EL AMOR DE MAGDALENA

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Magdalena, la santa amante de Jesús, lo amó en sus tres estados. Lo amó vivo, lo amó muerto, lo amó resucitado. Mostró la ternura de su amor por Jesucristo presente y vivo; la constancia de su amor por Jesucristo muerto y sepultado; las impaciencias y los arrebatos, las pasiones, las debilidades y los excesos de su amor desamparado por Jesucristo resucitado y subido a los cielos.

Cuando miro a Magdalena a los pies de Jesús, me parece que veo al amor extraviado que lamenta sus yerros y busca la recta senda a los pies de Aquel que es la senda misma. ¿Acaso la apremia el amor? Sus besos ardientes lo demuestran; las palabras de Jesucristo lo confirman. Pero ¿qué tipo de amor es el amor de Magdalena? El amor todo lo puede; el amor se anima a todo; el amor no es solo libre y familiar, sino también osado y atrevido, pero veo que Magdalena permanece detrás, que no se atreve a alzar los ojos ni a mirar el rostro de Jesús, se siente afortunada solo de acercarse a sus pies. Veo que suspira y no habla, que llora y no se atreve a esperar consuelo. Veo que lo da todo, que se entrega toda ella e incluso así no se atreve a pedir su gracia. Si es el amor el que te incita, Magdalena, ¿a qué le temes? Atrévete a todo, inténtalo todo. El amor no conoce límites, sus deseos son su regla; sus pasiones, su ley; sus excesos, su medida. Solo teme el temer; y su razón para poseer es la osadía de pretenderlo todo y la libertad de intentarlo todo.

Es cierto: tales son los derechos del amor, siempre que vaya por la recta senda. Pero de encontrarse extraviado, debe volver dando largos rodeos, debe temblar, debe alejarse, debe lamentar sus extravíos y reparar las faltas cometidas a causa de su confusión. ¡Oh, amor! ¿Para qué estás hecho? Para lo bello y lo bueno, para la unidad y el todo, para la verdad y el ser, para la fuente del ser: y todo eso es Dios mismo. Sí, si has caminado siempre por la recta senda de Dios, te atreverías a todo con Jesucristo, lo intentarías todo por Él. El Dios hecho hombre para ser del hombre se hubiese abandonado todo él a tus brazos, tan castos como libres, tan sosegados y dulces como fervientes e insaciables. Lo pretenderías todo sin temor y lo poseerías todo sin reservas. Pero, amor, te has perdido entre objetos desconocidos, para los que no has sido hecho. Vuelve, vuelve, pobre vagabundo, pero vuelve con temor a un justo castigo por haber dejado errar a tu libertad; vuelve, oprimido por el dolor, a fin de cargar la pena de tus desahogos disolutos; vuelve, humillado y abatido, a fin de mostrar que, muy atrevidamente, te has sacudido el yugo y has olvidado a tu Soberano.

El amor une, el pecado distancia y el amor penitente participa de ambos. Magdalena corre hacia Jesús: eso es amor. Magdalena no se atreve a acercarse a Jesús: eso es pecado. Entra decidida: eso es amor; se acerca temerosa y confundida: eso es pecado. Perfuma los pies de Jesús: eso es amor; los moja con sus lágrimas: eso es pecado; esparce y prodiga sus cabellos: eso es amor; enjuga con ellos los pies de Jesús: eso es pecado. Es ávida e insaciable: eso es amor; no se atreve a pedir nada: eso es pecado. Pero Magdalena llora, suspira, mira, se calla: es a la vez el amor y el pecado. ¡Qué amable es el amor penitente en sus sumisas insolencias, en sus libertades reprimidas, en sus licencias temblorosas! Y otra vez, ¡qué amable es, porque ama, porque honra, porque practica la justicia y la renuncia a los derechos que le pertenecen por el nombre y la calidad del amor, para que, con sentimientos de penitencia, reine la justicia!

Oigamos, pues, hablar al amor en el Cantar de los Cantares. Él solo aspira a la unión de los castos besos, a los íntimos abrazos del Esposo. Ardiente e impetuoso como es, comienza así: «Bésame con los besos de tu boca». El amor penitente sin duda querría abandonarse desde el principio a este amable exceso, pero, turbado por sus confusiones, no se atreve a hablar con esta noble pasión, y en lugar de cantar con la Esposa: «Bésame con los besos de tu boca», ¡ay!, se consideraría más feliz si lo dejaran decir: «Que me permitan tan solo besar sus pies». Ese es el cantar del amor penitente, aquel que canta María Magdalena con sus lágrimas, con sus sollozos, con su silencio melodioso.

No creamos, sin embargo, que renuncia por completo a los abrazos del Esposo. Todas esas amables dulzuras de las que parece alejarse, convencida de no ser digna de ellas, en su fuero interno más secreto sí las anhela. Postrada a sus pies, entregada toda ella a esos pies sagrados y sin osar siquiera mirar su rostro, ya lo abraza espiritualmente con su corazón. Pero, al sentirse demasiado libre después de sus pecados, ella reprime ese deseo y, al reprimirlo, le proporciona otra forma más íntima, más delicada. Ese deseo, reprimido por la humildad, busca su objeto por otro camino. Se acerca retirándose, y la cautividad que se impone le da la libertad.

Estos son los admirables y misteriosos rodeos del amor penitente, que avanza huyendo, que posee rechazando, de algún modo, el bien que persigue. No osa decirle al Esposo, con esa libertad de la Esposa: «Ven, amor de mi alma, ven, ven pronto». Pero él encuentra el modo de llamarlo de otra manera, diciendo: ¡Apártate, apártate! «Apártate de mí, Señor —como decía san Pedro—, porque soy un hombre pecador». ¡Método nuevo e inaudito que invita rechazando! Pero el Esposo entiende ese lenguaje. Sabe distinguir lo que es desearlo ardientemente y, de ese modo, rechazarlo; y ese deseo de poseerlo, que se expresa en su contrario, le conmueve el corazón y lo apena, porque ve al mismo tiempo las impaciencias de un alma verdaderamente amante y su secreto suspiro —aún más violento, pues no se atreve a escapar—, y las coerciones de su amor, que no se muestra por respeto.

Entonces su propia bondad, ávida de manifestarse a su criatura, lo presiona a favor de esta alma que no se atreve a hostigarlo; tanto que, compadeciéndose de la violencia que ella se inflige, corre a su encuentro y, por la gracia que le concede, le asegura que su amor es recíproco. «Muchos pecados —dice— le son perdonados, porque ella ha amado mucho». Así pues, ¡oh, amor penitente, tu secreto, tu reserva, tu silencio han sabido hablar con fuerza al corazón de Jesús! Magdalena lo ha conseguido todo sin pedir nada a cambio, porque Jesús estaba en lo profundo de su corazón, oyendo todo lo que decía y entendiendo aún mejor lo que no osaba decir.

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No me canso de contemplar esas admirables aptitudes de nuestra santa penitente, y la lucha y la armonía entre el fervor de la justicia y la impetuosidad del amor. Magdalena, poseída por esos sentimientos, casi no se atreve a acercarse a Jesús y, sin embargo, no puede dejarlo. ¿Qué justo medio encontrarás, oh, amor, para conciliar tremendas contrariedades y conjugar el amor y la justicia, que exigen sentimientos tan dispares? Esta es la templanza. Sin atreverse a abrazar a Jesús, Magdalena se lanza a sus pies: esto es para agradar a la justicia. Pero ¡qué hábil e ingeniosa es!

Al echarse a sus pies, posee a Jesús entero, a todo él: esto es para agradar al amor. Jesús ya no puede escapársele, pues por sus sagrados pies está sujeto, y me parece escuchar a María Magdalena, que dice con la Esposa: «Lo abracé y no quise soltarlo». O bien, con Jacob: «No te dejaré ir hasta que me des tu bendición». O mejor, yendo aún más lejos que Jacob: «¡No te dejaré ir aunque me hayas dado tu bendición!». En efecto, Jesús la bendice y le perdona sus pecados, pero ella no se separa de él y, en cuanto puede, vuelve siempre a sus pies, porque ella no pide su bendición, solo lo quiere a él.

¡Qué veo aquí, oh, amor! Un espectáculo verdaderamente admirable: Magdalena cautiva de Jesús y Jesús cautivo de Magdalena. Al posar su cabeza en los pies de Jesús, ella se declara su cautiva, pero al asir sus pies ella también lo hace su cautivo. ¿Cómo toma los pies de Jesús? Los toma con su boca, besándolos mil y mil veces; los toma con sus ojos, humedeciéndolos con sus lágrimas; los toma con sus manos, acariciándolos y perfumándolos. Todo esto no se detiene, hacen falta cadenas. Suéltate los cabellos, oh, Magdalena, y ata con ellos los pies de Jesús. ¡De qué cadenas más delicadas dispone Magdalena para su vencedor, al que quiere hacer su cautivo! No temas, Magdalena. Aquel que confiesa en el santo Cantar que «deja que su corazón sea atrapado por un solo cabello de su Esposa» ¿podrá acaso liberar sus pies de las redes de tu cabellera toda? Pero ¿y si se escapa?, ¿y si puede romper sus ataduras fácilmente? No, no, no busques otras. Conoce el espíritu del amor: no rehúsa ser cautivo, pero al mismo tiempo desea ser libre. Quiero decir que solo quiere ser cautivo por su propia voluntad. Quiere cadenas suaves y delicadas; que solo sean fuertes porque nadie quiere romperlas. Así pues, tus cabellos bastan para capturarlo y retenerlo, no encontrarás ataduras más apropiadas.

¿Me atreveré a decir aquí lo que pienso? Esas lágrimas, esos perfumes derramados, esos cabellos que enjugan los pies de Jesús, todo me hace admirar las amables gentilezas y, si me atrevo a explicar lo que pienso, las santas galanterías del amor penitente. No, no puedo arrepentirme de hablar de esta manera. La verdadera galantería que conquista el corazón de Jesús es menospreciar, descuidar y derramar a sus pies todo lo que ha favorecido la galantería mundana.

Es entonces cuando su amor, su simpleza y su modestia se alegran de haber triunfado sobre todas las vanidades, todas las mundanidades y todas las gentilezas del amor profano. Mientras el amor penitente acaricia los pies de Jesús, Magdalena prorrumpe en sollozos y no encuentra consuelo por haber tardado tanto en amar a Jesús. Comienza a darse cuenta de lo que era capaz su corazón y se mortifica profundamente por haber malgastado el amor durante tanto tiempo. Se culpa, culpa a sus ojos, a los que ahoga en un diluvio de lágrimas, culpa a su pecho, al que azota cruelmente, culpa a su corazón, al que desgarra con sus lamentos, pero, sintiéndose demasiado débil para reparar tal ultraje, posa su cabeza sobre los pies de Jesús, como víctima que ella consagra a su cólera.

Viendo luego que, en lugar de mostrar su ira contra ella, él solo la llena de gracia, ella se encoleriza, se estremece otra vez, se enfurece contra sí misma y, a falta de suplicios, se deja colmar y abrumar por los favores. Así se abandona al aturdimiento que las bondades de su Salvador le provocan. Conmovida por las misericordias que le reprochan sus ingratitudes, para vengar la justicia de un Dios ofendido, pero demasiado bueno para ella, se entrega presa de un dolor inmenso. Si algo la consuela del tremendo pesar de haberse entregado tan tarde a Dios, es sentir cierta alegría por reparar mediante su tormento la ofensa que le ha hecho, y por arrancarle el corazón a la criatura para entregárselo, mostrando con su ejemplo que es un error deplorable amar a otro que no sea Dios. Creo oír que le dice a Jesucristo, llorando: ¡Oh, Jesús!

Recibe un corazón que no es digno de ti porque ha sido de otros, pero que al menos ha sacado ventaja de su desdichada experiencia: sigue claramente convencido de que tú eres el único que merece ser amado.

Habiendo encontrado al único que merece ser amado, ella congrega, por así decirlo, a todas las partes de su amor comprometidas con otras cosas, para consagrarlas a su Único. Ella reúne en el centro de su corazón las fuerzas que le quedan y, admirando hasta el infinito a ese nuevo amante, busca para él un nuevo caudal de amor que no tenga límites. Ve, corazón agotado, cansado de no encontrar nunca nada capaz de recibir la inmensidad de tu amor, ve a hundirte en el Océano, ve a perderte en el infinito, ve a fundirte en el Todo. En ese momento nace en el corazón de Magdalena un no sé qué, tierno y apasionado, que solo tiene ojos para Jesucristo; que languidece, que desfallece, que se deja ir tras él. A cada momento ella muere, pero al besar los pies de Jesús, ella recobra una nueva vida para sacrificarla otra vez, inmediatamente después. Lo da todo, lo prodiga todo, sus perfumes, sus cabellos, sus lágrimas, sus suspiros e incluso su corazón. Parece que quiera consumirse por su Amado. Sin embargo, teme agotarse, porque quiere darlo todo sin medida.

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Si su prodigalidad es infinita, su avidez no lo es menos. Ella no se sacia de besar los pies de Jesús, y Jesús ha sabido percibir el hambre atroz de este amor insaciable. «Desde que llegó —dice él—, no ha cesado de besar mis pies». Mirad: «no ha cesado»; he aquí una infinitud, su amor posee otras. Pero de entre todas esas infinitudes, no hay ninguna más infinita y más inagotable que sus lágrimas. Siempre le vuelven sus pecados y el mar con sus lágrimas se acrecienta. Lloraría hasta morir y se desolaría hasta la desesperación si no viera en sus pecados algo que pudiera servirle para honrar las bondades de su Amado y su calidad de Salvador, y si no viera también en su arrepentimiento algo que, por experiencia, le enseñara la verdad de estas palabras que su Amado dijo a su favor tiempo después: «Solo hay una cosa necesaria». ¿Acaso hay algo que muestre mejor cuán necesario es este único que los amargos arrepentimientos de aquellos que se han perdido en la multitud? Sí, ciertamente, oh, Dios vivo, solo tú eres necesario para el hombre, todo aquel que se aleja de ti se pierde, no hay quien se aparte de ti y no se pierda, ni quien vuelva a ti y no se arrepienta de haber sido capaz de alejarse y de desear otra cosa. Así, todas las almas penitentes, desmesuradamente ávidas de borrar y aniquilar el pasado, dan testimonio a todos los hombres, al cielo y a la tierra, de que verdaderamente tú eres el único necesario.

Estas palabras de Jesucristo consumaron el triunfo del santo amor en el corazón de Magdalena, porque le hicieron ver los tremendos celos de su Esposo y cuánto quería estar solo. Marta se afanaba, pero después de todo lo hacía por él; sin embargo, él la reprende y le ordena a Magdalena, su amante, que se ocupe solo de él y deje todo de lado. Tal es la sutileza de sus celos; tal es la unidad que desea. Esas palabras sagradas, «solo hay una cosa necesaria», esconden en su dulzura un rayo que devasta el corazón, destrozando en él todo lo creado para que en él viva la soberana unidad que rechaza cualquier otro pensamiento y cualquier otra cosa. ¡Oh, Dios! ¿Quién podría comprender la horrible transformación que estas palabras provocan? Ellas reducen el corazón a una soledad y a un despojo insoportables para la naturaleza; porque esta unidad es mortal por su incompatible soberanía, que arranca a los sentidos, al espíritu, y a todas las fuerzas del alma todo lo que le place. Así, despojada el alma y destruido en ella todo lo que hay de superfluo, queda unida, por una fuerza increíble, al único necesario. Tales son los efectos que tuvieron estas palabras en el corazón de Magdalena. Al principio estas palabras llegaron como un flechazo, trastocando y consumiendo los múltiples deseos, sin dejar en este corazón más que la simple tendencia a su principio; luego, mostrándole a este corazón totalmente desnudo este único objeto necesario, lo levantaron por el medio para perderlo en él totalmente. Aquí está, pues, María Magdalena unida a Jesucristo, corazón con corazón, alma con alma. Solo vive por Jesucristo, ¿os sorprendéis de que ella lo siga a todas partes, en sus viajes, en sus suplicios y hasta en los horrores de su tumba?

Ella busca en todas partes a su único, el único objeto de su amor, el único e inquebrantable sostén de su desfalleciente corazón, y no lo encuentra. ¿En qué piensas, oh, Jesucristo, cuando atraes los corazones con tal fuerza y los unes tan estrechamente a ti y luego te retiras tan imprevisiblemente? ¡Qué cruel eres! ¡Qué modo tan extraño tienes de jugar con los corazones que te aman! Este es el método de Jesucristo, es su conducta habitual. Atrae poderosamente los corazones y los hace ávidos e insaciables, los conquista, los domina, los sujeta, y se entrega a ellos de mil maneras que los incitan de tal suerte que solo aspiran a él. Y tan pronto como los posee, dejándolos sin la posibilidad de desprenderse de él, se retira, se oculta y los pone a prueba con huidas y horribles privaciones. Los corazones se quejan y Jesús se ríe de sus lamentos; él deja que indecibles ansias los agoten y los consuman. Él mismo tiende la mano para encenderlos y, sin dejarse conmover, los mira de lejos, se burla, por así decirlo, de sus arrebatos y sus pasiones. Es así como trató a María Magdalena. Al principio, él no escatima en nada. Ella anhela sus pies: él se los da; ella quiere besarlos: él se los entrega; ella quiere perfumar su cabeza: él se lo permite; el fariseo murmura: él la defiende; Judas se escandaliza: él la alaba. En otra ocasión, Marta quiere apartarla de su lado: Jesús valora el dulce ocio de su amor enteramente dedicado a él, la prefiere a ella antes que a las atenciones de su hermana.

Magdalena, seducida por sus bondades, se compromete y se apega a él. Jesús, al ver su amor bastante fortalecido, retira su mano poco a poco. Él no entrega más, no parece gran cosa: quita poco a poco lo que ha dado. Está dispuesto a morir y quiere que Magdalena esté allí presente. Habla a su santa Madre y a su querido discípulo, pero no le dice ni una palabra a su casta amante, que languidece al pie de la cruz. Ella no se desanima, sigue a los que lo entierran para ver dónde lo pondrán. En cuanto amanece, ella corre hacia allí con perfumes y encuentra el sepulcro vacío. Pedro y Juan, al no encontrar al divino, se van; Magdalena se queda, firme y perseverante, mira de vez en cuando la tumba por miedo a que sus ojos se hubieran equivocado y busca a aquel por quien su corazón suspira. Magdalena, ¿qué buscas? Él ya no está. Dos ángeles se le aparecen y, conformándose con hacerle confesar la causa de su dolor, no le dirigen ni una palabra de consuelo, no le revelan dónde está Jesucristo.

Finalmente, se le aparece él mismo, pero totalmente desconocido. Se da a conocer, posiblemente quiera satisfacer su ávido amor. Pero no, en absoluto. Quiere, por el contrario, atormentarlo, porque cuando, sintiéndose ella tan apasionada, corre hacia él, Jesús le dice: «No me toques, ve a ver a mis hermanos y diles que subo a mi Padre, subo a mi Dios». ¡Oh, Dios! ¡Qué amante es este que solo se aparece a su amada para anunciarle su propia partida! Pero déjala al menos besar tus pies. No, él no la dejará. Ella se arroja a sus pies, creyendo encontrar en Jesús la misma dulzura, pero Jesús la aparta y le dice: «No me toques, pues no he subido todavía al Padre». Palabras concebidas para ser eternamente el tormento de su amor. No me toques ahora que estoy cerca de ti, espera a tocarme cuando esté en los cielos. Apártate de mí, mientras esté aquí, presente. Espera a tocarme cuando ya no esté en la tierra, entonces podrás lanzarte con todas tus fuerzas. Es como si dijera: consúmete, desgárrate el corazón con esfuerzos inútiles; hablar así, ¿no es acaso burlarse del amor?

No me es difícil imaginar que esas palabras de Jesús provocaron un efecto horrible en el corazón de Magdalena, pues ella ve que Jesús se va y que es durante ese tiempo de ausencia cuando él atrae los corazones más violentamente que nunca. Él la previene de que después de volver de ver al Padre, llegará el tiempo de correr hacia él y de tocarlo. «Busca —dice el apóstol— lo que está en lo alto, allí donde está Jesucristo, sentado a la derecha de su Padre». Entonces, ella corre, busca, se consume, se agota, se desgarra el corazón con sus violentos deseos. Es entonces cuando el amor, frustrado por no obtener lo que desea, se enfurece y ya no puede soportar la vida: Magdalena, atrapada y rechazada a la vez, solo puede abrazar a Jesús en las oscuridades de la fe, es decir, ella puede besar su sombra y no su cuerpo. ¿Qué hará? ¿A quién se dirigirá? Solo le queda gritar sin cesar con la Esposa: Revertere, revertere. ¡Vuelve, Amado mío!, ¡vuelve! ¡Ay! ¡Que solo te he visto un momento! ¡Vuelve, vuelve otra vez!, deja que bese tus pies una vez más. Sin embargo, Jesús no vuelve, no atiende a las lamentaciones y desesperaciones de una amante tan apasionada.

Ese Revertere de la Esposa es el verdadero cantar de la Iglesia, como estas otras palabras: «Ven, acércate, muéstrate, horada las nubes» son el cantar de la Sinagoga. Esta no lo ha visto aún, pero la Iglesia lo ha visto, lo ha oído, lo ha tocado, y él se ha ido de repente. Ella lo había dejado todo por él. «Mira —dice el apóstol san Pedro—, nosotros hemos dejado todo para seguirte». Jesús luego la hizo su Esposa, tomando su pobreza y desnudez como dote. Después de haberla desposado, él muere y resucita para volver de donde había venido. Deja a su casta Esposa en la tierra, joven viuda desolada, desamparada. Qué otra cosa puede ella hacer más que gritarle sin parar: Revertere, revertere. ¡Vuelve, vuelve, oh, divino Esposo, apresura ese regreso que nos has prometido! Por eso, desde lo más profundo de su ser, la Esposa no deja de suspirar por la segunda venida de Jesucristo. Pero mientras espera volver a verlo, ella se abandona a sus lamentos.

Es así, en este estado de la Iglesia, como se cumplen estas palabras del sagrado Cantar: «El arrullo de las tórtolas se deja oír en los campos». Porque antes de la venida de Jesucristo habíamos escuchado la voz del deseo y los lamentos por su retraso. Pero luego de la ascensión, otra vez otro suspiro, otro gemido ha empezado a hacerse oír. Es el gemido de la Iglesia, privada de su Esposo, al que solo poseyó un momento, y es la voz de la tórtola que ha perdido a su pareja, que ya nada encuentra en la tierra, que busca por los desiertos y los temidos lugares para gemir y lamentarse en libertad.

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Esta es la vida de Magdalena, solo se alimenta de lágrimas, solo vive de suspiros. Es necesario que el sagrado Esposo se complazca en ver languidecer a su Esposa. Todos los siglos que preceden a su venida han transcurrido entre lamentos aún más amargos que los que se escucharon cuando él se fue. Él solo se mostró un momento y apenas vimos en realidad quién era, porque quiso esconderse. «Lo hemos visto —dijo Isaías—, pero era irreconocible y lo deseamos incluso en su presencia». Vidimus eum et non erat aspectus, et desideravimus eum. ¿Por qué todo este misterio, sino solo porque le gusta escuchar la voz y los suspiros de su amor doliente? Así, el designio de su santo Esposo es el de tenernos siempre a la espera y en espera, siempre gimiendo y suspirando a su lado. El único consuelo que él nos da es decirnos sin cesar: un poco más, un poco más. «Un poco más —le dijo a la Sinagoga—, y haré temblar el cielo y la tierra y aquel que desean todas las naciones vendrá». «Dentro de poco —le dice a la Iglesia— ya no me veréis y un poco después me volveréis a ver». ¡Qué dulzura hay en estas palabras! ¡Aunque más bien estas palabras son crueles! ¿A quién hablas, oh, Jesucristo? ¿Tienes en cuenta que hablas a corazones amantes? No te importan los siglos de privación; para los que te quieren, incluso los breves momentos son una eternidad. Porque tú eres la Eternidad misma y ya no se cuentan los momentos cuando se sabe que cada uno de ellos se pierde en la eternidad toda. Y sin embargo tú dices: un poco más. Eso no es consolar, sino más bien ultrajar el amor, denigrar sus penas, burlarse de sus impaciencias y de sus intolerables excesos.

No debe luego sorprendernos si el amor, rechazado de esta forma por las mismas caricias del Esposo, entra en una especie de furia, si rechaza toda compañía, si busca los lugares solitarios, si disfruta viendo en ellos cosas que tienen algo de horrendas y salvajes y que son para él como un cuadro aterrador de la desolación a la que está reducido por la privación de lo que desea. ¿No llevaría esto a Magdalena al horror de este espantoso desierto, a este espeluznante silencio y a estas tenebrosas cavernas para dejar que los fu rores de su amor abandonado y desamparado causen estragos en su corazón?

En este santo Cantar vemos que el amor ama el campo y la soledad, donde encuentra algo de libertad, porque el tumulto de las compañías y las miradas de los hombres lo desvían y lo aturden. Por eso en este cántico el Esposo y la Esposa aspiran solo a los jardines secretos, a los bosques solitarios, a los verdes prados donde solo hay rebaños que pacen entre flores y hierbas.

«Ven, mi amado —dice la Esposa—, salgamos a los campos: pasaremos la noche en las aldeas, iremos de mañana a los viñedos, para ver si las vides ya germinan, si los pámpanos abren, si florecen los naranjos, si las flores de nuestros árboles cuajan y nos prometen sus frutos». No hay ni una de estas palabras que no respire un aire de soledad y de las delicias de la vida campestre. Ya sea porque al amor, celoso de su libertad, le gustan los campos abiertos en los que pasear sus sueños y dejar escapar más libremente sus deseos impetuosos; ya sea porque, enemigo del tumulto y queriendo ocuparse de sí mismo, busque lugares retirados en los que el silencio y la soledad entretengan su ocio siempre activo; ya sea por cualquier otra causa que le haga amar el campo, lo cierto es que está encantado. Pero hay una suerte de amor que llena el corazón de delicias: suele ser el amor que empieza. A aquel le gustan los jardines, las flores, los campos cultivados y agradables, que en su cara amable, si me permiten hablar de esa manera, le sirven para alimentar sus gozos. Por el contrario, hay otro amor desquiciado, desesperado, trastornado por las ausencias, las privaciones, los desdenes del amado y sus propias violencias. A este le gustan los lugares tenebrosos, donde ve, como ya dije, sus desolaciones vivamente representadas. Es lo que vemos en el sagrado Cantar a través de estas palabras que el Esposo dice a la Esposa amada, no ya desde jardines ni praderas, sino desde las rocas y el desierto más espantoso. «¡Levántate —dice él—, amiga mía, hermosa mía, y ven! Paloma mía que anidas en las grietas de la roca, en los huecos escarpados, déjame ver tu figura». Y más adelante: «Ven del Líbano, novia mía, ven del Líbano, llega: vuelve desde las cumbres del Amaná, desde las cimas del Senir y del Hermón, de las guaridas de leones y las cavernas de las furiosas bestias». Son refugios similares a los que busca una amante desquiciada y desesperada. Es allí donde le gusta verse reflejada la imagen de su corazón desolado, cuyos furores y desesperaciones se parecen a las bestias feroces e insaciables. En ese estado de amor, todo es horrible y espantoso, e incluso los consuelos solo irritan al amor y aumentan su desesperación, pues todo lo que no sea el amado mismo acaba siendo abrumador e insoportable.

Pienso que este debió de ser el estado de María Magdalena. Siempre veía a Jesucristo en las agonías de la cruz. Sentía, no tanto en sus oídos como en el fondo de su alma, el último grito de su Esposo al expirar. Grito verdaderamente desgarrador, capaz de arrancar el corazón. En ella siempre resonaban estas palabras de manera mortal e intolerable para un corazón que ama: «No me toques». Así, su amor devastado exhalaba bramidos más que suspiros, y Jesús, despiadado, la abandonaba en su soledad, privada del sostén de sus sacramentos, de la comunión de su sagrado cuerpo, del consuelo de sus santos apóstoles, que lo representaban en la tierra, de la vista de su santa Madre, a la que parece haber querido dejar en el mundo para consolar a su Esposa viuda durante los primeros tiempos de su profunda pena.

¿Qué le dirás, Magdalena, a Jesús, tu querido amante? ¿Te quejarás porque te ha engañado? No, no, él no nos ha engañado, o si nos engaña es de otra manera. Nos une a él más íntimamente en el instante en que nuestros sentidos sufren distanciamiento y separación. Así es como el amor debe ser tratado durante este peregrinaje. Es necesario que se nutra de la fe, que solo viva de la esperanza, que crezca entre los abandonos y las privaciones más mortales, porque no solo hace falta que muera sino que, además, ha de morir mártir de Jesucristo: sus propios fervores deben ser su martirio y el amado mismo su tirano.

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Abramos el sagrado Cantar y leamos el misterio del amor. Veremos a la Esposa suspirando siempre, ella siempre aspira y espira, languideciendo siempre. No hay casi nunca un momento de gozo. Siempre: «Ven». Siempre: «Vuelve». Ella dice casi siempre: «Lo busqué, lo tuve solo una vez». Jamás: «Yo lo tengo y lo poseo». Él ya se acerca brincando y saltando como las gacelas y los cervatillos. Aparece, habla, huye, mira, observando por las ventanas; atisbando a través de las celosías. Encuentra a la Esposa dormida y no quiere despertarla por miedo a que sienta su presencia. Ella lo tuvo, dice, y afirma que nunca lo dejará, pero él se escapa solo. Vuelve, llama a la puerta, insiste en que le abran, ella tarda un poco, él pasa la mano por algún resquicio y derrama algún don, alguna gracia. Las entrañas todas de la Esposa se conmueven con esta caricia. Ella se levanta, extasiada, y corre a abrir la puerta. El Amado ya se ha ido. Ella mira y no ve nada; busca y no encuentra; grita, llama, y nadie responde. Desconsolada por su huida, sale en su busca. Los guardias que van de ronda en torno a la ciudad la encuentran fuera de sí; la golpean, la lastiman. Los pastores de la Iglesia la reprenden por su lentitud, porque no ha corrido lo bastante para alcanzarlo. Los reproches que le hacen le hieren el corazón, pero nada de eso le devuelve a su Amado; no le queda otro recurso que suplicar a las hijas de Jerusalén, almas amantes como ella, que si encuentran a su Amado se lo digan, aunque más no sea porque la han visto padecer, loca de amor. ¡Tan rápido ha pasado el Amado!

Esta es la condición del amor de los viajeros, Dios solo se comunica ocultándose, no para saciar el amor sino para avivarlo. Pues durante el tiempo de este exilio, jamás se hace presente más que cuando parece alejarse hasta perderse de vista y su Majestad parece entonces que destruye y disipa hasta la vista de sí misma. Por eso la divina Esposa, conociendo por experiencia que a Dios le gusta comunicarse retirándose, que sus huidas son hechizos, sus retrasos, impaciencias, sus rechazos, dones, sus desdenes, caricias; y viendo que ella lo posee mejor cuando parece haberlo perdido y después de agotarse tras llamarlo, instruida por sus tribulaciones en el misterio del amor exiliado, perpetúa sus pasiones y su cantar diciendo: «Huye, amado mío»; fuge, dilecte mi. Quiere que huya con la misma rapidez con la que deseó que vuelva. «Vuelve —decía—, mi amado; aseméjate a la gacela y al cervatillo». Y ahora dice: «Corre deprisa, amor mío; y sé cual gacela o como el cervatillo por los montes».

¡Qué extraña e incomprensible locura la de la Esposa! Decir ardientemente: «¡Vuelve, mi amado!», y luego de pronto: «¡Huye, mi amado!». Y querer darle a sus pies la rapidez de las gacelas y los ciervos para apresurar y precipitar la huida. ¿Eso es inconstancia? ¿Hastío? ¿Tal vez despecho? En absoluto. Es el efecto admirable del misterio del amor. Ella ve que su casto Esposo se entrega en esta vida, huyendo, ocultándose, apartándose. Por eso, ella lo insta a huir. Lo que es más sorprendente es que ella reacciona de este modo en el preciso momento en el que él la acaricia tan tiernamente como nunca antes. «¡Oh, tú! —dice él—, la que tiene su morada en los jardines, entre las flores, entre los perfumes, entre los frutos, entre las delicias del santo y divino amor, los amigos te escuchan, la naturaleza entera guarda silencio, hazme oír tu voz». Quae habitas in hortis, fac me audire vocem tuam. Él quería escuchar de ella alguna dulce palabra y, como caricia, recibe estas: «Huye, amor mío, con la rapidez de un ciervo». Ella prefiere sus privaciones a sus dones y favores. Por eso dice: «Huye». Aquí acaba el Cantar. Y es que esa es la consumación de todo el misterio del santo amor. Todos los fervores y los arrebatos acaban por fin al querer perderlo todo. Magdalena, poseerás y besarás los pies de Jesús al principio de vuestro amor. Cuando sea menester consumarlo, Jesús dirá: «No me toques».

Tal es la conducta, tales son los desvíos, tal es la tiranía del amor divino durante estos miserables tiempos de cautividad y exilio. Llegará el día de la eternidad en el que veremos, amaremos, gozaremos y viviremos por los siglos de los siglos.