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FATÍDICA

Puesto de mando de Lukomorie

Ubangui (área de exclusión negra)

Julio del 2054

 

 

Siempre he pensado que hay dos tipos de personas: las que creen que hay dos tipos de personas y las que no. Yo soy de las que no; pero si tuviera que decantarme por dos grandes grupos, diría que existen personas con y sin suerte. Llevo cuarenta y cuatro años moviéndome, de forma voluntaria o inconsciente, a ambos lados de esa frontera. Es un hecho probado que el infortunio me ha acompañado desde el mismo aciago momento en el que se produjo mi gestación, pero, así y todo, no podría considerarme en absoluto una persona desafortunada.

Más bien lo contrario.

Digamos que soy un escapista —un planeador que sobrevuela el riesgo, como decía Fátima— altamente cualificado en salir airoso de situaciones límite. Situaciones en las que mi cerebro fabrica curiosas y cobardes maneras de enajenación mental con el propósito de evitar que tome conciencia de que estoy inmerso en una situación dramática.

Situaciones como esta.

Porque tratar de contener la embestida de los centinelas enviados por la Asamblea con el único y conciso propósito de aniquilarnos lo es.

Del todo fatídica.

A la deriva, tratando de ahogar mi propia excitación en el agitado océano de líneas de texto en el que se ha convertido mi panel tetradimensional, no me percato de que Tolya lleva un rato a mi lado.

—Olek, necesito que me dediques toda tu atención —me pide usando su tono más robusto. En sus pupilas se reflejan la entereza propia de su cargo como guardián de la estación y el terrible desconsuelo que supone la reciente muerte de Liya, su hija—. Conoces tan bien como yo el procedimiento crítico. Si cayera Lukomorie y yo no estuviera… Tengo que saber que puedo contar contigo.

—Señor, me estaba preguntando en qué momento escucharía estas palabras.

Procedimiento crítico. Como operador principal de sistemas, soy del todo consciente de que mi destino está ligado al éxito o al fracaso de la misión de corte suicida a la que nos estamos enfrentando los últimos de Lukomorie. El objetivo primario consiste en proporcionar una vía de escape segura a nuestros recientes invitados. Por tanto, no queda otra que resistir el brutal ataque de las cuatro parejas de centinelas. Contenerlo al tiempo que intentamos destruir la nave de clase Golliat que amenaza con interceptar y aniquilar a nuestro querido pero vetusto Vodianoi durante el viaje de regreso a la estación de Siberia.

Mi obra quedará inconclusa si no conseguimos salir vivos de este infierno.

—Puede contar conmigo —contesto deseando que suene convincente.

—Dispondrás de noventa segundos para llegar a la cámara de la unidad funeraria y allí…

—Trataré de llegar —me anticipo para que no tenga que terminar la frase—. No se preocupe por mí, he escapado de situaciones más críticas, ya lo sabe.

Y él, Anatoliy Sokolov, sabe mejor que nadie que es cierto. En mi cabeza renace el recuerdo de la primera vez que me topé con aquella firme e impávida mirada, en Varsovia, cuando yo no era más que un inmaduro proyecto de cracker, un esbozo de persona.

—A ella se le partiría el corazón. Tienes que lograrlo.

Se refiere a Rusalka, el alma máter del Khimera Proyeckta y guía para los pocos que aún quedamos en pie. Para mí, sin embargo, es mucho más que eso. Lo es todo. Nadie la conoce mejor que yo, porque solo yo la conozco como realmente es. Ella piensa que es algo recíproco, pero está muy equivocada.

Tolya posa una mano sobre mi hombro como si quisiera transferirme las reservas de energía —o de fortuna— que le quedan, provisiones que ya ha asumido que no necesitará en el viaje que el guardián de Lukomorie ha decidido emprender.

Tengo que volver a concentrarme en mi tarea, pero una estridente carcajada desvía de nuevo mi atención. Se ha fabricado en la garganta del mercenario senegalés, el topo que nos ha colado la Asamblea y que ha conseguido introducir el malware que ha abierto las puertas de Lukomorie a los centinelas. Con ojos incrédulos, asisto a su liberación por parte de Frederik Keergaard. No entiendo nada de lo que está aconteciendo, pero interpretar las decisiones ajenas no está incluido dentro de mis funciones y responsabilidades como operador principal de sistemas de la estación. Evitar que caiga en manos de nuestros enemigos, sí.

Hace tiempo que no me preocupo por comprender, solamente me ocupo de interpretar correctamente mi papel en la sombra.

—¡Salimos al exterior! —anuncia Frederik Keergaard—. Olek, estamos en tus manos, no nos falles ahora —me dice ufano, levantando el terminal RVR que debo conectar al puerto de diagnóstico externo de la Golliat—. Dependemos de ti.

Como no sé qué mierda responder, mantengo la boca cerrada.

Las siguientes imágenes las recibo de la cámara insertada en la máscara de combate del bogatyr. La humareda apenas permite distinguir el perfil de la nave de combate enemiga; aun así, Frederik progresa a la carrera adentrándose en la espesa y negra incertidumbre con una determinación que solo puede ser fruto de su prodigioso proceso de enriquecimiento —razono por descarte—. Sus jadeos entrecortados se solapan con el fragor de la batalla que se está librando en la plataforma de transportes. El atronador e inconfundible sonido de las Volnas-TS no ha dejado de escucharse desde que mis compañeros decidieron arriesgar sus vidas para atraer a los centinelas y, de esa manera, despejar el camino de quien yo debo guiar.

Tengo que abstraerme. Me saco los nudillos como parte de mi ritual de concentración.

—Vale, vale, vale. El puerto de diagnóstico está en el nivelador de cola, bajo los rotores de despegue principal. ¿Lo ves?

—Lo veo —confirma Frederik.

—Eso es. La tienes delante. Es esa plancha con números grabados. Mete los dedos por la abertura inferior y tira hacia arriba.

—Hecho.

—Vale, vale, vale. Ahí tienes la placa madre. Saca el RVR y conéctalo a cualquier slot, el resto es cosa mía.

Unos segundos después, ya tengo en mi panel la arcaica encriptación con la que tratan de ocultar el rastro que está dejando la comunicación entre los nada precavidos técnicos de soporte de la Asamblea y los centinelas. Para mis avezados ojos, detectar y replicar la entidad troncal en lenguaje GGN es como distinguir una paloma blanca entre una bandada de cuervos. Abatirla ya es otra historia.

—Estamos dentro —confirmo—. Vale, vale, vale… Dirígete a la cabina, a tu izquierda —le conduzco. Como me esperaba, tan pronto accede al interior de la nave, las imágenes ganan en nitidez—. Ahora busca el cuadro central de comunicaciones y pincha el RVR en cualquier puerto primario. Ese nos vale.

El terminal de hackeo enseguida descarga el cifrado, pero yo sé que la clave en estos casos no reside en ver las ventanas, sino en dilucidar por cuál conviene entrar. Eso me lo enseñó mi primer instructor, Ajax, ¡valiente soplapollas! Descarto las más grandes, las entreabiertas y las bien iluminadas, trampas evidentes para principiantes, y, sin valorarlo demasiado, resuelvo acceder a través de una de las muchas rendijas mal selladas que tienen todos los sistemas de comando y control integrados, como es el caso de la arquitectura de guiado pasivo de la Golliat.

—Ya vienen —se oye decir a Souleymane Sonko.

—Mierda. Olek, ¿cuánto tiempo necesitas? —quiere saber Frederik Keergaard.

—No sé. ¡Depende de lo que me encuentre aquí dentro! —me quejo tratando de liberarme de la presión.

La siguiente vez que vuelvo a fijarme en las imágenes que recoge su cámara, lo veo a los mandos del control virtual de batalla; pero, lejos de distraerme, me concentro en mi labor. He de reconocer que entrar en el caudal del escudo deflector de la Golliat me resulta más sencillo de lo que esperaba. Muevo los dedos casi a la misma velocidad con la que mi cerebro va compilando los datos. Casi, porque esas milésimas de segundo de retardo significan una eternidad en el metaverso. Tratando de obviar esa limitación y los gritos apremiantes de Frederik, empiezo a reescribir el código fuente. No me lleva más de un minuto.

—¡Ya es mío! —anuncio—. Escudo anulado. Ya lo tenemos. Calibrando cañones de riel. Salid cagando leches de ahí en… ciento veinte segundos —preciso leyendo los valores del panel frente al que suele sentarse Arina.

En ese momento me percato de que se han dejado de oír los disparos de nuestras ametralladoras pesadas del calibre 50. Mala señal. Deduzco que las cosas no deben de ir muy bien en la plataforma de transportes. Tampoco recibo imágenes de la cámara del bogatyr.

—No tengo retorno —le advierto—. Espero que ya estés muy lejos de la Golliat, porque este «David» la va a tumbar con su honda en menos de sesenta segundos.

La imagen del rostro de Marlena acompaña la alegoría de corte semita al tiempo que transfiero la energía remanente del complejo a los generadores de potencia del pabellón de batalla. Así me lo ha indicado Arina, aunque, sin protección y a esa distancia, podría destruir la Golliat incluso con las torretas defensivas de pulsos electromagnéticos. Los últimos diez segundos los desgrano mentalmente sin despegar la mirada de las imágenes que me están sirviendo las cámaras del sector este.

—Y… tres, dos, uno… Adiós, Golliat.

En un parpadeo, los veinte proyectiles de más de dos kilos expulsados a una velocidad superior a los 4000 metros por segundo hacen desaparecer esa maravilla de la aeronáutica. Debería estar eufórico, pero mis emociones tienen un sabor mucho más acibarado que almibarado.

—Jefe bogatyr, ¿me escuchas? Atención, Frederik, Tolya, Arina… ¿Alguien puede escucharme?

Un funesto presentimiento me hace conectar el circuito interno de comunicación. Contemplo con estupor las imágenes que me sirve el monitor. La desoladora panorámica de la plataforma de transportes es del todo concluyente. Ver cómo los centinelas se reagrupan sin abrir fuego me lleva a completar las escenas precedentes. No sé cuánto tiempo malgasto en reponerme.

—¡Vía libre para despegar! —grito desesperado—. Mantas, maldita rata lituana, ¿me recibes?

—Te recibo. Estoy esperando la confirmación del bogatyr.

—He perdido la comunicación con él. Tienes que sacar de ahí al abuelo.

—¡Esperaré la confirmación del bogatyr! —insiste.

Lo conozco desde que coincidimos en la estación Khimera de Buyán, durante nuestra fase de formación.

—Mantas, la Golliat ha estallado en mil pedazos, pero los centinelas no tardarán en llegar hasta aquí y todavía debo dejar ciega a la Lupa para que puedas llegar a Siberia. Si no te pones en marcha ahora, las vidas de Piotr, Arina, Aleksandra y Tolya se habrán perdido sin sentido alguno.

Cuando por fin le oigo decir que está transfiriendo potencia al propulsor principal, me dispongo a ejecutar los siguientes pasos que conforman mi plan.

—Mantas, te puedes quedar con mi ración de esta noche —me despido antes de volver a ocupar mi puesto de operador principal de sistemas de la estación.

Es mi turno. Tengo que mantener estable la zona de sombra que debe ocultar a nuestra nave durante al menos los cincuenta y ocho minutos previstos de vuelo; eso es lo que hemos estimado que invertirá Vodianoi en llegar al último baluarte operativo de las estaciones Khimera: la de Siberia. O para ser más exactos, generar un foco de luz tan intenso que impida procesar al núcleo las imágenes que captan los millones de ojos con los que cuenta la Lupa.

Una sombra luminosa.

No.

Lo tengo todo dispuesto, o eso creo.

La dificultad radica en acceder al núcleo de la Lupa sin ser descubierto por los incontables sistemas de alerta de los tres anillos defensivos que lo protegen. El tipo de ataque que he previsto está basado en un clásico: un zero day exploit. Consiste en aprovechar una vulnerabilidad desconocida por el sistema para introducir un virus que afecte al nodo de tratamiento de imágenes. Sin embargo, el reto no solo es llegar; el gran desafío es hacerlo en menos de ciento cincuenta segundos, que es la cadencia con la que la Lupa fumiga su alcantarillado aniquilando cualquier parásito que se haya colado en su red. Y no hay una amenaza mayor que mi lombriz Marlena, infinitamente más sofisticada que los vulgares gusanos —me ha costado dropearla seis largos años, cuatro meses y seis días—. La he bautizado así en honor a mi primer y único amor, Marlena Konsek, miembro de la Dirección P-2 de Inteligencia Militar y Guerra Electrónica de los servicios de inteligencia polacos. Una mujer sofisticada y maliciosa, como lo es mi creación.

Marlena permanece oculta, aletargada, aguardando su momento.

Nadie, ni sus creadores ni los que la alimentan y mucho menos los que aseguran protegerla, conoce a la Lupa como yo: sus tripas, su corazón y su condenada alma. Porque nadie ha empeñado cinco años de su vida en el análisis de su funcionamiento y vulnerabilidad, en memorizar su arquitectura y mapeado, tres más en asimilarlo y otros seis en encontrar el modo de sabotearla.

Catorce condenados años durante los cuales he vivido dentro de la Lupa y la Lupa ha vivido dentro de mí.

Estos últimos meses los he dedicado a cavar túneles y camuflarlos, a crear pasadizos ocultos y puertas traseras, a levantar puentes invisibles con el único propósito de contar con infinidad de rutas alternativas para moverme dentro de la Lupa sin ser detectado. No puedo fracasar. No después de tanto esfuerzo. No después de tanto tiempo anhelando pacientemente que se presente una oportunidad como esta.

Catorce condenados años preparando una función de menos de ciento cincuenta segundos de duración que estoy a punto de estrenar.

Los ensayos los había llevado a cabo en una réplica exacta de los anillos de la Lupa, ya que, al igual que ocurre con las cepas de la gripe, las ciberarmas, por muy sofisticadas que resulten, son de un solo uso. Obtengas o no el resultado que buscas, la siguiente vez que lo intentes el sistema estará inmunizado contra ese tipo de ataque.

Lo había escenificado con éxito en una centena de ocasiones y había fracasado otras tantas, si bien nunca ante tan distinguido público, con los centinelas a la puerta del teatro aguardando a que su operador les guíe hasta el patio de butacas.

Mentalmente, el cometido guarda cierto paralelismo con otro que yo realizaba durante mi niñez: cruzar Varsovia a pie desde el distrito de Wlochy, donde vivía con mi abuelo —con quien compartía nombre y apellido por las extrañas circunstancias que rodearon mi alumbramiento—, hasta la ciudad vieja, mi coto de caza. Antaño, el primer paso consistía en revisar que las aplicaciones de crackeo estuvieran activas; en el presente se traduce en comprobar que está activo el código vírico en el núcleo con el que pretendo generar esa sombra luminosa.

—¡Vale, vale, vale! —me animo antes de sumergirme de nuevo en el panel. Mentalmente le pido a Mat’, como denominamos a nuestro sistema, que me entregue el máximo de sí.

Frente a mis ojos, una de las puertas de acceso al primer anillo, donde he alojado a Marlena. Espero a que se produzca el fumigado, consistente en un barrido electrónico de baja frecuencia que elimina cualquier registro que no haya sido programado en la Lupa. Un sistema infalible, pero no pueden utilizarlo con mayor asiduidad por el elevadísimo riesgo de desestabilización interna que conlleva.

—Es la hora de despertar, preciosa.

El contador se activa en el momento, pero es vital, del todo imprescindible, que no me distraiga en el imparable desgranado de los segundos. Atravesarlo es tarea sencilla, igual que recorrer Wlochy. Conozco mi distrito como la palma de mi mano, sé qué calle debo seguir y qué esquina evitar. Así, trazo el itinerario más corto sin tener que reescribir código, guiando a Marlena por las zonas en las que el sistema no requiere verificación de procedencia y sorteando las redes melosas en las que termina la mayor parte de los torpes intentos de agresión externa que recibe la Lupa. Tímidos y estériles ataques, no como el que yo tengo planificado.

—Ya estamos, preciosa. Vamos a habilitar… No, mejor vamos por aquí —rectifico—. Vía libre.

El siguiente anillo es un auténtico caos. Está diseñado para clasificar los trillones de datagramas por segundo que se vuelcan desde los DOM de las viviendas de todas las urbes del Mundo Impoluto, a su vez alimentados por los datos de los UAT del usuario final. Allí reina la anarquía parametrizada, igual que en el distrito de Mokotów, el más poblado de Varsovia y con un caos circulatorio similar. Consecuentemente, utilizo el mismo método: eludir las vías principales como un transeúnte más, protegiendo a Marlena con un atuendo de interfaz de comandos polifórmica, vestimenta que he tejido con el hilo extraído de su propio código fuente. El disfraz no la hace inmune al letal efecto del fumigado, pero sí es eficaz contra las medidas de detección internas.

En este punto, soy muy consciente de que voy a llamar la atención de Pac-Man, pero eso está dentro de lo previsto. De hecho, que suceda es del todo necesario para mí. Aun así, lo borro de mi mente para que no me consuma recursos.

Lo cruzo sin sobresaltos y la euforia provoca que mi mirada se desvíe hacia el temporizador. Noventa y seis segundos, tres por debajo de mi mejor marca antes de enfrentarme a la célula de aislamiento del tercer anillo. El último escollo está repleto de agentes expertos en repeler intrusiones. Su labor es monitorizar y filtrar cualquier proceso que se produzca antes de entrar en el núcleo. Igual que hacían aquellos policías de paisano encargados de proteger a los turistas que poblaban la ciudad vieja de timadores, ladrones y demás ralea, entre ellos yo en mis años de juventud.

—Bueno, preciosa, ya estamos aquí —le digo a Marlena.

Se les distingue a la legua, igual que ocurría con los defensores de la ley y el orden que pululaban por la plaza del Mercado fingiendo ser foráneos distraídos. Diría que puedo olerlos y aun así se impone la serenidad antes de empezar a escribir la línea que activará la mutación de Marlena. Debo observar y seleccionar un lugar alejado de las rutas de inspección preestablecidas; sin embargo, con el tiempo como acicate, ser templado no es una opción. A punto estoy de validar el algoritmo, cuando me doy cuenta de que algo no encaja. Sus sistemas han localizado una anomalía, están acorralando a Marlena y esperan la confirmación para destruirla.

Se me seca la garganta.

Miro el contador: setenta y cuatro.

Me bloqueo.

Mi plan de contingencias no incluye esta, pero, sobre todo, no recoge la posibilidad de no entender algo que está sucediendo en el metaverso. Saco las manos del panel y me concentro en el cifrado de la alarma que están transmitiendo al nódulo primario de detección de intrusiones. Los muy cabrones han identificado el contenido de mi mochila: la carga vírica de Marlena. Mi única opción es conseguir que se interprete como un falso positivo haciéndoles creer que mi lombriz es un fallo en el diagnóstico, una actividad normal e indispensable evaluada erróneamente como un ataque.

Cincuenta y siete segundos, dos de retraso.

—¡Mierda puta! —verbalizo.

El barrido de puertos me guía hasta el filtro de anomalías, donde intercepto y capturo la señal. Gracias a que domino su lenguaje de programación, puedo parchearlo antes de que sea procesado y logro salvar la situación. A las puertas del núcleo miro de reojo al margen superior del panel.

Cuarenta y nueve, ocho más de lo que debería.

Pinta feo, teniendo en cuenta que el tiempo estimado para mutar a Marlena en un paquete de imágenes procedente del cinturón metropolitano 4 de Kolkata es de doce segundos.

Lo consigo en once.

—Despacio, preciosa, despacio. Ahora no tenemos que precipitarnos —me oigo decir a mí mismo a modo de bálsamo.

Desplazarme hasta la malla de protección del nodo de tratamiento de imágenes resulta agónico. El corazón bate con una fiereza inusitada para mí, pero finalmente esquivo todos los puntos de control de privilegios a falta de veinticuatro segundos, cuatro por encima del registro óptimo. No tardo en comprobar que el protocolo de autentificación se ha ralentizado, fruto de la acumulación de paquetes de información en la cola de espera. Antes de que le llegue el turno a Marlena, habrán fumigado todo el sistema.

Tengo que improvisar.

Se me ocurre tirar de la misma estrategia que usaba con diez u once años cuando debía evitar que el personal de seguridad del Museo del Alzamiento de Varsovia detectara el contenido de mi mochila: lo repartía entre las de los otros visitantes a los que nunca registraban, como son los carritos de bebé, los macutos militares o los bolsos de ancianas. Busco los paquetes que provienen de los cinturones metropolitanos de clase principal y encuentro el que necesito del M1 de Nuevo Londres. La ventaja es que dentro del núcleo no cuentan con alarmas por el mismo motivo por el que nadie espera encontrarse un rastreador de frecuencias junto al perfume de una nonagenaria.

Dieciséis segundos.

Invierto tres en extraer la carga vírica de Marlena y cinco en introducirla en el nuevo huésped. Asisto con amarga tristeza al fumigado y a la consiguiente destrucción de Marlena, pero unos instantes después el paquete del M1 penetra con mi regalo en el nodo de tratamiento de imágenes.

—¡Hágase la luz! —grito encorajinado al activar la carga.

De inmediato, sin recrearme demasiado en el éxito, corto el acceso para evitar el rastreo y me concedo un respiro para evaluar la situación. Vodianoi tiene vía libre para llegar a su destino al tiempo que estoy por completo convencido de que mi operación de sabotaje ha llamado la atención de Pac-Man. Una alarma en mi cerebro me recuerda que ahora tengo que preocuparme por salvar el pellejo.

No veo a los centinelas a las puertas del batiscafo, por lo que me preparo para programar la disposición final del procedimiento crítico tal y como me indicó Tolya. Una vez realizado, la detonación de las cargas termobáricas será irreversible y todo el complejo quedará reducido a escombros, como si jamás hubiera existido. Alterado, introduzco los doce dígitos que componen el código alfanumérico que tengo tatuado en mi memoria desde que me avine a ocupar el puesto de operador principal de sistemas de Lukomorie.

—Noventa segundos —digo en voz alta.

Mi vida es una cuenta atrás.

Espoleado por mi instinto de supervivencia, salto de mi asiento y corro hacia la cámara de la unidad funeraria. A mi espalda escucho los sincronizados pasos de los centinelas y deduzco que ya están enfilando el corredor que les va a llevar hasta el puesto de mando.

Si el destino se guarda un as en la manga con mi nombre, este es el momento de sacarlo.

El culo de la bestia está programado para excretar al exterior los desperdicios materiales generados durante la actividad del complejo. También lo hemos usado para deshacernos de los restos incinerados de las bajas que hemos sufrido a lo largo de estos años de resistencia. Dicho esto, hasta donde yo sé, ni se había diseñado para evacuar seres vivos ni se conocía ningún caso de alguien que lo hubiera usado y vivido para contarlo. Sin pararme a valorarlo, elijo uno de los ocho nichos, anulo el comando de incineración y me deslizo dentro del tubo. Inspiro y espiro como una parturienta y cruzo los brazos sobre el pecho como si existiera el protocolo de actuación para personas excretadas y yo lo estuviera siguiendo. He de reconocerlo: tengo miedo, mucho miedo. Se supone que antes de que se produzca la explosión programada por mí el sistema debe haberse activado automáticamente, pero no parece que haya sucedido así porque lo último que registra mi cerebro es una detonación insoportable.

Del todo fatídica.