5
Prefiero el trozo de hielo, gracias

Son las diez menos cuarto cuando llego a Lemmini. Está abierto, aunque no han subido la persiana del todo. Entro. No hay rastro de Seth, pero Nilak está sentado delante de una de las mesas redondas que hay repartidas por la estancia. Alza la mirada con lentitud y sus ojos permanecen fijos en los míos durante más tiempo de lo que cualquier persona cuerda consideraría normal o apropiado.

—Buenos días —susurro.

Nunca hemos estado a solas. No sé cómo comportarme. Me quito el abrigo y lo cuelgo en la percha que hay tras la puerta. Sigue mirándome. De hecho, ¿por qué no deja de hacerlo? Está poniendo a prueba todo mi autocontrol, es eso.

—¿No piensas contestar? —pregunto acercándome a la mesa. Arrastro una silla hacia atrás y me siento frente a él—. ¿Nadie te ha dicho que es de mala educación negar un saludo?

—Quedaste con Seth a las diez, no a las diez menos cuarto —me recuerda con sequedad.

—Oh, usted perdone, rey de las nieves, dueño de Invernalia. No sé cómo he osado aparecer con un poco de antelación. Propongo que me castiguen con cinco latigazos y un día entero sin comer.

Nilak frunce el ceño como si acabase de hablarle en chino, se pone en pie y se va tras la barra. Coge la carpeta donde guardan los papeles y las cuentas relacionadas con el negocio, la abre y empieza a leer en silencio, con un codo apoyado sobre la madera. Nunca me habían ignorado tan deliberadamente. Me levanto y me acerco a él; no me importa parecer una acosadora, necesito respuestas.

—¿Por qué me odias?

—Yo no te odio —masculla sin levantar la vista de los papeles.

—Vamos, dame una razón. A estas alturas de mi vida te aseguro que puedo soportar cualquier cosa. Y si es por algo que pueda hacerme daño… —tanteo—, da igual, soy de las que piensan que es mejor arrancar la costra de una herida de cuajo a estar dándole toquecitos con la punta de la uña todo el puñetero día.

El azul de sus ojos se ensombrece. Al menos he conseguido llamar su atención, algo es algo. Me estudia durante unos instantes.

—Heather, no tengo nada en contra de ti. —Es la primera vez que pronuncia mi nombre y lo hace con suavidad, como si la palabra resbalara por sus labios—. Lo que ves es lo que hay, sin más.

—Pues qué poco interesante.

—No te quito razón.

—¿Estás de mal humor por un problema concreto o se trata de algo permanente?

—Permanente.

Vuelve a centrar la mirada en los papeles y anota algo con un bolígrafo. Rodeo la barra en silencio hasta llegar a su lado. Nilak se muestra confuso ante mi proximidad. Me pongo de puntillas para ver mejor.

—¿Qué coño haces? —gruñe.

—Nada, solo quería saber qué escribías, pero son cosas matemáticas de esas; no se me dan muy bien los números. Ni las letras, ya puestos. Aunque ayer leí.

—Leíste… —me mira perplejo.

—Una novela. Bueno, una entera no, pero sí un montón de páginas, como noventa o así, al menos, todas del tirón. —Vuelvo sobre mis pasos y me siento en un taburete frente a él, al otro lado de la barra—. Iba sobre una chica llamada Penélope que necesita encontrar un marido que tenga tierras y dinero para poder saldar la deuda de su familia. Resulta que sus padres murieron en un accidente hace años y ella tuvo que hacerse cargo de sus hermanos pequeños, pero uno de ellos, Daniel Williams, se emborrachó en un club y apostó en una partida de cartas buena parte de sus posesiones. Todo es bastante dramático, la verdad. Aunque está cantado que Penélope se quedará con el Duque, Colin Lowell.

Cuando tomo aire al terminar de hablar, Nilak sigue mirándome fijamente, sin pestañear. Parece aturdido. Entreabre los labios, como si estuviese a punto de decir algo, pero después vuelve a cerrarlos. Me concentro en su boca. Me pregunto a qué sabrá y entonces recuerdo los cigarros y, ¡mierda!, lo que daría por poder fumarme uno, aspirar el humo con lentitud, mucha lentitud, y después expulsarlo; saciada, plena…

—¡Llegas puntual!

Escucho la voz cantarina de Seth a mi espalda. Nilak sigue estudiándome en silencio y doy por hecho que se ha dado cuenta de que era incapaz de apartar los ojos de sus labios. No me molesto en disimularlo.

—Sí. —Me doy la vuelta sin bajar del taburete, le sonrío y lo veo acomodarse el gorro rojo que suele llevar puesto. Seth tiene el cabello tan rubio que casi parece blanco—. Justo comentaba con Nilak lo importante que es llegar siempre puntual. Entre otras muchas cosas, claro. También hemos hablado de sueños, metas e ilusiones. Y de nuestros turbios pasados. Ya sabes, es un tío muy comunicativo, no hay forma de hacerle callar.

Seth prorrumpe en una carcajada antes de entrar en el almacén para dejar la bolsa que lleva en la mano. Cuando vuelvo a mirar a Nilak, creo distinguir cómo alza una de las comisuras de su boca, pero es un gesto tan imperceptible que no pondría la mano en el fuego si me preguntasen si ha ocurrido. Después, su rostro vuelve a retomar la inexpresividad habitual que le caracteriza y prosigue haciendo cálculos, imagino que de los gastos, los ingresos y ese tipo de cosas. En fin. Lo he intentado. Quiero que conste en acta de forma oficial.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —dice Seth en cuanto regresa del almacén—. Sialuk está esperando en el coche.

—¿Quién es Sialuk? —pregunto mientras me pongo el abrigo.

—Mi novia. En realidad, mi prometida —sonríe—; siempre lo olvido.

—¿Estás prometido? ¡Oh, joder! ¡Eso es genial!

—¿No os ibais? —interviene Nilak, arrastrando las palabras al hablar.

Me doy la vuelta y lo fulmino con la mirada. Sigue ahí, tras la barra, ocupando toda la habitación con su mera presencia; mantiene el ceño fruncido, la mandíbula tensa y los labios formando una línea recta. Pongo los ojos en blanco antes de seguir a Seth, que, para no perder la costumbre, se muestra feliz y optimista.

—¿Cómo puedes llevarte bien con él? No os parecéis en nada.

—Nos compenetramos. No te dejes engañar por las apariencias; es una de las mejores personas que encontrarás por aquí.

—Eso no dice mucho a favor de todos los demás… —mascullo.

—¿De quién estáis hablando? —pregunta una voz suave que pertenece a la chica que está apoyada en el maletero de un coche rojo de aspecto antiguo.

Seth le sonríe antes de darle un beso corto en los labios y presentarnos. El alivio me invade. Es casi tan transparente como él. El tipo de persona que sabes que no esconde nada; todo lo que hay es lo que se ve, sin secretos. Sialuk tiene la piel ligeramente tostada, ojos rasgados y nariz chata; es como una mezcla perfecta entre Mulan y Pocahontas. Abro la boca para compartir el chiste, pero la cierro al darme cuenta a tiempo de que quizá no les parezca tan divertido como a mí. En realidad, es muy guapa. Exótica. Le echo un segundo vistazo una vez monto en el asiento trasero del coche; las dos tenemos el cabello igual de negro, pero el suyo es tan brillante que parece una peluca. Se gira, me sonríe y sus ojos se entrecierran aún más, hasta convertirse en dos diminutas ranuras.

—Seth me ha hablado mucho de ti estos últimos días. Pensaba pasar por el bar esta semana, pero mi babushka se resfrió y he tenido que cuidar de ella —prosigue mientras él arranca el coche y dejamos atrás las calles de Inovik Lake—. Me dijo que te conoció.

—¿Quién?

—Mi babushka. Le preguntaste por el bar Lemmini cuando iba a hacer la compra.

—Ah, cierto, la recuerdo. ¿Es tu abuela?

—Sí, babushka es una forma cariñosa de llamarla, pero su nombre es Naaja. La verás a menudo en cuanto esté totalmente recuperada —explica Seth.

—¿Por qué todos tenéis nombres tan raros? —Estiro el cinturón de seguridad, que aprieta demasiado, mientras ella se ríe alegremente. No es una de esas risas que te hagan sentir estúpido, no tiene maldad.

—Casi todo el mundo tiene nombres comunes, americanos —dice—. Pero mi abuela es una inupiat. El destino la unió a mi abuelo cuando él vino con su padre a trabajar, en el año 1942, para construir la autopista de Alaska. Ella abandonó el núcleo familiar y él no regresó a Minnesota, así que decidieron asentarse en Inovik Lake. Mi abuelo, que se llamaba Alain Gilbert, falleció hace unos años… —añade con nostalgia y advierto que Seth le da un apretón en la mano antes de volver a ponerla sobre el volante—. Mi babushka siempre quiso hacer honor a sus orígenes respetando las tradiciones; para los Inupiat lo más importante es el alma y creen que el nombre de cada uno debe representarla. Naaja significa «gaviota» y, si lo piensas, casi fue algo premonitorio, porque al final mi abuela voló libre y abandonó el nido en el que había crecido; decidió seguir su propio camino.

Estoy escuchando con tanta atención que hasta ahora no me había dado cuenta de que la carretera por la que circulamos ya no es tan rural. Los árboles que delimitan el camino son altísimos y muy frondosos.

—¿Y tu nombre? —pregunto.

Sialuk es «lluvia». Nací un día de tormenta.

—Es bonito —admito—. ¿Desde cuándo os conocéis vosotros dos?

—Pues, a ver, ella llevaba pañales y yo estaba aprendiendo a dejar de llevarlos, así que supongo que «desde siempre» es la mejor respuesta —contesta Seth con una sonrisa—. Cuando empezamos a salir, yo acababa de cumplir dieciséis y Sialuk tenía quince; eso quiere decir que llevamos juntos… eh, creo que lo he olvidado…

Seth se ríe sin apartar la mirada de la sinuosa carretera y ella le da un manotazo en el hombro con gesto divertido. Ni siquiera soy capaz de imaginarles discutiendo; parecen una de esas parejas ideales que pueden entenderse sin necesidad de palabras.

—Seis años —aclara Sialuk.

Guau. Eso es como una cantidad increíble de tiempo, ¿no? Si Alison estuviese aquí, sentada a mi lado en el asiento trasero del coche, se llevaría un dedo a la boca y gesticularía como si fuese a vomitar.

Vomitar, otra de las aficiones de Alison.

Suspiro hondo e intento apartar su rostro angelical de mi mente. Necesito concentrarme en cualquier otra cosa. Me incorporo un poco.

—¿Qué edad tiene Nilak?

—Creo que veinticinco.

—¿Os conocéis desde pequeños?

—No, qué va. Solo hace unos años que somos amigos. Y como te decía antes, es un buen tipo. Quizá no sea el mejor conversador del mundo, pero es de fiar.

—Hombre, sabes que si le cuentas un secreto no lo largará por ahí —bromeo.

—Algunas personas se cierran tanto en un momento determinado que luego olvidan cómo volver a abrirse a los demás; se vuelven herméticas, necesitan protegerse porque en el fondo tienen mucho miedo o sienten dolor —me dice Sialuk con esa voz delicada que parece quedarse flotando en el aire cuando termina de hablar—. Como tú. Tienes mucho en común con Nilak.

—¡No es verdad! —protesto indignada.

—Que hables más no significa que seas abierta; la ironía esconde y disfraza la verdad.

—No me conoces —siseo.

—Déjalo… —le susurra Seth mientras gira el volante a la derecha.

Tras leer el cartel que se alza en la entrada, advierto que acabamos de llegar a nuestro destino. Este pueblo es mucho más grande que Inovik Lake. Bajo del coche casi cuando aún está en marcha. Necesito salir. Aire fresco. Pero Sialuk no parece dispuesta a darme un respiro, porque rodea el vehículo y me coge ambas manos; las suyas están calientes a pesar del frío que hace.

Babushka vio la oscuridad en tus ojos —dice—, pero también encontró luz, esperanza y bondad. Ella tiene una sensibilidad especial a la hora de juzgar a las personas. Casi nunca se equivoca.

—No quiero que nadie me juzgue.

—No lo hace en el mal sentido. A babushka le gustaste.

—Ya está bien. —Seth rodea la cintura de Sialuk con cariño—. Deja que Heather respire. Son muchas cosas de golpe. Hace menos de una semana que llegó; todo esto es nuevo para ella y necesita tiempo para asimilarlo.

Sialuk me mira afligida.

—Lo siento, no pretendía incomodarte. La verdad es que tenía muchas ganas de conocerte, pero me he dejado llevar…

—No te preocupes, no has dicho nada malo.

Compartimos una sonrisa antes de seguir a Seth por la acera de adoquines grises que conduce al supermercado. Este sí parece un lugar apropiado para venir a hacer la compra. Sonrío al pensar en la cantidad desorbitada de barritas Twix que pienso comprar. Cinco, diez, quince cajas. O todas las que hayan, ya puestos.

—Necesitamos comprar sockeye; nos hemos quedado cortos esta vez —me explica Seth al tiempo que empezamos a recorrer los largos pasillos del establecimiento—. El proveedor solo pasa por Inovik Lake una vez al mes.

—Ajá —digo, como si de verdad le entendiese—. ¿Y qué es sockeye?

—Salmón rojo. —Sialuk me sonríe amablemente y coge a su novio del brazo para llamar su atención—. ¿Todavía no le has dado a probar tu plato estrella?

—Es el comodín que usaré como coacción el día que decida huir despavorida y regresar a San Francisco —se burla y pongo los ojos en blanco como toda respuesta antes de sonreír—. Piénsalo, Heather. Ahora mismo podrías estar tumbada en la playa, tostándote al sol, con un mojito en la mano.

—Prefiero el trozo de hielo, gracias.

Les sigo, arrastrando el carro de la compra, mientras Seth va metiendo dentro las cosas que necesita: huevas de trucha, cangrejos, sirope de arce, bacalao negro congelado, salsa de soja, arenques, algas locales que parecen cualquier cosa excepto apetecibles…

Yo cojo unos cuantos paquetes de patatas laminadas y algunos platos precocinados de comida, pero no consigo encontrar ni una sola barrita Twix. Le pregunto a la cajera cuando estamos a punto de pagar, pero me dice que hace meses que no encargan; «quizás en la época de Navidad, que solemos pedir más dulces», añade.

Babushka hace una tarta de queso deliciosa —intenta animarme Sialuk una vez hemos salido—. Te reservaré un trozo la próxima vez.

Es demasiado amable. Como Seth. Si me conociesen bien, se lo pensarían dos veces antes de abrirse en canal y ofrecerme todo cuanto está en sus manos. Porque, no sé cómo, pero siempre termino haciendo daño a la gente que quiero.

De golpe, siento el peso de la nostalgia. Lo de las barritas Twix es una tontería, pero esa tontería me recuerda lo lejos que estoy de casa. Bajo la mirada sin dejar de caminar por la acera y respiro hondo. Contengo las lágrimas mientras Seth abre el maletero del coche y empieza a meter las bolsas.

—¿Estás bien? —Sialuk apoya una mano en mi hombro.

—¿Qué pasa? —Seth se acerca.

—Joder, es solo que… —Tomo aire—. No es nada.

—Puedes confiar en nosotros —asegura Sialuk.

Ya lo sé. Está claro. Son transparentes; personas redondas, sin esquinas punzantes ni relieves que no ves venir y te hacen caer. Yo estoy llena de aristas y ángulos imposibles que nadie puede entender. Contengo el aliento.

—¿Hay alguna cabina por aquí? Creo que necesito hacer una llamada.

Sin dudar, Seth saca su móvil del bolsillo y me lo tiende.

—Puedes usarlo todo lo que quieras —dice—. Nosotros esperaremos dentro del coche. No tengas prisa, de verdad.

Tengo que esforzarme para evitar abrazarle. Llevo demasiado tiempo sin encontrarme con gente así, dispuesta a darlo todo sin pedir nada a cambio. Acepto el teléfono y me alejo del vehículo mientras ellos suben. Las manos me tiemblan del frío y de los nervios, y me cuesta un mundo marcar el número.

Un tono. Dos. Tres.

Y entonces, mamá.

Su voz. Su respiración.

—¿Heather? ¿Eres tú?

—Lo siento. —Fijo la mirada en el cielo grisáceo e intento con todas mis fuerzas no derrumbarme. Un par de pájaros oscuros vuelan alto, libres; quiero irme con ellos—. Lo siento muchísimo. Yo no quería que pasara aquello. Por favor, perdóname.

—¡Dios mío, cariño! ¡Lo has vuelto a hacer! No puedes desaparecer así, Heather. ¿Sabes lo preocupada que he estado? —A pesar de no verla, estoy segura de que un gesto de resignación cruza su rostro. La primera vez que huí, ella y Matthew se pasaron días llamando a todos los hospitales de la ciudad, pensando que me había ocurrido algo; ahora ya están acostumbrados a mis ausencias—. ¿Dónde estás? Dame una dirección e iremos a por ti.

No hay cojones para confesarle que estoy en Alaska. Camino calle arriba y calle abajo sin dejar de morderme el labio inferior.

—Mamá, esta vez no voy a volver. Aún no, al menos.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que pasó…

—Fue un accidente, Heather.

—No, no es verdad.

—Hablaremos de ello cuando estés aquí.

—¿Cómo está Ellie?

—Está bien, cariño —responde impaciente—. Dime dónde estás. Si te has metido en algún lío o necesitas dinero…

—No, de verdad que no. Te llamaré, te lo prometo. Dale un beso a Ellie de mi parte. Y otro a Matthew. Os quiero mucho. —Tomo una bocanada de aire—. Hablaremos pronto, pero ahora tengo que colgar.

Antes de que pueda arrepentirme, lo hago. Cuelgo.

Más que nunca, necesito un cigarrillo.

Sigo nerviosa cuando subo al coche y ambos me miran con gesto compasivo, como si pudiesen adivinar lo patética que resulta mi existencia. Nunca sumo, siempre resto. Le devuelvo el móvil a Seth tras darle las gracias de nuevo y les aseguro que, por mi parte, la jornada ha terminado, porque lo último que ahora me apetece hacer es ir de tiendas.

—Puedo dejarte ropa de invierno, tengo de sobra —se ofrece Sialuk rápidamente.

—Gracias por todo, a los dos —murmuro por lo bajo con la mirada clavada en la ventanilla; el pueblo pronto queda atrás y da paso al bosque—. No teníais por qué hacerlo.

Durante los siguientes días, me esfuerzo por no pensar en el ayer y mirar al mañana, pero es complicado cuando tu «ayer» está lleno de culpa.

La culpa es como una sombra que solo tú puedes ver. Siempre está ahí. Puede ahogarte. Es envolvente y resulta imposible huir de ella.

El jueves salgo a correr con Caos. Corro una distancia mucho más larga que la última vez, avanzando de nuevo por la orilla del lago. Al volver, John insiste en invitarme a un café caliente; esta vez nos sentamos en el comedor, frente al tablero de ajedrez, y bebemos en silencio. Quedan pocas piezas en pie, debe de estar a punto de terminar la partida. No resulta demasiado intrigante saber quién ganará.

El viernes, paso tres horas seguidas tumbada en el sofá, mirando el techo de madera de mi cabaña y preguntándome si todos tienen razón y debo regresar a casa. Me levanto cuando llega la hora de ir al trabajo sin haber podido dar con una respuesta. Esa noche estoy un poco más torpe de lo normal y me gano varias miradas reprobatorias por parte de Nilak, pero, ¿qué más da…? Lo haga bien o mal seguirá teniendo cara de planta mustia. Justo antes de cerrar, Seth me da un envase de plástico que contiene su plato estrella: sockeye.

—Espero que te guste.

Le sonrío.

—Gracias, seguro que sí. Siento que hace una eternidad que no como algo caliente.

—No hace falta que lo jures —gruñe Nilak antes de rodear la barra.

—¿Qué insinúas?

No contesta. Sale, baja un poco la persiana y escucho el característico sonido del chasquido de un mechero. Miro nerviosa a mi alrededor y respiro hondo. Me he pasado media vida odiando mi cuerpo. Y la otra media, intentando cambiarlo. Sé que estoy demasiado delgada, que donde debería haber curvas solo hay líneas rectas. Veo los labios de Alison, moviéndose, hablándome, diciéndome todo lo que no quiero oír…

—Ignóralo, solo tiene un mal día. —Seth se quita el gorro de lana y se revuelve el cabello—. ¿Quieres llevarte algo más? ¿Tienes comida en casa, Heather?

Reacciono al fin. Escapo de la coraza.

—¡Joder, sí! ¡Claro que sí! —contesto, indignada—. ¿Qué pasa con vosotros?

—De acuerdo. —No se enfada. Lo malo de las personas como Seth Kaine es que no puedes discutir ni desahogarte con ellas. ¿Qué reprocharle? Es difícil encontrar esa tecla que les haga estallar—. Ya me dirás mañana si te ha gustado —añade antes de inclinarse y darme un beso en la mejilla.

Al salir no me molesto en mirar en su dirección; ya sé que Nilak está ahí, al final del callejón, fumando en silencio. Camino a paso rápido por el sendero, siendo muy consciente de que el corazón me late más rápido de lo normal, hasta que veo a Caos cerca de la curva. Lo ilumino con la linterna mientras sonrío.

Ya en casa, de pie frente al banco de la cocina, saco un tenedor del mueble de madera y me llevo a la boca un trozo de sockeye. Sabe increíble. Cojo un poco de la guarnición en el segundo bocado.

—Seth, el pescado de anoche estaba delicioso. ¿Qué llevaba exactamente?

—No debería confesar mi receta secreta, pero… —Me mira divertido mientras saltea un puñado de verduras congeladas—. Se marina durante doce horas con sal, azúcar, pimienta negra, piel de naranja y de limón, e hinojo fresco. Ya está. Después se limpia, se corta en tacos y se le añade por encima yogurt y un poco de zumo de limón. La próxima semana lo volveré a hacer; puedo enseñarte, si quieres.

—¿Cocinar? ¿Yo?

—Claro, ¿por qué no?

—De acuerdo, lo pensaré. Será mejor que salga de ahí antes de que Nilak me asesine mentalmente.

Es sábado y el establecimiento está más lleno que nunca. Además de los clientes habituales, hay un grupo de montañistas que ocupan una mesa grande. Cuando he ido a anotar las bebidas y dejarles la carta, a dos de ellos les ha dado por ir de graciosos; aunque no tengo constancia de que a «eh, preciosa, ¿pero tú estás incluida en algún plato de la carta?» se lo pueda catalogar como gracia.

En el segundo viaje, les llevo las bebidas. Saco la libretita del bolsillo del delantal negro y un bolígrafo. El pelirrojo con aspiraciones a humorista me coge de la muñeca. Señor, dame paciencia. Lo fulmino con la mirada.

—¿Cómo te llamas, guapa?

—Rihanna. —Sonrío falsamente.

—¿De apellido?

—Madonna —me zafo de su agarre—. ¿Qué vais a pedir?

—Tres akutaq, trucha a la plancha y un filete empanado —contesta el montañista que aparenta ser el más mayor del grupo, mientras los otros ríen por lo bajo. Idiotas.

—¿Seguro que no quieres ser el postre? —insiste el pelirrojo.

—No tienes lo que hay que tener para conseguir comerme. Te atragantarías.

Todavía apuntando en la libreta, me doy la vuelta y camino hacia la barra. Escucho a mi espalda las carcajadas. Lo último que busco son problemas. Y los tipos que están sentados en esa mesa llevan la palabra «problemas» escrita en la frente. Suspiro. Antes de que pueda ir a la cocina para darle a Seth la comanda, Nilak me agarra del brazo. Me estremezco. Tiene la piel fría. Me suelta en cuanto alzo la mirada hacia él. Trago saliva. Creo que es la primera vez que nos tocamos. Vale, no lo creo, lo sé.

—Yo me encargo de servir esa mesa —dice con voz gélida, al tiempo que señala con la cabeza al grupo de montañistas.

Asiento con la garganta seca. Es demasiado alto, demasiado envolvente, demasiado todo. Doy un paso atrás. Su belleza resulta intrigante, no tiene nada que ver con los chicos de los que me rodeaba en San Francisco; chicos conscientes de su propio atractivo, fanfarrones y de una sola capa.

Y entonces entiendo por qué Sialuk piensa que nos parecemos.

Porque Nilak no es una capa, ni dos, ni tres.

Nilak tiene miles de capas.

Tomo una bocanada de aire, vuelvo a la cocina, cuelgo en el corcho de la pared la próxima comanda y saco un par de platos que ya están listos. Los demás clientes son respetuosos y se limitan a sonreír cuando les llevo el pedido. Aunque solo hace una semana que empecé a trabajar aquí, ya me suenan la mayoría de las caras. Está el hombre del bigote rizado que siempre se sienta en la mesa más cercana a la puerta y que suele pedir que se le añada sirope de arce a cualquier plato. El que tiene pinta de rarito intelectual y entra y sale en menos de tres minutos porque se bebe el café casi de un trago a primera hora de la tarde. Y el grupo de jubilados que matan las últimas horas del día jugando a las cartas, cuatro mesas más allá de donde se sientan y cuchichean sus señoras.

Me siento más cómoda ahora que ya sé cómo funciona todo; me gustan los trabajos mecánicos, monótonos, sin sorpresas. No es la primera vez que trabajo de camarera, pero en cada sitio la organización es diferente.

—Trucha con aros de cebolla para la mesa dos, creo. —Seth me tiende el plato con pinta de estar agobiado y vuelve a centrarse en los fogones.

Hasta el momento, los días han sido muy tranquilos. Tan tranquilos que a veces mantenía conversaciones mentales conmigo misma para combatir el aburrimiento. También pensaba en lo difícil que debe de resultar sacar a flote un negocio como este, anclado en medio de la nada; pero ahora entiendo que los turistas que pasan por aquí el fin de semana constituyen la gran fuente de ingresos de Lemmini.

Tras servir el plato en la mesa correspondiente, veo a Nilak atendiendo a los montañistas con gesto severo. Caigo en la cuenta de que nunca lo he visto sonreír y me pregunto cómo será su risa: ¿vibrante, brusca, suave…?

Me mira sin dejar de caminar hacia la barra.

—Los de la mesa cinco han llegado antes que los de la tres. Recuérdalo la próxima vez —masculla.

—Claro, jefe. Descuida. Tendré más cuidado.

—No me llames «jefe».

—¿Por qué no?

—Porque soy tu jefe y te lo ordeno.

Creo que estamos entrando en bucle, pero como es literalmente la conversación más larga que hemos mantenido, aguanto un poco más.

—Eso no tiene sentido —añado.

—Heather…

Si existiese un concurso nacional de «tonito amenazante sin necesidad de gesticular», Nilak lo ganaría. Seguro. Aprieto los labios y me muerdo la lengua; no estoy acostumbrada a no contestar. Regreso a la cocina y no volvemos a intercambiar ni una sola palabra hasta que termina el turno y todos los clientes se han marchado ya.

—¿Qué tal? ¿Todo bien? —Seth me da una palmada cariñosa en el hombro mientras su socio cuenta el dinero de la caja tras la barra—. Lo has hecho genial, en serio. Los fines de semana en plena temporada suelen ser los más duros.

—No la halagues tanto —refunfuña Nilak.

—Eso, hazle caso, no sea que me emocione más de la cuenta y empiece a lanzar confeti de colores o algo así —replico mientras Seth ríe alegremente y Nilak arruga el entrecejo sin dejar de mirarme como si fuese un bicho raro.

Él sí que es raro. Jodidamente raro. Es más, ¿de dónde demonios ha salido? ¿Qué trauma tiene? No me gustan los enigmas. Quiero más personas transparentes a mi alrededor; Sialuk y Seth no son suficientes. John es un poco turbio, difícil de catalogar. Y de Nilak no puedo ver absolutamente nada.

—Puedes irte ya, Heather. —Sin dejar de sonreír, Seth se pone el gorro de lana (creo que solo se lo quita para cocinar)—. Nosotros nos encargamos hoy de cerrar.

—Perfecto.

Deshago con los dedos el nudo del delantal, lo cuelgo en el perchero y me pongo el abrigo. Les digo adiós y salgo. El aire es gélido. Se supone que estamos en una buena época y, según John, hasta dentro de tres o cuatro semanas no conoceré el verdadero significado de la palabra «frío». Tiene que estar exagerando; seguro que forma parte de una de sus muchas estrategias para conseguir que recapacite y me marche. Giro a la derecha, dejando atrás la avenida principal de Inovik Lake, y me desvío por un callejón menos iluminado con el propósito de acortar el camino de regreso.

Y entonces escucho de nuevo esa voz

—¡Eh, mira quién está aquí! —exclama jocoso.

Solo le acompaña un amigo, que ríe a su espalda. Ignoro al pelirrojo. Lleva una botella en la mano y se tambalea un poco al andar; ya ha salido algo tocado del bar, pero es evidente que luego ha continuado la fiesta por su cuenta. Aparto la vista y camino más rápido.

—¿Adónde crees que vas?

Me coge del brazo y tira de mí.

Se me disparan las pulsaciones.

La farola más cercana está a varios metros de distancia y apenas ilumina el final del callejón. Me retuerzo, intentando soltarme, pero solo consigo que me sujete con más fuerza y me lance con brusquedad contra la pared de piedra de un edificio que tiene pinta de estar abandonado. Cierro los ojos cuando siento el golpe en las costillas. «No pasa nada, no pasa nada, solo tengo que mantener la calma, pensar con frialdad…», cosa que haría si no estuviese demasiado nerviosa. Trago saliva cuando acerca su rostro al mío y noto su pegajoso aliento.

—Dean, suéltala, no merece la pena —dice su amigo.

—¿Que no merece la pena? ¡Mírala! —Le doy una patada en la espinilla y me sujeta los brazos con más fuerza—. Y, además, puedo comerte a ti y a veinte más.

Me besa. Su boca presiona la mía con violencia. A pesar de las arcadas que me sacuden el estómago, no me muevo. Escucho la risa del otro de fondo. Cuando se confía, me suelta y sus manos se deslizan por mis caderas. Entonces, le muerdo. Noto el sabor metálico de la sangre. Se aparta con brusquedad al tiempo que suelta un alarido de dolor.

—¡Hija de puta!

—¿Qué ha pasado? —le pregunta el otro.

Echo a correr. Empleo todas las fuerzas que tengo en dar una zancada tras otra; me concentro solo en eso, en mover las piernas, en llegar un poco más lejos. No me giro a pesar de oír pisadas a mi espalda. De pronto, pienso en Caos. Tengo que llegar al sendero. Tengo que…

Pero me derriba por detrás antes de que llegue. Caigo al suelo y siento arder la mejilla derecha por el golpe. Ahogo un quejido cuando me sujeta por la espalda. Me revuelvo para intentar darme la vuelta, pero antes de que pueda conseguirlo me suelta de repente. Y al girarme lo veo. Es Nilak. Cojo aire justo en el instante en el que le da un puñetazo al montañista pelirrojo. Después, lo levanta del suelo sujetándole por las solapas de la chaqueta. El otro tipo ha desaparecido; no quiero ni pensar qué le habrá hecho porque, mientras huía, solo podía centrarme en correr, correr y correr.

—Si vuelves a tocarla, te mataré. —Su voz es apenas un susurro, pero el tono da escalofríos—. ¡Largo de aquí! Y ni se te ocurra pisar de nuevo Inovik Lake, ¿me has entendido?

—Solo era una broma, joder —balbucea—. No pensábamos hacerle daño.

Nilak frunce el ceño, como si estuviese valorando cuánto de verdad esconden sus palabras. Le atesta un segundo golpe antes de soltarlo y dejarle ir. Supongo que eso resume bien sus conclusiones. El tipo desaparece antes de que consiga recuperarme del susto. Me froto el brazo, nerviosa, todavía temblando. La oscuridad lo envuelve todo a mi espalda, que es justo donde inicia el sendero al que estaba a punto de llegar; las últimas casas del pueblo quedan algo alejadas.

Aguanto la respiración cuando él da un paso hacia delante y me estudia con atención. Sus ojos claros se pasean por mi cuerpo antes de clavarse en los míos. Tirito. Pero es solo por el frío, no por su intensa mirada ni por todo lo que acaba de ocurrir. ¡Ja! Claro. Tejo a toda velocidad otra capa más a mi alrededor. Ya está. Vuelvo a estar protegida, segura. Respiro profundamente.

—Gracias. Ni siquiera sé qué más decir —murmullo. No obtengo ninguna reacción; sigue observándome—. Estoy bien. Estoy genial —añado, ignorando lo falso que suena todo. Es como estar metida en una de esas películas de sobremesa donde el guion parece un mero esbozo hecho sobre la marcha—. Será mejor que vuelva a casa, Caos me estará esperando, así que debería…

—Te acompaño.

Y la película de sobremesa empieza a transformarse en uno de esos cortos indies raritos e imprevisibles. Abro la boca para protestar, pero él ya se ha adelantado; me pongo en marcha y lo alcanzo. Me mordisqueo una uña tras sacar la linterna del bolso e iluminar el camino. Quiero decirle que ya ha hecho más que suficiente, el peligro ha pasado y no tiene que acompañarme hasta casa, pero entonces giramos la curva y la sombra de Caos se dibuja en la penumbra. Ladra y corre hacia nosotros. Río cuando me lame la mano felizmente y después da vueltas a mi alrededor.

—Shh, ya está. Tranquilízate. —Lo agarro del collar para situarlo a mi lado—. Se llama Caos. Es de John —explico—. Me espera aquí todas las noches. Es raro. Simplemente le gusté cuando llegué. No como a otros —matizo con ironía—. Así que ahora somos amigos o algo así, porque también me acompaña a correr cada vez que salgo un rato. John dice que tiene problemas para adiestrarlo, pero, a ver, es un perro, es un animal, ¿por qué debería obedecerle? Caos tiene derecho a ser libre, ¿verdad que sí, chico? —le acaricio la cabeza sin dejar de caminar.

No me sorprende que Nilak no conteste.

Me pregunto si realmente piensa una respuesta o si en realidad lo que escucha le entra y le sale sin más, sin calar en él. Es una posibilidad. La única sensación que refleja es una indiferencia absoluta. Podría ponerme a cantar como una loca cualquier cosa que se me ocurriese, como «cerebro de mosquito, orejas de rana, ni oyes ni piensas, eres como una banana…», y tengo el presentimiento de que ni se inmutaría. Seguramente me miraría raro, frunciendo el ceño, y luego seguiría a lo suyo.

El silencio es vacío. Y el vacío me da miedo. Solo se escuchan nuestras pisadas acompasadas, el crujir de las hojas secas que duermen en el suelo, el arrastre de la arenilla bajo la suela de las zapatillas. Lo miro de reojo. Nilak está tranquilo. Su semblante sereno se recorta entre las sombras.

Le pregunto lo primero que se me ocurre.

—¿Creciste en Inovik Lake?

—No.

Más silencio.

—¿Hace mucho que llegaste?

—No.

—¿Y de dónde eres?

Deja de caminar en seco. Caos nos observa, un poco más adelantado. Los movimientos de Nilak resultan elegantes, pero también mecánicos; hay algo raro en él. Me mira fijamente en medio de la oscuridad.

—Heather, no me gusta hablar.

—Vale, lo pillo. Pero eso puede ser un problema, porque da la casualidad de que odio el silencio. Somos incompatibles. Tiene gracia. ¿También te molesta escuchar? —Se encoje de hombros como toda respuesta—. Entiendo, en ese caso… ¿Recuerdas la historia de Penélope? Terminé el libro. Y acerté. Se quedó con Colin. Estaba cantado. El otro pretendiente era atento y tenía riquezas, pero ni un ápice de chispa. Ya sabes, le faltaba ese noséqué especial que hace que sientas cosquillas en el estómago. Lo cierto es que no sabría describirlo porque nunca me ha pasado, pero puedo imaginármelo. Las mayores locuras se han hecho por amor, ¿no? Aunque sigo pensando que es la cosa más estúpida del mundo. Está sobrevalorado. ¿Para qué complicarse más la vida? ¿Tan increíble es sentir… todo eso? —Cojo aire—. La conclusión es que me he leído un libro entero de más de trescientas páginas y ahora ya no tengo nada más que leer. Nunca pensé que echaría de menos algo así, pero aquí no puedo ver la televisión, ni usar el móvil, ni nada. ¿Qué es lo que haces tú para matar las horas? —Lo miro de reojo. El silencio se desliza a nuestro alrededor—. Perdona, olvidé que… odias hablar. En fin. Vivo ahí, en la casa diminuta. —La señalo con la luz de la linterna—. No hace falta que me acompañes hasta la puerta. Gracias por lo de antes.

Nilak suspira hondo, pero ignora lo que acabo de decirle y avanza a mi lado hasta que paro frente a los tres escalones de madera que conducen a la puerta. No se aparta cuando Caos le lame la mano, al contrario, permanece en silencio, observando al perro con cierta curiosidad. Después, alza la mirada y sus ojos encuentran los míos en medio de la oscuridad.

—Buenas noches, Heather.

—Buenas noches, Nilak.

Observo cómo da media vuelta, sin prisa, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Me quedo allí, en silencio. No me muevo del porche hasta que desaparece de mi vista.