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Se espera que lleguen los restos de Belisario Rojas al Palacio de Bellas Artes alrededor de las cinco de la tarde…» Mira, Pascuala, ese es mi papá, el que llevan dentro de la caja. Parece mentira. Una historia fantástica que cuenta el noticiero. Hay mentiras que se van heredando, como la de mi abuela a mi madre. La historia de abolengo, de la hacienda perdida en tiempos de Cárdenas. El cuento del gran amor de mi padre por ella.

Nunca te liberas de ser católico, de cargar con la culpa. Desde que naces ya vienes con tu pedazo de culpa, el pecado original que hay que reafirmar con el bautizo. Odio ir a bodas, primeras comuniones, cualquiera de esas teatralidades. No recuerdo a qué edad dejé de soñar con casarme vestida de blanco y ver el arroz volar sobre al salir de la iglesia. Quizá fue por el tiempo en que descubrí que nada dura toda la vida. A mis veintitrés aún confiaba en el amor. Guardaba la ilusión del amor ideal, el que te asalta a los catorce o quince años y que sobrevive apenas unos diez más. El amor que invade, que parece más importante que la propia vida. El amor que sacrifica y entrega. Que perdona sin preguntar. Que te cuentan maravilloso y terminas descubriendo que vive en la fantasía. Tenía tanto miedo a los finales. Sabía que el nuestro, Antonio, tarde o temprano llegaría, ese sufrimiento es tan grande y hondo que no se compara con los picos de felicidad que pasamos juntos, perdidos en el recuerdo de la cotidianidad. No te das cuenta que los estás viviendo y al final terminas idealizándolos. Por eso no me entregaba, por miedo al inevitable fin. Pero ¿cómo dejarte pasar?, ¿cómo detener lo hermoso que vivía a tu lado? Tan parecido a la fantasía del primer amor. No pude aplicar el principio del jardinero: cortar lo que crece. No pude, no supe cómo y me dejé llevar. Ese 30 de enero que llegué a la fiesta de la mano de otro hombre, entré como buscando. Estabas detrás de la barra. Mis ojos se encontraron con tus labios. Me desnudaste con la mirada. Sentí cómo me quitabas cada prenda. Paso a paso me acercaba a ti, descalzándome. Con tus ojos clavándose en mis piernas. Te sentí en mi vientre con la fuerza de la sangre que engendra. Tu mano en mi cintura fue como una descarga de escalofrío. Como si hubieras sabido que no traía ropa interior, seguro por mi falda tan corta. Quedé a un paso de tu voz. Entregada. Vulnerable. Ya no hubo nadie más, ni tu pareja ni la mía. Cruzamos pensamientos. Deseos que erguían mi pecho buscando manos para reposar. Brazos para cobijarme. Vi cómo observabas la fiesta, los movimientos de la gente. Vi cómo estuviste pendiente de mí. Levantando mi mirada de algún rincón. Yo quería acercarme a ti. Abrazarte. Fui al baño. Necesitaba controlar mi deseo, reconocer mi olor. Tenía que saber si te gustaría. Me llevé los dedos a la boca. Si estuvieras ahí conmigo, ¿qué sería lo primero que buscaría tu lengua? Te sentía en mi bajo vientre. A ojos cerrados tocaba lo que tus manos descubrirían.

Te dije mi nombre tres veces. Te gustó cómo lo pronuncié. Repítelo, me pediste poco antes del amanecer. Yo sólo te veía los labios y tus ojos clavados en los míos. Te presumí que bailaba. ¿Desde cuándo?, preguntaste. Respondí que no quería fumar marihuana, la noche de año nuevo había fumado tanta, que prefería estar limpia. Pareciera que vienes sola, volví a escuchar. Te acercaste para decírmelo, también para oler mi cabello. Sí, vivo sola, contesté. Soy fotógrafo, dijiste. Yo te di mi número de teléfono al ver tus tenis rojos. Fueron la señal que tanto buscaba. Por eso me fui contigo esa misma noche, no quise esperar más. La única vez que había esperado fueron cuatro meses. Tenía veintiún años. Era la segunda vez que intentaba vivir sin pastillas ni terapia. Sin el acoso de mi madre o sus amigos. Esperaba al hijo de Raúl, director de la Compañía Nacional de Danza. El mejor coreógrafo del mundo. Una leyenda. De él se decían tantas cosas. Que había bajado al infierno y regresado con los pelos del diablo entre los dedos. Que era terrible caer en el doble filo de sus manos. Te hacía el traje a la medida o te cortaba en pedazos. Pero no era verdad. Raúl era tierno, generoso. También era alcohólico.

Él me enseñó a respirar, a controlar los impulsos, a manejar la energía. Decía que la bailarina primero debe bailar para sí misma. Hacerse desde adentro. Rigurosa, exacta como un reloj. Bailar la música, no bailar con ella. Pensar que no hay nadie más. Él y yo. Una y otra vez. No había horas de sueño, ni reposo. No me permitía bajar de las puntas. Transpira, navega por la humedad de tu cuerpo, me retaba. Para Raúl todo estaba mal. Llegué a odiarlo. Odié ser su bailarina, despertar en su cama. Yo no tenía a nadie más en el mundo y él confiaba en mí. En los ensayos generales había mucha mala energía. Risas burlonas. Un día no pude más y me desplomé. Desperté en sus brazos. Dijo que volveríamos a empezar. Que no estaba para contemplaciones. En la madrugada nos fuimos a su casa. Descubrí su mundo lleno de libros, de vestuarios, de triunfos. Raúl trabajaba desde su escritorio, que era un amontonamiento de papeles, bocetos, ceniceros con colillas de Raleigh, lápices de colores y polvo. Fumaba a toda hora, tenía las uñas largas y amarillas, los dientes manchados, los labios amoratados y resecos. Su olor era tan característico: transpiraba nicotina, el tufo de licores añejos que se revolvería con el olor podrido del cáncer. ¿Tú eres el minotauro?, le pregunté al ver una vieja fotografía de su estreno de Carmen. Soy el que has forjado. Al hacerte en el escenario, mi yo deshecho se forma otra vez. No te has dado cuenta cómo me reconstruyo en tu mirada. Que me reflejo en tus piernas, en los pasos que ya no puedo dar. Soy el toro que busca la sangre. La noche que estrenamos Carmen, mientras celebrábamos, me susurró que nunca había visto a nadie bailar como yo. Ni sentido el temblor de las tablas cuando reventaban bajo mis puntas. Que casi había estado perfecta. Ese ha sido el día más importante de mi vida. A pesar de que mi madre no estuvo en el teatro y en el último momento un ataque de pánico me hizo perder el equilibrio, Raúl no dejó de apoyarme, de presionarme para que estuviera lista. Desde la puerta del camerino me miraba, me daba fuerza, mientras escuchaba los primeros acordes de la orquesta entre los aplausos del público. Nadie me va a vencer, le dije, ni tú ni nadie. Festejamos el estreno en su casa. Él me enseñó a beber vino tinto. Al amanecer nos quedamos solos. Su cuerpo revivió con mi tacto. Quería darle más de mí. Creo que lo veía como a mi verdadero padre. Quizá lo odiaba con la misma fuerza que a él. También él me regañaba como si fuera su hija.

La noche que murió festejábamos el Premio Nacional de las Artes que le habían otorgado. No pudo asistir, vimos la ceremonia por televisión, en su casa, sólo él y yo. Pegaba sus manos a mi vientre. Me pedía que fumara. El médico le había prohibido acostarse conmigo. Tenía tanta ilusión de su hijo. Si es niño, se llamará como yo, me aseguró. Al terminar la ceremonia bailamos un vals de Strauss. La música inundaba la oscuridad. No prendas la luz, me susurró. Bebimos tanto, lo deseaba tanto que hicimos el amor y murió entre mis piernas.