo que yo digo y lo que tú escuchas. Nada menos cierto. Aun tratándose de los detalles más anodinos de la vida diaria, en cada intercambio de palabras hay una multitud de interpretaciones no sólo posibles, sino inevitables. Si yo te pregunto: “¿Qué horas son?”, podrás mirar tu reloj y darme la hora, sin ambigüedad alguna; pero es probable que también te preguntes mentalmente: “¿Por qué quiere saber la hora? ¿Está aburrida? ¿Tiene otro compromiso? ¿Me está mandando una señal de que ya es tarde y quiere irse a acostar?” Por mi parte, yo también puedo escuchar la respuesta dentro de un rango de interpretaciones posibles, al pensar: “Me dice que son las dos y cuarto, pero parece que le desagradó la pregunta. ¿Se habrá ofendido?” O bien: “Me dijo la hora en un tono de cansancio. ¿Estará harto? ¿Distraído? ¿Irritado?”

Podría parecer que este tipo de preguntas sólo surgirán entre dos personas que no se conocen muy bien o que dudan de sus sentimientos la una hacia la otra. Sin embargo, están presentes todo el tiempo en nuestra comunicación, como lo veremos con mayor detalle a lo largo de este libro.

La escucha engloba todas estas interpretaciones y preguntas, pero también implica una continuidad en el tiempo: ir más allá de los ocho o diez segundos que normalmente dedicamos a un estímulo de manera exclusiva. Muchas personas hacen preguntas, por obligación o cortesía, sin tomarse el tiempo de escuchar la respuesta —o bien la interrumpen. Otras cambian el tema, antes de darnos la posibilidad de decir todo lo que queríamos decir. Algunas nos bombardean con preguntas, una tras otra, como si quisieran cumplir con el compromiso lo antes posible.

La primera regla de la escucha es, por tanto, darse, y dar al otro, el tiempo para que pueda surgir un intercambio sustantivo. Esto incluye, por supuesto, no contestar mientras tanto el teléfono, ni leer el periódico, ni ver la televisión. Parece fácil, y debería serlo, pero en nuestra sociedad actual ya no lo es: como vimos antes, proliferan los distractores; y solemos considerar que podemos hacer varias cosas a la vez sin dejar de poner atención a la otra persona, pero no es así. Tomarse el tiempo, entonces, no significa escuchar mientras uno no tenga nada mejor que hacer, entre otros compromisos o actividades. No es “acompáñame a la tintorería y mientras vamos en el coche podemos platicar”. Ni tampoco: “Mira, tengo varias citas pero si vienes a la oficina podemos hablar entre una y otra”. La buena escucha no se mide, no se da a cuentagotas: está o no está.

En segundo lugar, escuchar significa poner atención no sólo a lo dicho, sino a lo no dicho. Es un lugar común que la comunicación tiene un nivel verbal y otro no verbal. Pero vale la pena reexaminar lo que esto implica, y complementarlo con algunas reflexiones más. Para empezar, las palabras no tienen el mismo significado para unos y otros: cada persona tiene su propio universo de asociaciones con cada palabra, una historia de experiencias personales ligadas a cada una de ellas, e incluso una definición diferente. Lo que para mí es triste, divertido o aburrido, puede significar algo enteramente distinto para otra persona. Cada palabra viene con una carga de asociaciones, recuerdos y sensaciones que varían de persona a persona y que no podemos adivinar. Por más que queramos, la telepatía no existe. Idealmente, deberíamos poder captar todas estas asociaciones al escuchar a alguien, —cosa que sí ocurre, hasta cierto punto, si hemos crecido o pasado mucho tiempo juntos, o si compartimos los mismos gustos e intereses—. Es por ello que las parejas que llevan mucho tiempo juntas “saben” lo que iba a decir el cónyuge, y suelen completar sus frases mutuamente. Aun así, con gran frecuencia se equivocan.

Por ello, el escuchar a otra persona tiene que ir mucho más allá de sus palabras. El tono de voz, la expresión facial, los gestos, el lenguaje corporal, forman parte del intercambio. Se estima, de hecho, que la mayor parte de la comunicación está formada por sus elementos no verbales: si alguien nos dice que la está pasando bien pero su cara refleja aburrimiento o tristeza, solemos dar más peso y crédito a lo que nos “dice” su expresión. Como las notas aisladas de la música, las palabras son sólo una pequeña parte de la comunicación. Incluso el silencio es una forma, por cierto extraordinariamente poderosa, de la comunicación. Cuando alguien no nos contesta, no es cierto que no se esté comunicando, como solemos pensarlo: al contrario, su silencio es elocuente y nos comunica muchas cosas —casi todas desagradables, por cierto. Como escribió George Bernard Shaw: “El silencio es la expresión más perfecta del desprecio”. Escuchar significa, entonces, registrar tanto lo no dicho como lo dicho: cada pausa, cada duda, cada cambio en el tono de voz. Requiere de una atención completa, pero también de cierta relación con la otra persona, como lo veremos en el capítulo III.

Sin embargo, la escucha no se limita a poner atención a lo que nos comunica la otra persona. También es necesario, en tercer lugar, hacer caso de lo que el mensaje transmitido provoca en nosotros mismos. Así como cada palabra, tono de voz y gesto tiene ramificaciones y asociaciones muy extensas en la persona que manda el mensaje, también lo tiene en la que lo recibe: nuestras reacciones internas también forman parte de la escucha. Es por ello que es tan difícil conversar con alguien que tiene prisa o que no está “conectado” con sus emociones. Nos damos cuenta de que nuestras palabras no tienen efecto ni resonancia en él: como si hubiéramos lanzado una piedra a un pozo, nuestro mensaje cae al fondo, sin dejar huella. Así, escuchar es también escucharse.

Pero debemos ir aún más lejos. Precisamente porque lo que nos dice otra persona evoca en nosotros asociaciones, recuerdos, ideas y sentimientos que tienen que ver con nuestra experiencia personal, una parte esencial de la escucha es poder registrar todo aquello, dejarlo resonar en nuestra mente y, luego, ponerlo de lado. Porque, y esto en cuarto lugar, si de veras queremos estar disponibles para el otro, es imprescindible seguirle el curso, seguir atentos a lo que nos dice, y no perdernos en nuestras propias reacciones. Suele suceder, con demasiada frecuencia, que lo que nos dice una persona nos evoque tantas cosas —emociones, ideas, recuerdos— que dejamos de hacerle caso. Éste es uno de los aspectos más difíciles de la escucha: poder hacernos a un lado para seguir recibiendo lo que nos ofrece la otra persona, en sus términos y no en los nuestros.

Quizá el ejemplo más conocido de esta suerte de disciplina mental es la que deben tener los adultos con los niños, o los maestros con los alumnos: aunque uno, como adulto, sepa más que ellos, para mantener vivo el diálogo resulta indispensable poner de lado lo que uno ya sabe, lo que uno ha oído docenas de veces y preservar una atención que podríamos calificar de virgen, como si lo oyéramos por primera vez. Por cierto, lo mismo se aplica al escuchar una pieza musical, ver una obra de arte o releer un libro ya conocido: implica el esfuerzo, y también el placer, de recibirlo como si lo conociéramos por primera vez. Como lo expresó el escritor italiano Italo Calvino: “Toda relectura de un clásico es un viaje de descubrimiento, tanto como si fuera una primera lectura. Y toda primera lectura de un clásico es en realidad una relectura”. El no escuchar, porque uno ya sabe lo que va a decir la otra persona, es parecido a rehusarse a visitar un museo porque uno ya lo conoce o no ir a escuchar una sinfonía de Beethoven porque ya la oyó alguna vez. Esta actitud se contrapone totalmente a la receptividad renovada que es un elemento crucial de nuestro acercamiento creativo a la realidad que nos rodea y, por ende, a una escucha plena.

Ver, escuchar o sentir a profundidad implica, necesariamente, y esto en quinto lugar, estar dispuestos a experimentar de nuevo lo que supuestamente ya conocemos. Veremos, en el capítulo VI sobre la escucha especializada de los psicoterapeutas, que este esfuerzo mental es indispensable para entender al otro. A primera vista podríamos pensar —y mucha gente lo cree— que los psicólogos deben hartarse, de forma inevitable, de escuchar siempre lo mismo. Sin embargo, cuando uno realmente pone atención, lo mismo nunca es lo mismo. Por el solo paso del tiempo, sin hablar de la maduración de las personas, en cada repetición algo ha cambiado: en uno mismo, y en el otro. Y esto hace toda la diferencia. Cuando los niños piden ver, por milésima vez, el mismo video, es porque, con cada repetición, están aprehendiendo (y aprendiendo) algo distinto. Lo sabemos desde la antigüedad griega: como dijo Heráclito, “el río en el que nos bañamos nunca es el mismo.” Ni el río, ni nosotros, somos iguales que la primera vez.

Es en este punto preciso donde incide el gran tema del aburrimiento que merecería, a mi juicio, mucho más estudio del que ha recibido en la psicología. Por eso lo analizaremos más a fondo en el capítulo II, como uno de los obstáculos a la escucha. Como veremos, la escucha a veces implica sobreponerse al aburrimiento, y aprender a ir más allá de lo que suponemos conocer de la otra persona —es decir, una disciplina mental que requiere tiempo y esfuerzo al servicio del otro.

Hasta ahora sólo nos hemos referido a los aspectos internos de la escucha: lo que debemos hacer en nosotros mismos. Pero es necesario ir más lejos. Escuchar también significa, en sexto lugar, demostrar que hemos recibido el mensaje enviado por otra persona; que nos interesa lo que ha dicho, y esto a través de señales no verbales (como mover la cabeza, mirar a los ojos a la otra persona), así como hacer preguntas o comentarios sobre lo que ha expresado. Estas señales promueven que la otra persona siga hablando; si no están, el diálogo no puede prosperar. Lo difícil del asunto es que, siendo realistas, no todo lo que nos dice la gente nos interesa; a veces es necesario fingir interés para mantener viva una conversación. Esto sucede, de hecho, con gran frecuencia: por ejemplo, cuando intentamos escuchar a un niño, o a una persona mayor que reitera las mismas historias una y otra vez. Éste es un tema delicado y ciertamente debatible: pero creo, como séptimo punto, que el saber fingir también es una parte ineluctable de la escucha. Podría parecer paradójico, pero creo que para alcanzar una escucha auténtica hay que saber oír a la otra persona no sólo en lo que nos interesa, sino también en lo que no. En otras palabras, llegar a una escucha desinteresada, tema al cual regresaremos una y otra vez en este libro.

Otra dificultad relacionada es que, muchas veces, sabemos que la otra persona no está diciendo la verdad: o se está mintiendo a sí misma, o intenta impresionarnos, o quiere “vendernos” su versión de las cosas… Y sabemos que lo que dice no es del todo cierto. ¿Qué hacer con esas “historias oficiales” que tan a menudo nos presenta la gente? ¿Debemos ignorarlas, descontarlas, enfrentarlas? ¿Dónde queda la escucha, cuando sabemos que alguien está tergiversando u omitiendo la verdad? Porque esto nos sucede diariamente: cada parte de la pareja en conflicto quiere que creamos su versión, el político quiere convencernos de la importancia trascendental de su proyecto, el intelectual quiere impresionarnos con sus conocimientos, el vecino quiere que nos aliemos a su disputa contra otro vecino, el artista quiere que lo consideremos genio…

Un ejemplo personal. En años recientes me ha sucedido con cierta frecuencia escuchar a diversas personas declarar que tienen aptitudes “extrasensoriales”, que captan el “aura” de las personas, que “canalizan” a los espíritus, que pueden “diagnosticar” a un enfermo con sólo tocarlo, que han “viajado” a vidas pasadas o “presienten” el futuro… cosas en las cuales yo no creo, por una serie de razones que no viene al caso mencionar. Pero, en este contexto, no importa si tales aseveraciones son ciertas o no. Lo que cuenta es que estas personas implícitamente exigen que se les tome en serio y se les crea.

¿Cómo reaccionar en estas situaciones? La honestidad requeriría que yo expresara mi escepticismo —cosa que hice durante años. La única consecuencia de ello fue que me reiteraran su convicción con más insistencia, que dieran más ejemplos, que citaran textos esotéricos o “metafísicos”… Desde hace algún tiempo, opté por abstenerme de expresar mi opinión y sólo manifestar curiosidad por saber más —lo cual me ha permitido aprender algunas cosas y, sobre todo, preservar la confianza y la amistad de personas que aprecio, independientemente de sus creencias. En una palabra, puse de lado mis convicciones personales en aras de la escucha, para mantener el vínculo.

Podría proponer, como regla general: en el contexto de las relaciones interpersonales, la honestidad no es, en sí, un valor absoluto —es decir, no debemos ser honestos sólo por ser honestos. Debemos antes preguntarnos si nuestra franqueza servirá para promover o para dañar el vínculo. Si va a destruir la relación, yo diría que no vale la pena: que lo más importante, cuando queremos a alguien, es preservar el vínculo.

Por otra parte, si somos honestos, deberemos reconocer que todos tenemos nuestras versiones preferidas de nosotros mismos, y que éstas forman una parte vital de la imagen que queremos proyectar a nuestros prójimos. En lo personal, considero crucial para la comunicación, la solidaridad y el buen entendimiento poner atención a las ficciones de la gente. Aunque no les creamos, aunque no estemos de acuerdo, hay que seguirlas escuchando.

¿Por qué? Por dos razones. En la era actual, por muchos motivos apasionantes pero que no vienen al caso, lo más importante para mucha gente es su ficción, su narrativa personal: psicológicamente, sus ilusiones cuentan más, para ellas, que su vida o sus logros reales. Podemos elegir, o no, tener relación con tales personas; pero si queremos su amistad, tenemos que dar la importancia debida a su visión de sí misma. La amistad, e incluso el respeto, a veces pasa por el engaño compartido. En segundo lugar, debemos tomar en serio las ficciones de la gente a nuestro alrededor porque a nosotros nos sucede lo mismo, aunque no nos guste reconocerlo. También inventamos versiones idealizadas de nosotros mismos, queremos que se tomen en serio nuestras ilusiones y aspiraciones. Y si algún día queremos ser escuchados en nuestras ficciones, necesitamos atender a las ajenas.

Esto no significa que debamos escuchar sin reacción alguna a alguien que, de la nada, quiera volverse astronauta, estrella de rock o cantante de ópera. La buena escucha también implica siempre tomar en cuenta —para no decir darle absoluta prioridad— al principio de realidad. Escuchar bien no significa, para nada, estar siempre de acuerdo. La escucha auténtica incluye una serie de principios éticos, como lo veremos en los capítulos siguientes: la empatía y el respeto (que a veces se contraponen), el no enjuiciar al otro y, muchas veces, la paciencia. En mi opinión, la escucha incluye una dimensión temporal a la cual no se ha dado la importancia debida. La gente a nuestro alrededor y nosotros mismos muchas veces hacemos cosas claramente impulsivas, irracionales o irresponsables. Y resulta, además, que es justo en esos momentos que más necesitamos una escucha solidaria, y que buscamos el apoyo de nuestros amigos. ¿Entonces? ¿Cómo reaccionar frente a la necesidad, incluso la exigencia, de un amigo que está por cometer un error? ¿Qué significa escucharlo con cariño y respeto?

Por paradójico que parezca, porque solemos pensar que la escucha “se da” o “no se da” en el momento, a veces significa esperar al otro. Los buenos amigos se esperan; se dan tiempo. En tales contextos, la escucha significa tratar de entender, más que apoyar. Parte central de este esfuerzo de entendimiento es no enjuiciar al otro, cosa difícil para muchos de nosotros. Si no estamos de acuerdo con lo que nos dice otra persona, a veces es mejor abstenernos de dar nuestra opinión si no se nos solicita, o sin pedir permiso de hacerlo. En muchas ocasiones, el escuchar implica saber callarnos. Hasta entender mejor. Hasta que se nos pida nuestra opinión. Hasta que podamos ayudar. Por eso insisto en los tiempos y la paciencia de la escucha.

Otro aspecto importante de esta dimensión temporal es dar seguimiento a la escucha. Si alguien nos dice hoy que tiene algún problema, haberlo escuchado implica preguntarle el día de mañana cómo sigue. Muchas personas escuchan sólo en el momento y cuando las volvemos a ver es como si nunca hubiésemos compartido nada: cada vez hay que empezar la conversación desde cero. No podemos dejar de pensar en las personas que nos preguntan, cada vez que las vemos, de dónde somos, dónde vivimos o cuántos hijos tenemos, sencillamente porque nunca se han tomado la molestia de registrar la respuesta.

La escucha es muy difícil, aunque parezca sencilla. Pero esa sencillez engaña. Como analogía, recuerdo un documental que se hizo para celebrar los noventa años de Picasso. Se le pidió que realizara en vivo un dibujo y Picasso trazó, en menos de un minuto, un esbozo de mujer que fácilmente valdría cien mil dólares, —según el comentarista. Éste se preguntó, acto seguido: ¿cómo es posible que un dibujo realizado en menos de un minuto valga tanto? Y dio esta respuesta, simplista: reflexionó que el valor comercial de las obras de Picasso no tenía ya ninguna relación con el esfuerzo “objetivo” que le costaba realizarlas. Lo que vale, subrayó, no es tanto el dibujo en sí como la firma, el nombre. Lo que omitió por completo fue una verdad más profunda: que un esbozo de Picasso a sus noventa años no le tomó sólo un minuto de tiempo. En realidad, detrás de cada línea, había una acumulación de ochenta años de entrenamiento y experiencia, y un conocimiento exhaustivo de seis siglos de historia del arte. Es decir, los trazos de un dibujo de Picasso parecen fáciles pero tienen detrás muchas décadas de trabajo sostenido. De esta manera, la aparente espontaneidad del artista no tiene nada de espontáneo; lo que parece “natural” no lo es; lo “automático” es en realidad el resultado de mucho esfuerzo. Lo mismo sucede con la escucha: no es fácil, ni espontánea, ni natural, ni automática. Toma años, si no décadas, de esfuerzo.

Estas consideraciones nos hacen entender que la escucha es un fenómeno muy complejo, que abarca toda una serie de factores físicos y neurológicos fuera de nuestro control; otros, relacionados con nuestra capacidad de atención; y, además, cierto aprendizaje y disciplina. Por todo ello, podemos asegurar que no existe una escucha “pura” o “neutra”, aunque nos plazca pensar que somos capaces de escuchar “objetivamente”. Toda escucha pasa por una selección enteramente inconsciente, que tiene que ver con el funcionamiento de nuestro cerebro y aparato auditivo. Pero además entran en juego, después de este intricado proceso neurológico, una serie de filtros y distorsiones de orden psicológico que también operan fuera de nuestra consciencia y control, y que constituyen verdaderos obstáculos a nuestra capacidad de escuchar, como lo veremos en el capítulo siguiente.