I

LA BARAKA DEL CAPITÁN FRANCO

Una herida mortal

Todos nos hemos planteado más de una vez qué habría sido de nosotros si en un momento determinado de nuestras vidas hubiéramos decidido seguir un camino diferente al que finalmente tomamos. En ocasiones jugamos a dar marcha atrás en el tiempo, recordando episodios trascendentales en nuestro devenir mientras nos dejamos llevar por una ensoñación en la que imaginamos qué hubiera podido pasar si en vez de actuar de determinada forma lo hubiéramos hecho de la contraria. A veces lo hacemos arrepentidos, lamentándonos amargamente de nuestros errores, proyectados de nuevo por nuestra mente en un vívido flashback sin que podamos hacer ya nada para corregirlos. Buscando cierto consuelo, la mayoría achacamos esos fatídicos episodios al destino, concepto impreciso de difícil descripción al que casi siempre reprochamos nuestros malos momentos y al que solemos olvidar cuando la ruleta en la que gira se detiene en la casilla de la fortuna. Guiados por la religión o la superstición, nos preguntamos por los motivos que determinan su capricho, buscando quizá atraer la buena suerte o ahuyentar un mal agüero.

Creencias, cultura, tradiciones y sociedad son elementos que influyen decisivamente en el concepto que cada uno de nosotros tiene sobre el destino. Los más religiosos lo identifican con la Providencia divina, mientras que los que se hacen pasar por escépticos se engañan a sí mismos recurriendo a las casualidades. Aquellos de mente más científica plantearán incluso una fórmula matemática que pueda explicarlo. Con independencia de nuestras convicciones, más o menos frívolas, a lo largo de nuestras vidas pocos de nosotros nos habremos llegado a plantear alguna vez la posibilidad de que los dioses hayan trazado un plan maestro para cambiar el curso de la historia en el que nos tengan reservado un papel protagonista a la hora de cumplir sus designios. A lo sumo podemos llegar a pensar, casi siempre desde una perspectiva nefasta en lo que nos atañe, que nuestras debilidades y pecados han podido influir en el estado de ánimo divino, inclinando su omnímodo poder en un sentido u otro. Pero de ahí a resultar elegidos por el dedo de Dios hay un buen trecho.

Por descabellada que para los más sensatos pueda parecer esta idea, existe cierto número de personas que por diferentes motivos, en muchos casos relacionados con trastornos mentales, llegan a interpretar algunos acontecimientos personales de sus vidas como señales del destino, identificando a éste con la Providencia divina, que adoptaría esa vía de contacto para comunicarse con el elegido y transmitirle su voluntad ineludible a la que debe someterse como mortal temeroso de Dios. Como corresponde a la naturaleza del encargo, los objetivos acostumbran a ser de carácter elevado: derrotar a un poderoso enemigo impío o salvar a una nación —pueblo al que pertenecería el elegido— de un grave peligro o de las garras de la degeneración. En los casos más graves, el convencimiento puede ratificarse con sueños crípticos, visiones turbadoras, audición de voces que sólo oye el aludido o incluso apariciones de seres celestiales, todos ellos fenómenos que pueden ser síntomas de una enfermedad psiquiátrica pero que sirven para reforzar la fe del afectado predispuesto. Estos rasgos de personalidad mesiánica no son exclusivos de los delirios de grandeza de aquellos que padecen un trastorno mental, sino que pueden presentarse en sujetos sanos que hayan desarrollado un ego desmesurado, regido por una soberbia y ambición sin límites.

En el sustrato histórico de los mitos, en los textos sagrados de todas las religiones y en el rigor de los testimonios que podemos encontrar en las páginas de los libros que dan fe del pasado, podemos encontrar numerosos ejemplos de líderes y caudillos que llegaron a la cima del poder o emprendieron gestas que cambiaron el mundo guiados por un mesianismo irredento, ya fuera de naturaleza enfermiza o mística. Desde los sátrapas, faraones y césares de la Antigüedad a los dirigentes políticos y líderes militares de la Edad Contemporánea, figuras como las de Alejandro Magno, Napoleón o Hitler, por citar algunos de los más conocidos, se consideraron predestinados a satisfacer la voluntad dictada desde los cielos o, en su defecto, por una identidad superior, y por ello contemplaron sacrificarse en el altar de un elevado ideal que haría inscribir sus nombres en los templos de la inmortalidad. En realidad, su inconmensurable egocentrismo les llevó a creerse sus propias fantasías, aunque el mensaje les pudo resultar muy útil para conducir a pueblos enteros hacia la gloria o el desastre.

En relación con este tema, el caso de Francisco Franco representa algo mucho más modesto y de raíz puramente hispánica, donde el personaje pretendió ser el continuador del pasado glorioso de una nación. Desde muy joven, prácticamente desde que abandonó abruptamente la niñez para adentrarse en una adolescencia que no fue precisamente una etapa de grato recuerdo para él, Franco dio la impresión de estar preparándose para asumir un gran reto que le conduciría hasta una meta por él mismo glorificada, aunque por aquel entonces no tuviera muy clara la naturaleza de su misión. Este proceso nos recuerda a las etapas del camino iniciático que debe seguir todo aquel que aspira a convertirse en héroe. No existen testimonios —hay que tener en cuenta que en la biografía de Franco siguen existiendo grandes lagunas— que puedan confirmar lo que es una simple sospecha, pero todo apunta hacia esa dirección, lo que nos llevaría a interpretar en este sentido muchos de los pasos que le condujeron hasta la cima del poder. Como él mismo llegó a creer con fe ciega, la legitimación de su autoridad dictatorial provenía de la voluntad de Dios, aunque en realidad se escondiese detrás un ejercicio personal de soberbia, ambición, crueldad y venganza que nada tenía que ver con la intervención divina. Para encontrar el origen de esta trascendente convicción debemos remontarnos a las primeras décadas del siglo XX y viajar hasta el norte de África, donde Franco servía como oficial en el ejército colonial y soñaba con convertirse en un personaje admirado por todos aquellos que hasta entonces le habían despreciado, aunque tuviera que ponerlos en su sitio usando una violencia de la que nadie le veía capaz.

El 27 de noviembre de 1912 se firmó un tratado con Francia para delimitar las fronteras entre los respectivos protectorados que las dos naciones ejercían sobre Marruecos. Como consecuencia del acuerdo, el 19 de febrero de 1913 el general Alfau, Alto Comisario de España en la región, ocupó pacíficamente Tetuán, ciudad que se convertiría en capital del Protectorado Español. Muchos rifeños reaccionaron hostilmente a la ocupación y las tribus de Yebala y Gomara, lideradas por El Raisuni, un caudillo legendario al que muchos consideraban el legítimo heredero del trono marroquí, se levantaron en armas y establecieron su cuartel general en las escarpadas montañas que rodeaban las posiciones españolas alrededor de Tetuán.

El 15 de abril de 1913, el teniente Franco fue destinado a un tabor —la unidad militar de tipo batallón en la que se encuadraban los regulares indígenas del ejército colonial español—, donde asumió el mando de una sección. Estos aguerridos soldados norteafricanos eran difíciles de manejar y exigían de los oficiales europeos una fuerte personalidad para mantener entre ellos una férrea disciplina. Aunque el joven teniente ya estaba curtido en el campo de batalla y su físico se había endurecido, su baja estatura y su voz atiplada no jugaban precisamente a su favor en cuanto a imponer respeto entre sus hombres se refiere. Pero Franco, consciente de sus limitaciones, nunca se dejó dominar por sus complejos. A su llegada, los soldados le recibieron con recelo, dudando entre despreciarle si no mostraba su valor con decisión, u obedecerle ciegamente si compartía a su lado los peligros del combate. Desde un principio, el nuevo teniente del tabor se esforzó por contradecir las apariencias, dirigiéndoles una enérgica arenga montado sobre un caballo blanco que disimulaba su corta estatura. Sin embargo, aquellos regulares no iban a dejarse impresionar fácilmente por un discurso pronunciado en una lengua que la mayoría ni siquiera comprendía. Franco tuvo claro que para ganarse su lealtad debía demostrar con hechos el coraje que se le presuponía. Si no, ellos mismos se encargarían de acabar con él.

El 11 de junio de 1913, dos columnas españolas bajo las órdenes del coronel José García Moreno y del general Miguel Primo de Rivera convergieron camino de Tánger, dispuestas a sofocar la rebelión de las cabilas en pie de guerra. En previsión de los duros combates que se avecinaban, se reclamó la presencia de las tropas de regulares de Melilla para que participasen en la vanguardia de las operaciones. El 17 de junio, Francisco Franco embarcó junto con sus hombres rumbo a Ceuta y, cuatro días más tarde, el tabor al que pertenecía su sección tomó posiciones en los sectores comprometidos. El joven teniente estaba ansioso por entrar en acción y demostrar su valor al frente de sus regulares, una oportunidad que se presentó al poco tiempo de llegar a la zona de operaciones.

Después de numerosas escaramuzas, los mandos militares españoles decidieron lanzar una gran ofensiva contra los rebeldes, y para ello movilizaron un ejército compuesto por más de veinte mil soldados. Durante el desarrollo de la campaña, los regulares de Franco participaron en la que fue conocida como acción de Beni Salem, unos encarnizados combates en los que fueron rechazados sucesivos ataques de los rifeños contra Tetuán. Por su destacada participación en aquella jornada, Franco fue ascendido a capitán y recibió su primera mención en un parte de guerra emitido por el mando superior. Al margen de estos reconocimientos oficiales por sus méritos en el campo de batalla, el joven oficial se ganó la estima y el respeto de sus regulares, algo que era más apreciado que las medallas a la hora de enfrentarse al enemigo.

Durante los meses siguientes, Franco participó en numerosas operaciones militares de menor entidad, aunque su peculiar forma de ejercer el mando, acompañando siempre a sus hombres en primera línea y dueño de una gran sangre fría, empezó a llamar la atención en los círculos castrenses. Considerado un oficial competente y valeroso, poco a poco se creó en torno a su figura un aura de invulnerabilidad, también relacionada con un determinado tipo de suerte que lo mantenía a salvo del peligro en los duros combates en tierras africanas. Ese convencimiento se extendió entre los soldados indígenas bajo su mando, quienes pronto empezaron a hablar de la baraka con la que había sido ungido el capitán Franco.

El concepto de baraka resulta de difícil comprensión para los occidentales, que suelen confundirlo con el término suerte, entendido en relación directa con los sucesos favorables que le puedan ocurrir a una persona en el transcurso de su vida. Otras interpretaciones lo identifican con el destino que dicta la Providencia, siempre desde una perspectiva positiva. Sin embargo, para la cultura islámica tiene un significado sensiblemente diferente que ha sido heredado de la tradición mística sufí. Desde este punto de vista, la baraka está reservada a los discípulos que hayan alcanzado un estado de conciencia elevada, a los hombres santos de alma limpia entre los que se difunde la gracia de Dios. Se trata por tanto de una bendición divina que alcanza a unos pocos escogidos. La baraka también tiene un carácter profético que afecta al sujeto bendecido convirtiéndole en un elegido para llevar a cabo una misión divina. Interpretada como una especie de protección que emana del asceta, puede extenderse a todos aquellos que se encuentren en su presencia.

Al contrario de lo que ocurría con la mayoría de los oficiales europeos, que ejercían el mando sobre las tropas indígenas influenciados por prejuicios racistas y, por lo tanto, despreciaban sus costumbres, el capitán Franco se sintió cada vez más identificado con sus regulares, y estableció con ellos una intensa conexión que revirtió en fuertes vínculos de camaradería. El joven oficial español sabía que podía confiar plenamente en sus hombres, de la misma forma que ellos sabían que nunca les abandonaría en el campo de batalla. Al principio, Franco no debió prestar mucha atención al tema de su supuesta baraka, a la que debió de considerar como una superstición nativa compartida por los soldados, una leyenda influenciada por ancestrales creencias de los musulmanes y sobre la que hablaban en voz baja frente a las hogueras de los vivaques.

Poco a poco, los comentarios que él interpretó como intrascendentes dieron paso a un respeto reverencial hacia su persona, un comportamiento que provocó en Franco un cambio de actitud que le llevó a creer en la posibilidad de que realmente hubiera sido bendecido por algún tipo de suerte que le sirviera de protección ante las balas del enemigo, aunque no acabase de comprender muy bien los motivos que pudieran influir en la concesión de esa gracia. Al margen de interpretaciones más o menos heterodoxas, lo cierto es que los hechos de las campañas en el norte de África pudieron influir a la hora de convencerle. De los cuarenta y dos jefes y oficiales que entre 1911 y 1912 se incorporaron a los regulares de Melilla, a finales de 1915 sólo quedaban siete. El resto habían resultado muertos o heridos en acción de guerra. Franco era uno de los que había salido ileso de los combates a pesar de haber tentado demasiadas veces a la muerte. Por eso no resulta extraño que en circunstancias tan excepcionales llegara a creerse privilegiado por la baraka. Pero lo que no sabía era que su fortuna estaba a punto de ponerse a prueba.

Mientras la situación en Marruecos parecía estabilizarse, Europa se desangraba en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. Dentro de su estrategia global, los alemanes desplegaron una intensa actividad en el norte de África e iniciaron conversaciones con el Gobierno español para establecer en el Protectorado, bajo su control directo, una colonia de explotación de recursos con el propósito de suministrar materias primas para mantener su esfuerzo de guerra. El Ejecutivo español manifestó su rechazo a la propuesta alemana ante el riesgo que podía suponer para el mantenimiento de la neutralidad española. Los alemanes encajaron mal aquella decisión que comprometía sus planes en la región, así que esa afrenta no podía quedar impune. Con el propósito de obligar a Francia a retirar tropas del frente europeo y de paso perjudicar los intereses españoles, se dedicaron entonces a intrigar entre los rifeños, comprando con grandes cantidades de dinero a los caudillos de las tribus para incitarles a la rebelión contra las autoridades coloniales de ambas naciones.

En marzo de 1915, Franco recibió el mando de la tercera compañía del Tercer Tabor de Regulares de Melilla. Por aquel entonces, la Alta Comisaría del Protectorado había entablado conversaciones con El Raisuni para llegar a un acuerdo de paz definitivo. Tras duras negociaciones, el líder rifeño se comprometió a un alto el fuego cuando las autoridades españolas pusieron encima de la mesa una cantidad de dinero superior a la que le ofrecían los alemanes. Mientras los generales se enredaban en asuntos diplomáticos, Franco vivió un periodo de relativa tranquilidad. Nombrado cajero de los fondos de su unidad, responsabilidad en la que no se sentía especialmente cómodo, el impaciente capitán no veía el momento de entrar de nuevo en acción.

Para acabar con los últimos núcleos de resistencia que se negaban a aceptar la autoridad de El Raisuni, los mandos militares españoles planearon una nueva ofensiva contra las irreductibles cabilas financiadas por los servicios secretos alemanes con la intención de desestabilizar la zona. Apostados a lo largo de una estrecha franja costera, los rebeldes controlaban la ruta que llegaba hasta Tánger y con ello ponían en peligro las comunicaciones entre las posiciones españolas. Para poner fin a sus incursiones, se ordenó tomar el principal puesto fortificado del enemigo, situado en un lugar elevado entre estratégicas colinas que podía ser bien defendido. Para cumplir con esa peligrosa misión, el 27 de junio de 1916 partió de Tetuán hacia Ceuta un tabor de regulares al mando del comandante Enrique Muñoz Güi. Era la unidad a la que pertenecía la compañía del capitán Franco. En total, el contingente español formaba una columna compuesta por más de diez mil efectivos, un ejército que debía aplastar los últimos focos de la rebelión.

La que llegó a ser conocida como Loma de las Trincheras consiguió resistir una primera carga de la caballería española. Tras ser rechazada, se decidió que el tabor de regulares del comandante Muñoz marchase al frente de un segundo asalto. Los soldados indígenas, guiados por sus oficiales, se lanzaron entonces a pecho descubierto contra las posiciones que ocupaba el enemigo. En los intensos combates que tuvieron lugar a continuación, murió el comandante Muñoz y su segundo quedó gravemente herido. El capitán Franco se dio cuenta de la grave situación y asumió el mando del tabor, decidido a cosechar una Cruz Laureada de San Fernando, la máxima condecoración militar española.

El ímpetu del joven oficial animó a sus hombres, quienes bajo el fuego enemigo consiguieron alcanzar en un ataque suicida la primera trinchera, antes de tomarla en una despiadada lucha cuerpo a cuerpo. En un momento determinado, Franco habría cogido el fusil de uno de los caídos y disparado contra los rifeños que iniciaban una desordenada retirada. Fue en ese momento cuando sintió un fuerte dolor en el abdomen que le hizo desplomarse. Mientras sus hombres aseguraban la trinchera que acababan de ocupar, Franco fue alcanzado por la bala de una de las ametralladoras enemigas emplazadas en lo alto de la colina. En aquella jornada, la compañía bajo su mando se cubrió de gloria pero a un alto precio. Al final del día habían perdido a más de cincuenta hombres, entre muertos y heridos, de los ciento treinta y tres que componían la unidad. El total de bajas españolas ascendió a cuatrocientos fallecidos, una de las tasas más altas sufridas hasta entonces en las campañas africanas.

Ese fatídico día, el capitán Franco parecía destinado a figurar en la lista de fallecidos. La bala le había perforado el estómago y le había ocasionado una herida que en casi todos los casos resultaba mortal de necesidad, debido a la falta de medios y condiciones sanitarias adecuadas para su tratamiento. Tras perder el conocimiento, muchos le dieron por muerto. La baraka que hasta entonces le había protegido parecía haberle abandonado, sin que la supuesta bendición divina pudiera hacer nada por salvar su vida.

El renacido

El cuerpo del capitán Franco quedó tendido sobre el campo de batalla mientras continuaban los combates. Algunos de sus regulares formaron un perímetro para proteger al oficial caído mientras el árido suelo se empapaba con la sangre que manaba de su herida. Incapaz de moverse, fue su asistente quien cargó con él al hombro como si fuera un fardo hasta llegar a la retaguardia para ponerle a salvo. En un primer momento, Franco fue evacuado a un puesto de primeros auxilios donde el médico que le atendió confirmó la gravedad de la herida. El balazo le había rozado el intestino pero no afectaba a ningún órgano vital. Sin embargo, la falta de antibióticos con los que tratar la infección condenaba al capitán a una muerte lenta y prácticamente segura. Convencido de que no llegaría con vida a un hospital, el cirujano de campaña le desahució. Mientras esperaba la llegada de la muerte entre el resto de agonizantes, Franco pidió al padre Carlos Quirós Rodríguez, capellán castrense, que le administrase la extremaunción.

Ante la sucesión de hechos que estaban a punto de producirse, este acto litúrgico puede interpretarse como una especie de seguro de salvación eterna en caso de que no pudiera sobrevivir. Porque a pesar de la gravedad de su estado, el capitán Franco no estaba dispuesto a morir, al menos entonces, sin cumplir con la misión para la que él creía que había sido escogido. Nunca sabremos lo que pasó por la cabeza del futuro dictador en esos angustiosos momentos. Tampoco podemos conocer si intuía la trascendencia del destino que le tenía reservado la Providencia. Lo que está claro es que con ayuda de la baraka o sin ella estaba dispuesto a seguir con vida.

Tras la muerte de Franco, su hija Carmen contó a los historiadores Stanley Payne y Jesús Palacios, autores de una biografía personal y política del dictador, la versión de lo acaecido en ese día oída directamente de labios de su padre. Según su relato, ante la negativa del médico a permitir su evacuación a pesar de que él insistiera en que la herida no le dolía y que podía respirar con normalidad, el capitán le dijo a su asistente indígena, que permaneció en todo momento a su lado, que encañonase con su fusil a los sanitarios y les obligara a subirle al camión que se disponía a trasladar a los heridos a retaguardia. El soldado hizo lo que se le ordenó, y Franco consiguió llegar vivo al hospital de campaña sin desangrarse.

Los médicos militares que le asistieron entonces consiguieron estabilizarle. De los once heridos que fueron evacuados con él, siete murieron antes de poder recibir tratamiento. Mientras luchaba por seguir viviendo, los doctores le dijeron que había tenido mucha suerte. La bala había penetrado en su cuerpo en el momento en que inspiraba aire, circunstancia que impidió que ésta afectara a órganos vitales. De no haber sido así, lo más probable es que la herida le hubiera matado. Después de dieciséis días de convalecencia, el capitán Franco se encontraba lo suficientemente recuperado para ser ingresado en el Hospital General de Ceuta, donde recibió la visita y los cuidados de su madre. Su organismo había logrado detener la infección en una sorprendente mejoría que asombró a todos. Algunos hablaron de un milagro. Otros envidiaron su increíble buena suerte. Para Franco estaba clara la intervención protectora de una baraka bienhechora que le allanaba el camino hacia grandes metas. Como recuerdo de aquella dolorosa experiencia le quedó una cicatriz de su cita pospuesta con la muerte. La trascendencia sobrenatural que para él tuvo aquel suceso cambiaría su vida.

Después de cinco semanas en el hospital, Franco recibió el alta y se le concedió un permiso de tres meses para completar su recuperación en casa. Después de cuatro años y medio en tierras africanas, el 3 de agosto de 1916 se embarcó hacia El Ferrol para regresar al hogar materno. Durante su larga convalecencia, Franco tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre los acontecimientos que le habían llevado hasta allí y sobre el sentido de una vida que había estado a punto de perder. Debió de ser entonces cuando se produjo en él una profunda transformación que, además de servir para reafirmar su confianza en sí mismo, sacudió los pilares sobre los que se elevaba el edificio de sus creencias y convicciones más personales. En esos momentos de introspección casi mística y recogimiento ascético, que a partir de ese episodio se repetirían cada vez que se enfrentó a una difícil decisión, tomó conciencia del verdadero significado que sus soldados concedían a la baraka, un sentido que Franco adaptó a las creencias de su religión y elevó a una categoría por encima de la buena estrella que muchos persiguen y pocos alcanzan: se sintió elegido por una fuerza superior que identificó con el Dios cristiano. Como había quedado demostrado, al amparo de su protección nada podría detenerle, ni siquiera las balas.

Confuso, el capitán Franco debió preguntarse cuál podía ser la misión encomendada por mandato divino, responsabilidad trascendente que había justificado que siguiera con vida, al mismo tiempo que dudaba si estaría a la altura de las circunstancias sin saber qué era exactamente lo que se esperaba de él. Fue entonces cuando se sirvió de la oración para entrar en contacto con Dios y recibir respuestas precisas que consolasen su angustia.

Antes de seguir especulando sobre algunos de los rasgos más introspectivos de la psicología de Franco relacionados con su supuesta baraka, conviene recordar que en la formulación de esta hipótesis de trabajo caminamos desorientados por un tupido bosque de meras sospechas que carecen de fundamento histórico, aunque no por ello deben minusvalorarse ni mucho menos ignorarse, ya que pueden servirnos para ponernos en la piel del personaje y ayudarnos a comprender algunas de las decisiones que marcaron su vida para siempre.

Siguiendo con esta línea podemos aventurar que después de sortear la muerte Franco posiblemente se sintió renacer y experimentó la capacidad de acceder a un plano superior de conciencia que le permitió contemplar su propio futuro, o al menos el que él mismo había trazado y en el que se veía en una proyección temporal a medio plazo. Una vez iniciado en los secretos que sólo conocían los elegidos por la Providencia, esperó pacientemente a que las señales divinas le guiasen por el camino que debía tomar. El problema es que estaba predispuesto a interpretar como voluntad divina lo que para el resto eran simples casualidades derivadas de hechos cotidianos.

Dejando a un lado las especulaciones y volviendo al plano de los sucesos comprobables, lo cierto es que el cambio físico y espiritual experimentado por Franco tras recuperarse de su grave herida resultó claramente evidente, como atestiguaron algunos de sus camaradas cuando el 1 de noviembre de 1915 se reincorporó a su unidad en África. Sin embargo, en contra de lo que hubiera esperado, su recibimiento no fue precisamente el que se reserva a los héroes, y sufrió una decepción que hirió su orgullo. Por su actuación en el combate de la Loma de las Trincheras, Franco fue propuesto para ser promovido al empleo de comandante. Sin embargo, el ascenso le fue denegado en un primer momento debido al excesivo número de oficiales que se encontraban en su misma situación y atascaban los escalafones. El capitán también fue propuesto para recibir la Laureada, pero en el expediente previo que justificaba la concesión de la codiciada medalla salieron a relucir algunas irregularidades que aconsejaron su denegación, entre ellas el elevado número de bajas producidas durante el asalto y la actitud mantenida por Franco durante la investigación informativa, en el transcurso de la cual se atribuyó actos de heroísmo que en realidad no había protagonizado.

Las decisiones tomadas por la cúpula militar fueron interpretadas por el joven oficial como un ataque directo contra él, provocado por la envidia y los celos profesionales. Teniendo en cuenta su carácter orgulloso, resulta fácil imaginar la frustración y el resentimiento causado por aquella afrenta que nunca olvidaría ni perdonaría. Ofuscado, Franco no podía comprender por qué los mandos militares le habían negado unos honores concedidos a otros que habían protagonizado actos valerosos de la misma naturaleza. Tomado desde la perspectiva de su personal punto de vista, si había alguien que merecía el ascenso y la Laureada, ése era él, que había tomado la trinchera sacrificando su vida —y sólo la había salvado en el último momento gracias a la intervención divina, que le había bendecido con la baraka—. Puede que el ambicioso capitán superase aquel amargo trago interpretándolo como una prueba enviada desde el cielo para tantearle y ver si reunía las virtudes que deben poseer los elegidos. Al margen de que introspectivamente pudiera albergar esa disquisición, lo cierto es que Franco, con su acostumbrada paciencia, supo esperar el tiempo necesario para cobrarse lo que legítimamente creía que le pertenecía.

Uno de los primeros decretos que firmó el dictador una vez finalizada la Guerra Civil fue el de concederse a sí mismo la Laureada, una medida egocéntrica que disimuló bajo la apariencia de una decisión consensuada para que no fuera tan evidente. El documento, con fecha del 19 de mayo de 1939, estaba firmado por el vicepresidente del Gobierno, el general Gómez Jordana, y el ministro de Defensa Nacional, el general Fidel Dávila, atendiendo a una supuesta petición unánime de todos los poseedores de la Gran Cruz Laureada de la Orden de San Fernando. La medalla le fue impuesta al Caudillo en un sencillo acto celebrado antes del inicio del Desfile de la Victoria de aquel año. El 17 de julio de 1940, la cúpula militar del régimen acudió en pleno a una nueva ceremonia de concesión de la medalla en el Palacio Real de Madrid, un episodio que tuvo lugar en el contexto de los actos de conmemoración del cuarto aniversario de la sublevación contra la II República. La razón oficial que explicaría la repetición de esta formalidad estaría en la procedencia de la primera Laureada. Debido a la precipitación del momento, en la primera ocasión no hubo tiempo de hacer una exclusiva para el Caudillo. Para evitar demoras que no hubieran sido aceptadas por el Generalísimo, la que se colocó sobre la pechera de la guerrera de Franco pertenecía en realidad al general Marina, que la cedió provisionalmente. En la segunda ocasión, los compañeros de armas del dictador quisieron obsequiarle con una lujosamente enjoyada que había sido hecha especialmente para él.

Continuando con los desencuentros que caracterizaron en muchas ocasiones las relaciones de Franco con algunos de sus compañeros de armas en la cúpula militar, debemos recordar que al inicio de la Guerra Civil el futuro dictador ocupaba un segundo plano detrás de Sanjurjo y Mola, los verdaderos cerebros del golpe del 18 de julio de 1936 y destacadas figuras a las que nadie discutía su preeminencia en el Gobierno que pudiera formarse tras una victoria final del bando sublevado. Sin embargo, sus muertes prematuras en sendos accidentes aéreos nunca aclarados despejaron el camino al futuro dictador. Sin descartar la implicación directa de Franco o de personas cercanas a su entorno en una conspiración para acabar con la vida de los dos generales que podían bloquear su ascenso al poder, lo cierto es que el Generalísimo interpretó esas trágicas circunstancias como una nueva señal providencial, una manifestación del poder divino, que de esa forma eliminaba a los posibles rivales de quien se consideraba a sí mismo como su elegido. De esa forma tan explícita, Dios revelaba que estaba de su lado, al mismo tiempo que le señalaba el camino que debía seguir para cumplir el destino que se le había reservado.

Volviendo al pasado, el regreso del capitán Franco a su tabor en Tetuán causó una profunda impresión entre los regulares de su unidad. Como hombres supersticiosos, la mayoría de los soldados indígenas creyeron estar en presencia de la visión de un fantasma que regresaba del mundo de los muertos para atemorizar a los vivos. El aspecto físico del oficial contribuyó a transmitir esa imagen de ultratumba. Aunque se encontraba completamente recuperado de su herida, su rostro demacrado y la extrema delgadez de su cuerpo sobrecogieron a los aguerridos regulares, algunos de los cuales habían sido testigos de cómo resultaba herido de muerte en la acción de la Loma de las Trincheras. Cuando se hubieron recuperado de la impresión inicial de aquel reencuentro, aquellos curtidos soldados murmuraron entre dientes mientras sus miradas de asombro lo decían todo. Estaban convencidos. Aquel capitán enclenque de voz atiplada y ralo bigotillo era un renacido bendecido por la baraka que el cielo reserva a los elegidos. A partir de entonces, esos hombres se mostraron siempre decididos a seguirle hasta la muerte, en una comunión que iba más allá de la debida obediencia a un superior. Su lealtad sería inquebrantable, como demostraron en numerosos episodios de las campañas desarrolladas en el norte de África y durante el transcurso de la Guerra Civil. Algunos de ellos permanecieron a su lado cuando Franco se convirtió en dictador, orgullosos de velar por la seguridad de un hombre que se creía predestinado a cambiar la historia.

Una de las imágenes más icónicas y difundidas del franquismo es la del espectacular Rolls Royce negro que el dictador solía utilizar en sus desplazamientos oficiales rodeado por una vistosa escolta formada por soldados a caballo luciendo llamativos uniformes de inspiración marroquí. Fue la conocida como Guardia Mora de Franco, integrada por tropas escogidas del Ejército de África. Esta unidad de élite protegió al Caudillo hasta que fue disuelta cuando en 1956 Marruecos alcanzó su independencia. La presencia de estos soldados también fue habitual montando guardia en los accesos al Palacio de El Pardo, situados siempre muy cerca de donde estuviese el dictador. Su base principal se encontraba en el madrileño Cuartel del Conde Duque, mientras que sus oficiales residían en la colonia militar de Mingorrubio, un pequeño barrio de casas adosadas muy próximo a la que fue la residencia oficial de Francisco Franco.

Muchos de estos soldados eran veteranos de la Guerra Civil, en la que se ganaron fama de crueles y sanguinarios. Algunos participaron en el Desfile de la Victoria de 1939, marchando frente a la tribuna donde se encontraba Franco. En una de las ediciones del diario ABC publicada en aquellos días se homenajeó a esta unidad militar en los siguientes términos: «Son la Guardia Imperial del Caudillo. No hay en el mundo militar más hermoso escuadrón ni más leales jinetes». Estas palabras ponen de relieve el especial simbolismo que representó la Guardia Mora durante el franquismo. Más allá de un simple toque exótico con el que el régimen quisiera expresar una trasnochada magnificencia, estos jinetes musulmanes recordaban a Franco su pasado africano, años en los que había tomado conciencia de su destino como elegido ungido por la baraka divina, la revelación que aquellos fieles y aguerridos soldados le habían ayudado a interpretar. Por tanto, además de protegerle en el sentido estricto del término, la presencia de la Guardia Mora en su entorno más cercano cumplía también con la función de poderoso talismán que garantizaba la permanencia y eficacia de la fortuna que acompaña a los favorecidos, una razón poderosa que explicaría que siempre los quisiera tener a su lado, aunque personalmente mantuviera las distancias.

Brujas y adivinos

Al ahondar en la biografía del dictador sobre los años que permaneció combatiendo en el norte de África, encontramos testimonios que hacen referencia a la importancia que concedió a la magia y a las predicciones de las artes adivinatorias cada vez que tenía que tomar una decisión importante. En lo que respecta a este tema, Franco coincidió con Hitler y otros jerarcas nazis, asiduos a las consultas privadas con magos, adivinos y sensitivos. Aunque en apariencia hicieran creer que estaban dispuestos a erradicar cualquier práctica de este tipo mediante una persecución implacable, lo cierto es que los líderes del III Reich fueron bastante aficionados a la astrología y a las prácticas adivinatorias, un recurso del que hicieron un uso reiterado al estallar la Segunda Guerra Mundial, y que consultaron con asiduidad cuando la marcha de la contienda se tornó favorable a los aliados. Ahondando en la paradoja, los nombres de personajes como Erik Jan Hanussen y Wilhelm Wulff alcanzaron cierta notoriedad en la siniestra trastienda del nazismo actuando al servicio personal de sus dirigentes, que los empleaban para que pusieran sus supuestos poderes sobrenaturales en beneficio de la causa alemana. Sus arriesgadas profecías y los errores fatales de sus predicciones condujeron a algunos de ellos a las fauces de la máquina represora nazi, de las que no salieron con vida.

Las evidencias apuntan a que Franco, pendiente de todas aquellas señales que para él pudieran significar una llamada de la Providencia, acudió a los adivinos en esa etapa de su vida, aunque en caso de vaticinios fallidos no consta que llegase a utilizar contra ellos los crueles métodos usados por los nazis. El entonces oficial de brillante y prometedora carrera, pero de naturaleza desconfiada, necesitaba confirmar sus dudas con predicciones que resultasen propicias a sus ambiciones. Con el objetivo de interpretar los mensajes que pudieran llegarle desde el cielo, es posible que Franco recurriese a aquellos que la superchería popular consideraba como interlocutores «autorizados» por poseer las facultades extrasensoriales necesarias para entrar en conexión directa con la divinidad. Arrastrado por su fe en la existencia de ese canal de comunicación sobrenatural, una creencia que aunaba elementos supersticiosos con otros de raíz profundamente religiosa, el entonces oficial del Ejército de África habría confiado en una atávica tradición de carácter mágico. Antes de entrar de lleno en este tema conviene que nos situemos en contexto.

En la cultura bereber del Magreb se siguen practicando ritos ancestrales relacionados con su milenaria cultura. Los orígenes del pueblo amazigh, como los bereberes prefieren que se les llame, se remontan a hace varios miles de años y hunden sus raíces en la franja de territorio comprendida desde la costa atlántica del Sáhara hasta las fronteras actuales del moderno Egipto, limitando al sur con el Sahel, en aquel entonces una tierra fértil en la que abundaba el agua. Las manos de primitivos artistas amazigh estarían detrás de las misteriosas pinturas rupestres de Tassili n’Ajjer, término en lengua bereber que puede traducirse por «la llanura de los ríos», algunas de cuyas enigmáticas representaciones han sido interpretadas por investigadores del misterio como claras evidencias de la presencia de ovnis y supuestas visitas de seres extraterrestres en la Antigüedad.

La presencia entre las comunidades bereberes de sujetos rubios o pelirrojos y de ojos claros ha sido achacada históricamente al asentamiento de tribus de vándalos, un pueblo procedente del centro de Europa que en el siglo V de nuestra era habría cruzado el estrecho de Gibraltar para fundar un efímero reino en Túnez. Sin embargo, nuevas teorías proponen unos orígenes raciales diferentes que añadirían más misterio a la procedencia de esta cultura del Magreb. Según las mismas, los amazigh podrían descender de los antiguos libios, gentes de piel y cabellos claros cuyo pasado se remonta a los llamados hombres de Afalou, un grupo humano del norte de África emparentado con los primitivos cromañones. Los estudios realizados por el prestigioso genetista italiano Luigi Luca Cavalli-Sforza y la Universidad de Princeton así lo demostrarían, ya que aportan pruebas de ADN que pondrían de manifiesto una escasa vinculación de los bereberes con grupos raciales norteafricanos.

En la actualidad, el pueblo bereber lo forman entre veinticinco y cuarenta y cinco millones de individuos, repartidos entre varias naciones del Magreb. Aunque todavía conservan una parte de sus ricas tradiciones y su propio idioma, poco a poco han ido perdiendo su cultura, influenciados en principio por la presencia colonial europea y, en los últimos años, sometidos a una progresiva y rápida islamización de sus costumbres. Para los musulmanes radicales, los ritos de los bereberes son considerados paganos y satánicos, y por ello exigen vehementemente su erradicación. El acoso ha llegado a tal punto en los últimos años que el Gobierno marroquí ha cedido a las presiones y ha prohibido que se pongan nombres de origen bereber a los niños recién nacidos. Medidas de este tipo también obedecen a razones políticas que buscan la integración forzosa de este pueblo en la sociedad marroquí para evitar así que puedan repetirse las tensiones raciales y separatistas ocurridas en el pasado, las cuales pusieron en serios problemas al Gobierno de Rabat.

Volviendo al tema que nos ocupa, en el primer cuarto del siglo XX los bereberes se concentraban en la región del Rif, zona bajo control del Protectorado Español de Marruecos. Aislados en las montañas y ajenos al proceso de occidentalización, rechazaron a tiros los intentos de penetración de los españoles en unas campañas en las que tuvo su bautismo de fuego Francisco Franco. Los amazigh se mantuvieron aferrados a sus costumbres, muchas de ellas con un fuerte componente mágico y que poco o nada tenían que ver con la religión islámica que supuestamente profesaban. Como pueblo orgullosamente supersticioso, creían, y siguen creyendo, en las dañinas consecuencias del mal de ojo, en la existencia de perversos duendes y en las posesiones demoníacas. En la práctica de sus creencias ancestrales resulta habitual recurrir a la ayuda de hechiceros, y sobre todo de brujas, para que sus elaborados conjuros los ayuden a hacer frente a las malvadas fuerzas sobrenaturales que puedan amenazar sus vidas y las de sus familias, además de acudir a ellos para que les predigan su futuro. Para hacernos una idea del carácter profundamente mágico que impregna la sociedad bereber, cabe recordar que en su imaginario popular se encuentra muy difundida la fe en el poder sanador de algunos relatos simbólicos narrados por determinadas mujeres en noches de luna.

Inmersos en este contexto, era habitual que los oficiales y soldados del Ejército español destinados en el norte de África durante las primeras décadas del siglo siglo XX consultasen a brujas bereberes para que les leyesen el futuro, de la misma forma que fumaban quife en cachimbas, apostaban jugando a las cartas, se emborrachaban con parsimonia en los clubes militares o acudían en tropel a desfogarse en sórdidos prostíbulos. En medio de una situación de guerra se tiene una perspectiva diferente de la vida, lo que incita a consumirla de forma intensa. Como muchos de sus biógrafos han comentado, Franco rehuía el contacto con sus compañeros de armas y despreciaba unas diversiones que según su estricto código moral consideraba obscenas. Cuando sus obligaciones militares se lo permitían le gustaba pasear en solitario por las estrechas y ruidosas callejuelas de las plazas africanas, caminando inmerso en sus propios pensamientos. Puede que en una de esas largas excursiones, en las que le gustaba empaparse del exotismo de la atmósfera local, sus pasos se dirigiesen, de forma consciente o involuntariamente, hacia el cuchitril de una pitonisa bereber que ofrecía sus servicios como adivina. Tal vez había oído hablar a otros oficiales españoles sobre los poderes de aquella bruja y sus acertados vaticinios, o simplemente fue atraído por su reclamo y decidió probar suerte. Dominado por la convicción de que estaba predestinado, y atento a cualquier indicio que pudiera confirmarlo, cabe la posibilidad de que interpretase aquella casualidad del destino, en apariencia sin importancia, como una señal de la Providencia que no podía dejar escapar si quería conocer lo que el futuro le tenía reservado.

De una de estas formas, Francisco Franco habría entrado en contacto con Mersida, apodo profesional por el que era conocida esa misteriosa vidente. Algunos autores señalan que realmente respondía al nombre de Mercedes Roca, y que era la supuesta hija de un oficial del Ejército francés y una mujer bereber. Sus orígenes parecen responder al perfil que se espera de una pitonisa, o de una persona que por oscuros motivos quisiera mantener en secreto su verdadera identidad. Según estas mismas fuentes, Franco habría visitado a Mersida en numerosas ocasiones, centrando sus consultas en cuestiones referidas a su futuro como oficial, al desarrollo de la campaña militar en el norte de África y a temas relacionados con su familia y las personas del círculo social en el que solía desenvolverse, sin que sepamos cuál fue el método adivinatorio concreto que ella empleó para realizar sus predicciones. Presentada como rubia y de ojos claros, descripción que corresponde con la de una mujer rifeña bereber, era muy conocida por militares franceses y españoles, clientes asiduos de sus consultas, detalles que nos pueden llevar a pensar en la posibilidad de que bajo la apariencia de adivina actuase como espía al servicio de unos o de otros, pasando la información sensible que le era confiada por los oficiales europeos. Aunque también cabría la posibilidad de que dicha información pudiera llegar finalmente a oídos de los rebeldes rifeños.

Desde luego, la historia de la pitonisa Mersida reúne todos los componentes de un buen relato de aventuras ambientado en un escenario rodeado de misterio. Sin embargo, este evidente atractivo no sirve para confirmar su veracidad, puesto que carece del rigor que se exige a las fuentes históricas fidedignas. La mayoría de referencias que pueden encontrarse sobre Mersida en las bibliografías y páginas de Internet repiten los mismos datos sin citar el origen de su procedencia, lo que impide pronunciarse sobre su rigor. Sea o no cierto el relato sobre Mersida, su rastro se perdió cuando Francisco Franco asumió la Jefatura del Estado. Aunque según las mismas fuentes, la pitonisa habría seguido contando con la protección directa del dictador, para quien habría reservado sus facultades adivinatorias. Las dudas que genera todo este asunto no deben hacernos descartar la posibilidad de que Franco hubiera acudido a consultar a hechiceras para contar con la ventaja de conocer qué era lo que podía depararle el futuro, algo que como hemos visto resultaba muy común entre los militares españoles.

Igual de sospechoso parece el relato sobre los contactos de Franco con Corintio Haza, un modesto comerciante de origen sefardí residente en Tánger que, de manera esporádica, también ejercía como curandero. Lo más probable es que Haza fuera un buscavidas más de los que abundaban entre la variopinta y cosmopolita población de las ciudades norteafricanas de aquella época, pero algunos autores han pretendido presentarle como un sabio iniciado en la cábala que también habría alcanzado fama con sus predicciones. Franco lo habría consultado en alguna ocasión, y Haza, observador perspicaz y experimentado de las debilidades humanas, habría regalado los oídos del ambicioso oficial con las palabras que éste quería escuchar, pronunciando un vaticinio que se ajustó a las perspectivas de lo que deseaba su cliente. El supuesto cabalista le habría augurado la dirección de una sublevación militar que cambiaría el destino de España, refiriéndose a Franco como un elegido por la Providencia para cumplir con ese cometido, lo que encajaba perfectamente con las convicciones del militar relativas a su supuesta baraka.

El cumplimiento de aquella vieja profecía aumentó el prestigio de Corintio Haza, que habría pasado a formar parte de la secreta y reducida nómina de brujas y magos que supuestamente habrían asesorado a Franco a la hora de tomar decisiones de especial trascendencia. A Haza también se le ha atribuido el diseño del vítor o víctor, símbolo que fue adoptado como uno de los emblemas más reconocibles del franquismo. Los orígenes del víctor se remontan a la época romana, derivándose del crismón, una de las representaciones del anagrama, o combinación de letras, que contenía las dos primeras del nombre en griego de Cristo. El crismón fue exhibido en los estandartes de los emperadores romanos a partir de la conversión al cristianismo de Constantino I y, con el tiempo, el víctor fue cambiando hasta adquirir la forma del escudo de la Victoria por la que hoy es reconocido.

El anagrama combina las letras V, I, C, T, O y R siguiendo un patrón en el que a veces se introducen pequeñas variaciones. Este símbolo fue recogido por la tradición universitaria española a partir del siglo siglo XIV y adquirió un significado diferente al que tuvo en un principio. Los estudiantes que habían finalizado sus estudios y alcanzado el grado de doctor lo dibujaban con pigmentos rojos y negros en los muros de los edificios universitarios, a modo de antiguos grafitis que han soportado el paso del tiempo y llegado hasta nuestros días. La moda empezó en la Universidad de Salamanca para extenderse después a las del resto de España y las fundadas en el Nuevo Mundo. A mediados del siglo siglo XIX, las inscripciones murales con víctores dejaron de pintarse, hasta que volvieron a aparecer con ocasión del estallido de la Guerra Civil, pero con un sentido muy diferente.

Con el ascenso de Franco al poder, Corintio Haza habría recuperado del olvido ese anagrama despojándolo de su ancestral significado para otorgarle una nueva simbología. El cabalista sefardí lo habría elegido para servir como una especie de talismán protector y amuleto de la buena suerte para Franco, un emblema que a partir de entonces le acompañaría en el transcurso de la contienda y posteriormente, tras la consolidación de la dictadura. Cumpliendo con esa función mágica, la imagen del víctor estuvo presente en casi todos los grandes actos del régimen franquista y ocupó un lugar destacado en la tribuna oficial presidida por Franco durante los Desfiles de la Victoria que a partir del 19 de mayo de 1939 se celebraban cada año en el madrileño Paseo de la Castellana para conmemorar el triunfo en la Guerra Civil.

Toda esta historia del víctor franquista guarda ciertos paralelismos con la que se encuentra detrás de uno de los emblemas más infaustos de la historia de la humanidad. Me refiero a la esvástica adoptada por los nazis como símbolo reconocible de su siniestra ideología. Los orígenes de la cruz gamada son mucho más antiguos que los del anagrama romano y se pierden en la noche de los tiempos, ya que se remontan más de seis mil años atrás. Procedente de Oriente y adoptada por muchos pueblos y culturas de todo el mundo, se le han reconocido diferentes significados mágicos, casi todos ellos relacionados con interpretaciones positivas ligadas a su representación como símbolo de buena fortuna. Sin embargo, fue el nazismo el que confirió a la esvástica el significado perverso del que ya nunca podrá desprenderse. Según la mayoría de las teorías, el partido nazi se apropió de la cruz gamada tomándola de los emblemas usados por la Thule Gesellschaft, una sociedad ocultista de ideología ultranacionalista y racista con la que mantuvo intensos contactos al inicio de su actividad política. Otras hipótesis señalan que fue adoptada por Hitler por su fuerte contenido esotérico, que sería reflejo de la sabiduría ancestral del pueblo ario.

Como nos ocurre con el caso de la adivina Mersida, las fuentes que nos pueden llevar a descubrir la verdadera identidad de Corintio Haza se pierden en un laberinto de pistas falsas que conducen a ninguna parte. En este caso tampoco conocemos más datos sobre su vida ni sabemos cuál fue su último paradero, mientras su nombre se esfuma entre una espesa niebla tan misteriosa como su propia existencia. A pesar de estas dudas, persisten las opiniones que insisten en presentar a Haza como un auténtico mago que incorporó al víctor franquista elementos relacionados con la alquimia, la astrología y la masonería, hasta transformarlo en un poderoso talismán que velase por el destino del dictador. Sin embargo, basta con acercarse a visitar algunas de las más antiguas universidades españolas para comprobar que los víctores pintados en el Siglo de Oro son todavía visibles en sus paredes sin presentar grandes diferencias con los de simbología franquista.

De ser cierto que el dictador consultó a pitonisas y adivinos antes de tomar importantes decisiones, resulta evidente que su intervención fue eficazmente silenciada por el régimen. Teniendo en cuenta la atmósfera de fundamentalismo católico que rigió los primeros años del franquismo, la presencia de estos personajes en el entorno de Franco no hubiera sido bien vista, circunstancia que habría recomendado un distanciamiento. En todo este asunto, lo más probable es que Franco sí hubiera tratado alguna vez con ellos, aunque estos contactos deben contextualizarse dentro de un hecho anecdótico sin mayor trascendencia. El dictador no tardó en sustituir los presagios adivinatorios de origen pagano por simbología religiosa y reliquias a las que la fe cristiana confería poderes milagrosos, tema que abordaremos más adelante.

El alquimista

Como tendremos la oportunidad de comprobar en el capítulo dedicado al Valle de los Caídos, la figura del general Francisco Franco ha sido muchas veces comparada con la de Felipe II, una identificación que no es casual y que fue alentada desde el mismo régimen. El dictador se encargó personalmente de fomentar esa imagen poniéndose a la altura de un personaje al que admiraba profundamente y al que llegaría a imitar adoptando poses imperiales en un intento por recuperar y emular el pasado glorioso de la España de los primeros monarcas de la dinastía de los Austrias. El mejor ejemplo de esa actitud lo encontramos en el monumento funerario de proporciones faraónicas levantado por expreso deseo de Franco en el paraje de Cuelgamuros, aunque también podemos encontrar su reflejo en detalles que suelen pasar más desapercibidos y que resultan enigmáticos.

En su deseo por perpetuarse en el trono y alcanzar el sueño de encarnar una monarquía universal unida por los vínculos de la religión católica y la Corona de España, Felipe II reunió en el monasterio de El Escorial una corte formada por alquimistas llegados de toda Europa que habían acudido a la llamada del monarca más poderoso del mundo con un doble objetivo: obtener un elixir de la eterna juventud que diera la llave de la inmortalidad al Rey Prudente y encontrar la fórmula de la mítica piedra filosofal capaz de mutar cualquier metal en oro, proporcionando así una fuente inagotable de recursos para financiar su proyecto de monarquía universal. En aquel tiempo, la frontera entre la alquimia ocultista y la química empírica era muy difusa e incluso llegaba a confundirse, situación aprovechada por algunos charlatanes y embaucadores que afirmaron conocer el secreto de la opus magnum perseguida por los alquimistas y ofrecieron desvelarlo al poderoso mecenas que fuera capaz de pagar sus costosos experimentos, un contrasentido que sin embargo no puso en alerta a Felipe II sobre las verdaderas intenciones de aquellos sujetos. Obcecado por su sueño de un imperio global, el monarca era una presa fácil. Cuatrocientos años después, Francisco Franco cayó en la misma trampa.

La Guerra Civil atrajo a España a idealistas de ambos bandos pero también a toda una caterva de aventureros sin escrúpulos que, como ocurre en todas las guerras, buscaban sacar partido de la tragedia. Entre todos ellos hubo un nombre que ha caído completamente en el olvido y que posiblemente se arriesgó en un peligroso doble juego en favor de otras potencias. Me estoy refiriendo a Sarvapoldi o Sarvapalli Hammaralt, sujeto de origen hindú que un día se presentó en el Cuartel General de Franco en Salamanca para ofrecer sus servicios a la causa del bando sublevado. Sin más carta de presentación que haber llegado procedente de la Alemania nazi, Hammaralt declaraba disponer de los medios necesarios para lograr que la victoria se decantase por el lado de las armas de los militares sublevados contra la República, un argumento que le abrió de par en par las puertas que le permitieron acceder al círculo próximo a Franco.

El encargado de recibir al hindú fue Nicolás, el hermano del general que se ocupaba de filtrar este tipo de encuentros y lidiar con todos aquellos que acudían ante el Cuartel General del Caudillo con peticiones y propuestas. Para poder hablar con él se contó con la ayuda de un oficial del Estado Mayor que hacía de enlace con los militares alemanes de la Legión Cóndor y que ejerció de intérprete durante la entrevista. Hammaralt comenzó la misma con un golpe de efecto que dejó impresionado al hermano de Franco. Sin más preámbulos, se ofreció a proporcionar todo el oro que precisasen para financiar las campañas militares y alcanzar un rápido triunfo en la contienda. Tras una breve pausa, Nicolás sonrió irónico y le miró incrédulo, preguntándole directamente dónde tenía ese oro del que hablaba. El hindú no se achantó y respondió con voz firme que él no poseía ningún tesoro, para aclarar a continuación que lo que realmente les ofrecía era el secreto para fabricar oro, una fórmula que sólo tenía efecto si se aplicaba para servir a los fines de una causa santa y justa, como la que según él defendían los militares sublevados.

Imaginemos la cara de sorpresa de Nicolás Franco al oír las rotundas palabras de Hammaralt. Pero por increíble que pueda parecernos la propuesta del personaje, más propia del argumento de un cuento infantil que de una historia real, el hermano del Generalísimo le concedió credibilidad. Hammaralt había tenido la fortuna de presentar su oferta ante la persona más receptiva a estos temas que había en todo el Cuartel General. Nicolás, al que algunos autores han considerado como una especie de brujo que veló para que se cumplieran los designios reservados a su hermano, siempre mostró gran interés por los temas ocultistas, especialmente los relacionados con la alquimia. Además, su manifiesta y desmesurada codicia, que años después le llevaría a implicarse en algunos de los más importantes escándalos de corrupción del franquismo tardío, fue estimulada cuando Hammaralt le habló de producir oro a gran escala y de forma ilimitada. Al margen de estas cuestiones, puede que el encuentro entre ambos fuera forzado por intereses en la sombra que nada tenían que ver con un simple hecho fortuito que obedeciera al capricho del destino.

Tras aquella primera entrevista, Nicolás alegó que tenía que consultar el tema antes de dar una respuesta definitiva y propuso al hindú celebrar una segunda reunión para concretar algunos aspectos. Ésta se celebró poco tiempo después con un resultado sorprendente. El hermano de Franco aceptó la propuesta de Hammaralt y puso a su disposición los medios y las instalaciones del laboratorio de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Salamanca para que realizase allí sus experimentos tendentes a la obtención de oro en grandes cantidades. El hindú se puso a trabajar inmediatamente para demostrar que no era un simple charlatán y dio muestras de poseer amplios conocimientos científicos en química aplicada. Mientras desarrollaba sus investigaciones herméticas prestó otros servicios a la causa de los sublevados revelando los mensajes ocultos con tintas invisibles en las cartas enviadas o recibidas por personas sospechosas de ser agentes secretos de la República.

Bajo la protección personal de Nicolás Franco, Hammaralt también dedicó parte de su tiempo a realizar extraños y siniestros experimentos. Como si se tratase de un nigromante de la Edad Media sospechoso de brujería que hubiese viajado en el tiempo huyendo de la Inquisición, en la soledad del laboratorio preparó pócimas y ungüentos de repugnante y desconocida utilidad, para lo cual empleaba órganos y fluidos extraídos de cadáveres que le traían desde el frente. Para no levantar recelos entre aquellos que estando al tanto de sus sospechosas actividades pudieran considerarlas heréticas y repulsivas, se decía que los cuerpos pertenecían a soldados musulmanes fallecidos durante los combates. Su condición de infieles era la justificación que autorizaba su profanación con inconfesables propósitos.

En medio de esta atmósfera oscurantista, Hammaralt también se vio involucrado en un tenso enfrentamiento entre las distintas facciones del régimen franquista. Por aquel entonces, el catalán José Antonio Serrallach y Juliá era un joven y brillante científico de fuertes convicciones falangistas. Próximo al irreductible Manuel Hedilla, entonces jefe nacional de Falange y contrario al Decreto de Unificación que supuso la unión de su formación política con los tradicionalistas para crear un régimen de partido único, Serrallach puso sus conocimientos al servicio de un siniestro plan. Al igual que Hammaralt, el científico español se había formado como químico en Alemania, donde además había mostrado un gran interés por todo lo relacionado con la alquimia y el esoterismo nazi. Una vez instalado en Salamanca, Serrallach le ofreció a Hedilla compartir la fórmula de un gas, elaborado con una composición de bromuro y otros elementos secretos, con el que podría adormecer a sus adversarios políticos.

Cuando el jefe de Falange se enfrentó a Franco por mostrarse contrario al Decreto de Unificación, pidió a Serrallach que fabricase el gas en cantidad suficiente para soltarlo en el Cuartel General de Franco y acabar así con todos aquellos que integraban la facción contraria a los falangistas. Para cumplir con la orden de Hedilla y obtener el bromuro que necesitaba, Serrallach acudió a la Facultad de Ciencias de la Universidad de Salamanca controlada por Hammaralt. El hindú, alarmado por el uso que el químico español podía hacer de ese componente, se negó a suministrarlo y acudió inmediatamente al despacho de Nicolás Franco para alertarle sobre los movimientos sospechosos de Hedilla y los suyos. Hammaralt le dijo que el bromuro, convenientemente mezclado con otros elementos, podía producir un gas capaz de inmovilizar a todos los que estuvieran en el Cuartel General. Reducidos e indefensos, los hombres de Hedilla podrían acabar fácilmente con todos ellos.

Preocupado por la gravedad de la información, el hermano del Generalísimo dio órdenes a la policía para que impidiera la venta de bromuro y exigiera a los farmacéuticos que se negasen a suministrar ese componente a cualquier falangista que acudiera a comprarlo o a decomisarlo, bajo la amenaza de que en caso de no hacerlo se convertirían en cómplices responsables de las consecuencias que se derivasen de facilitárselo. La medida surtió efecto y Serrallach no consiguió los ingredientes necesarios para desarrollar la fórmula de su inquietante gas del sueño.

Ante el relato de estos sorprendentes hechos cabe preguntarse si la Salamanca de aquellos turbulentos días se convirtió en escenario de otra contienda paralela a la Guerra Civil, en este caso, un enfrentamiento abierto entre alquimistas, brujos o magos que por motivos ideológicos o espurios pusieron sus supuestos conocimientos ocultistas al servicio de los intereses de las distintas facciones que convivían en el bando sublevado.

Mientras se producían estos sucesos, el supuesto alquimista hindú se movió con absoluta libertad por Salamanca y fue recibido con asiduidad en las dependencias en las que Nicolás Franco tenía instaladas sus oficinas, donde acudió cada vez que se le reclamaba para dar cuenta del avance de sus trabajos. Estos contactos le facilitaron el acceso a la información sobre la marcha de las operaciones militares desplegadas por el bando franquista, y Hammaralt se encargó de tomar buena nota de esos valiosos datos confidenciales.

Todo habría seguido como hasta entonces si las noticias sobre la presencia del supuesto alquimista en la capital salmantina no hubieran llegado a oídos del almirante Wilhelm Canaris, jefe del Abwehr, el principal servicio de inteligencia militar de la Alemania nazi. Fue entonces cuando Canaris se puso de inmediato en contacto con Franco para advertirle sobre los verdaderos motivos que habían traído al hindú hasta España. Lo único cierto en la biografía de Hammaralt era que había estudiado química en las universidades alemanas. Pero lo que no había contado era que había sido expulsado del país cuando se sospechó que podía ser un agente encubierto del MI6, el servicio de inteligencia británico, con la misión de descubrir los secretos sobre las armas químicas que se sospechaba que poseía el III Reich.

Obedeciendo las órdenes de sus superiores en el MI6, Hammaralt habría viajado hasta Salamanca con la intención de conocer más sobre los planes elaborados por los nazis para el uso de ese terrorífico arsenal. Debemos recordar que la presencia de la Legión Cóndor enviada por Hitler para ayudar a Franco en el esfuerzo de guerra había convertido a España en un campo de pruebas donde poner a punto la maquinaria bélica alemana que poco tiempo después asolaría Europa. Para obtener la información que había venido a buscar, el químico hindú contó la historia sobre la fórmula de la piedra filosofal, una invención que estaba seguro que le facilitaría el acceso a un crédulo Nicolás Franco, receptivo a todas aquellas cuestiones referidas a temas herméticos y formas de hacer dinero rápido. Por increíble que pueda parecernos, el plan ideado por Hammaralt funcionó hasta que fue descubierto por Canaris. Hasta ese momento había conseguido ganarse la confianza de muchos responsables del Cuartel General, ninguno de los cuales se atrevió a poner en duda la veracidad de sus conocimientos.

Tras descubrirse el engaño, Hammaralt se esfumó sin que nadie supiera nunca más de él. Tampoco quedó constancia de que sus experimentos alquímicos dieran finalmente fruto y produjeran el oro que Franco tanto necesitaba para financiar la guerra. Su desaparición pudo deberse a una acción coordinada de agentes alemanes y franquistas, que le habrían eliminado físicamente sin dejar ningún rastro, o a la intervención de quintacolumnistas infiltrados o colaboradores de los servicios de inteligencia extranjeros que habrían facilitado su huida fuera del país. De cualquier forma, la labor de unos o de otros cumplió con éxito su objetivo, y el nombre de Sarvapalli Hammaralt se perdió para siempre en las brumas del pasado, ya fuera enterrado en una fosa anónima o bajo una nueva identidad nunca revelada.

Su historia pudiera parecer fruto de la imaginación de un novelista de talento si no fuera por el relato que sobre sus actividades en Salamanca recogió el periodista y escritor Ramón Garriga Alemany, en su día corresponsal en la Alemania nazi, en las páginas de su libro Nicolás Franco, el hermano brujo. A la hora de reconstruir el periplo de Hammaralt por España, Garriga se basó en su propia experiencia personal, en los testimonios de algunos testigos y en los datos aportados por Ángel Alcázar de Velasco, novillero, destacado falangista, periodista y espía con buenos contactos en el Abwehr. Velasco se sirvió de su conocimiento directo de los hechos al referirse, en su obra Los siete días de Salamanca, al plan trazado por Hedilla con el apoyo de Serrallach para eliminar a sus enemigos, y a la intervención posterior de Hammaralt para desbaratarlos.