El sábado a última hora de la tarde, cuando Flyn y yo estamos jugando en el comedor con la Play, se abren las puertas del salón y aparecen mi hermana Marta y mi madre, Sonia. Nada más verlas, sé que toca discutir.
Tras parar el juego, Flyn las mira y gruñe:
—Jolines... ¿Qué queréis?
—Dame un beso ahora mismo, sinvergüenza, y cambia esa cara —le reprocha mi madre—. Cada día te pareces más al gruñón de tu tío... ¡Por el amor de Dios..., pero ¿es que todos los hombres de esta familia tenéis que ser unos zopencos?!
—Mamá... —protesto.
Flyn me mira con orgullo. Entre él y yo hay una conexión estupenda que ninguno de los dos permite que nadie rompa.
—Mamá, ¿qué pasa? —le pregunto en tono molesto.
Mi hermana Marta tira su bolso sobre el sofá y cuchichea:
—Ah..., hermanito, tú siempre tan simpático.
—¡Marta, ¿te quieres callar?! —replico.
—¿Callarse, ella...? —murmura Flyn.
Marta, que es un torbellino de locura desenfrenada, se acerca al niño y, tras darle una colleja, sisea:
—A ver si te callas tú, renacuajo.
Flyn refunfuña. Me pide ayuda con la mirada y, cuando ve que no digo nada, se dirige a mi madre:
—Abuela, estábamos jugando una partida muy importante, estamos de torneo... ¿Qué es lo que pasa?
Mi madre sonríe. Adora a nuestro pequeño coreano alemán y, dándole un beso en la cabeza, explica:
—Flyn, tu tía y yo tenemos que hablar con Eric.
—¿Ahora? —protesta el niño.
—Sí.
—Pero, abuela, te he dicho que estamos de torneo..., ¿no puede ser en otro momento?
—No. No puede ser. Tiene que ser ahora —afirma mi hermana.
Flyn maldice por lo bajo. Lo conozco mejor que nadie y sé que, como no lo detenga, dirá algo inapropiado, por lo que le pido:
—Flyn, ve a tu cuarto.
—Pero...
—Te avisaré para seguir cuando se marchen. Es nuestra noche de hombres y nadie nos la va a jorobar. ¡Te lo prometo!
Él refunfuña, le molesta que nos hayan cortado nuestro momento, y sin muchas ganas, sale del salón para ir a su cuarto.
Una vez a solas con mi madre y mi hermana, esta última se mofa:
—¿Noche de hombres? Lo que le faltaba al puñetero renacuajo.
—Marta..., hija... —protesta mi madre.
Mi hermana se revuelve, nos mira e insiste:
—Quiero a ese niño tanto como vosotros, pero es un maleducado y, o lo metemos en vereda, o dentro de unos años se convertirá en un adolescente insufrible.
No digo nada. Mejor me callo.
Por todos es sabido que Flyn, por lo que sea, sólo me respeta a mí.
—Eric, ¿hasta cuándo vas a seguir retrasando tu visita al médico? —me pregunta entonces mi hermana.
Resoplo. Pensar en eso es lo último que me apetece.
Por desgracia, padezco una dolencia heredada de mi maldito padre, un glaucoma, que no es otra cosa que una enfermedad del nervio óptico que me produce visión borrosa, náuseas, vómitos y terribles dolores de cabeza.
«¡Gracias, papá!»
Nunca quiero hablar de ello. Es algo que sólo me incumbe a mí y odio dar pena.
—Cariño, has de ir a hacerte esas pruebas —murmura mi madre a continuación.
—Lo sé, mamá.
—Y, si lo sabes, ¿por qué no vas? —oigo que pregunta Marta.
Miro a mi hermana. Además de ser una entrometida, Marta es enfermera.
—Me da igual que me lances tu miradita de malo malote —cuchichea—, a mí no me das miedo. ¿A ver cuándo te enteras, guaperas?
Maldigo.
Es insufrible.
Mi madre, como orgullosa española, cuando la ve ponerse así dice que es la única de la familia que ha sacado su genio. Esa manera de ser tan combativa, tan guerrera, tan... española puede conmigo, por lo que siseo, dirigiéndome a Marta:
—¿Qué tal si cierras esa boquita un poco?
Ella me mira, sonríe como hace siempre para desquiciarme y suelta:
—¡Imposible! Los orangutanes como tú me obligan a abrirla.
—¡Marta! —protesta mi madre.
Pero mi hermana, que sigue sonriendo, le guiña un ojo y replica:
—Mamá, tu niñito rubio necesita un poco de caña y, si soy yo quien se la ha de dar, ¡se la daré! No me da la gana tener que bajar siempre la mirada ante él como está acostumbrado a que hagan todos. A mí no me das miedo, ¡¿te enteras, cabezón?!
Mi madre suspira, y yo resoplo y siseo:
—Marta, te quiero, pero en ocasiones te juro que te mataría.
—¡Atrévete!
Nos miramos...
Nos retamos...
Mi hermana es única e irrepetible. Desde pequeña le encanta hacerme enfadar.
—Marta, por el amor de Dios —interviene mi madre—, hemos venido a hablar con Eric, no a discutir con él.
Veo que Marta sonríe. Inconscientemente, eso hace que yo sonría también al fin, y más cuando indica:
—Mamá, Eric no sería Eric si no protestara y discutiera conmigo.
Oírla decir eso me hace quererla.
Somos como la noche y el día, quizá se deba a que ella es hija del segundo matrimonio de mamá. Hannah, nuestra hermana mayor fallecida, era quien ponía paz entre nosotros, era quien nos repetía que éramos hermanos y debíamos querernos y respetarnos, y, aunque lo hacemos, no podemos evitar discutir la gran mayoría de las veces.
Cuando ocurrió lo de Betta y mi padre, Marta estuvo a mi lado.
No me dejó ni un segundo solo y siempre se lo agradeceré, aunque discutiera también con ella.
Simona, la mujer que, junto a su marido, lleva mi casa y me ayuda con Flyn, entra entonces para dejar una jarra de limonada y unos vasos y después se retira. Mi madre se apresura a servir tres vasitos y los reparte.
—¿Algo más de lo que queráis hablar? —pregunto a continuación.
Mi madre y Marta se miran. ¡Vaya dos...! Entonces, mi hermana dice dirigiéndose a mamá:
—Empieza tú, porque si lo hago yo la lío.
Mi madre resopla, se acerca a mí e indica:
—Vamos a ver, hijo. Sé que, tras la lectura del testamento, la empresa que...
—Mamá, no me apetece hablar de Müller. Es más, quizá la venda.
—¡Tú eres idiota! —gruñe Marta.
—Pero, hijo...
—Mamá, no quiero nada que provenga de él.
—¿Que provenga de él? —sisea mi madre—. Eric, no me hagas enfadar... Müller la fundamos tu padre y yo, aunque él siempre fue demasiado machista y egocéntrico para aceptarlo. Cuando nos separamos, exigí la mitad de la empresa, pero sólo conseguí el cuarenta y cinco por ciento, y ahora Müller es tuya, hijo..., ¡tuya!
—Eh..., que yo, aunque sea la pequeña, tengo una parte de mamá —protesta mi hermana.
Mi madre la mira, luego me mira a mí y prosigue:
—Eric, llevas trabajando toda tu vida en esa empresa. Sé que disfrutas planteándote nuevos retos, aunque en ocasiones tu padre te frenara. Ahora, en cambio, no habrá nadie que te detenga y...
—Mamá...
—Eric..., ¿quieres cerrar esa bocaza y dejar que mamá hable? —protesta mi hermana.
Indignado, me dirijo a Marta y mascullo:
—La bocaza la tendrás tú.
—¡La madre que os parió! ¡Vaya dos!... —se queja mi madre. Después me mira e insiste—: Eric, cariño, sé sensato... Conoces Müller mejor que nadie. Sé que te dolió lo ocurrido entre tu padre y esa sinvergüenza, pero has de reponerte y ser listo.
—Ya me he repuesto, mamá, ¿de qué hablas?
Ella comienza a andar entonces por el salón mientras dice:
—Espero que no te cierres a la vida, cariño, porque enamorarse es algo maravilloso y deseo que tú lo hagas. Quiero que encuentres a alguien que te merezca y te haga terriblemente feliz, y...
—Mamá —la corto—, déjate de tonterías. No creo en el amor, y tengo cosas más importantes que hacer.
—Hijo...
—Mamá, ¡no!
Tras decir eso, ella se calla. Mi hermana me mira con reproche y, cuando voy a añadir algo, mi madre vuelve al ataque:
—De acuerdo, no hablaremos de amor, pero Müller es tuya...
—Mamá...
—Hijo —insiste—, Müller es una empresa en alza. Tiene delegaciones en España, entre otros países, que funcionan muy bien, y sabes que estamos pendientes de inaugurar en Londres. Siempre te has mantenido en un segundo plano porque tu padre así lo quería, pero ahora eres la cabeza visible de la empresa y has de visitar la delegación de España...
—Mamá..., no me agobies.
—No te agobio, hijo. Sólo te digo que tienes que ir a España.
Oír eso me subleva.
A pesar de ser medio español por parte de madre, mis genes son totalmente alemanes. De mi madre no tengo nada. Ella es morena, ojos negros y alocada como mi hermana Marta, mientras que yo soy rubio, tengo los ojos azules, soy muy muy serio y tengo poco sentido del humor, como mi padre. Pensar en ir a España, donde la gente sonríe más que respira, me crispa, por lo que insisto:
—Si hay que ir a España, ve tú. Te entenderás mejor con ellos que yo.
Ella me mira y resopla.
—Has de ir tú, Eric. No seas cabezón. ¡Eres el jefe!
—Joder, mamá...
—¿Has dicho joder? —gruñe Marta—. Mamá, Eric tiene que meter dinero en la hucha de los tacos.
—¡Dios santo! —bramo al oírla—. ¡Qué pesada eres, Marta!
Mi hermana se ríe. ¡Menuda lianta...!
—Eric, por favor —continúa mi madre—. Para mí fue muy importante que tu padre abriera delegaciones en España. Me gusta saber que hay familias en mi país que comen gracias a Müller, y quiero que siga siendo así.
Resoplo.
—Mamá, mi carácter no tiene nada que ver con el de los españoles; ¿no crees que es mejor que los visites tú?
—No, Eric, ¡ni lo sueñes! —replica—. Precisamente por tu carácter, te respetarán más. Vamos, hijo, prométele a tu anciana madre que no venderás Müller y que irás a España.
—Mamá, por favor, no comiences con el drama —refunfuña Marta.
Pero ver cómo me mira mi madre me puede. Sé que tanto ella como Björn llevan razón en lo referente a la empresa, por lo que al final digo:
—De acuerdo, mamá. Prometo seguir adelante con Müller e ir a la oficina general de Madrid en cuanto pueda.
Mi madre sonríe, se siente victoriosa.
Sin querer decir nada inapropiado, doy un trago a mi limonada, y entonces Marta dice:
—Bueno..., y ahora que ya os habéis puesto de acuerdo con el tema de la empresa y al cabezón de mi hermanito le queda claro que Müller es parte de nuestras vidas, ¿qué tal si hablamos de Flyn? Porque o haces algo pronto o al final ese enano no cumplirá diez años porque yo me lo cargaré.
Suspiro. Me guste o no, mi hermana tiene razón. Flyn es un chico problemático.
—Siento decir esto porque adoro a ese niño, pero creo que un internado militar sería lo mejor para que aprendiera disciplina —sugiere mi madre.
No me gusta oír eso. Flyn es un niño rebelde que necesita mano dura, y respondo:
—Ni hablar. Olvídate del internado.
Mi madre asiente. Sé que, en el fondo, la idea le gusta tan poco como a mí.
—De acuerdo. Me olvido de ello, pero entonces ¿qué hacemos? —insiste.
Ver la mirada de esas dos esperando a que yo les dé una solución me subleva, por lo que gruño furioso por todo:
—¿Lo ves, mamá? No puedo ir a España: Flyn me necesita a su lado.
Ella gesticula, es la reina de la gesticulación, y, mirándome, sisea:
—Claro que Flyn te necesita a su lado, pero, hijo, eso no significa que tengas que desatender tu trabajo. Acabas de prometer que irías a Madrid; ¿ya has cambiado de opinión?
—No, mamá. Claro que no.
Mi madre sonríe. Menuda lianta está hecha...
—Simplemente habla con él y déjale claro que su actitud tiene que cambiar —indica—. Eres el único al que le hace caso, el único al que respeta, pero eso no puede continuar. Por favor, ¡ponte serio o al final tendremos un problemón muy gordo con él!
Me guste o no, mi madre tiene razón.
—De acuerdo, mamá. Hablaré con él —asiento.
Ella sonríe, me da un abrazo y yo apenas si me muevo, por lo que, cuando se separa de mí, sisea:
—Por Dios, hijo..., ¡qué alemán eres!
Llevo toda la vida oyéndola decir eso.
Y, sí, soy frío. Soy alemán.
No soy como ella, ni como Marta —ni siquiera como Hannah—, que son felices besuqueándose y abrazándose a todas horas.
Cuando mi madre se aparta de mí, veo que Marta y ella se miran, por lo que sentencio:
—Ahora no.
—Ahora sí —replica Marta y, plantándose ante mí, añade—: Te quiero, pedazo de cabezón, aunque seas más frío que un témpano de hielo. Y quiero que vayas a tu revisión, sabes que te toca hacerlo, que no eres muy constante con ello y...
—Marta —la corto, subiendo la voz—. ¡Basta ya!
Mi hermana, que no suele hacerme caso, se dispone a proseguir cuando veo que mi madre la sujeta del brazo e indica, mientras me mira:
—Hijo, ¿acaso no entiendes que nos preocupamos por ti?
Las dos me miran. Son las mujeres más importantes de mi vida y, cuando veo que a mi madre le corre una lágrima por el rostro, me siento fatal. Sin embargo, no me muevo, tengo los pies pegados al suelo. Mi hermana me dirige un gesto para que la abrace, pero, como sigo sin moverme, es ella quien lo hace y dice:
—No sabes cuánto agradezco que tu padre no fuera el mío, porque no me gustaría nada tener esos genes fríos y horrorosos que tienes tú.
Su comentario me hace sonreír y, tras acercarme a ellas, las abrazo y les doy un rápido beso en sus locas cabecitas.
—Prometo ir a la revisión, hablar con Flyn y hacerme cargo de Müller —accedo al fin—. Tranquilas, que hoy os habéis salido con la vuestra.
Mi madre sonríe, me da otro beso y, cogiendo su bolso, anuncia:
—Muy bien. Pues ahora tu hermana y yo nos vamos a cenar.
Marta abre los brazos, gesticula tanto o más que mi madre para que le dé un beso y, cuando ve que no me muevo, suelta una carcajada y dice, acercándose a mí:
—Anda, témpano de hielo, dame un beso y sigue jugando a los hombretones con nuestro diabólico sobrino. Sois tal para cual.
Cuando se van, miro mi móvil. He recibido una invitación de Harald para que vaya a su casa esta noche a una fiestecita privada, pero la rechazo. Hoy es la noche de hombres entre Flyn y yo y nada ni nadie en el mundo la estropeará.