A la mañana siguiente, John vuelve a llamar a mi puerta. El día anterior apenas cruzamos un par de palabras; todavía parecía molestarle el hecho de que no quisiese irme, así que solo le di las gracias por el trabajo y él respondió con un «denadanohaydequé», así todo junto porque es como habla, y gruñó por lo bajo a modo de despedida. Hoy viste una gastada camisa con un estampado de cuadros rojos y grises, y carga unos cuantos troncos de leña. Como siempre, Caos le acompaña.
—Esperaba que vinieses a pedírmelo anoche, pero eres testaruda e inconsciente. No sabes cómo encender la chimenea, ¿verdad?
—Ni pajolera idea —admito.
—Bien. Vamos a solucionarlo.
Me aparto a un lado para dejarle pasar y John entra en la estancia, se arrodilla frente a la chimenea y coloca dentro la leña. Me pide que me acerque y preste atención mientras enciende el fuego. La madera prende poco después. Observo las llamas que se mecen con suavidad y los recuerdos emergen bruscamente. Me concentro en la seguridad de la voz de John.
—Cuando veas que se van consumiendo, añades otro tronco. Hazlo con cuidado; no debes perderle el respeto al fuego bajo ningún concepto. Es peligroso, Heather —añade, sin ser consciente del miedo que ya le tengo.
—¿Puedes apagarlo antes de irte? —pregunto cuando vuelve a incorporarse.
Sus pobladas cejas se encuentran al fruncirse, pero lo hace; coge las tenazas de hierro que cuelgan a un lado de la chimenea, separa los troncos y las llamas van perdiendo fuerza.
—Ahora, ven y ayúdame a cargar la leña; la dejaremos en la parte trasera de la casa para que te sea fácil ir a por más. Te aseguro que cuando llegue el frío la necesitarás.
Probablemente tenga razón.
Asiento. Solo «por si acaso».
—¿A cuánto la vendes?
En medio de la alfombra de colores de mi salón, John Bale deja de sacudirse las virutas de madera de la ropa y me mira enfadado como si acabase de insultarle.
—¡No tienes que pagarme, muchacha! No hago esto por dinero.
—Ya lo sé. Pero he visto que te pasas el día cortando leña y he supuesto que te dedicas a venderla, ¿no es cierto? Tengo dinero. Puedo pagarte. Te agradezco todo lo que estás haciendo por mí, pero…
—Me dedico a muchas cosas —me corta—. Guárdate tu dinero.
—Está bien. —Cojo la llave y cierro la puerta de casa antes de seguirle al exterior. Es tan temprano que la hierba del suelo todavía está cubierta por una fina capa de escarcha—. ¿Y a qué más te dedicas?
Me mira por encima del hombro sin dejar de andar.
—¿No lo has deducido ya?
—¿Tú no has deducido que la inteligencia no es mi fuerte?
—Qué cosas tienes —murmura—. ¿A quién se le ocurre decir algo semejante, demonios? Tu padre debería haber evitado que tuvieses tantos pájaros en la cabeza. La firmeza son los cimientos de un buen crecimiento.
—Mi padre está muerto. Y aunque no fuese el caso, creo que la firmeza no hace que uno sea más listo.
Me encojo de hombros. Es la verdad. No soy inteligente, nunca lo he sido. Ya desde pequeña tenía ciertas dificultades para concentrarme en el colegio y entender los conceptos más básicos, así que cuando crecí me dejé manejar por otras manos más perspicaces. Parecía un paso lógico, aunque ahora entiendo que hubiese sido mucho mejor estar sola y vivir tranquila como una chica tonta más; fue como intentar aspirar a ser cantante de ópera teniendo una voz de mierda.
¿Por qué a la gente le da tanto miedo admitir que no es inteligente? Pueden asegurar sin pelos en la lengua que son gordos, bajos, delgados, idiotas, torpes o feos, pero casi nadie está dispuesto a decir en voz alta que no es inteligente. Y no pasa nada. No es un delito. Hay test de esos raros que lo demuestran; en el último que hice cuando iba al instituto apenas conseguí responder la mitad de las preguntas, no dejaba de distraerme con el cascabel que colgaba de la punta de mi bolígrafo y, además, los problemas eran raros, estilo: «De cuatro corredores de atletismo se sabe que C ha llegado inmediatamente detrás de B, y D ha llegado en medio de A y C. ¿Podrías calcular el orden de llegada?» Tuve que leerlo unas siete veces antes de deducir que la respuesta era B, C, D, A.
—Lamento lo de tu padre —me dice John con voz ronca cuando ya hemos subido la cuesta que conduce hasta su casa—. Tenías razón al suponer que me dedico a la venta de leña. Mi otra ocupación es el adiestramiento de perros de trineo.
Aplasto unas briznas de hierba con la punta de la bota antes de mirarle con curiosidad.
—Pensaba que lo de los trineos solo salía en las películas.
—Todavía se usan —dice y reanuda el paso hacia el enorme cobertizo. Diviso a los perros tumbados en el suelo, descansando plácidamente o jugando entre ellos. Habrá unos trece o catorce, todos tienen pinta de lobos, aunque algunos son un poco distintos—. El deporte nacional de Alaska es el mushing y, además, en estas zonas solitarias no existe mejor compañía que un perro; no es solo una mascota, es un guardián. Están preparados para proteger e incluso resultan útiles en los rescates de montañistas extraviados o cosas del estilo.
—¿Qué es exactamente el mushing?
—Niña ignorante… —masculla.
—No digas que no te lo advertí.
—¿Quién te ha metido esas tonterías en la cabeza? La ignorancia no tiene nada que ver con la inteligencia —brama—. El mushing es el uso de perros de trineos y esquís; antiguamente era la forma de transporte más habitual, ahora se considera un deporte. A los corredores los llamamos musher. Hay muchas competiciones y diversas modalidades —explica y parece que hace un esfuerzo al hablar para no juntar tanto las palabras y que pueda entenderle sin problemas—. Crío y entreno dos variedades de perro, aunque no son las únicas que se usan. Unos son alaskan malamute, ¿los ves allí? Son los más robustos; ven, sígueme.
Nos acercamos hasta uno de ellos y el perro gime alegremente cuando John le palmea el lomo con cariño. Caos, sin dejar de revolotear a nuestro alrededor, nervioso y activo como siempre, nos mira como si quisiese reclamar nuestra atención.
—Esta raza nórdica es una de las más antiguas —dice—. Fíjate en sus patas, son muy fuertes y tienen una buena musculatura, además de un carácter fácil.
—¿Cómo se llama? —pregunto al tiempo que alargo una mano y lo acaricio; el perro entrecierra los ojos agradecido.
—Este es mío, al igual que esos otros cinco de allí, todos alaskan malamute. Se llama Vivaldi. Y los demás, de derecha a izquierda, Bach, Tchaikovsky, Beethoven y Mozart. El que está algo más apartado es Schubert; le gusta pasar tiempo a solas de vez en cuando.
—Así que no te gusta la música clásica… —bromeo.
John esboza una perezosa sonrisa y le da otra palmadita más a Vivaldi antes de ponerse en pie y llevarse las manos a las caderas.
—Esos son mis seis perros —prosigue y noto un deje de orgullo en su voz—. El viejo Schubert es el más mayor, tiene ya nueve años, pero todos juntos forman una melodía perfecta; si sigues aquí cuando llegue la temporada de nieve, te lo enseñaré, porque doy por hecho que nunca has montado en trineo, ¿cierto?
—¡Me encantaría! —contesto con más entusiasmo del esperado y hago un esfuerzo para no caer cuando Caos se pone a dos patas y se alza sobre mí ensuciándome la sudadera. Genial—. ¿Y qué pasa con los demás perros?
—Los otros los entreno para mushers. Esa de ahí está preñada, ¿no lo notas? —Señala a una hembra que está recostada a un lado del prado—. Cada año van y vienen. La mayoría tienen nombres típicos de los perros nórdicos, como Akicha, que es esa de pelo más oscuro, y significa «espíritu del Sol». O Aput, «nieve». Pamiiyok, «cola enroscada». Takret, «luna».
Les observo con atención antes de alzar la mirada hacia él.
—¿Qué significa Nilak?
—¿Cómo sabes que es una palabra inuit?
—Resulta bastante evidente.
—Quizá no seas tan tonta, entonces —contesta con una carcajada, antes de volver a serenarse—. Nilak no significa nada especial. Tampoco sé mucho del idioma, solo cosas sueltas que he ido memorizando. Por aquí el más conocido es el grupo de dialectos iñupiaq, pero solo lo hablan los inuit que viven en las tundras del norte de Alaska. Todavía hay gente que se refiere a ellos como esquimales, aunque cada vez se reniega más de esa palabra; mejor no la uses, puede resultar ofensiva.
—¿Y Caos? —pregunto y el perro se emociona en cuanto oye su nombre y mueve la cola de lado a lado—. ¿Por qué lo llamas así?
—Es literal, el caos absoluto hecho perro —protesta—. Al principio lo llamé Suka, que significa «rápido», porque realmente es el más veloz de toda su camada. Lástima que no le sirva de nada; como te he dicho antes, la firmeza son los cimientos de un buen crecimiento. Caos es un husky, hijo de dos ganadores de trineos, igual que sus tres hermanos, aquellos de ahí —los señala con el dedo—. El dueño se llevó a la madre cuando fueron lo suficientemente grandes como para alejarse de ella y se supone que deben estar listos para la temporada que viene, pero dudo que Caos lo consiga.
—¿Listos? ¿Listos para qué?
—Para ser perros de competición —dice—. ¿Te apetece un café caliente antes de cargar los troncos? —Asiento y nos encaminamos hacia el interior de la casa mientras John sigue hablando—. Caos no responde a los estímulos habituales, no hace caso. Lo he intentado todo. Son pocos los perros que suelen salir… amorfos o como se diga.
—¡Caos no es amorfo! —protesto justo cuando traspaso el umbral de la puerta.
La casa de John es más cálida de lo que imaginaba. El color marrón lo cubre todo a su paso: el sofá, las paredes y el suelo de madera, los cojines y hasta los muebles de la cocina en la que acabamos de entrar. Le pega. Si John tuviese que ser un color, supongo que marrón sería la opción perfecta.
—Puede que «amorfo» no sea la palabra más adecuada —admite mientras saca un par de vasos y calienta café—. Pero, sencillamente, no sirve para lo que fue concebido. Todavía no me he rendido con él, eso te lo aseguro, pero si no se endereza a tiempo no podrá competir y me temo que su dueño no lo querrá. Conozco a Denton, es un tipo práctico y poco empático, no se anda con tonterías.
—¿Y entonces qué será de él?
—Supongo que lo donará a alguien que busque un animal de compañía. —Se encoje de hombros al tiempo que me tiende el café—. Aunque hasta eso puede convertirse en un problema como no cambie. ¿Quién quiere tener un perro al que no pueda controlar?
—¡Yo!
—¿Tú?
—Bueno, no. Me refiero a que no lo abandonaría si fuese ese tal Denton. Es ruin que solo quiera a los ejemplares perfectos y dóciles. La perfección es aburrida.
John esboza una sonrisa antes de darle un sorbo a su taza de café. Terminamos de bebérnoslo en silencio. No sé por qué me siento tan cómoda con este hombre cascarrabias, pero su compañía es agradable, me calma; resulta extraño. La ventana de la cocina está abierta y el aire gélido se cuela en la estancia. Cuando nos ponemos en pie y volvemos a cruzar el comedor, me fijo en el tablero de ajedrez que hay sobre la mesita central y pienso en lo triste que debe de ser competir contra uno mismo, aquí, aislado en medio de las montañas. Eso me hace darme cuenta de que yo también estoy muy sola. Y ahora siento que siempre lo he estado. Señalo con el mentón el tablero.
—¿Quién va ganando? —bromeo.
—Muy graciosa —rezonga, pero al final sonríe—. ¿Sabes jugar?
—Qué va.
—Pues deberías aprender. El ajedrez ayuda a agudizar la mente cuando dejamos que duerma durante demasiado tiempo… —suspira y me tiende la chaqueta que dejé en el perchero al entrar—. ¿Qué te gusta hacer, Heather?
Me encojo de hombros. Mi existencia es triste y está vacía.
—No sé, nada concreto.
—¿Nada? ¿No te gusta leer?
—Hum… no.
—¿El cine?
—Depende.
—Eres casi una especie de acertijo andante. No dejo de preguntarme qué demonios estás haciendo aquí, en Alaska. —Termina de subirse la cremallera de su abrigo mientras me mira fijamente—. Tiene que haber algo con lo que disfrutes. Es imposible que no tengas ninguna afición.
Le miro dubitativa.
—Me gusta correr.
—¿Correr?
—Sí, hacerlo sin pensar en nada.
—Suena interesante.
—No lo es, pero a mí me basta. Tengo ganas de correr por aquí, todo es precioso.
—Veremos si piensas lo mismo cuando llegue la temporada de nieve.
Después de hacer varios viajes transportando los troncos desde su casa hasta la mía y apilarlos en la parte trasera, me pongo las zapatillas de deporte y salgo a correr. Todavía tengo que deshacer las maletas, que siguen abiertas en medio del comedor, y limpiar el polvo que recubre los muebles de la casa. La pasada noche, dormí en el sofá. Nunca he sido miedosa, pero la habitación me resulta fría y la cama es demasiado grande; siento que no encajo en esa estancia.
Apenas he dado un par de pasos cuando Caos aparece. Empiezo a pensar que John evita controlarlo a propósito, para que me siga o algo así; no sé si realmente sería de gran ayuda en caso de que me ocurriese algo. El perro avanza con gesto serio, como si hiciésemos esto todos los días; sus patas se mueven al compás de mis pasos y, cuando ve que me adelanta un buen trecho, reduce el ritmo hasta que lo alcanzo.
Troto a paso lento por la orilla del lago, donde el terreno es un poco más llano y los árboles no lo han invadido todo. El bosque queda a la izquierda y el agua se mece en calma a mi derecha, bajo las montañas de picos helados que parecen tocar las nubes que danzan por el cielo.
Pienso en Alison.
Maldita Alison. ¡Argh!
La conocí cuando acababa de cumplir quince años. Era el primer día en el nuevo instituto. Mamá se había casado con Matthew ese mismo verano, así que nos mudamos al barrio donde él vivía, a una de esas casas de dos plantas y buhardilla que aparecen en las pancartas que hablan de «el sueño americano». No conocía a nadie, mis viejos amigos quedaban a un par de horas de distancia en coche y, aunque ambos me prometieron que podría verlos con frecuencia, pronto todos ellos cayeron en el olvido. Fue como si Alison borrase mi pasado y dibujase con sus manos el futuro.
La primera vez que la vi, cuando me escondí en los servicios a la hora del almuerzo, estaba maquillándose frente al espejo con gesto de absoluta concentración, como si el acto en sí fuese de lo más importante. Era despampanante. Su larga melena rubia se rizaba en las puntas, enroscándose de un modo encantador, y tenía los ojos verdes y rasgados. Parecía una muñeca: culo respingón, cintura ridículamente estrecha, pechos firmes y piel de porcelana.
Me quedé estudiándola en silencio mientras me terminaba el sándwich de queso y pavo que Matthew me había hecho antes de traerme al instituto. Cuando acabó de aplicarse una segunda capa de gloss, me miró fijamente.
—¿Te parezco interesante?
—Lo cierto es que no. —Me encogí de hombros con indiferencia, aunque por dentro estaba temblando. No quería tener problemas el primer día.
—A mí tú sí. —Sonrió—. ¿Cómo te llamas?
—Heather Green.
—¿Eres nueva?
—Sí.
—Alison Breth. Encantada.
Me tendió la mano y se la estreché. Su apretón fue fuerte, decidido, como si volcase su envolvente personalidad en ese simple gesto.
—¿Nadie te ha dicho que almorzar en el baño resta puntos de popularidad?
—No es algo que me importe.
—Me caes bien. Me gusta la gente mentirosa. Vamos, Heather, ven conmigo. Te presentaré a un par de amigos. —Sin soltar mi mano, me condujo por el pasillo del instituto y entramos en el comedor principal, donde los alumnos reían y hablaban a gritos. Sorteamos un par de mesas hasta llegar a una de las del fondo, donde estaban sentados cuatro chicos que vestían chaquetas deportivas y aparentaban tener un par de años más que nosotras—. Este es Tim, el rubio es Gregor y los gemelos Nick y Nolan —señaló mientras ellos me miraban con cierto interés—. Y esta es la mesa en la que te sentarás a partir de ahora —sonó más como una orden que a modo de sugerencia.
Pero lo hice. Me senté allí y permanecí el resto del almuerzo en silencio, viendo cómo ellos comían y Alison se terminaba su barrita energética al tiempo que coqueteaba con descaro y reía bromas que no tenían ni pizca de gracia. Cuando los chicos se fueron, me cogió del brazo y se acercó a mí para susurrarme al oído.
—Dime cuál de ellos te ha gustado; puedo conseguirte una cita con el que quieras.
—Gracias, pero ninguno me interesa.
—¿Estás de broma? ¡Son del último curso! Vamos, alguno te habrá parecido más mono, ¿no?
—No sé, puede que Tim.
—¡Oh, no, Tim no! Hazme caso. Tiene la polla muy, muy pequeña. —Dejó escapar una risita.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque le hice una mamada este verano. —Se limpió los dedos con una servilleta de papel antes de proseguir—: Fue en una fiesta a la que acudí con mi hermana mayor, Kate. Lo estábamos pasando genial y, cuando quise darme cuenta, me estaba liando con Tim en una habitación. Pero, ¡ay, Dios, cuando le bajé la cremallera y vi su cosita…! —Se llevó una mano a la boca para ahogar una carcajada. Yo la miraba casi sin pestañear—. Me dio tanta pena que terminé el trabajo. Así que, en resumen, te aconsejo que mejor te fijes en alguno de los otros tres.
—¿Vas chupando pollas por pena de forma habitual?
En ese momento hubo un silencio tenso entre nosotras, hasta que Alison se echó a reír como si acabase de decirle algo increíblemente divertido y me abrazó emocionada.
—¡Eres tan graciosa, Heather! Me encanta tu forma de hablar. Qué mona. ¿Sabes? Tengo el presentimiento de que tú y yo vamos a ser inseparables. ¡Venga, levanta! Te enseñaré lo que tienes que hacer para apuntarte al casting de animadoras. Yo lo dirijo, así que no tienes que preocuparte por si entrarás o no. Mueve el culo.
Todavía seguía en shock cuando atravesé el comedor tras ella a paso apresurado. Me di cuenta de que algunas chicas me miraban con envidia, como si me hubiese tocado un billete de lotería. Pero la gran mayoría tenían sus ojos fijos en Alison, no en mí, y sus pupilas reflejaban miedo.
Paro de correr y sigo andando unos metros más para no marearme.
Respiro hondo. Me aparto del rostro los mechones que han escapado de la coleta. Caos ladra, como si no entendiese por qué he decidido parar. Cuando me tranquilizo, me siento frente al lago, sobre la hierba mullida, y estiro los brazos hacia atrás con la vista clavada en el cielo. Si cierro los ojos puedo ver el rostro de Alison, su gesto de reproche, una especie de puchero capaz de encandilar hasta a sus enemigos, e imagino lo que diría: «¿Qué coño haces escondida en el culo del mundo, Heather? ¡Te estás perdiendo la vida! Vuelve, salgamos a divertirnos juntas. ¿Te he dicho ya que te quiero más que a mi propia hermana…? Te quiero, te quiero, te quiero».
Maldita zorra.
Abro los ojos justo cuando Caos me lame la cara. Me río y me doy la vuelta hasta terminar haciendo una especie de croqueta por el prado verde que se extiende hasta el infinito. El perro se acerca con la lengua fuera, se sienta a mi lado y apoya sus patas grisáceas en mi brazo, como si desease retenerme junto a él. Lo miro con atención. Es precioso. Extiendo una mano y lo acaricio; no puedo creer que su dueño no vaya a quererlo si no cambia. Todos los que tenemos un corazón que late y siente, tenemos también defectos. Son cosas que van de la mano.
Caos se mantiene atento como si pudiese entender lo que estoy pensando. Sus ojos son de un azul pálido y llevo un buen rato mirándolos cuando me doy cuenta de que se parecen mucho a los ojos de Nilak, solo que, en este caso, los del perro desprenden más calidez y amor. En serio. Los de Nilak son fríos y reflejan que está vacío; algo que compruebo en cuanto me incorporo al trabajo.
Nilak no me ha dirigido la palabra durante los dos últimos días. Tan solo refunfuña por lo bajo cada vez que anoto mal una comanda o suelta algún taco si me equivoco al servir las mesas o voy con retraso. Más allá de «joder», «mierda», «hostia» o «maldita sea», no le oigo pronunciar nada más.
Por suerte, Seth habla sin parar y el sonido de su voz resulta casi melodioso. Apenas he salido de la cabaña en cuarenta y ocho horas; no hay televisión, no hay nada que hacer aquí. He tenido más tiempo para reflexionar que en toda mi vida. Y nunca pensé que llegaría a parecerme algo divertido ir a trabajar, pero así es, incluso teniendo que aguantar las caras largas de Nilak.
El primer día, a casi todos los clientes les parecí un espécimen curioso e insólito. Me hicieron un montón de preguntas estúpidas que intenté contestar con mi mejor sonrisa, a pesar de que ser simpática no es precisamente mi punto fuerte. Al final, Seth terminó haciéndoles callar y les pidió que me dejasen trabajar tranquila. Nilak solo me dirigió una mirada de desprecio tras la barra, como si fuese culpa mía acaparar la atención de los presentes.
Antes pensaba que era gilipollas.
Ahora pienso que es gilipollas, egocéntrico e idiota. De seguir así, a final de mes habré agotado todos los calificativos hirientes que me sé. Lo insulto mentalmente cada dos minutos, segundo arriba, segundo abajo, cada vez que me mira como si le diese asco. Llevo demasiado tiempo dejando que los demás me pisoteen, así que me aseguro de alzar el mentón cuando paso por su lado. Sinceramente, no lo entiendo. Más allá de que parece conocer a John Bale, no sé por qué aceptó que me quedase el trabajo, pero no estaría de más un poco de amabilidad por su parte.
Al volver a casa, Caos me espera en el mismo lugar que la última vez, junto a una curva cerrada, al lado de la cuneta, sentado sobre sus patas traseras. Es el único que parece poder ver lo que hay en mí más allá de todas las capas tras las que me escondo y me protejo. Caos sabe que solo soy una cebolla triste y asustadiza. Me gusta caminar a su lado, la compañía silenciosa, esa fidelidad desinteresada. John aceptó a regañadientes no recogerme al salir del trabajo y dejar que el perro viniese a mi encuentro a cambio de prometerle que siempre llevaría una linterna a mano e iría con cuidado. Imagino que las probabilidades de que un asesino en serie ande suelto en un lugar tan remoto son irrisorias. Espero. Cruzo los dedos.
El tercer día de trabajo, le voy cogiendo el tranquillo a anotar las comandas y pasárselas de inmediato a Seth por orden de llegada; hablo lo justo con los clientes y les dedico mi mejor sonrisa antes de acercarme a la barra para pedirle a Nilak las bebidas que debo llevar a las mesas. Ojalá no fuese tan seco. Hasta sus rasgos resultan duros, muy marcados, como si las líneas hubiesen sido dibujadas a conciencia por alguien conocedor de su nula sensibilidad.
Cuando la persiana ya está medio bajada y se ha ido todo el mundo, los chicos hablan entre ellos mientras termino de secar los últimos vasos. Bueno, en realidad, Seth habla y Nilak contesta con monosílabos con el paquete de tabaco en la mano, ansioso por escapar de allí. Siempre sale a fumarse un cigarrillo poco después de que se haya marchado el último cliente.
—¿Hiciste el pedido de carne? —prosigue Seth.
—Sí.
—De todas formas, tendremos que ir a comprar algunas cosas…
—Vale.
—¿Mañana?
—Bien.
—Entonces cerraremos un par de horas.
—¿Puedo acompañaros? —me inmiscuyo.
—¿Tú? No. —Nilak frunce el ceño.
—¿Por qué no? Necesito comprar barritas Twix y cosas para el frío como, no sé, guantes, bufandas y todo eso.
—¿Barritas Twix? —Nilak me mira con gesto de horror, como si fuese tonta.
—Oye, que te jod…
—Deja que venga —pide Seth y me corta justo a tiempo, porque de verdad que no quiero perder el control, pero este chico me saca de mis casillas.
¿Por qué me odia? Me muerdo la lengua para no preguntárselo. Paso de darle esa satisfacción. Seguro que le encantaría poder descubrir todas mis inseguridades, hurgar en ellas, usarlas en su propio beneficio. No pienso volver a ser «Vulnerable Green». Eso se acabó. Lo veo estrujar el paquete de tabaco con más fuerza. Pobres cigarrillos. Quiero un cigarrillo. ¡Uf!.
—Está bien, que te acompañe ella, así yo me quedo por aquí y hago algunas cosas pendientes —masculla antes de salir a la calle.
Me seco las manos en un trapo y lo doblo antes de dejarlo sobre la barra.
—Lo siento, no pretendía que se enfadase. Pero es que cuando os he oído, he pensado que sería buena idea poder ir a un supermercado más grande…
—No tienes que disculparte, Heather. —La sonrisa de Seth es sincera y cálida—. Nos vemos mañana aquí a las diez de la mañana, ¿de acuerdo? El supermercado de Rainter es enorme, allí encontrarás todo lo que necesites.
Me quito el delantal negro que llevo sobre la ropa antes de despedirme y salir. Nilak está fuera, con la espalda recostada sobre la pared del callejón. Me dirige una mirada penetrante, tan intensa que me pregunto si está viendo algo bajo mi piel, entre el hígado y el corazón. Odio que me mire así. Frunzo el ceño mientras él expulsa el humo de la última calada y luego camino calle abajo sin decirle adiós.
Como todas las demás noches, Caos me espera paciente al principio del camino que conduce hacia el lago y, en cuanto me ve a lo lejos, echa a correr alegremente hacia mí sin dejar de mover la cola de un lado a otro. Me río. Creo que nadie jamás me ha recibido con tanto entusiasmo.
—Shh, cálmate, colega. —Le acaricio el hocico mientras sus ojos de cachorrillo se clavan en los míos. En medio de la oscuridad, es aterrador y hermoso a la vez; se parece más que nunca a un lobo—. Venga, volvamos a casa.
Tres horas más tarde, todavía no he conseguido dormirme.
Me doy la vuelta en el sofá, con la manta enredada entre las piernas, y respiro hondo. Veo el rostro de Alison, tan perfecto, tan irreal; por un momento pienso que la echo de menos, hasta que recuerdo todos los errores que cometí al dejarme arrastrar por ella. Y está mamá, con su sonrisa amable y esa mirada suya que suele dedicarme y que desprende una mezcla agridulce de amor y decepción. Imagino lo que debe pensar de mí. Seguro que cada noche se acuesta junto al bueno de Matthew y se pregunta qué hizo mal, si no se esforzó lo suficiente en mi educación…
Quiero decirle que el problema nunca fue ella.
Soy yo. El inmenso y horrible problema…
Me trago las lágrimas al tiempo que me pongo en pie y me echo la manta sobre los hombros. Enciendo la luz del comedor. La estancia está vacía y no sé qué hacer, pero no puedo pasar ni un segundo más recordando todo lo que he dejado atrás o las cosas que hice y ya no puedo borrar.
Abro un paquete de fritos que compré el otro día y me sorprende lo mucho que se escucha cada crujido cuando mastico; algunos silencios son demasiado densos. Aquí no se oyen coches, ni la vibración de un calefactor encendido o pisadas ajenas. Nada. Me estremezco y, sin dejar de comer, abro los cajones del mueble que cubre la pared del comedor que hay frente a la chimenea. Los miré por encima el primer día y no había nada interesante. Un par de cubiertos llenos de polvo, un calendario prehistórico, una novela antigua con una especie de damisela en la cubierta…
Me llevo otro frito a la boca, abro la primera página con desinterés y leo:
«Lady Penélope necesitaba encontrar un marido. Un marido que, a ser posible, pudiese saldar las deudas que su familia arrastraba desde el incidente en el que se vio envuelto el pequeño de los Williams. Pero, ¿qué hombre honrado pediría la mano a una jovencita que no disponía de dote y había sido tachada de rebelde y poco dada a las costumbres dignas de una dama de alta alcurnia…?».
Sigo leyendo un poco más mientras vuelvo sobre mis pasos y me siento en el sofá. Suspiro hondo. Paso a la segunda página. Pobre Penélope. De verdad que la chica ha tenido una suerte pésima.
Cuando quiero darme cuenta es de madrugada y he devorado tres cuartos del libro, que es más de lo que probablemente he leído en toda mi vida, incluyendo las novelas que me obligaban a leer en el instituto y de las que siempre encontraba algún resumen cutre por Internet. Se me cierran los ojos. Apago la luz. Antes de dormirme, pienso en Penélope, su desdichada vida y el apuesto Duque que ha aparecido en escena unas páginas atrás.
Lástima que en mi caso no exista ningún príncipe azul a lomos de un caballo blanco que esté esperándome a la vuelta de la esquina.