Un extraño y fascinante amor nació en el harén entre una antigua esclava y un poderoso sultán en el siglo XVI e influyó en la demarcación del mundo actual.

No se sabe exactamente cómo se llamaba, ni quiénes fueron sus padres, ni dónde nació, ni qué edad tenía. Lo que consta es que, siendo muy niña, fue secuestrada en Ucrania; era preadolescente cuando la vendieron como esclava en Estambul y al final la condujeron al harén del sultán de Turquía. Esto sucedió hacia 1517 o 1520, cuando tenía unos 15 o 18 años. Allí la llamaron Roxelana.

La muchacha, una más entre cientos que pululaban en el serrallo, conquistó al sultán Solimán, el personaje más poderoso y quizás el principal de la historia turca. Seducido por la inteligencia y la gracia de la antigua esclava, el soberano no vaciló en quebrantar las normas seculares de su país: la señaló como favorita (hasseki), se casó con ella, la llevó a vivir en sus habitaciones en el legendario palacio (sarayi) de Topkapi, centro de la vida política, la hizo madre (anne) de seis de sus hijos y la convirtió en su principal consejera. El poder que ejercía Roxelana sobre su marido le permitió ser, según un historiador inglés, “la más grande emperatriz oriental”.

El gobierno de Solimán, mezcla de suspiros de poeta y mano de militar, cambió el panorama geopolítico europeo de entonces y sus consecuencias están vivas aún hoy. El Magnífico, como lo llamaron, ocupó el trono otomano desde 1520 hasta su muerte, en 1566. Durante el último cuarto de siglo lo hizo en intimidad con esa mujer amada que, tras una inicial condena a la miseria y el abandono, alcanzó las cumbres doradas del poder y un capítulo en la Historia.

Frutos del harén

Roxelana llevó dos vidas. Una, anónima y dura, mientras fue esclava y reclusa del harén. La segunda, de reconocimiento y respeto, desde el momento en que Solimán la escogió como hasseki. Poco se conoce sobre ella. Pero si no hubiera alcanzado la estatura de cónyuge del soberano, seguramente no sabríamos ni siquiera lo poco que se ha averiguado. A nadie le interesa el pasado del pobre y, en cambio, nunca le faltarán parientes a una emperatriz. Se explica así que Ucrania y Polonia, sus gobiernos y sus historiadores, hayan escarbado en busca de los oscuros orígenes de Roxelana y hoy algunos la propongan como personaje ejemplar.

Esa chica a la que, por faltarle el nombre de pila, denominaron por su posible origen geográfico como motejarla la Opita, la Cubana, la Chilena o la Gringa—, ya tiene biografía. Según pistas que recogió un siglo después un embajador ucraniano en Estambul, su nombre fue Anastasia Lisowska y era hija de Gabriel, sacerdote de la Iglesia ortodoxa de pobre condición, y Alejandra, su ignorada esposa. La fecha probable de nacimiento de Roxelana se ha fijado en 1502. Diez o doce años después, los tártaros, que hacían correrías por la región destinadas a secuestrar niños para venderlos, se llevaron a la hija de Gabriel y Alejandra y la ofrecieron como esclava en diversos mercados. Un empleado del pachá1 Makbul Ibrahim, alto funcionario del régimen otomano, compró en Estambul una cuerda de esclavos baratos. Entre ellos estaba la niña. Desde su debut al servicio del pachá, Roxelana se destacó sobre el resto de la servidumbre. Menuda y bajita, un diplomático dijo de ella que “no se veía bella pero sí graciosa”. Era trigueña, aunque la leyenda posterior asegura que se trataba de una apetitosa pelirroja (¡ya nos habría gustado al sultán y a mí que lo fuese!). Su nombre despista en este sentido, pero no se debe a que tuviese el pelo color candela sino a que probablemente había nacido en Rutenia, provincia de Ucrania occidental que entonces pertenecía a Polonia2. Debió de tener en casa una educación infantil decorosa, pues Roxelana cantaba, se acompañaba con instrumentos de cuerdas, era ocurrente, vivísima y divertida. Fue por ello que pronto le adjudicaron el mote de la Gozosa (Hurrem). No tardó el pachá Ibrahim en entender que en su mansión brillaba semejante joya y quiso ofrecerla como detalle cariñoso a la madre del sultán, la señora Hafsa, matrona muy influyente y desde 1520 viuda de Selim I. De modo que le obsequió la chica, y durante un tiempo Hurrem alegró los territorios palaciegos de misiá Hafsa, quien no imaginó que un día su hijo compartiría afectos con ambas y prestaría atención a los consejos de la dos. El regalito de Ibrahim no fue en vano, pues en 1523 la familia imperial lo recompensó nombrándolo gran visir, que es el segundo escalón en la pirámide cuya cumbre preside el sultán. Pasados pocos años, Hafsa entendió que la adolescencia llamaba a las puertas de Roxelana y como se hacía por regla general prefirió cederla al harén imperial, establecido en el mismo Topkapi. Si el paso de Roxelana al serrallo ocurrió antes de septiembre de 1520, el sultán era Selim I, esposo de Hafsa. Si fue después, el mandamás era ya su hijo Solimán. De todos modos, mamá sultana representaba la máxima autoridad del harén y en alguna medida ayudó a moldear a la anónima esclava.

Cuatro divanes y una sola palabra

La lengua turca, en que leía sus libros y escribía sus poemas Solimán el Magnífico, parece difícil pero es muy sencilla. El principal obstáculo que ofrece a quienes la ignoran es que ciertas palabras poseen varios significados y todos ellos se agrupan en la misma frase. Por ejemplo: el sultán lee el diván en el diván ubicado en el diván donde esta tarde se reunirá el diván.

Analicemos.

El primer diván corresponde a la poesía de la época. La llamaremos diwan. El segundo diván se refiere al famoso mueble que utilizan los psicoanalistas, aquel que el Diccionario de la lengua española define como “Asiento alargado, generalmente sin respaldo, para recostarse o tumbarse”. Lo llamaremos tal como se llama: diván, a sabiendas de que también se le denomina otomana.

Sin embargo, con idéntico nombre —diván— se designa, según el Diccionario, a la “sala en que se reunía el diván”. Navegamos, pues, en el tercer sentido del término: una sala a la que vamos a nombrar sala diván, del mismo modo como existen la sala comedor y la sala cuna. ¿Qué clase de sala? Aquella donde se reúne el “supremo consejo que determinaba los negocios de Estado y de justicia” entre los turcos. A este consejo supremo tendremos que llamarlo Diván, con inicial mayúscula, para distinguirlo y por tratarse de una institución especial.

El resultado final es el siguiente: el sultán lee el diwan en el diván ubicado en la sala diván donde esta tarde se reunirá el Diván.

Como ven, con un poco de buena voluntad el turco es un idioma facilísimo.

El concepto islámico del harén es el de un lugar recóndito donde se confinan ciertas conductas prohibidas a fin de controlarlas mejor por medio de una telaraña de normas y autoridades. El harén era lo sagrado, lo prohibido, un club al que solo podían entrar unos pocos socios. Ocupaba toda la zona privada del palacio y era mucho más que un corral de concubinas, pues bajo el mismo techo funcionaban las cámaras privadas de la familia imperial y cuanto estaba a su servicio. Comandada por la madre del sultán llamémosla superanna— funcionaba una multitud de eunucos mudos: eran los defensores del lugar, a los que urólogos y otorrinolaringólogos de la época llamémoslos simplemente carniceros habían “arreglado” arriba y abajo a punta de cuchillo. Su doble impedimento hacía imposible que contaran lo que habían visto, amén de que tampoco podían disfrutarlo. Tenían fama de fieros, y parece comprensible que por lo menos vivieran de mal humor. Buena parte de ellos eran negros procedentes del África, pero había también una legión de eunucos blancos. Contra lo que pudiera imaginarse, estos procedían de los países cercanos (Ucrania, Rusia, Grecia, Bulgaria, Rumania) y no de la región turca de Capadocia. Tampoco es verdad que la región se llame así en homenaje a ellos. Como se ha dicho, el serrallo ocupaba una parte del formidable palacio, hoy uno de los principales atractivos turísticos de Estambul. Era un edificio perforado por laberintos de salones, habitaciones, cocinas y baños; en total, más de 400 espacios diferentes. El lujo del harén de Constantinopla fue famoso en el Viejo Mundo y aún ahora se habla de él. Cohabitaban a su sombra decenas de mujeres que debían cumplir al menos dos requisitos: ser hermosas y haber llegado vírgenes. Compartían dormitorios en grupos de tres o cuatro, siempre bajo la solícita atención y el celoso cuidado de los eunucos, que las superaban ampliamente en número. Algunas de las muchachas habían sido adquiridas en el mercado de esclavos y a otras las aportaba el ejército como botín de alguna guerra exterior. Unas más iban a parar allí cuando los amos necesitaban desembarazarse de ellas, según ocurrió con Roxelana. Burbujeaba, pues, en el lugar una sabrosa mezcla de razas, tipos de belleza, lenguas, colores y religiones.

En el harén de Solimán unas 300 jóvenes chismeaban, cantaban, recibían clases de arte, costura y cortesía y sobre todo se deleitaban desnudas durante largas y plácidas horas en los famosos baños turcos (hammam): ¿dónde si no? Vivían sometidas a permanentes tratamientos de belleza con aceites, especias y perfumes. Muchas de ellas acusaban tendencias al sobrepeso, toda vez que las alimentaban con excesivo celo, según lo revelan los cuadros inspirados en el tentador refugio: en los primeros tiempos de Solimán trabajaban en fogones y comedores 277 cocineros, que llegaron a ser más tarde 629. El dato revela así mismo que habían aumentado tanto el personal de servicio (eunucos, camareras, aseadoras) como el de señoritas. Las muchachas aspiraban a destacarse en determinados oficios dentro del harén, lo que les permitía mejorar de rango y aspirar a un salario que progresaba según las habilidades demostradas. Algunas salían ricas al cabo de los años. No todas ellas tenían como destino la alcoba del sultán, sobra decirlo, porque el pobre hombre también gobernaba, iba a la guerra, manejaba el tesoro público, viajaba y, en el caso de Solimán y algunos de sus antepasados, dedicaba dilatadas horas a leer y escribir poesía. Sus más importantes segundones (agás) también se las ingeniaban para aprovechar la oferta de compañía femenina. Poco a poco, aplicando la vieja fórmula de probar y rectificar, el gran jefe seleccionaba un grupito, generalmente de cuatro, con el que se sentía suficientemente cómodo y satisfecho. Eran las kadim, campeonas de sus afectos. Normalmente, estas privilegiadas prestaban los servicios sexuales al sultán, aunque él bien podía escoger en la vastísima nómina las que le dieran la gana: ¡para eso uno es sultán! Aquella del cuarteto por la que el supremo mostrara mayor interés adquiría prioridad sobre las otras, recibía el título de bach kadim, se convertía en su concubina preferida, la pechichona o hasseki, e incluso le daba uno o más hijos. El sultán era dueño y señor de la vida, honra y bienes de sus súbditos y con mayor razón de sus súbditas. Las mil y una noches, maravillosa colección de cuentos árabes, narra la historia del sultán Shahriar, que cada noche hacía buen uso de una virgen y al día siguiente la mandaba decapitar. Llevaba ya 3.000 feminicidios en la cuenta cuando Scherezada, la hija virgen del gran visir, se ofreció para entretener al monstruo y lo logró contándole historias que dejaba siempre en suspenso al llegar la madrugada. Con este truco no solo se anticipó a las radionovelas y series de televisión, sino que mantuvo en vilo al perplejo Shahriar y acabó seduciéndolo para que se casara con ella, pero, eso sí, sin decapitarla. La fábula de Shahriar muestra el eventual peligro literario que corrían estas niñas.

El caso de Solimán era menos aterrador, pero el de Shahriar sugiere que la vida en los harenes árabes, chinos, turcos o de cualquier otro lugar resultaba mucho más agitada que lo que podría suponerse. Tantas mujeres juntas, deseadas, deseables y ambiciosas son garantía de conflicto. “Era un mundo altamente competitivo, gobernado por leyes fratricidas y poblado de cientos de hermosas mujeres y varones arrojados”, dice la historiadora ucraniana Galina Yemolenko, experta en la vida de Roxelana. Por la época en que Hurrem quedó matriculada en el gineceo, y ya con Solimán en calidad de máximo cacique otomano, la estrella del lugar era Mahidevran Gülbahar, mujer que el sultán había escogido como concubina3. No solo era su favorita, sino que en 1515 procreó un hijo suyo, el mayor, llamado Mustafá. Una década más tarde empezó a destacarse Roxelana en el avispero de damas. Y así, alguna vez la alinearon en la larga fila que constituía el menú erótico vespertino del gran amo. Como no existían entonces revistas del corazón ni columnistas de farándula, es imposible saber exactamente cómo ocurrió todo. Dice la leyenda que la única concursante que, en vez de agachar los ojos con humildad, se quedó mirando al sultán fue ella. Solimán se impresionó con la altivez de la chica y la seleccionó para que lo acompañara esa noche en su alcoba. El protocolo ordenaba que la escogida se aproximase a la cama imperial reptando en rodillas y codos y que al día siguiente, como recompensa, se llevase el traje que había usado en la víspera su señor, aparte de algunas joyas y monedas. No estaba mal la recompensa, dadas las circunstancias. Pero el premio gordo consistía en que el sultán volviera a llamar a la circunstancial beneficiada.

Roxelana era de esas personas que necesitan una oportunidad y cuando la obtienen no la dejan escapar. El sultán gozó de su presencia en la primera noche y al cabo de unos días volvió a exigir que lo deleitara en la alcoba. Y el Magnífico la llamó varias veces más en las siguientes semanas, porque ella también parecía magnífica. En resumen: le había salido competencia a Gülbahar… Empezó de este manera un pulso sordo y tenso entre las dos mujeres, en el que se impuso la antigua esclava “tras una lucha prolongada e innumerables intrigas”, de acuerdo con André Clot, uno de los mejores biógrafos de Solimán. El desenlace del duelo entre la antigua concubina y la aspirante a sustituirla se produjo un día en que se encontraron las dos en un hammam, se nombraron las annas y Gülbahar pasó de repente a lo que la prensa llama “las vías de hecho”. Lanzándose sobre la rival, arole la cara con sus agudas uñas y dejole trazados surcos sangrientos. Por la noche Solimán pidió que le llevaran a Roxelana y esta, hábilmente, le mandó decir que se avergonzaba de que la viera porque “la otra” la había arañado hasta dejarla impresentable. Fue el final de la agresora. Al no poderlo montar en Roxelana, el sultán montó en cólera y expulsó de la ciudad a su antigua amante.

Solimán en ese momento ya estaba perdidamente enamorado de la ucraniana. Muy pronto cometió reiteradas violaciones del código osmanlí, dinastía a la que pertenecía su familia. Las normas tradicionales procuraban que las concubinas sirvieran tan solo como desahogo hormonal y fábrica de bebés. Un exceso de cariño podría convertirlas en princesas marginales, con influencia indebida en la vida cotidiana del palacio y en decisiones de gobierno. Mala mezcla, según los sabios. ¿Pero quién se atrevía a contrariar al omnipotente cacique turco? Para eso desplegaba su autoridad a través de una catarata de títulos con los que encabezaba sus cartas y decretos (fermanes). Con Solimán no cabían tonterías como esa de “¿usted sí sabe quién soy yo?”.

De magnífica familia

Por la gracia de Mahoma alegaba Solimán— “soy Sultán de Sultanes, Soberano de Soberanos, Distribuidor de Coronas en toda la superficie del Globo, Sultán y Superchá del mar Blanco y el mar Negro, de Rumelia y Anatolia, de Caramán y de las regiones de Rum, Zulcadir, Diyarbekir, Kurdistán, Azerbaiyán, Persia, Damasco, Alepo, Cairo, Meca y Medina, Jerusalén y toda Arabia, Yemen y muchas otras tierras que mis nobles antepasados e ilustres predecesores (cuyas tumbas Alá ilumine) conquistaron con la fuerza de las armas y que también mi Augusta Majestad ha conquistado con centelleante espada y victorioso sable, soy el Sultán Soliman-can, hijo del Sultán Selim-can, hijo a su vez del Sultán Bayezid-can”.

Ante semejante colección de títulos nadie podía impedirle que también se declarara Obediente de la Ley Siempre y Cuando me Convenga4.

Sería un exabrupto decir que era de “buena” familia. Su árbol genealógico era como su apodo, magnífico, y se remontaba tres siglos en el tiempo. El sembrador de la semilla había sido Suleyman Sah, un nómada turco perseguido por los mongoles hacia 1230 junto con su hijo Ertogul, fallecido en 1288. Pero el verdadero fundador, el jardinero del árbol que daba el nombre a la dinastía, había sido Osmán I, muerto en 1326. De allí en adelante gobernaron ocho sultanes hasta llegar a Solimán. Para que se den una idea de sus méritos, no transcribiré nombres sino apodos en rigurosa sucesión, pues algunos parecen miembros de una cuadrilla de lucha libre: el Administrador, el Divino, el Rayo, el Señor, el Guerrero, el Conquistador, el Religioso, el Victorioso… Lamentablemente, en el Magnífico termina la espléndida nómina, pues el hijo de Solimán un calavera, un tarambanas pasó a la historia como el Borracho. Vinieron luego numerosos descendientes, uno de ellos juguete de su favorita y otro aficionado a las orgías, hasta Abdulmecid II, quien se derrumbó con todo y sultanato en 1922. De allí en adelante siguió la República de Turquía y a Abdulmecid II lo apodaron el Último.

La dinastía había durado casi 700 años. Empezó siendo un pequeño estado turco y acabó apoderándose del otrora poderoso imperio de Bizancio. En el siglo XIV controló el paso del Mediterráneo (por la vía del mar de Mármara) hasta el gigantesco mar Negro y extendió sus límites a Hungría. En 1453, finalmente, penetró en Constantinopla, liquidó el imperio romano de oriente e impuso el islamismo. Con Solimán, tres continentes respiraron presencia turca y el gobierno otomano se consolidó a la altura de los imperios clásicos occidentales. Durante los siete siglos osmanlíes brillaron no pocos personajes notables. Pero ninguno tanto como este Solimán I5, nacido el 6 de noviembre de 1494, dos años después del descubrimiento de América, la expulsión de los moros de España y la publicación de la gramática de Antonio Nebrija6.

Tras educarse en el seno de su familia en la ciudad de Manisa un criadero de sultanitos, Solimán heredó en 1520 el trono al morir su padre, Selim, sanguinario tirano y poeta lírico. El papá del Magnífico no tuvo escrúpulos a la hora de agenciarse el poder. Dispuso la muerte de algunos de sus hermanos que aspiraban a la corona y tan pronto completó la escabechina celebró la victoria estrangulando a todos sus sobrinos para eliminar posibles competidores7. No diré que liquidar a los parientes cercanos es un buen ejemplo, pero al menos formaba parte de las tradiciones brutales de la época. Sultán posesionado, hermanos suprimidos. Así también acaeció con Mustafá, el hijo de Solimán y Gülbahar, excelente candidato para heredar el sultanato, que pereció ante la vista de su señor papá y en manos de los eunucos enviados por Roxelana (ver recuadro). Cuando llegó Solimán a la adolescencia, el padre le adjudicó una variedad de destinos administrativos y militares para que acabara de formarse. Manejó finanzas públicas en Edirne, negoció con políticos y comerciantes en Estambul, persiguió bandidos en Manisa y acudió a algunas escaramuzas militares. De este modo, al llegar la noticia secreta de que Selim había muerto de repente, el Magnífico tenía 26 años, había demostrado ser buen administrador, buen político y hombre razonable: estaba, pues, preparado para subir al diván (ver recuadro). Lo hizo con aprobación de los jenízaros, división armada muy poderosa, influyente y pintoresca, cuyos miembros vestían calzoncillos de piel de tigre, se colgaban alas de pájaro grande en la espalda y coronaban la gorra del uniforme con toda suerte de plumeros, armazones de palitos e incluso modelos de barcos y molinos en miniatura. Parecían un pesebre andante, pero, a la hora de pelear, sus espadas cercenaban cabezas como quien pica zanahoria.

La afición por rebanar enemigos no solo encantaba a los jenízaros sino a todos los guerreros otomanos (gazi). En una victoriosa batalla contra los húngaros, las víctimas del ejército derrotado sumaron 30.000, empezando por el rey Luis II. Ante la tienda del sultán, los gazi depositaron en esa ocasión 2.000 cabezas, incluidas las de siete obispos ataviados con sus solemnes mitras. Formaban una pirámide de varios metros de altura. En otro feliz enfrentamiento contra tropas de los Absburgos, al que no pudo asistir Solimán, le enviaron como parte de victoria 70 narices y varios pares de orejas: habría resultado muy complicado el trasteo de las cabezas. A fuerza de padecer el desmembramiento de testas, los enemigos de Solimán aprendieron a defenderse de la misma manera. Los condecorados cristianos de Malta incluso perfeccionaron la técnica. En 1565, los caballeros que lograron defender la isla contra las tropas que dirigía el gran visir Ibrahim cargaban sus cañones con las cabezas de los turcos y las disparaban contra sus enemigos. Es fácil suponer que los antiguos camaradas reconocían a la víctima convertida en bala humana.

—Oye, no mires ahora, pero ¿esta cabeza que acaba de caer enfrente no es la de Paco el Sevillano?

—Pues yo diría que es la del tuerto Manolo: ponle ojo y verás.

Los cristianos de entonces practicaban de manera curiosa la caridad, pues colgaban en los muros las cabezas de los turcos, las maldecían y las culpaban de todo mal, amén. De ahí viene el dicho que iguala la cabeza de turco al chivo expiatorio. Imagino que no hay nada más expiatorio que una cabeza de chivo turco.

Los militares de Solimán no solo afinaron el corte de pescuezos, sino que acudieron a armas más sofisticadas. Su artillería era temible. Construían enormes cañones afincados en grandes carros rodantes; un contingente de ingenieros levantaba sobre la marcha puentes y grúas para sortear dificultades del camino; un escuadrón de miles de camellos tiraba de los carros. Dominaban además el empleo letal de la pólvora. Aparte de las tecnologías de punta de mediados del siglo XVI, acudían a los viejos recursos: infantería, caballería, escalas, arma blanca, lanzas, puñetazos, patadas, escupitajos… No menos poderosa era su fuerza naval, que libró heroicas batallas en el Mediterráneo y derrotó los navíos de Carlos V. Al frente de ella estuvo un tiempo el pirata lesbiano8 Barbarroja, famoso, lo mismo que sus hermanos, por sus temibles hazañas al margen de la ley. Ante la amenaza que representaba Barbarroja en la zona de influencia del sultán, este decidió ofrecerle empleo, apoyo y legitimidad. Hoy se diría que lo cooptó, lo sobornó o lo neutralizó. El resultado, que es lo que importa, fue extraordinario y permitió a las velas otomanas llegar hasta Túnez y Marruecos bajo el comando del bandido reprocesado.

Solimán tenía casadas peleas en varios puntos cardinales. Aparte de sus constantes garroteras en Europa, se enfrentó en el Asia a los persas, conquistó Irak, recorrió con paso de vencedor la orilla árabe del África y mandó una carta al sha donde lo invitaba amablemente a rendirse, o de lo contrario “asolaré tus campos, aniquilaré a toda tu familia y te mataré a ti. Aunque te escondas bajo tierra como una hormiga y vueles como un pájaro, te encontraré y, con la gracia de Alá, libraré al mundo de tu venenosa presencia”. La carta es fuerte, pero lo de la hormiga y el pájaro revela al dulce poeta que se esconde tras los dientes apretados del combatiente. Al mismo tiempo que supo luchar, fue hábil diplomático y negociador. Estableció alianzas con reinos tan lejanos como Francia solo para incomodar a su enemigo jurado, Carlos V, y a los españoles, alemanes, austriacos y demás soldados que peleaban por él. No obstante, su pragmatismo lo llevó a suscribir en 1547 un tratado de paz con Carlos en el cual el emperador cristiano se comprometía a que Austria pagaría un tributo anual a Estambul. Los dos personajes históricos guerrearon casi constantemente y nunca llegaron a conocerse. Pero en aquel documento aparece la firma de ambos, una junto a otra. Nueve años después, el monarca hispano abdicaba en Bruselas y en 1558 moría retirado en un monasterio. A Solimán todavía le quedaban ocho gloriosos años. Con el pachá Ibrahim al frente de los ejércitos y Barbarroja en la proa de los buques de guerra, las fuerzas armadas de Solimán fueron las más potentes que conoció el imperio turco. Sin embargo, a él, su comandante supremo, no lo conocen en su tierra como el Matador ni el Aplastacristianos, sino como el Legislador, pues fue también muy dado a las leyes. A meditarlas, dictarlas, codificarlas y violarlas.

El heredero y los eunucos

Mustafá, el hijo mayor de Solimán (aunque no con Roxelana, sino con otra concubina), estaba pintado para sultán. Noble, fuerte, inteligente y grato, el embajador austriaco lo describió como “maravillosamente educado y prudente”. Si Mustafá subía, la costumbre otomana ordenaba que murieran todos sus hermanos para evitar celos y conspiraciones. Seis de ellos eran hijos de Roxelana, quien, como madre ejemplar, mandó matar a Mustafá para defender a los suyos.

Los encargados de hacerlo fueron los eunucos mudos, que estaban a su servicio. Un día entraron varios de ellos a la tienda de campaña donde se hallaba el heredero de 38 años y lo atacaron en gavilla. Mustafá se defendió como un tigre, en tanto que su padre desde un costado animaba con señas a los asesinos. Es una escena surrealista o, mejor aún, digna de una película tremenda: el King Kong de 1933 o el expresionismo alemán. Veamos cómo la relata el historiador inglés John Patrick Douglas, Lord Kinross.

Mientras el joven príncipe oponía brava resistencia, Solimán, animaba a los asesinos, separado de la contienda solo por una cortina de lino: “El sultán dirigía miradas fieras y amenazadoras a los mudos y mediante gestos rudos despejaba sus vacilaciones. Ante lo cual los mudos redoblaron sus esfuerzos, derribaron a Mustafá y, rodeando su cuello con una cuerda de arquero, lo estrangularon”.

Dura vida la de aquellos tiempos, incluso si el papá era Magnífico.

Por supuesto que no era menos dura para los eunucos, cuya triste presencia abundó en cortes y harenes durante cerca de 25 siglos. Ya en las cortes chinas del siglo VI a.C. estaban presentes los castrados, y en 1930 envejecían en Pekín 33 ancianos emasculados, antiguos servidores del emperador. El último eunuco chino murió en 1951. Los hubo también en Grecia, Roma y los países árabes, pero los más famosos fueron los otomanos. La cifra de mil que cuidaron el harén de Solimán es probablemente la más alta que se conoce para un serrallo determinado.

Nunca faltaban razones para cortar apéndices reproductivos. Unas veces como garantía de castidad en el harén, otras como venganza y algunas más porque “así cantan más bonito”. Tal fue la razón para sacrificar la masculinidad de los niños del coro vaticano. Uno de los últimos castrati fue el contratenor italiano Giovanni Velluti, de quien dijo Napoleón: “Hay que ser solo medio hombre para cantar así”. Ese medio hombre murió en 1861.

Los eunucos tienen su modelo de imagen, el filósofo medieval Abelardo, amante de Eloísa; también tienen su “santo” protector, el general chino Kang Ping Tieh, que se rebanó él mismo el aparato como aval de que no tocaría a las vírgenes de la Ciudad Prohibida. Pero falta un homenaje universal que les haga justicia. Podría llamarse el Monumento al testículo desconocido y consistiría, sobra decirlo, en una gran figura ovoide del más fino mármol. Lo merecen.

Justamente la primera violación legal importante consistió, como hicimos referencia, en trasladar a Hurrem, que era tan solo una chica del harén, a su recámara palaciega. Entendámoslo: el corazón manda más que los códigos. La segunda también fue producto de su amor por Roxelana. En 1521 nació Mehmed, el primero de los seis hijos que tuvieron el Magnífico y la Gozosa. Se habían conocido unos meses antes, cuando el amado se estrenó como sultán y se produjo los que unos llaman “química” y otros “embarazo”. Era normal que las concubinas se acostaran con el que llamaban “jefecito”, que, como consecuencia, quedaran preñadas y que dieran a luz a los retoños. Para eso existía el harén, para eso vivían ellas allí. Pero una ley secular disponía que la concubina que paría fuese automáticamente trasladada del harén a alguna ciudad donde debía criar al niño. Recordemos que la mamá de Solimán había sido exportada a Manisa con el bebé, pues, al fin y al cabo, un serrallo no es una guardería infantil. Pero he aquí que el sultán decidió que Roxelana y el niño seguirían viviendo con él en sus predios de Topkapi. No se sentía capaz de apartarse de ella. Hurren y Mehmedito se quedaron, pues, con papá.

—Solo falta que haga votos de castidad bromeaba con sus camaradas el gran visir Ibrahim mientras se relajaba como un pachá en el baño turco.

Y Solimán hizo los votos. Al caer prendado de la antigua esclava, prometió que no volvería a tener relaciones sexuales con ninguna otra mujer, solo con ella. Esto no solo era insólito en la historia turca sino una barbaridad: ¿para qué entonces uno es sultán? De contera, agregaba a sus ministros el problema de cómo satisfacer los afanes del jefe sin quebrantar su juramento. ¿En caso de excitación irreprimible habría que llevarlo en carreta de veloces camellos hasta Manisa o donde quiera que residiera la concubina? ¿Y, entonces, qué oficio tenían esas 299 muchachas que seguirían intactas pero a las que era necesario sostener, alimentar y educar?

Un sultán monógamo es como un león vegetariano o un baño turco en el que nadie suda, comentaba el pachá Ibrahim sudando en el baño turco como un león.

Pero la sentencia estaba dictada. El gran jefe decretaba para sí una estricta dieta de castidad, pureza y monogamia. En la corte reinaba el estupor, mas sabían que el sultán es soberano y además aplicaba soberanas palizas y castigos a quienes ponían en duda su autoridad. Varias cabezas habían rodado por esta causa. Uno de los más sorprendidos fue Ibrahim, que le había cogido manía a Hurrem y la llamaba en privado la Concu.

Solo falta que se casen bromeaba en voz baja Ibrahim con sus camaradas en el baño turco.

Y, como si lo hubiera oído la enamorada pareja, el sultán anunció en 1533 que se casarían. Esto ya era el colmo del desdén por las leyes osmalíes. Pero ya saben: el sultán es soberano y aún más lo es el amor. De modo que, tras considerar que 13 felices años de noviazgo son prueba suficiente de cariño para oficializar la relación, ordenó que se engalanara Topkapi y reinara la alegría en el país. La boda fue espléndida. No era para menos: por primera vez en 300 años de historia otomana una concubina se convertía en esposa legal del sultán, con todos los privilegios que correspondían al cargo9. En adelante, ya no sería la Concu sino la Señora Sultana. Para que nos entendamos: era como pasar en un avión de estrecho asiento intermedio en la zona de niños de la cabina de turismo a sillón de ventana en primera clase.

Poeta soy si es ello ser poeta

Hasta ahora nos hemos ocupado de hacer un veloz repaso al Magnífico como combatiente, diplomático, jurista y gobernante. Pero la faceta que él más cultivaba era menos prosaica que estas. Solimán era poeta. De hecho, tenía más pinta de lírico que de feroz guerrero. O de champiñón. Un célebre retrato suyo que pintó Tiziano hacia 1530 no asusta a nadie y, por el contrario, estimula a los micófagos, que no son los que comen micos, como en ciertos restaurantes chinos, sino los aficionados al consumo de setas y hongos. En el óleo aparece el rostro fino del sultán bajo una especie de cebolla monumental, lo que le confiere un aspecto de seta tipo Calocybe gambosa o Boletus edulis. Es el turbante. Un macroturbante donde cabrían tres o cuatro cabezas de sultán. Consta en imágenes de mediados del siglo XV que el bisabuelo de Solimán, Mehmed II, era menos exagerado a la hora de adornarse el cráneo que su escandaloso descendiente. Podría ocurrir que allá, dentro del colosal globo blanco, escondiera cosas: pasabocas, tazas, teteras, algunas frutas o una botella de vino, pues el gran califa prohibía a los musulmanes el alcohol, pero lo consumía a escondidas. Todo un poeta.

De cualquier modo, semejante cúpula de telas coronadas en un nudo no es propia de guerreros, que necesitan comodidad y blindaje. Tampoco lo es de bardos dignos: no hay estro que traspase semejante cebollón ni musa que se atreva a chocar con él. Lo que Solimán portaba en el coco lo habría usado ahora Donald Trump como domo de su torre dorada en Nueva York. Tan horrible era.

Contrasta el globazo con la delicadeza del perfil sultánico: aspecto sereno, ojos claros, tez blanca, nariz aguileña, bigote rubio que rueda labios abajo. Tenía este señor un extraordinario parecido con su propio bisabuelo y con el siempre lamentado Luis Carlos Galán. El embajador de Venecia, Bartolomeo Contarini, describe así al Magnífico cuando este cumplió 25 años: “Es alto y delgado, con delicada complexión. Su nariz es un poco larga y aquilina. Exhibe una sombra de bigote y una barba breve. Su apariencia general resulta placentera, aun cuando un tanto pálida”. La delgadez del sultán era engañosa. Aunque podría parecer grácil, tenía fama de hombre fuerte, “capaz de tensar el arco más templado”.

Casi todos los testimonios concuerdan en decir que era un tipo amable y cortés, aunque estas características de salón no lo hacían menos duro a la hora de luchar. Era moderadamente religioso y ostentaba el título sacerdotal de Gran Califa y Protector de los Lugares Santos, pero tan tolerante que en la sociedad convivían de manera armónica diversos credos. Tradujo el Corán, más inspirado por su impulso de escritor que por su confesión islámica. Su familia, de fe islámica suní, detestaba a los musulmanes chiies, hasta el punto de que su padre tenía fama de haber masacrado a 40.000 miembros de esta iglesia. Vaya devoción. Solimán, sin embargo, los perseguía como herejes, pero sin convertir el asunto en una obsesión sangrienta. Más desagrado le producía el sha que había abandonado las toldas suníes, las de la dinastía osmanlí, para refugiarse en las chiies.

Gran lector, el Magnífico devoraba sobre todo libros de filosofía. A la hora de escribir, sin embargo, su territorio no era la prosa sino la poesía, muy influida por las imágenes islámicas y las lenguas persa y árabe. Acostado en su diván, el buen sultán pergeñó algunas estrofas religiosas. Esta, por ejemplo:

 

Casi todos piensan que la mejor suerte

es tener riqueza y poder.

Pero prefiero tener salud

y así retrasar la muerte.

Pues el gobierno es el imperio del recelo

y más trono más alto no está aquí: está en el cielo.10

 

El pensamiento y la reflexión no eran la vena que mejor palpitaba en la pluma de Solimán, como puede verse. Lo suyo era el verso intimista de amor. Y como de amor moría por Roxelana, ella fue inspiración de sus rimas y víctima de sus metáforas. El siguiente poema está dedicado por Muhibbi (su seudónimo de autor, que significa el Amante) a la bella Hurrem con motivo de la llegada de la primavera.

 

He aquí de nuevo el tiempo de las rosas,

de la savia y los cortejos.

El retorno de los murmullos, las risas

y los placeres, helos aquí.

La rosa ha fijado sobre la rama

del rosal un muro.

De nuevo en la rosa estalla

una mancha de color bermellón.

Hoy el campo es un jardín

que festeja la renovación.

Surge un rincón del cielo

que nuevamente sirve de reflejo.

Para pintar una pincelada de rosa,

el Amado ha cantado diez versos.

Y exclama: “Oh, ruiseñor ebrio de amor,

he vuelto a verte”.

Las almas, demasiado felices

por los placeres de la tierra,

recuerdan a los niños

a quienes regalan caramelos.

 

Me temo que algunos lectores no alcancen a entender la profundidad de esta poesía por el sueño tan profundo que produce. Como ello puede deberse a que el verso libre compromete menos el sentimiento del lector, me he puesto en el trabajo de traducir con rima un madrigal de Muhibbi a su amada Roxelana.

 

Me he convertido en soberano del mundo

plantado ante tu puerta como un pobre vagabundo.

Mi amor vuela debajo de mi piso

cual ave del paraíso.

 

En realidad, la única manera de apreciar la poesía es dominar la lengua en que fue escrita, sin intermediarios, ni diccionarios ni traductores falsarios. Por ello me permito transcribir un breve poema en turco. Es una típica sextilla bukoviniana originaria del folclor ucraniano donde se hace referencia a una niña secuestrada por los tártaros y confinada a un harén:

 

V Rohatyni, na zarinku,

Tam tatary vkraly divku,

Vkraly divku Nastusen ’ ku,

Chornobryvu, moloden ku,

Taj zabraly v Turetchynu,

Taj prodaly do haremu

 

Los turcos contemporáneos solo comprenden unas pocas frases del poema, porque fue escrito en turco antiguo. En cambio, la versión en lengua moderna no la entienden ni los turcos contemporáneos, que prefieren el rap y el reguetón. Aunque no se crea, esta clase de poesía consolidó el gran amor entre el Magnífico y Roxelana. Un amor que rompió esquemas, rompió normas y rompió fuentes seis veces, pues seis fueron los hijos de la pareja: Mehmed, Mihrimah, Abudula, Selim II, Bayezid y el jorobadito Cihangir. Mihrimah era la nena. Todos ellos nacieron entre 1521 y 1531. La influencia de la joven se inició muy pronto, auxiliada seguramente por la dichosa eficiencia del viejo y querido Kamasutra. Solimán y señora maduraron juntos y solo la muerte de la Gozosa separó en 1558 lo que el amor había unido casi 40 años antes. Quizás desde 1528 o 1529, y ciertamente desde 1530, Solimán contó con la guía de la mujer que le susurraba al oído en la alcoba nupcial. Sobra decir que el ascenso admirable de una antigua esclava extranjera hasta el más alto lugar del imperio despertó envidias e intrigas. Una vez convertida en primera dama, la exconcubina debutó, como todas las del gremio, participando en actividades pías, bingos de caridad y marchas de solidaridad con pobres y enfermos. Patrocinó la construcción de madrazas (escuelas religiosas mahometanas) y, a fin de no olvidar de dónde venía, levantó un hospital para mujeres vecino al lugar donde se celebraba la compraventa de esclavas. Luego extendió su presencia a dominios más polémicos. Songo sorongo se introdujo en decisiones de obras públicas y promovió la construcción de mezquitas, algunas de ellas verdaderos monumentos. Su creciente poder inquietó a ciertos altos mandos que cayeron en la tentación de conspirar con ella. El más notable fue, ya lo vimos, el pachá Ibrahim, mano derecha de Solimán en asuntos de guerra y administración pública. Y como la sultana era “bella cual rosa primaveral” pero no idiota, aconteció que el 15 de marzo de 1536 hallaron al gran visir Ibrahim asesinado en su dormitorio de Topkapi. La autoría intelectual del crimen se atribuyó a Roxelana y su violenta ejecución a los eunucos mudos. Interrogados, estos ejercieron su derecho constitucional a permanecer en silencio. De esta terrible manera fue eliminado el pachá, tal como lo sería 17 años después Mustafá, el posible heredero de Solimán. Merced a esta clase de operativos, Roxelana afianzó su poder y lo extendió a lugares menos recónditos que la alcoba. Opinaba sobre cuestiones de manejo del palacio, sobre problemas de Estambul, sobre temas nacionales. Incluso se adentró en la política exterior del sultanato, con aprobación de Solimán, que la supo utilizar como arma de simpatía y seducción para abrir puertas: hagan de cuenta la Jackie Kennedy del sultán. Detrás de las simpáticas misivas de Roxelana se movían la mano enjoyada del Magnífico y su propósito de gestionar lazos internacionales. Por acatarlo, Roxelana mantuvo florida correspondencia con algunos gobernantes, y en especial con el rey Segismundo II de Polonia, aliado vital para los intereses otomanos. Valida de femenina astucia, añadía regalitos a las cartas: pañuelos, cinturones, toallas de mano, camisas de lino… Seguramente la sultana solía ir de compras al maravilloso bazar de Estambul, como cualquier turista del futuro, y pedía rebaja y regateaba y conseguía sorprendentes gangas. O eso le hacían creer los mercaderes, como a cualquier turista del futuro.

Al cabo de un tiempo, la sultana intervenía directamente en nombramientos, lo que la contaminó con el pertinaz vicio de colocar parientes en nómina. Impulsó, por ejemplo, la carrera de su yerno Rüstem Opukovic, marido de Mihrimahcita, que alcanzó los títulos de visir y pachá y, como corresponde, se enriqueció de manera vergonzosa en el poder. La historia de siempre: era un croata sin plata cuando enamoró a la niña y al morir tenía 7.700 esclavos, 815 fincas, 476 molinos, 2.900 caballos de guerra y una gorda biblioteca de textos islámicos.

Es un alivio saber que Aysenita, Ismancito y Mehmedcito junior no van a pasar dificultades —habría dicho a sus amigas Roxelana acerca de sus nietos.

Pero no pudo decirlo, pues la pobre falleció tres años antes que el yernísimo, en 1558. En ese momento, Europa le atribuía el rango de emperatriz y la literatura turca el de supermusa. La información acerca de la vida privada del Magnífico y la Gozosa es escasa y sus fuentes proceden, sobre todo, de informes de diplomáticos y memorias de viajeros. Resulta difícil, pues, conocer detalles de su relación y de lo que pensaban de ella sus compatriotas. Sobre Roxelana se ha escrito mucho, pero a partir de prejuicios, estereotipos y especulaciones. La historia occidental proyecta una imagen negativa de ella: ambiciosa, tiránica, aprovechada, perversa guía de su marido… Sin embargo, otra idea sostienen historiadores nuevos que han consultado fuentes esquivas en archivos y documentos. Ya cité, por ejemplo, a la doctora Yemolenko, quien se ha preocupado por demostrar “la inteligencia, educación, fuerza de voluntad y otros talentos” de Roxelana.

Como los sultanes no solían dar declaraciones a la prensa, porque prensa no había, solo podemos suponer que el viudo lloró de manera inconsolable al amor de su vida durante los ocho años de soledad que transcurrieron desde la muerte de la cónyuge hasta aquella madrugada del 6 de septiembre de 1566 en que, enfermo de tristeza, falleció el sultán en su tienda de campaña lejos de Estambul.

A la sombra de la mezquita Süleymaniye, en la ciudad que bajo el imperio de su familia dejó de llamarse Bizancio y Constantinopla, los restos de Solimán y Roxelana comparten cementerio.

La inseparable pareja transformó el mundo del mar Mediterráneo e influyó en Europa, Asia y África. En su tiempo y bajo su mando, el imperio otomano humilló a Carlos V, el emperador hispano-alemán; invadió Hungría, cuyo rey pereció en batalla; se alió con Francisco I de Francia y provocó a Roma hasta tal punto que el papa dispuso contra el sultán una cruzada que nunca se llevó a cabo. La Europa actual, con sus conflictos religiosos, sus uniones, desuniones y desconfianzas históricas, es en buena medida consecuencia del gobierno de Solimán. No solo expulsó a los cristianos de Constantinopla, sino que enfrentó en los mares a Alá y al Dios católico de Carlos V. Esta lucha permitió que a partir de 1517 se dividieran los cristianos y se expandiera la Iglesia reformista que había fundado Martín Lutero. De no haber existido la guerra contra los turcos, seguramente los protestantes no habrían encontrado tan debilitadas las fuerzas del Sacro Imperio Romano; y sin la presión de los protestantes, Carlos V habría podido concentrarse más en derrotar a los turcos. Es decir, tendríamos una Europa muy diferente en sus fronteras, sus lenguas, sus religiones y sus poderes. La extraña pasión entre el poderoso Solimán y la desvalida esclava tiene mucha responsabilidad en ello.