Corremos por la orilla. Lo hacemos juntos. Corremos sin parar. Caos es más feliz que nunca cuando llega el momento de trotar; se adelanta unos metros mientras me esfuerzo por seguirle el ritmo. Me espera; se entretiene olisqueando entre la hojarasca que recubre la hierba del suelo.
Huele a humedad, a escarcha y bosque.
Respiro hondo haciendo un último esfuerzo. Un poco más. Solo un poco más.
Caos ladra cuando finalmente me rindo y paro de correr. Apoyo las manos en las rodillas e intento coger aire al tiempo que él da vueltas a mi alrededor, claramente insatisfecho con la duración del paseo; daría igual cuánto corriese, siempre le parecería poco. Me siento en el suelo (o más bien, me dejo caer). El cielo es de un color violáceo que me recuerda a la mermelada de moras que a mamá le encantaba usar para recubrir los pasteles, en esa época lejana en la que todavía hacíamos cosas juntas. Caos se acomoda a mi derecha y, sin pensar en lo que estoy haciendo, me inclino y le abrazo. Me recuesto en su lomo, todavía respirando agitada; es suave y desprende calor. Es confortable.
Me gustaría quedarme aquí para siempre, sin pensar en nada, mirando el infinito que se extiende a lo lejos. Las montañas parecen conducir a las nubes; el agua se mantiene en calma. Las cosas que no se pueden ver, pero aparentan tranquilidad, me dan miedo. ¿Y si en el fondo están llenas de peligro? Quizá no puede distinguirse porque es turbio, pero eso es todavía peor. Si vas a tener que enfrentarte a algo, qué menos que saber de antemano de qué se trata, cuáles son tus opciones.
Ojalá hubiese tenido opciones con Alison.
Pero simplemente me dejé llevar.
Caos presiona entre mis brazos con el hocico para que le deje apoyarse sobre las piernas cruzadas. Me quedo así un rato más, pensativa, mientras arranco pequeñas briznas de hierba cubiertas de escarcha. Sé que son inocentes —las hierbas—, pero ahora mismo necesito matar algo. Cualquier cosa. El perro observa todos y cada uno de mis movimientos hasta que decido que ha llegado el momento de dejar de exterminar la vida que se alza a mi alrededor y volver a casa. Ya está oscureciendo; cualquier otro día a esta hora estaría preparándome para llegar puntual al Lemmini, pero es lunes, así que no trabajo.
Lo que significa que no veré a Seth.
Ni a Nilak.
Nilak…
Todavía no sé qué pensar de él, es demasiado contradictorio; justo el tipo de persona a la que jamás me acercaría, si no fuese porque, claro, trabajo para él y, además, resulta intrigante. Nilak es como algo muy brillante y muy misterioso que te dicen que no puedes tocar. Y entonces, quieres tocarlo. Lógico. Al menos, eso es lo que he hecho durante toda mi vida, sentirme atraída por lo que debería haber despertado mi rechazo, querer lo que no podía tener, meterme en líos, elegir los caminos más pedregosos…
—A ti te cayó bien, ¿verdad? —digo en voz alta, mirando a Caos—. Le lamiste la mano.
El perro me mira y saca la lengua. «Ajá. Claro. Lo he entendido todo a la perfección, colega». No, ahora en serio, ojalá Caos pudiese hablar, así no me sentiría tan sola, tan perdida. Jamás pensé que echaría tanto de menos a mi familia. Después de todas las cosas horribles por las que les he hecho pasar, me doy cuenta de que no se merecían algo así. Pobre mamá. Pobre Matthew. Y Ellie…
Aparto esa idea de mi mente y asciendo lentamente por el camino que conduce a casa de John. Siento las piernas cansadas y el gemelo derecho dolorido y tenso tras la carrera. Lo veo cerrando la puerta de la camioneta roja que suele usar para transportar leña casi todas las mañanas. Lleva las botas oscuras llenas de barro y un gorro añil de lana que contrasta con la incipiente barba rojiza que le recubre las mejillas y el mentón. Se sacude las virutas de madera al tiempo que se acerca con su habitual semblante serio.
—Vas a tener que comprarte ropa más adecuada para cuando llegue el frío; todavía no te haces una idea de lo duros que son aquí los inviernos.
—Podré soportarlo.
—Ya veremos… —murmura—. Entra, prepararé algo caliente.
—Tengo que ir antes a cambiarme. ¿Puedes hacerte cargo de Caos para que no me siga? No consigo que me haga caso. Bueno, tampoco puede decirse que lo haya intentado con mucho empeño, pero…
—Este perro es corto de entendederas.
—¡No es verdad! Solo se siente solo, quiere compañía.
—Si tú lo dices…
Después de darme una ducha y vestirme (con leotardos incluidos bajo los vaqueros), regreso a casa de John. Distingo a Caos a lo lejos, tumbado entre dos alaskan malamute que creo que son Bach y Tchaikovsky; el primero tiene una mancha más oscura en el hocico y es fácilmente identificable. Sonrío al verlo feliz junto a los demás perros y entro en la casa sin llamar antes.
Huele a canela. John sale de la cocina cargado con una bandeja que deposita al lado del tablero de ajedrez. Me siento en el sofá. Hay chocolate caliente y una especie de bizcocho que dudo que haya hecho él y tiene una pinta increíble. Cojo un trozo, muerdo y lo saboreo con los ojos cerrados.
—Hum, ¡qué bueno! ¿De dónde lo has sacado?
—Es una receta de Naaja. Su hija y su nieta, Sialuk, se dedican a la venta de repostería, entre otras cosas. Me dijeron que conociste a la novia de Seth la semana pasada. Es una buena chica. También hacen ungüentos curativos, cremas que te dejan como nuevo…
—No lo sabía.
—¿Qué tal vas con el trabajo?
—Bien. Genial. —Evito contarle nada de lo sucedido dos días atrás con los montañistas. Solo es fruto de mi mala suerte; ya es casualidad tener que vérmelas con dos tipos así en un lugar tan remoto—. Seth es muy agradable.
John sonríe tras dar un sorbo de chocolate.
—Tanto él como Nilak son de fiar.
Es cierto. La otra noche podría haberme ignorado y seguir su camino; al fin y al cabo, no me conoce. Pero estuvo dispuesto a ayudarme. He llegado a la conclusión de que su aparente indiferencia es solo eso, «aparente», porque la frialdad de sus gestos no casa con su forma de actuar. Debí haberme dado cuenta de ello el día que me ofreció el trabajo. Nilak tiene dos capas que no encajan bien, superpuestas, quizás una encima de la otra, intentando imponerse. No lo sé. Lo único que tengo claro es que es incoherente.
—La próxima vez que salgas a correr con Caos quiero hacer una prueba —dice al tiempo que lanza un suspiro y deja la taza en la mesa de madera. Se reclina en el sillón, frente a mí, y entrelaza las manos sobre su estómago—. ¿Sabes lo que es el canicross? —Niego con la cabeza—. Es una modalidad del mushing. El canicross consiste en correr con un perro siempre y cuando ambos vayan unidos por una especie de arnés. Es decir, que debe existir una compenetración muy profunda entre el musher y su perro. Eso es lo más importante. —Se frota la barba con gesto distraído—. He estado dándole vueltas… y quiero ver si Caos reacciona contigo de diferente forma. Es evidente que tiene cierta fijación por ti, aunque todavía no alcanzo a entender por qué.
—Puede ver mi alma pura. —Me río, aunque John no parece entender la ironía que esconden mis palabras—. De acuerdo, haremos la prueba. A propósito, ¿cómo va la partida? —Señalo el tablero de ajedrez.
Esboza una sonrisa perezosa.
—Voy ganando. ¿Te enseño cómo se juega?
Me encojo de hombros como toda respuesta. John lo traduce como un «sí», porque se incorpora y recoloca las piezas del tablero situándolas en la posición inicial. No sé si lograré entender ni un treinta por ciento de todo lo que me diga a continuación; tengo entendido que el ajedrez es a lo que juegan los «listos», la gente que termina entrando en la carrera de Medicina o de alguna ciencia avanzada. Recuerdo que en mi instituto había un chico que ganó un par de campeonatos. Alison solía llamarle «cerebrito» y coqueteaba con él descaradamente antes de endosarle los deberes. Era un chico alto, de aspecto desgarbado y cabello cobrizo y despeinado. Para conseguir que le hiciese el trabajo de fin de curso, Alison se sentó a su lado en clase de literatura e intentó convencerle. Como él se negó en un primer momento, alegando que apenas tenía tiempo para terminar el suyo, ella metió la mano bajo la mesa y le toqueteó la polla por encima de los pantalones mientras la señora Sullyvan explicaba las rimas asonantes. Lo sé no solo porque lo vi con mis propios ojos, sino porque además ella me lo contó entre risas un par de horas después. Mi teoría es que el «cerebrito» aceptó más por el susto que por el hecho de que se la tocase.
Me doy cuenta de que John ya ha empezado a hablar y no he escuchado ni una sola palabra. Siempre tengo la cabeza en otra parte. Intento poner cara de estar entendiendo lo que me dice, pero es todo tan confuso que me cuesta seguir metida en el papel.
—No te has enterado de nada.
—Es complicado.
—No es verdad. Tu problema es que no te molestas en intentarlo, tiras la toalla antes de empezar. Concéntrate, Heather. Sé que puedes. —Coge una ficha y la hace oscilar frente a mis narices—. Esta es la reina.
—Ajá. Vale.
—Y este el rey.
—Te sigo.
—Después están los caballos. —Toca las figuritas con la punta del calloso dedo—. Y los alfiles. Es primordial que entiendas la jerarquía de las fichas.
Lo escucho atentamente. Intento que cada palabra que dice cale en mí. Reprimo el impulso de gritar: «¡Dios, cerebro, por una vez, compórtate como es debido!». No quiero decepcionar a John. Es una sensación rara, pero así lo siento; puede que sea porque se ha portado conmigo más que bien o porque quiero impresionarle. De cualquier modo, me esfuerzo como nunca por memorizar los movimientos permitidos para cada ficha, la finalidad del juego y, en general, todas las reglas.
—¿Probamos?
—¿Así, sin más?
—Es para que te familiarices un poco. Sin presiones, vas a perder de todas formas.
—¿Por qué estás tan seguro?
John se ríe mientras se pone en pie y se mueve por la estancia hasta pararse delante de un tocadiscos de aspecto clásico. Es precioso. Algunas cosas antiguas, de hecho, me parecen más bonitas que las nuevas. Esconden vida, años, experiencia, recuerdos.
—El ajedrez no es azar, sino estrategia. Llevo décadas jugando; se necesita mucha práctica para dominarlo bien. Y también concentración, por eso siempre pongo música clásica de fondo. Es mi única manía. Elige, Heather, ¿Mozart o Vivaldi? —Posa la mano en la estantería llena de discos. Están apilados de un modo perfecto, sin una mota de polvo a su alrededor, cobijados por el amor que parece profesarles.
—No sé mucho de ninguno de los dos —reconozco.
—¡Demonios, chica!
John elige y coloca el disco con cuidado. Una melodía suave, casi inaudible, comienza a flotar por la estancia. Es delicada. No sé por qué, pero me recuerda a esas flores silvestres que crecen entre la maleza; son bonitas, pero nadie se toma la molestia de no pisarlas. La música parece fortalecerse a medida que avanza, como un huracán que va a más, inundando la habitación de notas entrelazadas que se abren paso. Cierro los ojos unos segundos.
—¿Ves? Te has concentrado en algo. Te has concentrado en esto —dice John instantes después—. Si prestases la misma atención a todo lo demás, dejarías de tener problemas.
—No tengo problemas —miento.
—¡Ja! Claro. ¿Por qué otra razón ibas a estar aquí? —Vuelve a acomodarse en su sillón—. Hagamos una prueba. Ve preguntándome las dudas que te vayan surgiendo, ¿de acuerdo? Empiezas tú.
Muevo un peón. La melodía de un piano parece corretear entre las paredes, juguetona, traviesa, como si se burlase de nosotros. Coge fuerza. Y vuelve a dejarse caer, se calma, se convierte en un sonido suave. Es paz. También armonía, un grito de esperanza. Observo el tablero. John acaba de jugar. Avanzo con mi peón. Más notas que se alzan, flotan, se entremezclan. Pienso en lo agradable que sería cazarlas, guardarlas; es una lástima que la música no se pueda acariciar. Suspiro hondo. Cinco minutos más tarde, seis de mis fichas la han palmado. Era de esperar. No importa, de verdad que no; estoy relajada, concentrada en un sonido que me recuerda al aletear frenético de un colibrí.
Pierdo tres partidas seguidas.
Coloco las fichas en el tablero con intención de jugar una cuarta. No es que esperase ganar (aunque un golpe de gracia hubiese estado bien), pero tiendo a picarme si me rascan. La antigua Heather gritaba más alto cuando alguien alzaba la voz y pegaba más fuerte si se ganaba alguna torta. Creo que por eso acabé aquí. Por idiota. John sonríe al verme colocar las piezas y aleja el tablero de mí con delicadeza.
La música es ahora furiosa. Veo las notas dentro del mar, en la profundidad del océano, moviéndose a coletazos como si deseasen desesperadamente salir del agua. Son como diminutos pececitos fuera de control. O espermatozoides. Eso tendría gracia.
—Te estoy hablando, Heather —declara John con semblante serio—. Es tarde. No más partidas, por hoy es suficiente; la mente se bloquea si no le das el descanso adecuado.
Mi mente lleva toda la vida descansando.
—¿No podemos jugar una más?
John se lleva una mano a los labios, pensativo. Es la típica persona que se toquetea constantemente la cara. Alison lo hacía a veces, sobre todo con el pelo. Aparto la mirada. Odio asociar a ella cada nimio detalle, pero cuesta evitarlo cuando ha sido mi sombra durante siete años; a veces me preguntaba dónde empezaba ella y dónde acababa yo.
—Está bien, pero a cambio de que te quedes a cenar y comas algo caliente. Estás en los huesos, chica. —Me retraigo ante sus palabras; «en los huesos, en los huesos, en los huesos…». A saber la de veces que habré oído esa frase a lo largo de mi vida. Sin embargo, asiento con la cabeza antes de levantarme y seguirle hasta la cocina—. Algo de carne te vendrá bien, ¿te gusta el akutaq?
Me encojo de hombros.
—He visto que lo hacían en el bar, pero no lo he probado.
Saca un cuenco con carne deshilachada sin dejar de murmurar por lo bajo algo que no alcanzo a oír. Después, me pide que me acerque y aclara que haremos una versión diferente al akutaq tradicional con carne de caribú. La música sigue sonando de fondo, en el comedor, pero eso no le impide hablarme en tono severo cuando me ordena limpiar los arándanos y unas moras de aspecto silvestre. Mientras cada uno realiza su tarea (él sazona la carne con azúcar), me explica lo difícil que es hoy en día incluir en la dieta carne de caribú como se hacía antaño, puesto que el número de ejemplares ha disminuido a causa de la caza, las explotaciones petrolíferas y la deforestación descontrolada. Y no solo aquí, sino también en Canadá. El sustituto es el reno. Pobres renos. Pero así es la vida, supongo, un día eres feliz y no tienes nada que temer, y al día siguiente veinte escopetas te están apuntando en la sien.
—Noto cuándo tu mente se va por otros derroteros.
—No puedo evitarlo.
—Estás demasiado metida en ti misma —deduce—. Vale, deja ya de remover, dame el cuenco. —Para finalizar, John lo mezcla todo con una especie de aceite y añade coloridas bayas; son pequeñas bolitas llenas de cráteres y las hay amarillas, rojas y de un brillante color violáceo.
Cada uno con su ración servida, regresamos al comedor y cenamos en silencio. John ha apagado la música y apenas levanta la mirada del plato mientras engulle la comida; está buena, tiene un toque ácido que resulta curioso. Lo miro de reojo de vez en cuando. Apenas recuerdo a mi padre, porque murió por culpa de un cáncer de páncreas cuando yo tenía seis años, pero tiendo a imaginarme cómo habría sido de seguir con vida y, por las fotos que he visto de él, donde su rostro parecía circunspecto e impasible, podría guardar cierta similitud con John. Creo. Mi padre también llevaba barba. Y era alto y ancho de espaldas, el tipo de hombre grandullón al que resulta casi imposible darle un abrazo de verdad porque no puedes rodearlo.
—¿En qué estás pensando?
—En nada. —Me llevo a la boca un par de frutos rojos.
—Las mentiras funcionales tienen un pase; las demás mentiras, no.
—Pensaba en que te pareces a mi padre. —Suelto a bocajarro. ¿Quiere la verdad? Vale. Ahí la tiene—. En los gestos y un poco en el aspecto físico.
John mastica en silencio. Cuando deduzco que no tiene pensado añadir nada al respecto, desbarata todos mis planes.
—¿De qué murió?
—Cáncer.
—¿No tienes más familia?
Tuerzo el gesto, noto un dolor raro en el pecho; veo sus rostros llenos de decepción. John espera una respuesta y, aunque dudo unos segundos, creo que merece un poco de sinceridad. Al fin y al cabo, hacía años que nadie me daba tanto sin esperar recibir algo a cambio. No sé qué interés puede tener John en relacionarse con alguien como yo, que tengo poco que aportar, pero me siento agradecida por ello.
—Sí que tengo. Mi madre me crió prácticamente sola. Viajábamos mucho, aunque casi nunca salíamos del estado; siempre estábamos yendo de un motel a otro y cambiaba de colegio varias veces al año. Mamá trabajaba limpiando las habitaciones de los moteles a cambio de un salario mínimo y de que, mientras tanto, nos dejasen quedarnos a vivir en uno de los dormitorios. —Suspiro hondo. Fue una época difícil. Todavía recuerdo sus dolores de espalda. Siempre ha tenido problemas por tener las vértebras demasiado juntas, pero lo ignoraba, apretaba los dientes y se inclinaba hacia el siguiente inodoro que tocaba limpiar. Yo la perseguía por todas las habitaciones y, al finalizar la jornada, le hacía un masaje con la infantil certeza de que eso aliviaría el sufrimiento. Por aquel entonces, éramos uña y carne. Inseparables—. No teníamos dinero. Todos los ahorros se esfumaron con el tratamiento médico de mi padre, aunque de poco sirvió.
—Debió de ser duro —masculla John.
—Todo es más fácil cuando somos niños; incluso las situaciones límites nos parecen «normales». —Me río sin humor y dejo el plato sobre la mesita, ignorando que todavía queda carne y algunas bayas que deben de estar mareadas después de las veces que las he removido con el tenedor—. Por suerte, mi madre tuvo su final feliz y más que merecido. Conoció a Matthew cuando la noche le sorprendió en mitad de la nada y se vio obligado a hospedarse en un motel cutre. Era un hombre de negocios, pero no de esos fríos, sino todo lo contrario; le pareció increíble que ambas viviésemos allí. Mi madre me dijo años después que esa noche no podía dormir y que, cuando salió a dar una vuelta, tropezó con él en el pasillo a oscuras. Al parecer, Matthew tampoco lograba conciliar el sueño, así que ambos dieron un paseo por los alrededores. Cuando la historia la cuenta mi madre, insiste en que le dimos tanta pena que le ofreció irnos con él y darle un puesto en la empresa que dirigía. Cuando la cuenta Matthew, asegura que se enamoró de ella nada más verla y que no podía dejarla escapar. —Hago una pausa y bebo agua—. Curioso, ¿no? De cualquier modo, el final es el mismo. Mamá aceptó, nos fuimos con él y estuvo casi un año trabajando para su empresa textil antes de que Matthew se atreviese a pedirle una cita. Se casaron cuando yo tenía quince años y nos mudamos al sur de San Francisco. Tiempo después, nació Ellie, mi hermana pequeña.
—Bonita historia.
—Sí que lo es. ¿Tú tienes familia?
John niega y se pone lentamente en pie. Señala mi plato con un dedo y arquea una ceja.
—Acábatelo.
—No tengo más hambre.
—¿Quieres jugar otra partida de ajedrez o no?
—Eso es coacción.
—Come.
Desaparece por la puerta. Observo con asco los restos de comida. Cierro los ojos. La nueva Heather no dejaría que un lastre del pasado se apoderase de ella; solo son recuerdos, retazos que quedan anclados. Hace tiempo que lo superé, me digo a mí misma. Suspiro antes de volver a coger el plato y ponérmelo sobre las rodillas; lleno una cucharada del extraño mejunje mezclado con la carne y me la llevo a la boca. Cuando John vuelve y me ve parece satisfecho y, sin añadir nada más, recoloca las piezas del tablero en su posición inicial y la música vuelve a sonar, las teclas del piano se rizan, se abrazan entre ellas al tiempo que flotan con gracilidad.
Al día siguiente, llego con veinte minutos de antelación al Lemmini. Parece de locos, pero tenía unas inmensas ganas de regresar al trabajo; dos días libres me parecen excesivos cuando no tengo nada mejor que hacer. Creo que hasta ahora no había sido consciente de lo duro que es vivir sin teléfono, sin Internet, sin televisión; las horas son eternas.
Cuando tropiezo con la mirada de Nilak, me siento rara, cohibida. De pronto, lo sucedido la otra noche parece lejano, como si hiciese semanas que no nos vemos. Aquí el tiempo me recuerda a las gomas de chicle: se estira, se estira, se estira…
—Llegas pronto.
Trago saliva ante el sonido ronco y vibrante de su voz y avanzo hasta el perchero mientras me quito la chaqueta. La cuelgo, me doy la vuelta lentamente y sus ojos siguen fijos en mí. Me gustaría poder quejarme, pero no me mira con lascivia, ni con odio, ni con… nada, simplemente me mira, sin más. Así que no puedo reprochárselo a pesar de que me hace sentir muy incómoda.
—No entiendo por qué te importa tanto que llegue unos minutos antes, ¿tan horrible es mi presencia? —logro decir, tragándome todas las demás preguntas. Preguntas como: «Joder, ¿por qué eres tan extraño?» o «¿Hasta cuándo va a durar ese odio que sientes hacia mí?». Porque por mucho que lo niegue, lo noto, lo palpo en el aire. Tiene unas ganas inmensas de que desaparezca de aquí de una vez por todas.
Él me estudia en silencio. Me gustaría saber qué ve cada vez que me mira, qué es lo que reflejo: ¿tristeza?, ¿maldad?, ¿vacío…? Espero que vacío no; espero no haber llegado a ese punto de no retorno. Aún debe de haber algo dentro de mí, algo bueno. Quiero. Deseo. Los ojos de Nilak no dan muestras de llegar a ninguna conclusión; el azul acerado parece casi transparente bajo el haz de luz que desprende la lámpara de pie, algo que no deja de ser irónico teniendo en cuenta su turbiedad. Deslizo la mirada de su rostro al brazo que mantiene apoyado con cierta tensión sobre la barra de madera; él nunca se muestra despreocupado ni en calma. La cicatriz que nace en su muñeca y asciende hasta perderse bajo el suéter remangado es rugosa, más grande de lo que me pareció la primera vez que la vi de refilón. Cuando Nilak advierte a dónde han ido a parar mis ojos, se baja la manga y suspira hondo antes de moverse a un lado y empezar a colocar los vasos ya limpios sobre la repisa correspondiente.
Me pregunto qué esconde esa cicatriz.
—No has contestado a lo de antes, lo de la puntualidad —le recuerdo.
—Ponte a trabajar, Heather.
Tomo aire, dispuesta a responderle de nuevo, pero al final lo dejo estar. No sé por qué. De pronto, algo en él me trasmite debilidad, lo que resulta curioso en contraste con su imponente presencia física. Sin mediar palabra, me dirijo a la cocina.
Huele a eneldo y pescado. Seth está adelantando algunos platos antes de la hora de la cena. Se muestra alegre al verme, como siempre. Me pregunto qué debe sentirse al vivir siempre en la cima de la felicidad.
—Toma, guarda esto en el frigorífico. —Me tiende un cuenco con un aliño que desprende un fuerte aroma a cítricos—. Sialuk debe de estar al llegar. Naaja está mejor; nada como unos días de reposo para sanar. Ella misma suele aconsejarlo, aunque luego es incapaz de cumplirlo. No hay manera de retenerla en la cama con ese carácter que se gasta. Mujeres. No importa la edad, a testarudas no os gana nadie. —Sonríe.
Seth estaba en lo cierto, porque al regresar al salón veo a su chica frente a la barra, todavía con el abrigo puesto, al lado de su abuela. Naaja está diciéndole algo a Nilak, aunque no alcanzo a oír de qué se trata.
Pero, de pronto, él sonríe.
Es una sonrisa minúscula, pero suficiente para conseguir que se me disparen las pulsaciones. No sé por qué reacciono así. No lo sé. Lo único en lo que consigo pensar es que es la primera vez que lo veo sonreír y que espero y deseo que no sea la última, porque jamás había visto una sonrisa tan bonita. Tímida, pero impactante. Por desgracia, se esfuma de inmediato y se convierte en una mueca adusta en cuanto me ve junto a la puerta, como si yo fuese ese alfiler que se encarga de pinchar la pompa de jabón en la que se siente cómodo.
Tomo aire mientras avanzo hacia ellos.
Ahora sí que me siento muy fuera de lugar.
Naaja no se molesta en disimular la curiosidad que despierto en ella; sus ojos son dos rendijas oscuras que me estudian en silencio. Todo lo contrario a su nieta, que da un paso hacia mí y me abraza con familiaridad.
—¡Te he traído lo que te prometí! —exclama alegremente. Deja la bolsa que carga encima de un taburete y, cuando empieza a sacar cosas, la larga trenza negra en la que lleva recogido el pelo se balancea a un lado y otro de su espalda—. ¡Guantes, bufandas, camisetas térmicas…!
—Yo… no sé si… —balbuceo confundida—. Es demasiado, Sialuk. De verdad que la próxima vez que pueda escaparme a Rainter compraré todo lo que necesito y te devolveré tus cosas.
—No te preocupes, puedes quedártelo. Casi todo es de mi hermana. Se marchó hace años a la Universidad de Boston y, cuando terminó sus estudios, encontró trabajo allí; solo viene a visitarnos una vez cada mil años, ¿verdad, babushka?
—Así es —responde Naaja con brío—. Ivikka no soporta el frío, pero es fuerte e inteligente, y ha sabido encontrar su destino; eso mismo te ocurrirá a ti cuando…
—«Abandones Alaska» —la interrumpo con un suspiro—. ¿Cómo puedes estar tan segura de lo que dices?
Me fijo en sus manos angulosas y arrugadas cuando se quita con lentitud la capucha de pelo que recubre sus cabellos canosos.
—Iba a decir que encontrarás tu destino cuando vuelvas a ser tú misma, pero veo que te gusta adelantarte a los acontecimientos. —Me sonríe sin maldad—. Escucha antes de hablar, Heather. Y observa sin juzgar. Si lo haces, descubrirás esos matices que ahora son invisibles para ti. Caminas medio ciega por el mundo. Te lo estás perdiendo todo.
¿Qué cojones…?
Ni siquiera puedo contestar. Noto una punzada de rabia. Sé todos los errores que he cometido. Sé lo que he hecho mal. Sé el sufrimiento que he causado a personas inocentes. ¿Pero qué puedo hacer? No hay forma de cambiar lo que he sido. Lo estoy intentando, aunque Naaja no parezca verlo. ¿Y por qué me preocupo siquiera? No me conoce; solo es una de esas viejas charlatanas que siempre aciertan sin necesidad de proponérselo. Como los horóscopos. Cuando era una cría, me encantaba leerlos e ir justificando a lo largo del día todo lo que me iba ocurriendo. «Tropiezo en medio de la acera y caída libre encima de un chicle pegajoso…», ah, claro, a esto se refería con lo de «vas a tener un percance inesperado que hará que te sonrojes».
—Babushka, no seas tan dura —la reprende Sialuk con dulzura. Saca una bolsa de plástico más pesada de la mochila y me la tiende—. Ten. También te he traído novelas. —Las cojo y le doy las gracias, sorprendida.
Luego alzo la mirada hasta Nilak, que se mantiene apartado y acaba de servir un par de cervezas en la mesa tres. Nuestros ojos se encuentran unos instantes. Comprendo que ha sido él quien le ha pedido a Sialuk que me dejase los libros.
Cada cosa que hace me desconcierta un poco más.
Sialuk se queda un rato en la barra y su abuela se entretiene tejiendo una prenda de lana al lado de las demás mujeres mayores, mientras cuchichean entre ellas y toman té y un poco de la tarta de almendras que ella misma ha traído al bar. Cuando el local se vacía al final de la jornada y cuelgo el delantal en el perchero, me decido a darle las gracias a Nilak por el detalle de las novelas.
Siguiendo el ritual, acaba de salir a fumarse un cigarrillo. Me abrocho hasta arriba la cremallera de mi chaqueta y después me agacho un poco para pasar bajo la persiana que oculta la mitad de la puerta. Tiene una pierna flexionada contra la pared y parece pensativo, como siempre. El humo se eleva en medio de la oscuridad; me cuesta creer que ya lleve casi dos semanas sin fumar, aunque sigo notando ese incómodo tirón de ansiedad cuando me planto frente a él y el aroma del tabaco me envuelve.
—Gracias. Por los libros —susurro—. Bueno, también por el trabajo. Y por lo del otro día durante el percance con esos tipos. Gracias por todo.
Vale, puede que hasta ahora no me haya parado a pensar en todo lo que ha hecho por mí desde que puse un pie en Alaska, pero es que se muestra tan distante, tan frío…
Eso me hace desconfiar.
Alison era un poco así. Única. Con un puntito misterioso que nunca llegaba a revelar, como para mantener ese enganche que despertaba en las personas.
No contesta, pero en vez de molestarme, casi me hace sonreír. Supongo que las peculiaridades de los demás dejan de ser incómodas en cuanto las conoces y puedes anticiparte a ellas.
Empiezo a predecir a Nilak.
Camino calle abajo, y estoy a punto de girar la esquina, cuando sus dedos rozan los míos. Freno en seco. La sensación es… electrizante. Ha cogido la bolsa que me ha traído Sialuk y todavía sostiene el cigarrillo encendido en la otra mano.
—Yo la llevo. Te acompaño.
—No hace falta que…
—Camina, Heather.
Antes de que pueda seguir negándome, ya ha empezado a andar. ¡Demonios! Troto unos metros para alcanzarle. No me gusta esa forma que tiene de imponerse, dominar y mandar, pero deduzco que si insiste en acompañarme a casa es porque le importo algo. Así que, por ende, no me odia tanto como creo. Es un paso.
No hablamos hasta que aplasta la colilla a mitad de camino y Caos se une a nuestro paseo en cuanto tomamos la curva tras la que siempre me espera; avanza a mi lado casi todo el tiempo, pero, de vez en cuando, rodea a Nilak y este le acaricia entre las orejas sin dejar de andar.
—Deberías dejarlo. —Me mira de reojo—. El tabaco —aclaro y expulso el aire contenido; su proximidad sigue poniéndome nerviosa—. Yo también fumaba. Lo dejé cuando llegué aquí, así que todavía siento el impulso de robarte un cigarrillo cada vez que te giras, pero estoy aguantando y lo llevo mejor de lo que había esperado. Creí que sería aún más difícil. Es una de las pocas cosas… hum, positivas, que he hecho en mi vida, así que no pienso fallar esta vez. Es casi un pulso personal. —El silencio nos invade de nuevo—. Aunque es curioso, si lo piensas, que justo lo único bueno que consiga hacer sea algo que deba remediar porque anteriormente lo hice mal. Es decir, que es como estar en paz. Una especie de empate mental.
Cierro la boca al llegar a casa. Como la anterior vez, se ha empeñado en acompañarme hasta los tres escalones que dirigen al porche. Le palmea el lomo a Caos antes de clavar sus ojos en mí.
—Buenas noches, Heather.
—Buenas noches, Nilak.
No es verdad. No estaba en lo cierto. Nilak puede ser muchas cosas, pero predecible no es una de ellas. Supongo que por eso no fui capaz de vaticinar que, tras el suceso con los montañistas, me acompañaría a casa cada día, sin excepción. O, al menos, eso es lo que lleva haciendo toda la semana. No sé hasta cuándo piensa alargar este nuevo ritual, pero sigue sin hablar; sencillamente me espera fuera cada noche, fumando, y luego camina a mi lado mientras le regala a Caos algún que otro mimo.
Le he hablado de San Francisco, de los rincones que más me gustan de la ciudad y de algunas curiosidades. De las tartas que hacía con mamá cuando era más pequeña y de los trucos que usaba para que el bizcocho siempre quedase esponjoso. También del gato de la familia, Agus, que acostumbraba a dormir a los pies de mi cama y que mi hermana Ellie adora con todo su corazón. No puedo saber si lo que le cuento le interesa menos que la vida de un guisante, pero sigo sin conseguir estar a su lado en silencio. Es incómodo. Como una presión muy muy fuerte que no controlo.
Hoy, después de seis días de tristes monólogos, ya no sé ni qué decirle, así que, sin saber cómo, termino hablándole de una de las novelas de Sialuk que me terminé anoche.
—Así que la chica rellenita se encuentra con el que fue su mejor amigo cuando era pequeña —prosigo—. Pero ahora las cosas han cambiado entre ellos. Él le hizo daño años atrás y ella ya no se fía; parece fuerte, pero en realidad…, en realidad se siente muy pequeña e insegura y tiene miedo de volver a caer. No le gusta ser frágil, por eso tiene capas. La entiendo, ¿sabes? No es fácil confiar, arriesgar.
Nilak me dirige una de sus miradas penetrantes. Esta noche lo noto más receptivo de lo normal, entreveo en sus ojos cierto interés. Caos camina a su lado, con sus gráciles patas moviéndose al son de los pasos de él.
—Supongo que sin evolución no habría novela. No sé si puede aplicarse a la vida el mismo razonamiento, aunque tendría su gracia. Quizás es así, quizá la vida es como un libro en el que hay que ir pasando páginas, tropezando, aprendiendo, encontrando… ¿Tú qué opinas? —Silencio—. Perdona, a veces olvido que no te gusta hablar. En fin, ya hemos llegado. Gracias por acompañarme.
Nilak respira profundamente.
—Creo que esos finales felices que tanto te gustan solo sirven para contrarrestar la realidad. Si reflejasen sufrimiento sin esperanza, no querrías leerlo; sentir dolor sin saber que después se aliviará… —Baja la voz hasta convertirla en apenas un murmullo—. Buenas noches, Heather.
Me giro sorprendida, sujetándome a la barandilla de madera. Es la frase más larga que le he oído pronunciar hasta la fecha, pero antes de que pueda contestarle o despedirme, lo veo alejarse en medio de la oscuridad.
Entro en casa unos minutos después. Un trueno se rompe en lo alto del cielo. Me pongo una camiseta térmica bajo el grueso suéter de lana y cojo algo para picar de la despensa. Ha empezado a llover cuando regreso al comedor. La lluvia repiquetea contra el cristal de la ventana y poco a poco va cogiendo fuerza hasta que el sonido al golpear el tejado empieza a resultar más aterrador que melancólico.
Y entonces me doy cuenta de que hay goteras. ¡Joder!
Busco en la cocina el cubo y la palangana que uso para llevar la ropa hasta la secadora que está en el cuarto de baño. Ya hay un pequeño charco de agua en el suelo cuando localizo una de las goteras. Mierda. Los truenos suenan tan fuerte que da la sensación de que están cayendo a un metro de distancia, y el impacto de la lluvia contra el tejado es como un concierto caótico. Alzo la vista hasta las vigas del techo; dado lo viejas que están, no sé hasta qué punto es seguro. Intento ir recogiendo el agua que se cuela bajo el marco de la ventana con una fregona, cuando veo a Caos tras el cristal.
Corro a abrirle la puerta y entra de inmediato. Está empapado.
—Pero, ¿qué has hecho? —Cojo una toalla del baño—. ¿Cómo demonios se te ocurre venir aquí? ¡Perro estup…!
Me muerdo la lengua. No es estúpido. Caos puede ser muchas cosas, pero estúpido jamás; solo necesita cariño y es demasiado fiel. Yo sé mejor que nadie lo que significa rendirle lealtad a alguien por encima de todo; lo hice en su día con Alison. Ignoro el agua que aún entra, los truenos que siguen rugiendo y la lluvia que retumba contra la madera. Me arrodillo en la alfombra, frente a Caos, y lo seco con la toalla mientras sus ojos permanecen fijos en los míos.
—Tú eres especial —le digo y no me importa que no pueda entenderme; lo abrazo y hundo el rostro en su cuello. Y entonces entiendo que no ha venido aquí porque tenga miedo, sino porque sabe que yo sí lo tengo.