1
¿De qué huyes tú, Heather?

Podría haber elegido cualquier otro lugar.

Pero estoy aquí, en este rincón inhóspito. El vaho escapa de mis labios y forma retorcidas siluetas en el aire. No sé adónde ir, así que permanezco un minuto paralizada en medio de la solitaria calle de este pueblo perdido. El anorak morado que llevo abrochado hasta arriba no tiene nada que hacer contra el frío que cala en los huesos. Me estremezco. Y luego miro el móvil por sexta vez consecutiva para comprobar que sigo sin cobertura; lo más probable es que no vuelva a tener en mucho tiempo.

Este sitio no guarda ninguna similitud con el póster que, cuando era pequeña, colgué frente a mi cama con chinchetas. La imagen mostraba un lago inmenso, cristalino, bajo montañas de picos helados y un prado verde jade donde un oso miraba a la cámara. Debajo, con letras curvas y elegantes, ponía: «Alaska».

No veo nada de todo eso. No veo laderas infinitas ni animales jugueteando entre la hierba, aunque sí distingo la silueta de las montañas. Creo. Está todo tan oscuro que cuesta saberlo con exactitud.

He gastado casi todos mis ahorros en un billete de avión, otro de tren y el taxi que me ha traído hasta aquí, y resulta que Inovik Lake ni siquiera es más grande que el barrio donde vivía en San Francisco y lo único que sé de este lugar es que se ubica dentro del área censal de Southeast Fairbanks. Casi todas las casas del pueblo son de madera, rojas o azules, y parecen sacadas de una postal de los años sesenta, con tejados a dos aguas y chimeneas que escupen humo.

Todo está tranquilo…

No estoy acostumbrada a la tranquilidad.

Necesito un cigarrillo. Es una pena que prometiese que no volvería a fumar. Los nervios me ayudan a salir de esta especie de bloqueo y me tiembla la mano cuando rebusco en el bolsillo de mis vaqueros hasta dar con el papelito donde he apuntado la dichosa dirección… Veamos, «letrero de madera en la entrada, derecha, recto casi un kilómetro hacia el lago, número 19». Eso es todo lo que he conseguido anotar mientras el dueño del alquiler de la casa me gritaba por teléfono y yo intentaba no perder el hilo de lo que decía. Era un tipo bastante desagradable, pero supongo que un precio bajo no suele ir acompañado de cortesía y sonrisas. Tampoco es que me molestase en buscar mucho más; fue la tercera casa a la que llamé en esa web de anuncios de alquileres. Conseguí organizar el viaje en un tiempo récord durante los tres días que pasé escondida y lloriqueando como una mocosa en un hostal de mala muerte.

Decido que ha llegado la hora de ponerme en marcha y me interno en el camino que indican mis garabatos. Se aleja del pueblo. Es un sendero sin asfaltar, de arenilla, que debido a la humedad está algo embarrado, así que me cuesta arrastrar las dos maletas que llevo conmigo. Los árboles, altísimos y frondosos, se alzan a ambos lados y el viento silba entre sus ramas retorcidas. Ya llevo andando un par de minutos cuando advierto que la oscuridad a mi alrededor es brutal y que las pocas luces de Inovik Lake han quedado atrás, tan difuminadas que es casi imposible adivinar a qué distancia están.

¿Por qué tuve que alquilar una casa a las afueras…?

El traqueteo de las maletas solo consigue inquietarme más. Escucho también el ulular de algunas aves cerca. Nerviosa, me humedezco los labios. De pronto soy muy consciente, dolorosamente consciente, de que nadie sabe dónde estoy, así que podría morir aquí mismo, ahora, comida por un alce o cualquier bicho de esos, y nadie vendría a rescatarme. Lo más probable es que mi familia ni siquiera me echase de menos hasta varias semanas más tarde y lo peor de todo es que puedo entender esa indiferencia; de hecho, me sorprende que no me odien. Eso sería más fácil, como partirse un hueso de un solo golpe en vez de ir astillándolo poco a poco en trocitos pequeños…

Los recuerdos agridulces quedan relegados a un lado en cuanto escucho una especie de aullido espeluznante. Se me eriza la piel. Distingo pisadas aceleradas, como si alguien se aproximase a la desesperada. Saboreo el miedo ascendiendo por la garganta. No veo nada, todo está oscuro. Apenas pienso en lo que hago cuando suelto las maletas, doy media vuelta y salgo corriendo. Por suerte, es lo único que sé hacer, lo único que se me da bien: correr. Sin embargo, esta vez parece que no soy lo suficientemente rápida. Grito. No sé qué está pasando, pero percibo el peligro casi rozándome la espalda, muy cerca. Cuando intento impulsarme más deprisa, tropiezo y me tambaleo. ¡Mierda! Lo único en lo que pienso mientras caigo de bruces contra el suelo es en que vuelvo a estar metida en un buen lío. Los busco, los creo, los encuentro.

Me raspo las palmas de las manos al amortiguar con ellas la caída. Estoy temblando cuando consigo darme la vuelta. Y entonces lo veo.

Es un lobo. Un lobo.

Tiene el pelaje largo, blanco y gris. Abre las fauces y suelta un aullido. No es demasiado grande, pero sus dientes son puntiagudos. No puedo respirar; me arrastro hacia atrás por el terroso camino, incapaz de dejar de mirar al animal. En menos de lo que dura un pestañeo, da un paso al frente y, junto al movimiento de sus patas, escucho una voz a lo lejos; es grave, fuerte y me reconforta de inmediato.

—¡Caos! ¡Caos, maldita sea!

Pero sea quien sea, no llega a tiempo. El lobo le ignora y avanza hacia mí. Se me disparan las pulsaciones. Pum, pum, pum, pum, puedo escuchar los latidos de mi corazón retumbándome en el pecho, en la cabeza, en los oídos, y tengo la boca tan seca que soy incapaz de tragar saliva. Cierro los ojos con fuerza cuando lo tengo delante y, antes de que me dé cuenta, está encima de mí, olisqueándome y… ¿lamiéndome?

—¡Caos, basta! ¡Dichoso chucho!

Un hombre aparece entre las sombras y tira del animal hacia atrás sujetándole de un collar que lleva en el cuello. Tomo una bocanada de aire; todavía siento que me ahogo y de forma refleja me llevo una mano al pecho. El animal suelta un leve gruñido mientras el desconocido me apunta con la linterna que lleva en la mano.

—¿Qué hace una chica como tú aquí?

—Yo solo… —Vuelvo a respirar hondo al tiempo que me pongo en pie—. Estaba buscando el número 19, frente al lago. ¿Sabes dónde está?

Tan solo los gemidos ahogados que emite el perro, que sigue pareciéndose más a un lobo que a otra cosa, rompen el silencio de la noche. El hombre se frota la barba con la palma de la mano mientras me estudia con atención, como si fuese una especie de misterio andante. Entrecierro los ojos cuando vuelve a apuntarme con la linterna y empiezo a pensar que quizá sea incluso más peligroso que el animal.

—Está a unos cinco minutos a pie. No deberías andar sola por aquí. —Se gira y dirige el leve haz de luz hacia las maletas—. ¿Son tuyas?

—Sí, he tenido que abandonarlas cuando me ha atacado el perro.

Parece hacerle mucha gracia mi comentario, porque suelta una carcajada. Le miro de reojo mientras sopeso si puedo fiarme de él. Tendrá unos cincuenta años, es muy grande y creo que su cabello es de color cobrizo o pelirrojo; no consigo distinguirlo bien en la oscuridad. El perro no aparta los ojos de mí cuando me muevo para acercarme a las maletas.

Caos no ataca, puedes estar tranquila. De hecho, le gustas. Estaba lamiéndote.

—Ah, qué bien. Me encanta que me laman —refunfuño—. ¿Cinco minutos, todo recto? ¿No hay pérdida?

—Te acompañaremos.

—No es necesario.

—Vivo justo al lado.

—De acuerdo.

—Deja que te ayude con las maletas. —Estoy a punto de decirle que no lo haga, pero de pronto se apodera de mí el cansancio acumulado por los acontecimientos de los últimos días y el precipitado viaje—. Tendré que soltar a Caos para cogerlas, ¿te parece bien?

—No, no sé si es buena idea…

—Te prometo que no te hará daño. Confía en mí. Por cierto, me llamo John Bale —me tiende la mano y tardo unos segundos en estrechársela, pero finalmente lo hago. Tiene la piel callosa, dura y áspera.

—Heather Green.

—Deja que te huela. Es raro que despiertes su curiosidad. Caos es poco dado a los estímulos —murmura por lo bajo y después lo suelta. El perro se precipita hacia mí. Doy un paso atrás e intento ignorar el miedo.

Me olfatea despacio, empezando por los pies y ascendiendo hasta estirarse sobre sus patas traseras. Sin dejar de apuntarle con la linterna, John le llama la atención y vuelve a bajar la cabeza para seguir moviéndose a mi alrededor. Tras lo que parece una eternidad, se sienta, saca la lengua y me mira fijamente. Buen chico. Alargo la mano hacia él con cuidado. Nunca he temido a los perros, pero este no se parece en nada a los que suelen pulular por la ciudad y que te persiga como un poseso de noche, en mitad de un bosque, no es lo que suelo llamar diversión. El perro me chupa el dorso de la mano y me hace cosquillas.

—Andando —ordena John, que me cede la linterna y carga las maletas como si no pesasen nada. Tiene una de esas voces vigorosas que no dan pie a demasiadas réplicas. Le sigo en silencio. Caos camina a mi lado con la lengua fuera. No sé qué esperaba encontrar cuando llegué aquí, pero desde luego no algo así. Todo es tan raro que ni siquiera me molesto en analizarlo. Hace menos de un día estaba en San Francisco. Y una semana antes, pensaba que todavía podía encauzar mi vida. Dadas las circunstancias, puede que lo mejor sea permitir que las cosas fluyan sin más, dejarme mecer por la corriente sin oponer resistencia.

No llevamos ni tres minutos de camino cuando vuelvo a sentir el impulso de buscar el inexistente paquete de tabaco en el bolsillo del anorak y recuerdo que no llevo cigarrillos encima cuando meto la mano dentro. Odio a la gente que asegura que dejar de fumar es fácil. ¡Ja! Y una mierda. Es horrible.

Me tranquilizo cuando distingo la quietud del inmenso lago; las estrellas se reflejan en la superficie, titilantes, como si un montón de cristalitos se hubiesen caído del cielo. Inspiro hondo y por primera vez me fijo en el aroma que flota en el aire, a hierba, a tierra húmeda, a corteza de árbol.

—Es ahí. —John señala la casa de madera que se alza a la derecha y avanza hasta el porche para dejar ambas maletas—. No vuelvas a salir sin antes conocer la zona; no serías la primera ni la última persona que se pierde en estos bosques. —No sabía que alguien pudiese hablar con gruñidos, pero él lo hace.

—Gracias por todo.

Le tiendo la linterna, pero John niega.

—Quédatela. Si necesitas cualquier cosa, mi casa está por allí —señala un punto a lo lejos y entreveo en la penumbra un tejado a dos aguas—. No sé qué puede venir a buscar aquí alguien como tú, pero sea lo que sea no lo encontrarás. Te has equivocado de sitio, muchacha. Buena suerte de todas formas.

Desciende los escalones del porche y vuelve a coger a Caos al ver que se resiste a marcharse con él. Me giro cuando ya se ha alejado unos metros.

—¿Qué tiene de malo este sitio?

—Frío, soledad, hastío.

—Entonces creo que es perfecto.

—Si tú lo dices…

Tras ver desaparecer a John en la oscuridad, encuentro las llaves de la casa bajo la tablilla de madera del segundo escalón, tal como me indicó el dueño por teléfono. Enciendo las luces al entrar. Es una pequeña cabaña de madera de aspecto confortable, aunque hace un frío de mil demonios. El polvo se asienta en cada rincón y en los escasos muebles de la estancia. Solo hay una habitación, lo suficientemente grande como para acoger una cama de matrimonio y una mesita de noche que parece hecha a mano por las imperfecciones que se distinguen en la madera de pino. La cocina es austera y apenas si caben dos personas en ella. Reviso el baño y termino sentándome en el sofá del salón principal. No hay televisión, solo una chimenea que no sé encender y una alfombra de colorines que me recuerda a las que salen en las películas de indios.

Tengo frío, hambre y unas inmensas ganas de fumar.

Pero no tengo mantas, ni comida ni cigarrillos.

Ni siquiera soy consciente de en qué momento exacto dejo de pensar en todas esas personas que he dejado atrás y me acurruco en el sofá, cediendo ante un sueño profundo que me envuelve entre sus brazos.

Me despiertan unos golpes en la puerta.

Tardo unos segundos en ubicarme cuando abro los ojos y me encuentro con un techo de madera que no reconozco. Tambaleándome tras ponerme en pie, llego hasta la puerta y abro. Un perro empieza a ladrar a lo loco.

—¡Maldita sea, Caos! ¡Vuelve con los demás! —exclama John mientras mira contrariado al animal. El chucho le ignora. Se sienta en mi porche, con cara de felicidad. A la luz del día, es precioso. Dan ganas de hundir las manos en su pelaje suave y sus ojos, de un llamativo azul, lo observan todo con inusitada curiosidad—. Todavía es un cachorro y está costando más de la cuenta que entre en vereda —refunfuña su dueño—. Toma, he ido al pueblo a primera hora de la mañana. Pensé que no tendrías nada que comer.

Me tiende una bolsa marrón que contiene un dónut de aspecto casero y un café todavía caliente. Le miro dubitativa. No sé si echarme a llorar de agradecimiento o cerrarle la puerta en las narices. Todavía no he decidido si puede suponer un peligro, pero soy consciente de que, de haber querido hacerme daño, anoche tuvo una oportunidad y no la aprovechó, así que…

—Gracias. No tenías por qué hacerlo.

—Detesto ver cómo niñas inocentes se mueren de hambre. Tenías que venir a parar justo aquí, demonios —masculla—. Esta juventud rara de hoy en día…

Puedo ser muchas cosas, pero «inocente» no es una de ellas.

Tampoco es que tenga en mente compartir mi turbio pasado con este buen hombre, así que me abstengo de añadir nada y le doy las gracias por segunda vez. John me estudia mientras Caos merodea nervioso entre sus piernas. Llevo la misma ropa que ayer y, después de días llorando, debo de tener un aspecto terrible.

—Deberías lavarte la cara. Las chicas de por aquí no suelen llevar tanta porquería negra de esa. —Se frota la barba, todavía pensativo; es más pelirrojo que castaño y sus ojos son pequeños y oscuros, y puedo distinguir cierta melancolía en ellos.

—Solo es sombra de ojos —explico—. Y a propósito, ¿en Inovik Lake hay tiendas? Porque necesito comprar algunas cosas.

John Bale me mira como si fuese una especie de castigo ineludible que ha llamado a su puerta sin avisar. Caos consigue despistarle un segundo y se acerca más a mí. Le acaricio con la mano sintiéndome aún insegura. Aunque solo es un cachorro, sigue pareciéndose a un lobo y tiene un aspecto adorable y peligroso a un mismo tiempo, si es que esa combinación es siquiera posible.

—¿De dónde eres? —pregunta.

—San Francisco.

—¿Qué sabes sobre Alaska?

—¿Que hace mucho frío?

—Muy graciosa. ¿Cuántos años tienes?

—Veintidós —alzo la barbilla—. ¿Y tú?

—Deberías llamarme de usted… —replica—. Cumplí cincuenta y seis hace una semana, así que haz caso a la voz de la experiencia y fíate de mí cuando te digo que lo mejor que puedes hacer es dar media vuelta y volver por donde has venido. Aquí no hay nada para alguien como tú.

Le miro malhumorada y entorno la puerta de casa antes de que Caos empiece a dar vueltas a mi alrededor. Estoy bastante acostumbrada a que todo el mundo me quiera lejos, pero normalmente se esperan a que la cague para pedirme que me largue. Me preparo para soltar una réplica decente, cuando mis ojos se topan con el paisaje que se extiende bajo el grisáceo cielo encapotado.

Es increíble. Y tan bonito que parece irreal.

Si exceptuamos el detalle del oso, no tiene nada que envidiar al póster que colgué en mi habitación. John permanece a mi lado, en silencio, observando cómo me acerco a la barandilla de madera, a la que me sujeto con una mano. Sigo sosteniendo la bolsita con el desayuno mientras admiro el lago en calma, brillante y azul, en contraste con el verde de los árboles y esa especie de musgo suave que viste el suelo. Las montañas, puntiagudas e irregulares como si un niño las hubiese recortado con tijeras, tienen la cima nevada y parecen mirarse en el espejo del agua.

Me doy cuenta de que estoy sonriendo.

Hacía una eternidad que no sonreía.

—Voy a quedarme. Quiero estar aquí.

—¿Y de qué vivirás, muchacha?

—Buscaré trabajo en el pueblo. Algo habrá, ¿no?

—¡Demonios! —refunfuña—. Vamos, Caos, ¡camina de una vez! —ordena y les veo alejarse a ambos por el sendero que conduce hasta su casa, una cabaña tres veces más grande que la mía, con un porche inmenso, también de madera, y una especie de segunda vivienda un poco más allá que tiene pinta de ser un cobertizo. Se escuchan más ladridos. No sé cuántos perros tendrá, pero por lo que oigo, diría que «bastantes» se queda corto.

Entro en casa, abro una de las maletas, me cambio de ropa y vuelvo a salir. Llevo una sudadera blanca gruesa, el anorak, vaqueros y botas suaves con pelo por dentro.

Bajo hasta el muelle, maravillada por todo lo que veo. Es como vivir dentro de una postal. Me siento con las piernas cruzadas y noto un frío intenso cuando el viento sopla con más fuerza. No me importa. De verdad que no. Me da igual que el resto del mundo piense que Alaska es un trozo de hielo perdido en medio de la nada, porque me parece un lugar vibrante, diferente y muy vivo.

Acabo de darle el primer mordisco al dónut, que está delicioso, cuando veo a Caos al principio del muelle, caminando hacia mí con sus patas firmes.

—¿Estás obsesionado conmigo? —le pregunto y saboreo un trago de café.

No contesta, evidentemente, pero se sienta a mi lado y observa también el paisaje con actitud tranquila, como si nos conociésemos desde siempre. Tiene las orejas puntiagudas y golpetea con la cola las tablas de madera.

Bueno, supongo que podría ser peor.

La compañía, quiero decir.

Me encojo de hombros y termino el desayuno con el chucho al lado. Cuando me levanto y regreso sobre mis pasos, me sigue. Avanzo hacia la casa de John Bale, que está más arriba, subiendo por el mismo camino que anoche me pareció tétrico y ahora resulta cualquier cosa menos escalofriante. De hecho, me recuerda a esos senderos que aparecen en los cuentos de hadas, cercados por abetos y plantas salvajes con diminutas florecillas que parecen haber sido trazadas con la punta muy fina de un pincel, manos delicadas y pulso firme.

Le encuentro unos metros antes de llegar a la casa, cargado con varios troncos de leña que acaba de cortar. Distingo a unos cuantos perros enormes a lo lejos, tras la segunda cabaña, pero evito preguntar. Todo es un poco raro. John en sí es raro. Creo que por eso me cae bien, porque en ocasiones también me he sentido así.

—Voy a ir a Inovik Lake —anuncio como si fuese todo un acontecimiento—. Te lo digo porque Caos no deja de seguirme.

—Así que sigues empeñada en quedarte aquí.

—Exacto.

—Chica testaruda —murmura por lo bajo y luego deja los troncos en el suelo y se acerca para coger al perro del collar. Habla como en gruñidos, juntando mucho las palabras entre sí—. Márchate antes de que te siga, no sé qué le pasa contigo. Y pasa por el bar Lemmini y di que vas de mi parte. Puede que allí tengan algo para ti.

—¿Algo para mí?

—Trabajo —responde secamente.

—Ah, vale. En ese caso… supongo que gracias, otra vez.

Recorro el sendero en menos de diez minutos. Camino rápido. Echo de menos correr, porque es lo único bueno que sé hacer; ponerme las zapatillas de deporte y dejarme llevar sin pensar en nada, sin mirar atrás, sin ataduras.

Todo tiene un aspecto diferente a la luz del día.

Inovik Lake sigue pareciéndome pequeño, pero no es una aldea ni mucho menos. Hay una calle principal que cruza el pueblo de punta a punta y me aferro a ella como referencia. A un lado y otro se alinean casas cortadas por un mismo patrón; la originalidad brilla por su ausencia. Deambulo un poco perdida, observando todos los establecimientos e intentando memorizar dónde está cada cosa. El supermercado queda justo en la parte central y ni siquiera podría competir con una tienda de barrio de San Francisco. Espero que tengan barritas Twix, porque las necesito para sobrevivir.

Carraspeo cuando una anciana está a punto de entrar en el supermercado, instándola a detenerse. Lleva la capucha del abrigo puesta y tiene un rostro arrugado pero amable que me recuerda al de un esquimal: piel tostada, ojos rasgados y nariz chata y ancha.

—Perdone, estoy buscando el bar Lemmini. ¿Sabría decirme dónde está?

—No eres de por aquí. Este no es sitio para alguien como tú.

—Gracias por las molestias, de todas formas —farfullo dándome la vuelta. Es increíble que haya huido al lugar más perdido del país y que ni siquiera aquí soporten mi presencia. ¡Menuda suerte la mía!

Se aclara la garganta para hablar:

—Ya te lo has pasado. Está dos calles más atrás, girando a la izquierda —dice y me dirige una mirada escrutadora y un poco desconcertante—. Bienvenida a Inovik Lake. Veremos si sigues aquí cuando llegue el frío.

¿Cómo que «cuando llegue el frío»? ¿Y lo que hace ahora qué se supone que es? ¿Calor? Abro la boca decidida a ahondar más en el tema, pero ya está entrando en el supermercado; me mira fijamente mientras cierra la puerta de cristal.

Sigo sus indicaciones y vuelvo sobre mis pasos.

En efecto, el bar está en una calle estrecha, a unos metros de la principal. Hay un letrero pequeño en la entrada, de madera, y desde fuera el lugar se ve oscuro y antiguo, como si hiciese décadas que nadie renueva el mobiliario. Cuando entro, suenan unas campanitas que cuelgan de la puerta. Está vacío, no hay nadie tras la barra y huele a beicon, porque las tripas me rugen en respuesta; sigo teniendo hambre. Inspecciono los cuadros pequeños y polvorientos que visten una de las paredes, al lado de un timón de barco de madera con redes colgantes. Qué típico. Estoy a punto de alargar la mano para tocar lo que parece ser un hueso de algún bicho expuesto a modo de trofeo, cuando una voz seca se alza a mi espalda.

—¿Qué quieres?

Me giro sorprendida y dispuesta a contestar, pero cambio de idea en cuanto me encuentro con sus ojos. Con esos ojos. Azules, fríos e impactantes. Su mirada me atrapa, tiene algo cautivador que consigue que se me disparen las pulsaciones. Trago saliva con dificultad. He dejado de sentir frío. En serio. Ha sido como viajar del ártico al desierto en un segundo.

A pesar de que no soy precisamente baja, me siento diminuta a su lado; debe rondar el metro noventa, y su presencia invade y se apodera de cada rincón; sería imposible que alguien como él pasase desapercibido. Tiene el cabello oscuro y unos pómulos marcados, a juego con la mandíbula y el resto de los rasgos. No sería justo decir que es meramente «guapo», porque hay algo más en él, algo que me resulta terriblemente fascinante. No recuerdo haber sentido antes nada parecido.

No creo en los flechazos.

Ni en el amor, ya puestos.

Pero sí creo en el sexo.

Me llevo un mechón de cabello oscuro tras la oreja e intento tranquilizarme.

—Venía por el trabajo.

—¿Qué trabajo?

Su voz es ronca y áspera. Me mira imperturbable.

—No lo sé. Imagino que de camarera, tal vez. O eso espero, porque tengo ciertas dificultades para cocinar. ¿A cuánto pagas la hora?

—Largo de aquí.

—¿Perdona?

—Fuera de mi vista.

Debo admitir que es bastante directo el chico, no se anda por las ramas, pero aun así me pilla desprevenida y permanezco unos segundos mirándole como una pánfila. ¿Por qué todos los habitantes de este pueblo me odian? Quizá puedan captar el alma de las personas, ver sus secretos más oscuros e inconfesables.

Intento pensar una respuesta argumentada e inteligente, como, por ejemplo, «eres un gilipollas», pero, antes de que pueda decírselo, un joven rubio aparece en el umbral de la puerta que conduce al almacén o a la cocina. Algunos mechones dorados escapan del gorro de lana rojo que lleva puesto y del cuello le cuelgan unos auriculares.

—¿Qué está pasando aquí? —Me estudia con interés y luego desliza la mirada hacia el idiota con cara de malas pulgas que todavía sigue a mi lado; tiene pinta de ser un amargado nivel experto o de tenérselo demasiado creído.

—Nada. La chica, que se ha equivocado de sitio —contesta con voz profunda y hago un esfuerzo por ignorar el cosquilleo que me produce.

—¡No me he equivocado! —Le tiendo la mano a su compañero, que la acepta con una sonrisa cálida—. Me llamo Heather Green y me han dicho que aquí podría encontrar trabajo. Puedo hacer cualquier cosa, aunque admito que la cocina no es mi fuerte. Pero aprenderé, de verdad —suelto a bocajarro.

—Seth Kaine —responde antes de que sus dedos suelten los míos—. ¿Quién te ha dicho que buscábamos a alguien?

No quiero aprovecharme más de mi amable vecino, pero me dijo que fuese de su parte, así que…

—John Bale.

—¡Hostia puta! —El chico alto y malhumorado se mueve a mi espalda y avanza hasta una de las mesas para coger el paquete de tabaco y el mechero que hay encima. Cuando saca un cigarro, me fijo en la cicatriz que tiene en el brazo. Es una línea recta y rugosa que nace en la muñeca y asciende hasta donde lleva remangado el suéter. Se lleva el pitillo a la boca, pero antes de que pueda encendérselo el otro se lo quita.

—Eh, nada de fumar aquí dentro.

—Bien —espeta taladrándome con la mirada—. ¿Qué sabes hacer?

—Patearle el trasero a los idiotas como tú —me cruzo de brazos.

—¡Esa es buena! —Seth se ríe. El otro no. Ni una pizca.

—Vale, te vendrá bien para tratar con los turistas con ganas de juerga que se pasean por aquí los fines de semana. Trabajarás de cuatro a nueve, sirviendo cenas hasta que cerremos, ¿entendido? Pagamos a doce dólares la hora, a final de mes. Cerramos los lunes y dos domingos al mes. Empiezas mañana. No quiero ni una jodida queja. Si no te gusta, ahí tienes la puerta.

Su voz es hielo.

Coge el cigarro que Seth todavía sostiene en la mano y sale como un vendaval dando un portazo. Madre mía, no quiero pensar cómo será por las mañanas si es de los que tiene mal despertar. Incómoda, me llevo una mano a la boca y me mordisqueo la uña del dedo meñique. Supongo que algo es algo, al menos he conseguido un trabajo.

—Es encantador —digo.

—Todo ternura. —Seth vuelve a reír—. Hoy le has pillado en un buen día. Ven, te enseñaré la cocina y te explicaré por encima cómo funcionamos, aunque es bastante simple. —Le sigo sin rechistar—. No le hagas caso a Nilak, la sociabilidad no es uno de sus puntos fuertes, pero terminará acostumbrándose a tenerte por aquí. Él suele estar tras la barra, sirviendo bebidas y tomando nota de los pedidos. Ahora te encargarás tú de esto último, ¿de acuerdo? Apuntas la comanda en un papelito con el número de mesa y me lo pasas a mí, que estoy en la cocina.

—Vale.

—Por norma general la gente de la zona es simpática. Suelen venir a última hora de la tarde a tomar algo o a cenar, aunque lo que hacemos aquí es bastante básico: comidas típicas, fritos, el pescado fresco que llega del día o cosas así. —Se mueve con soltura por la cocina, que es grande y está limpia, nada que ver con lo que había imaginado. Seth parece más joven que su socio; calculo que tendrá mi edad—. Los fines de semana viene más gente, turistas y montañistas que van al pico Dima y paran aquí porque les viene de camino.

—¿El pico Dima?

—Es una montaña muy famosa que está cerca y suelen frecuentar escaladores o turistas curiosos. En Alaska hay diecisiete de las veinte montañas más altas de todo Estados Unidos, ¿no lo sabías?

—No.

—Vienes de muy lejos, ¿verdad? —Se apoya en un mueble de la cocina y se cruza de brazos. Me mira de arriba abajo por segunda vez desde que nos conocemos y esta vez parece más divertido que otra cosa.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Nada. Tu aspecto. Con todo ese potingue que llevas en la cara. —Su sonrisa se ensancha más; me gustaría odiarle, pero es demasiado transparente. La gente transparente siempre me cae bien—. ¿De dónde eres?

—San Francisco.

—Ah, eso lo explica todo.

—No te ofendas, pero no lo pillo. Tanto tú como tu amigo, este… Nilak, sois raros. Bueno, en realidad casi toda la gente que he conocido de por aquí lo es. ¿El frío os afecta de algún modo?

Deja escapar una carcajada. Parece una de esas personas a las que es difícil cabrear.

—Solo es que resulta llamativo que alguien de un lugar agradable y cálido venga aquí; suele ser siempre al revés. La gente huye del frío. —Entrecierra los ojos al mirarme—. ¿De qué huyes tú, Heather?

—No huyo.

—Deberías trabajar mejor tus gestos a la hora de mentir. Aquí tendrás tiempo de sobra, porque no hay nada mejor que hacer. Venga, vamos, te enseñaré el almacén.

Me explica cómo organizan las cajas que contienen las bebidas y la comida no perecedera y cada cuánto tiempo viene el reparto y qué hay que hacer el día que eso sucede. Después, cuando regresamos a la estancia abierta al público, nos despedimos con un extraño apretón de manos. Seth parece satisfecho y me recuerda que mi turno empieza mañana a las cuatro. Le aseguro que llegaré puntual.

Al salir, Nilak está apoyado en la pared oscura del callejón. Tiene la vista clavada en un cielo que promete tormenta y sostiene en la mano derecha un cigarrillo. Debe de ser el segundo. O el tercero, quizá. No lo sé, pero hago un esfuerzo para no abalanzarme sobre él y arrebatárselo. Necesito nicotina.

Nilak le da una larga calada mientras desliza su mirada gélida por mi rostro. El humo serpentea en el aire al escapar de sus labios entreabiertos. Es hipnótico. Quiero esos labios. Quiero ese humo. Creo que es la combinación perfecta, hasta que recuerdo lo gilipollas que es. En fin. Los envoltorios más brillantes y llamativos suelen ser los de peor calidad, se trabaja el vistoso exterior para que nadie se fije en todo lo demás, que es lo que de verdad importa.

—Hasta mañana —digo con sequedad.

Él gruñe, tira el cigarro al suelo y entra en el bar. Me quedo unos segundos mirando la colilla, ¿lanzarme a por ella sería demasiado patético? Creo que sí. Inspiro hondo, me doy la vuelta, y regreso al supermercado donde me he encontrado antes con esa anciana. Cojo un par de provisiones básicas, no mucho, porque sé que tendré que cargar las bolsas hasta la cabaña. Resulta que la cajera ni siquiera sabe lo que son las barritas de chocolate Twix. Genial. Adiós a uno de los grandes amores de mi vida.

Ya tras los primeros dos minutos de recorrido a pie empiezo a arrepentirme de haber cogido tanto peso al final, pero aprieto los dientes y hago un esfuerzo y, de pronto, al tomar una curva cerrada del camino, le veo, ahí, sentado a un lado de la cuneta.

Está esperándome. A mí. Solo a mí.

Le dedico una sonrisa inmensa.

—Creo que eres el único que quiere tenerme por aquí.

Caos ladra alegremente como si pudiese entender mis palabras y avanza a mi paso, acompañándome durante el resto del trayecto. Su presencia me reconforta.

Imagino qué pensaría mi familia si supiesen que estoy en Alaska; aunque están acostumbrados a verme desaparecer a menudo, en algún momento tendré que avisarles. ¿Y Alison? Oh, Dios, Alison probablemente se reiría como una histérica, haría un puchero ridículo y soplaría sobre sus uñas rosas antes de apartarse el cabello rubio y decir algo así como: «No seas patética, Heather, ¿qué vas a hacer en un trozo de hielo sin mí? Somos como hermanas, nos necesitamos la una a la otra. Deja de mentirte a ti misma».

En toda mi vida solo he tenido el impulso de matar a una persona.

Y esa persona es Alison Breth.