No se ponen de acuerdo. En un noticiero dicen que fue suicidio. En el 13 no descartan el asesinato. Pudieron haberlo matado esbirros de Castro o la disidencia cubana, o la KGB, o los gringos, o algún poeta al que le negó la beca del Fonca o un político resentido. Tenía tantos enemigos.
Ven, Pascuala, no quiero estar sola. Me duele la cabeza de tanto recordar. En mis primeras noches contigo, Antonio, te gustaba oírme contar que fui puta en La Habana. En esas noches de insomnio ni siquiera la leche caliente con miel servía para dormir. Recuerdo cuánta risa te daba mi remedio. A las tres de la madrugada despertaba y te decía, no tengo sueño, voy por leche con miel para seguir durmiendo. Te repetía que tú siguieras dormido. Pero me acompañabas y huíamos al sillón a fumar. Hasta que acompasé mi sueño al tuyo. Adoraba tu olor, dormir en tus brazos. Acostada sobre tu pecho. Más que creerte mío, me sentía tuya. Parte de tu cuerpo. Despertaba en la madrugada al dejar de sentirte. Quería repetir nuestro ritual. Abrazarme a ti. Escucharte otra vez contarme un relato improvisado. El misterio del colibrí, que vuela y vuela dejando la vida, buscando el sonido de la paz. O el de la niña que vivía en el bosque y hablaba con los árboles y sacaba alimento para los animales de su cabello rizado, como el mío. Ese cuento era mi favorito. Cada noche lo decías diferente, no como las historias que yo te contaba.
Al morir Raúl, su familia me dejó en la calle. Sólo pude conservar su viejo Opel. La noche que nos conocimos, en el cumpleaños de Paula, tu amiga argentina, también te platiqué de Jorge. El hombre que me llevó a La Habana. Después de mi aborto necesitaba a alguien conmigo. Llenar los espacios de Raúl. Jorge era editor, tenía un mundo propio y era lo que yo necesitaba. Por jugar dije que me llamaba Carmen. Él contestó que José. Vivía en Coyoacán. La primera noche que dormimos juntos me oriné en su cama. No fue un accidente, sino para marcar territorio. Me enseñó a chuparlo como a los hombres les gusta. Como a ti tanto te gustaba.
Estar con Jorge fue como volver a nacer. Decía que él terminaría de educarme. Sólo los perros se acercan al plato al comer, tú no, me enseñó. De dónde quería que hubiera aprendido buenos modales, si lo único que yo sabía era bailar. Pero a Jorge no le importaba. Lo enfurecía que no me supiera comportar ni sentarme con propiedad en la mesa con sus amigos escritores. Yo también soy artista, le reprochaba. Una vez me llevó a la Feria del Libro de Guadalajara, a lucirme como si fuera su trofeo. Allá le escuché decir que me había sacado del arroyo, que me creía Carmen. Al final terminaba presumiendo mis logros, mi estreno de Carmen, como si él hubiera estado entre el público. Jorge era dieciséis años mayor que yo. Me gustaba su cabello rebelde. Tenía una sonrisa extraña, nunca mostraba los dientes. Creí que a su lado encontraría refugio. Pero en realidad buscaba a Raúl.
Jorge aseguraba que el futuro estaba en los idiomas, que el mundo era cada vez más pequeño. Cuando lo acompañaba de viaje, mientras salía a trabajar, me dejaba en el hotel para que leyera. No necesitaba encerrarme, se llevaba toda mi ropa, la bata del baño, las toallas. Me prohibía ver televisión o dormirme. Yo arrasaba con las botellitas de licor que había en el servibar. Tienes que leer, me regañaba. Después pedía en la recepción que cerraran con llave el servibar. Así fue como leí Ana Karenina, todo Molière y Dickens. Con Jorge perfeccioné mi francés. Me obligaba a leerle Les misérables y Madame Bovary en su idioma original. Le excitaba imaginarme desnuda en el cuarto. Llamaba por teléfono. Preguntaba qué hacía. En qué posición estaba sentada o acostada. Me dejaba una Polaroid. Me ordenaba tomarme fotos y que me pusiera el teléfono entre las piernas para oírme terminar. Cortaba diciendo que ya venía y me dejaba esperándolo. Me ponía furiosa. Me aburría. Recordaba cuando era pequeña y hacía la siesta con mi madre. Al despertar, ella no estaba en la casa. Me enojaba conmigo misma por no darme cuenta en qué momento se había ido. Miraba televisión todo el día hasta que salían las franjas de colores. Mi madre regresaba borracha en la madrugada. Vengo con un amigo, decía. Ese hombre me llevaba a mi cuarto. Escuchaba que ponían música. Siempre era el mismo disco, que nunca pasaba de la sexta canción. No era raro oírla reír al mismo tiempo en que se rompían los vasos o se volcaban los ceniceros sobre el sillón que tanto me encargaba cuidar. Enseguida venían sus gritos de orgasmo o de pelea, reclamos en medio del llanto. El tipo se largaba azotando la puerta y yo tenía que salir a parar la música: un disco rayado de Jeannette que repetía como maldición Por qué te vas. ¡Déjame tranquila! me gritaba mi madre y con un manotazo me hacía volar por los aires. Terminábamos durmiendo juntas.
A Jorge le excitaba pegarme. Tengo miedo de quedarme sola, le repetía medio borracha cuando llegaba en la madrugada. Mañana no me dejes sola, por favor. No respondía. Me azotaba las nalgas desnudas. Sus manos enormes y calientes me excitaban. Me gustaba someterlo. No, aún no me lleves a la cama, sedúceme de pie, le decía. Hincado me hacía sexo oral y yo lo ayudaba con un attitude à la seconde o con un attitude devant croisé. No había nada mejor que su miembro. Ni el dildo de plástico que usaba para cogérmelo. Con él conocí infinidad de juguetes sexuales. Cuando descubrió que sus castigos me calentaban, dejó de cogerme, dejó de pegarme. Tienes que leer, me reprochaba. Dejó de hacerme sentir su fuerza y perdí mi eje. Estuve otra vez vulnerable.
Nuestro viaje a La Habana marcó el final. A los pocos días que llegamos me llevó al teatro a ver Carmen. Estrené un vestido negro de lino, muy escotado. Fue con Jorge con quien dejé de usar ropa interior, para que los hombres me olieran. Apenas los miraba, ellos se quedaban paralizados, indefensos. El teatro estaba lleno. La función llevaba una hora de retraso. El público chiflaba, aplaudía, gritaba. Detrás del telón raído se alcanzaba a ver el ruedo. Estábamos sentados en la séptima fila. Jamás me han gustado los palcos ni sentarme muy adelante, prefiero sentirme rodeada. Esa noche dejé de quererlo. No me importó nada. Me sentía tan excitada, quería subir al escenario, estar de puntas delante del toro. La música era para mí. El teatro me aplaudía. La noche cerrada. Hilos de sudor se perdían en mi escote. En mi sexo cada vez más caliente y húmedo. Al final de la función, entre los gritos de euforia me quité el vestido y lo arrojé al público. Lo desgarraron como a un pedazo de carne. Me enfrenté a ellos. Buscaba sus miradas hambrientas. Jorge quiso detenerme, pero fue demasiado tarde. Caminé hasta alcanzar el pasillo. Quise llegar al escenario pero Jorge me detuvo, me cubrió con su camisa. Me apretó contra su pecho. Me dejó sentir otra vez su furia. ¿Ya no me quieres? ¿Ya no te importo? le pregunté, aguantándome el llanto. Estaba furioso. Me llevó por la calle jalándome del brazo. Decía que había ido demasiado lejos. Que si no me daba cuenta de que lo había puesto en peligro. Creí que cogeríamos como antes, pero no, me encerró con llave. Dos días más y nos vamos, me amenazó al salir. La antigua Habana. El hotel viejo. Sin muchas complicaciones abrí la puerta. Salí a buscar un hombre.
Me perdí entre la gente. Quería ser una de ellos, vivir como ellos. Volví al teatro. Ahí seguía Don José, como si supiera que regresaría a buscarlo. Escuchó el portazo que azoté adrede. Se volvió hacia mí. Aún le temblaban los músculos. Era más esbelto que en el escenario. ¿Eres tú la mexicana que se llevó los aplausos?, me preguntó. Su voz sonó firme. Con cada palabra mi corazón se agitaba más. Podía escuchar mi respiración. El roce de mis piernas al caminar. Si pudiera volver a mirarme en sus ojos. Eran verdes, como nunca he visto otros. Sus ojos eran tristes. Esos labios no pueden ser reales, pensé. No había mucha luz, sólo su respiración, los espasmos de sus músculos y los de mi vientre. Su olor que llenaba mis ganas. Su pecho descubierto y mis pasos. Su cabello rizado y mis dedos. Sus manos aferrándose a mi cintura. Un espejo roto, donde nos miramos. Él seguía casi desnudo, con su torso de mulato hecho de una pieza. Sus mallas estaban mojadas y rotas. Cogimos de pie. Montada en sus caderas, colgada de su cuello le repetí a media voz cuánto lo deseaba. Era como si su cuerpo entero estuviera dentro de mí y su fuerza estallara en mi interior. Me dejó sin aliento. Con sus manos marcadas en mis nalgas.
Esa noche no volví al hotel. Me fui con Lázaro. Jorge no tardó mucho en encontrarme. Sabía que estaría en el ensayo del García Lorca. Dijo que no podía volver sin mí. Que no quería perderme. Que había sido un pendejo por no darse cuenta, por dejarme esperando tantas noches. Quiso abrazarme. Lo aparté con rabia. Le dije que se fuera, que yo me quedaría en Cuba. Dime que ya no me quieres. Que ya no me deseas. Se lo dije. Trató de besarme y casi le arranco el labio de una mordida. Me das asco, tú y todos tus juguetes me dan asco. A ver si consigues quién te coja como yo, le dije y salí del teatro. Volví a verlo dos años después. Llegaría por mí en el momento justo.