Todos anhelamos encontrar la felicidad y el amor y a veces lo conseguimos. Sin embargo, en algún momento el sufrimiento se presenta en nuestra vida. Una relación, un trabajo, una circunstancia en particular nos trae la felicidad y de golpe la situación se estropea. En otras ocasiones no sabemos a ciencia cierta por qué, pero nos sentimos infelices y faltos de amor.
La vida no es siempre un camino de rosas y manejar con soltura un sufrimiento atroz cuesta lo indecible. Un tormento emocional, un dolor insoportable, un calvario físico, gritos desgarradores saliendo de lo más hondo de nuestra alma, ¿por qué el sufrimiento forma parte de la vida? ¿Qué significa su presencia? ¿Y cómo podemos sobrevivir a él e incluso trascenderlo?
Una visión espiritual del mundo no evita esta clase de preguntas, sino que las responde. A decir verdad, estas preguntas constituyen la esencia de las grandes enseñanzas religiosas, desde el primer encuentro del Buda con el sufrimiento al abandonar el palacio de su padre para vivir como un asceta, o el sufrimiento de los israelitas en el antiguo Egipto esclavizados por el faraón, hasta el padecimiento de Jesucristo en la cruz. Las verdades espirituales universales presentes en el corazón de las grandes enseñanzas religiosas son un bálsamo para el alma que recibimos de manera directa de la Mente de Dios.
Paradójicamente, las religiones organizadas ocultan estas verdades en lugar de revelárnoslas, por lo que nos privan del tremendo alivio e inspiración que nos aportan. Este libro aspira a sacarlas a la luz, ya que son mensajes encriptados que no solo nos indican el origen de nuestro sufrimiento sino cómo curarlo.
De hecho, Dios es especialista en curar el corazón. El Espíritu, al reordenar nuestros pensamientos cuando se lo pedimos, nos sosiega el corazón. La paz interior no viene de un cambio intelectual, sino de un proceso espiritual que tiene que ver tanto con el corazón como con el alma. Este cambio se produce por una intercesión divina en el sentido literal, puesto que nuestros pensamientos se alinean con los de Dios.
La teología por sí sola no nos da serenidad. Pero los principios espirituales aplicados a la vida son la antesala de la paz interior. Este libro trata de convertir estos principios en una pócima alquímica de transformación personal, mediante las percepciones de las grandes verdades religiosas para aliviar el dolor inherente a nuestra condición humana.
Despertarnos por la mañana y seguir la rutina diaria de nuestra vida cotidiana ya puede ser de por sí una carga emocional o incluso física. Nuestro corazón puede aguantar un dolor insufrible durante meses o incluso años, arrebatándonos la felicidad e impidiéndonos gozar de los placeres más pequeños de la vida. Los recuerdos traumáticos pueden rasgarnos la psique como cuchillas de afeitar. El sufrimiento puede enturbiarlo todo e incluso si creemos en Dios, en esos momentos Él puede parecernos estar lejísimos.
Pero Dios nunca está lejos, porque se encuentra en nuestra mente. Somos libres de pensar lo que queramos pensar. La puerta que lleva a la liberación emocional es sobre todo mental. Cuando nuestros pensamientos fluyen con los Suyos somos conscientes de Dios en medio del sufrimiento. Lo encontramos en medio de la oscuridad. Y podemos ir con Él a la luz que nos aguarda más allá. El universo está diseñado para la presencia de la luz de Dios al igual que una casa está diseñada para la electricidad, y cada mente es como una lámpara. Pero una lámpara ha de conectarse a un enchufe para que dé luz. Cada vez que rezamos, conectamos con la luz. Cada vez que reconocemos nuestros errores y deseamos repararlos, conectamos con la luz. Cada vez que nos disculpamos o aceptamos las disculpas de los demás, conectamos con la luz. Cada vez que perdonamos, conectamos con la luz. Cada vez que tenemos un pensamiento compasivo, conectamos con la luz. Cada vez que tenemos fe, conectamos con la luz.
La búsqueda de Dios es la búsqueda de la luz, y fuera de esa luz no hallamos más que sufrimiento. Pero, cuando la encontramos, nos curamos y nos sentimos llenos.
La caída al valle profundo y oscuro
Conozco bien el sufrimiento, porque en dos ocasiones me diagnosticaron una depresión. He vivido tragedias personales y la pérdida de seres queridos. He sufrido traiciones y decepciones demoledoras. He sentido en más de una ocasión que la oportunidad de ser feliz se me escapaba de las manos. He vivido de cerca el sufrimiento no solo en mi vida, sino también en la de muchas otras personas a lo largo de mi carrera. Nada hay mejor para entender el sufrimiento ajeno que haber sufrido. Conozco bien la depresión por haberla vivido en carne propia.
Como siempre lo he abordado todo con una mentalidad mística —incluso antes de saber lo que esto significaba—, he interpretado los episodios de mi vida como un viaje espiritual. He considerado los momentos dolorosos como parte de una evolución misteriosa, como las noches oscuras de mi alma que me enseñaban, por más demoledoras que fueran, a estar plenamente presente en la vida. Pero, por más atroz que fuera mi sufrimiento, no quería anestesiarlo. A modo de una parturienta que desea dar a luz de manera natural, rechazando la epidural durante el parto por querer experimentar un «parto natural», yo deseaba sentir de lleno las profundidades de mi dolor. ¿Por qué? Porque sabía que me enseñaría algo. Sabía que, de alguna manera, mi sufrimiento me llevaría a un amanecer nuevo y resplandeciente en mi vida, pero solo si estaba dispuesta a soportar la oscurísima noche del alma que lo precedía.
Aunque esto no significa que esté idealizando el dolor. No nos podemos tomar a la ligera las noches insomnes, los pensamientos obsesivos o un sufrimiento mental y emocional extremo. Pero mis periplos a lo largo de una honda tristeza en última instancia me han aportado luz y oscuridad a partes iguales, pues entender mi sufrimiento me ha permitido conocerme mucho mejor a mí misma. El sufrimiento me ha mostrado cosas que sin él nunca habría descubierto. He visto cómo yo misma contribuía a mis desastres. Que el amor no es un juego que nos podamos tomar a broma. Que los sentimientos de los demás son tan importantes como los propios. Que lo que importa no son las cosas externas. He visto que una vida sin amor, por más magnífica que sea, acaba produciendo sufrimiento. Que el amor es más poderoso que la maldad. Que lo único de lo que podemos estar seguros en este mundo es del amor de Dios y que, sin duda, la vida sigue.
Arrepentimiento, remordimientos, humillación, dolor físico, pena, fracaso, pérdidas…, todo esto puede ser dolorosísimo. Sin embargo, por más difícil que sea de soportar, también allana el camino a la iluminación: la conciencia plena, el perdón, la humildad, la contrición, el aprecio, el agradecimiento y la fe. A veces, al mirar atrás descubrimos que los momentos de un sufrimiento emocional brutal han sido el crisol del que ha emergido la verdad de quienes somos.
He aprendido mucho de las noches de depresión, por más dolorosas que fueran. Durante las noches en vela es cuando solemos vérnoslas cara a cara con los monstruos, cargados no solo de dolor, sino también de información, que ahuyentamos fácilmente a lo largo de la vigilia. Aquello que cuesta no tiene siempre por qué ser malo. Tal vez nos muestre algo que debamos cambiar en nuestro interior, algo con lo que debamos sintonizar, en qué sentido los defectos del carácter o las pautas neuróticas nos están arruinando la vida, o los errores que debemos corregir y los fallos que necesitamos reparar. Al final tenemos que sincerarnos con Dios, pidiéndole que nos ayude a perdonarnos a nosotros mismos y a ver lo misericordioso que es mientras rezamos para que nos dé otra oportunidad de hacerlo todo bien. Tal vez lloremos por los seres queridos que se han ido y por fin sintamos el vínculo eterno que siempre mantendremos con ellos. En esas noches oscuras del alma derramamos las lágrimas que necesitamos derramar.
En algunas ocasiones la luz surge de los hallazgos que hacemos estando rodeados de oscuridad. Las épocas dolorosas de nuestra vida no siempre son desviaciones en el viaje a la iluminación, sino que pueden constituir pausas importantes a lo largo del camino. Los demonios personales que emergen de la oscura caverna de una tristeza inmensa no se pueden simplemente «tratar», sino que debemos disolverlos por medio de la luz del autoconocimiento. Debemos observar todo cuanto hay que observar, entender todo cuanto hay que entender y rezar todo cuanto hay que rezar.
Y todo esto lleva tiempo. Una temporada de sufrimiento emocional no suele ser el mero síntoma de una depresión, sino, además, un elemento necesario para curarnos. Tal vez sea lo que necesitamos en nuestra trayectoria vital para dejar atrás el sufrimiento en lugar de evadirnos de él.
A veces tenemos que dejar espacio para el sufrimiento emocional. Los meses de pena son lo que necesitamos para salir adelante, asimilando los misterios del amor y de una pérdida para ver por fin que en el espíritu no hay pérdida alguna y que en Dios siempre hay esperanza. Esta clase de duelo es un viaje sagrado y no podemos, ni tampoco debemos, hacerlo a toda prisa. Si tenemos cuarenta y cinco lágrimas que derramar, no basta con verter diecisiete. Una pena inmensa es una fiebre del alma y tanto en la psique como en el cuerpo la fiebre aparece cuando tiene que aparecer. La tendencia del cuerpo a curarse —innata en nuestro sistema inmune que siempre procura recuperarse— también está en la mente. Simplemente, necesitamos darnos tiempo.
El corazón siempre se nos puede partir, forma parte de la condición humana. Donde hay amor, hay felicidad. Pero cuando los lazos del amor se rompen, sufrimos. Dado que el mundo está dominado por el miedo en grado sumo y que apenas propicia el amor en muchos sentidos, ¿cómo puede nuestro corazón no romperse por el sufrimiento de vivir en él?
Pero, cuando hemos vivido lo bastante, salimos adelante. Aprendemos a vivir con el sufrimiento y a hacerlo, además, con soltura. Aprendemos a soportar los mazazos sabiendo que son parte de la vida. «Hola oscuridad, mi vieja amiga. He venido a hablar contigo de nuevo» no es solo la letra de una canción de Simon y Garfunkel, sino que describe la actitud corajuda de saber que aunque esta semana, este mes, o incluso este año, sea duro, lo superaremos. Y en cierto modo gracias a haber vivido esa dura etapa de nuestra vida nos convertimos en personas más vitalistas e incluso más maravillosas de lo que éramos. Parafraseando a Elisabeth Kübler-Ross: «Si se protegieran los cañones de las tormentas, nunca veríamos la belleza de sus tallas en la roca».
La depresión es una caída emocional a plomo, a veces a un valle profundo y oscuro. Es cierto. Pero una vida de triunfo espiritual no es aquella en la que nunca caemos en semejante valle, sino en la que aprendemos a salir de él. Para superar un problema emocional necesitamos desarrollar los músculos emocionales al igual que necesitamos desarrollar los del cuerpo para levantarnos del suelo. Y desarrollar este tipo de musculatura es la tarea del alma. Constituye la búsqueda de Dios y el descubrimiento de nuestro yo verdadero.
Dios —el Amor que es la esencia de quienes realmente somos— no está fuera, sino dentro de nosotros. Vivimos en el interior de Dios y Dios vive en nosotros. El sufrimiento terrenal es el dolor atroz de vivir fuera del círculo de nuestra relación con Dios, ya que cuando no nos relacionamos con Él significa que nos hemos alejado de nosotros mismos. ¿Acaso hay algo más deprimente que no ser quienes realmente somos? ¿Y qué puede ser lo más natural del mundo sino buscar la plenitud allí donde se nos partió el corazón? Muchos de nosotros, al caer de rodillas desolados, fue cuando rezamos por primera vez arrodillados. Cuando el dolor nos sobrepasa, nuestro cuerpo se entrega humildemente a Dios de manera natural.
Por más tremendo que sea el problema que tengamos, por más dolor que haya en nuestro corazón, la solución esencial es alcanzar la paz de Dios. Un curso de milagros nos enseña que creemos tener muchos distintos problemas, pero, en realidad, solo hay uno: estar separados de Dios. Dicho libro trata de liberarnos del sufrimiento rezando en algunas ocasiones, y perdonando en otras, pero siempre abandonando y dejando ir los pensamientos que no son de Dios.
Es así como alcanzamos la paz interior.
Cambiando nuestros filtros mentales
Abandonar los pensamientos que no son de Dios significa abandonar los que no están motivados por el amor. Todos tenemos un sistema inmune espiritual —diseñado para curar la psique herida, al igual que el sistema inmune físico cura el cuerpo—, pero activarlo requiere un esfuerzo deliberado. No siempre es fácil abandonar nuestra falta de amor, sobre todo cuando estamos inmersos en el sufrimiento emocional. Pero, para poder curarnos, debemos hacerlo. La curación espiritual exige esfuerzo porque es un acto activo, no pasivo. Es una medicina que cocreamos con Dios.
Esta medicina es un milagro. Dejamos de identificarnos con la parte de nuestro ser que sufre y nos identificamos con la parte espiritual. Esta iluminación mental prende la llama de Dios en nuestro interior, una llama que con el tiempo consume cualquier pensamiento que nos haga sufrir. Nos lleva a reinterpretar todo cuanto nos ha ocurrido en la vida. Al conducirnos al radicalismo del perdón y del amor, cambiamos el filtro mental que nos hace sufrir por otro que nos libera del sufrimiento.
Los milagros son pensamientos y los pensamientos lo producen todo. Los pensamientos pertenecen al nivel de la causa, y el mundo que conocemos al del efecto. Un milagro es un cambio perceptivo del miedo al amor, supone cambiar un efecto en nuestra vida al cambiar el pensamiento que lo causó.
Buena parte de nuestro sufrimiento no viene de las circunstancias de la vida, sino de los pensamientos que nos suscitan. A decir verdad, el mundo no es más que una proyección de nuestros pensamientos. Percibimos nuestras vivencias a través de una actitud de amor o de miedo. El amor crea paz y el miedo crea sufrimiento. El miedo es más bien la ausencia de amor en lugar de una entidad en sí misma. Dado que el sistema de pensamiento que predomina en el mundo rechaza el amor, la tierra es una prisión en la que terminaremos sufriendo. La única forma de evitar sufrir es ir más allá de ese sistema de pensamiento que lo crea.
No se puede negar que la vida entraña sufrimiento, pero podemos trascenderlo. La clase de estado mental milagroso al que me refiero no reprime las emociones, las saca a la luz para transformarlas en curativas.
La curación se produce cuando somos conscientes de los sentimientos que nos hacen sufrir y se los entregamos a Dios, rezando para que los pensamientos que los crearon se vuelvan a alinear con los Suyos. Poner una situación en manos de Dios significa abandonar nuestros pensamientos sobre ella, cambiarlos a nivel causal. Todo cuanto colocamos sobre un altar, se transforma.
Si realineáramos nuestros pensamientos con los Suyos sin pedirle antes a Dios que nos ayude a hacerlo, no estaríamos respetando nuestro libre albedrío, pero en cuanto se lo pedimos, Él hace realidad nuestras plegarias. Nada más entregarle nuestro sufrimiento, empieza el proceso alquímico. A medida que nuestros pensamientos fluyen con los de Dios, las situaciones se transforman milagrosamente.
Si nos hemos estado aferrando a la amargura, nos guía hacia el perdón. Si nos hemos estado aferrando al pasado, nos muestra con dulzura las posibilidades nuevas que nos brinda el presente. Si hemos estado viendo las cosas con pesimismo, las empezamos a ver con más positividad. La cuestión es que en cuanto estamos dispuestos a ver las cosas de otra manera —a conspirar con Dios, el cual, parafraseando Un curso de milagros, «disipa nuestro odio hacia nosotros mismos»—, la curación empieza a producirse.
Tu conciencia está iluminada, al principio tal vez lo esté solo ligeramente, pero la diminuta grieta por la que se cuela la luz que has abierto en tu mente acabará aumentando en un fulgor milagroso. A partir de entonces aquella relación problemática que mantenías mejorará, cualquier libro que necesites llegará a tus manos como por arte de magia, un amigo que ha tenido unas percepciones muy esclarecedoras te llamará de improviso. Te darás cuenta de manera natural que puedes mejorar tu forma de actuar del pasado.
Una perspectiva espiritual no niega tu sufrimiento ni cualquier aspecto de tu existencia humana. Solo niega el poder que ejerce sobre ti. Te da la fuerza para aguantar el tirón cuando rompes a llorar desconsoladamente y te hace ver el poder que hay en ti para crear milagros.
De lo ilusorio a la verdad
Un milagro cambia nuestra forma de ver el mundo, atraviesa el velo de lo ilusorio que nos mantiene atrapados en el dolor y el sufrimiento. Rezar para que ocurra un milagro no significa pedir que una situación cambie, sino verla de otra manera. Solo cuando nuestros pensamientos hayan cambiado cambiarán los efectos que nos causan. Solo cuando trascendamos las ilusiones del mundo nos liberaremos del sufrimiento que nos producen. Pero ¿qué son esas ilusiones? Son las manifestaciones generadas por el miedo que ocultan el aspecto del amor.
El mundo material es una matriz inmensa de ilusiones creada por la mente mortal. La búsqueda espiritual no sirve solo para comprender que el mundo está lleno de ilusiones, sino, además, para alcanzar la verdad última más allá de ellas. Afirmar que el mundo tal como lo conocemos no es la realidad última no equivale a decir que no exista una realidad última. Existe una realidad última que se encuentra más allá del cuerpo, más allá de los errores y de este mundo.
No somos pequeñas motas de polvo, seres mortales, efímeros, perecederos e imperfectos que hemos venido a este mundo más que para arañar patéticamente un poco de felicidad antes de sufrir y morir de manera inevitable. Y, mientras seamos cautivos de semejante percepción poco sana de lo que significa la condición humana, estaremos abocados a sufrir mental y emocionalmente. Pero en su lugar podemos aceptar la verdad más profunda de que no somos solo un cuerpo, sino también un espíritu. De que somos unos seres magníficos y gloriosos sobre la tierra con unas misiones magníficas y gloriosas, y que al olvidarlo hemos ido a parar al reino exterior del sufrimiento y la desesperación. Nuestra tarea es volver a recuperar la noble visión de quiénes realmente somos, que podemos librarnos del sufrimiento causado por nuestro olvido.
El sufrimiento existencial resulta de vivir una alucinación tomándola por real. El plano tridimensional de la experiencia es muy real para nuestro ser mortal, pero en el fondo sabemos que no somos solo un cuerpo. No significa que no suframos en esta vida humana, sino que sabemos que la «parte» que está sufriendo no es nuestro yo verdadero. A medida que nuestros pensamientos se realinean en cuanto a quiénes somos en relación con la experiencia vivida, la vivimos de otro modo. No estamos negando que el sufrimiento de la vida humana exista, pero aprendemos a trascenderlo. Tu «yo» verdadero es amor, y a esa parte de ti no le afecta aquello que carece de amor. Tu espíritu —la creación de Dios que es tu realidad última— no cambia ni se altera por la falta de amor del mundo.
La mente humana está escindida. Una parte sabe quiénes somos y ve con claridad más allá del velo de las ilusiones del mundo, y otra parte está confundida y ciega. Aprender a desmantelar la mente que toma las ilusiones del mundo por reales, el ego basado en el miedo, es el camino de la iluminación. Al igual que la oscuridad desaparece con la luz, el miedo desaparece con el amor. El ego termina disolviéndose y es reemplazado por la mente del espíritu, que es amor.
El amor es la Verdad de cómo Dios nos creó. Cuando en nuestros pensamientos no hay amor, no estamos siendo nosotros mismos en el sentido literal. Psicológicamente, cada pensamiento carente de amor es un acto de autodestrucción. Un mundo que no reconoce la supremacía del amor ni favorece su expresión es un mundo deprimente.
La iluminación, que es compasión infinita, constituye el único antídoto para nuestro sufrimiento. Este remedio no suele actuar de la noche a la mañana y requiere un profundo trabajo interior que a veces es incluso desgarrador. El mundo es un lugar duro y en ocasiones nos resistimos con fuerza a amar. Pero nuestra disposición a intentarlo lo es todo y Dios responde plenamente a la más pequeña petición de que nos ayude a ver las cosas de otra manera. Una reinterpretación espiritual de los acontecimientos nos da una autoridad milagrosa que nos permite dominar los vientos, dividir las aguas y romper todas las cadenas que nos amarran. El poder de Dios nunca falla ni lo hará. La angustiosa ansiedad desaparece y sentimos una gran paz, dejamos de creer que es imposible superar la situación y nos sentimos llenos de esperanza. Aprendemos a perdonar y a ser perdonados.
Ver la vida desde una perspectiva espiritual es una forma más sofisticada de interpretar nuestra experiencia. El amor que nos salva no es una abstracción o un sentimentalismo empalagoso propio de una persona pusilánime. La compasión es la fuerza más poderosa del universo. La mente que minimiza el poder del amor para liberarnos del dolor es la mente que crea el sufrimiento y lo mantiene a cada momento.
Una mente carente de amor es la causante de todos los desastres y lágrimas vertidas. Lo único de lo que debemos salvarnos es, en realidad, de la manera poco sana de pensar que impera en este planeta. Nuestra salvación radica en fluir con nuestra parte divina. Ya que mientras sigamos identificándonos con la insensatez del mundo, seguiremos sufriendo. Nuestro poder de curarnos yace en saber que, en realidad, no pertenecemos a este mundo. Como somos hijos de Dios, no tenemos por qué sufrir la locura del mundo.
Al ensanchar la mente más allá de la realidad tridimensional, nos liberamos de sus límites. Creamos nuevas rutas en nuestro cerebro y en nuestras vivencias. Nos abrimos a posibilidades cuánticas que de lo contrario no aparecerían.
Este proceso no consiste en exclamar «¡ajá!» por un hallazgo súbito. Una persona deprimida no dice simplemente: «¡Oh!, ahora lo pillo» y empieza luego a progresar enseguida. No es fácil, por ejemplo, perdonar a alguien que nos ha traicionado, o no perder el optimismo cuando nuestro pasado ha sido trágico, o aceptar la posibilidad de mantener un vínculo eterno con alguien cuyo abandono o muerte nos ha dejado desolados. Pero cuando estamos dispuestos, con la ayuda de Dios, a ver lo que aún no vemos, nuestro ojo interior se abre. Nuestra percepción atraviesa el velo de la ilusión terrenal y conocemos el mundo que yace más allá.
Pero nada de todo esto es fácil, porque los muros de nuestra prisión son muy gruesos. Están reforzados por las apariencias del mundo material y por los acuerdos mentales de nuestra especie. La humanidad ha estado dominada por un sistema de pensamiento basado en el miedo durante eras y la iluminación es un rechazo radical a los principios básicos de esa forma de ver el mundo. Pocas cosas hay más revolucionarias que encontrar una felicidad verdadera en un mundo de sufrimiento.
Sabiduría
La iluminación implica volver a ejercitar los músculos mentales a medida que vamos en contra de la gravedad emocional y psicológica de la mentalidad basada en el miedo.
El ego intenta perpetuarse a sí mismo engatusándonos para que tengamos pensamientos que no vienen del amor a la menor oportunidad. Y para no fallar, además de irritarnos procura hacernos sufrir enormemente no solo para amargarnos la vida, sino para acabar con nosotros si es posible. Desde las adicciones hasta las guerras, el ego no busca solo reducir el amor, sino destruirlo.
El miedo genera una variedad de emociones negativas, algunas son relativamente inocuas y otras de lo más malsanas. Lo que se conoce comúnmente como «depresión» es una confluencia de emociones basadas en el miedo. Es una implosión de negatividad que elimina, al menos temporalmente, nuestra capacidad para «superarla». Es como un espasmo muscular emocional en el que somos incapaces de salir del doloroso estado en el que nos hemos quedado clavados.
Dado el estado del mundo actual —el miedo y la destrucción que nos rodea—, es lógico que cualquier persona pueda sufrir una depresión. La vida en la Tierra puede ser desgarradora. Pero una tristeza inmensa, incluso un intenso sufrimiento emocional, no tiene por qué rompernos el corazón. Forma parte de la experiencia humana, de nuestro viaje espiritual. Incluso en la vida más feliz puede haber días tristísimos. En cuanto aceptamos este hecho y le hacemos un hueco en nuestra mente, dejamos de ver cada brote depresivo como un intruso al que debemos echar de nuestra casa de inmediato.
Que nos puedan romper el corazón forma parte de nuestra profunda humanidad, no significa ser débil de carácter. La única debilidad, de tener alguna, es nuestro miedo a afrontar el sufrimiento con más sinceridad y nuestra resistencia a manejarlo con más sabiduría.
Cuando sentimos una tristeza inmensa, la pregunta más acertada no es: «¿Cómo puedo zafarme o evadirme de este sufrimiento en el acto?», sino «¿Qué significa?» o «¿Qué me está revelando? ¿Qué quiere hacerme ver?»
Una indagación sincera sobre el significado espiritual de nuestro sufrimiento no hace que este dure más, sino que desaparezca antes. Crecer interiormente con el sufrimiento o sucumbir a él depende sobre todo de si extraemos una lección espiritual incluso en las circunstancias más horrorosas. Buscar esas lecciones es la búsqueda de la sabiduría, y la búsqueda de la sabiduría es la búsqueda de la paz. Como dijo el filósofo Friedrich Nietzsche: «Vivir es sufrir, sobrevivir es hallarle sentido al sufrimiento».
En el mundo actual, la búsqueda de la sabiduría se trivializa y con frecuencia se infravalora. Sin embargo, aunque la razón analice una situación, solo la sabiduría puede entenderla en profundidad. La búsqueda de la sabiduría no es una diversión filosófica sin ninguna aplicación práctica, es la búsqueda de cómo llevar una vida más responsable, tanto a nivel individual como de especie. Cuando la sabiduría escasea solemos tomar decisiones terribles. Nos volvemos inestables emocionalmente, metiéndonos de lleno en situaciones autodestructivas de manera sistemática. Y luego, pese a vernos obligados a invertir una gran cantidad de tiempo y energía en intentar enderezarlas por nuestra insensatez, apenas dedicamos tiempo en comparación a aprender a vivir más sabiamente en el futuro.
De ahí que sea tan importante descubrir lo que nuestro sufrimiento nos enseña: para que, cuando lo superemos, tendamos menos a sufrir de una manera tan intensa. La mente que nos ha llevado a ese infierno se alegra lo indecible de nuestro regreso.
Qué curioso que dediquemos tanto tiempo a disipar la oscuridad y tan poco a buscar la luz. Al ego le encanta ponerse en un pedestal valiéndose del autoanálisis, pero la oscuridad no desaparece golpeándola con un bate, sino encendiendo la luz.
En la búsqueda de Dios nos internamos en la oscuridad, pero solo para exponerla a la luz. Al igual que Isis vagando para encontrar los trozos esparcidos del cuerpo de su amado Osiris, debemos recuperar las partes no integradas de nuestro ser. Y de ese acto de amor nace una vida nueva. Cuando dejamos atrás una época de gran tristeza y sufrimiento, ocurre algo mucho más significativo que simplemente volver a ser felices. Habiendo vislumbrado la oscuridad más densa, comenzamos a ver la luz de Dios con más claridad. Si en verdad Dios es omnipresente, Él está con nosotros en nuestros días más aciagos. Y, cuando los superamos, no olvidamos que estuvo a nuestro lado en esos momentos.
Esa experiencia tan dolorosa no es simplemente un incidente clínico y frío de la vida, sino un proceso sagrado que, además de liberarnos del sufrimiento, transforma nuestro ser. Sufriremos, quizá, pero con el tiempo nos recuperaremos. De las cenizas surgirá un nuevo capítulo de nuestra vida. Como se dice en Apocalipsis 21:4 y también en Un curso de milagros: «Y limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos».
Nuestra civilización nos ha inculcado la obsesión inmadura y neurótica de intentar siempre ser felices. Y, sin embargo, tras haber llorado desconsoladamente es cuando vemos al fin lo bueno de la vida. Parafraseando a Ernest Hemingway: «El mundo nos rompe a todos, pero después muchos se vuelven más fuertes en los lugares rotos». La verdadera pregunta, para cualquiera que sufra, es si queremos ser una de esas personas que se crece ante las adversidades.
Saber mantener el equilibrio entre aceptar el sufrimiento y prometernos sobrevivir a la experiencia es una especie de arte psicológico. Al igual que decir: «Sé que estos momentos son atroces, pero tienen un sentido y acabaré descubriendo cuál es. Me abriré a las lecciones que me ofrecen». Y la lección es siempre, de algún modo, una mayor capacidad de amar.
En la vida solo hay un problema: que le demos la espalda al amor. Pero, aunque el ego se haya apoderado de la mente con una fuerza demoníaca —desde una ligera irritación hasta una maldad descomunal—, el amor de Dios es tan inmenso y Su bondad tan infinita que Él siempre tendrá la última palabra. El universo siempre está dispuesto a empezar de nuevo, a darnos otra oportunidad de amar en una oleada interminable de «Entonces, prueba esto». El universo del amor no se agota nunca. Siempre está creando nuevas posibilidades, nuevas variedades de oportunidades milagrosas. No hay nada que podamos hacer o incluso que pueda ocurrirnos —nada, por más siniestro que sea— que prevalezca finalmente en contra de la Voluntad de Dios. Saberlo es el despertar del conocimiento. Creer en ello es el comienzo de la fe. Experimentarlo es el milagro de una vida nueva.
Esta forma de pensar eleva incluso una vivencia dolorosa a una frecuencia emocional más alta, crea la sensación de que los ángeles nos están abrazando hasta mientras lloramos. En palabras de Esquilo, el gran dramaturgo griego de la Antigüedad: «El que aprende debe sufrir. E incluso durante nuestros sueños, el dolor que no puede olvidarse cae gota a gota sobre el corazón, y en nuestra desesperación, contra nuestra voluntad, nos llega la sabiduría a través de la imponente gracia de Dios».