El Santiago de 1640

La ciudad de Santiago había sido fundada en medio de tierras fértiles y hermosas, con su clima templado, de brisas suaves al anochecer, y la imponente cordillera como telón de fondo. Parecía la ciudad ideal para ser la capital de esta señalada provincia llamada Chile, perteneciente al Reino de España. Así lo pensó Pedro de Valdivia en ese febrero de 1541 cuando decidió, desde la cumbre del cerro Huelén, bautizado por el conquistador como Santa Lucía, darle a la ciudad el nombre de Santiago del Nuevo Extremo. Los dos brazos del río Mapocho que circundaban el cerro explicaban la abundancia de las tierras que lo rodeaban. Todo parecía paradisíaco. Sin embargo, no fue así.

Pedro de Valdivia, cansado por su largo viaje desde Perú y con la idea de asentarse pronto, no se imaginó jamás que fundaba la ciudad en el lecho de un río apacible en verano, pero que se transformaba, con los deshielos de la primavera y en los inviernos lluviosos, en una furiosa masa de agua que inundaba el valle y ahora lo haría con la naciente capital. Tampoco sabía que cada cierto tiempo el suelo se remecía enfurecido, destruyendo casas e iglesias que con dificultad se habían levantado. Y que los dueños primitivos de esas tierras, los indígenas, se unirían a las fuerzas incontrolables de la naturaleza para demostrar su hostilidad ante estos nuevos moradores, usurpadores de unas tierras que les pertenecían.

El historiador Armando de Ramón, al referirse a las dificultades que tuvo que enfrentar Santiago para lograr ser ciudad, menciona tres: la protección contra los ataques de los indígenas, la sobrevivencia a las crecidas del río Mapocho y las difíciles precauciones que deben ser tomadas por la destrucción tras los terremotos.

Así se vio desde el primer ataque del cacique Michimalonco en el mismo año 1541 contra un Santiago apenas naciente, que arrasó con gran parte de las viviendas y en que la ciudad solo se salvó de ser completamente destruida por el arrojo de un puñado de españoles. El temerario acto de colocar las cabezas de los indios caídos clavadas en puntas de lanzas encima de la muralla que rodeaba a la ciudad fue una estrategia ideada por doña Inés de Suárez, amante de Valdivia. La espantosa medida produjo tal terror —cuentan las crónicas— que los indígenas emprendieron una rápida huida.

Este primer ataque marcará la ferocidad de los muchos que se producirían posteriormente. Para los indios rebeldes, Santiago representaba la consolidación del arraigo de los extranjeros en el vasto territorio y era el emblema de su poder. Destruirlo significaba matar su dominio. El toqui Lautaro, al arengar a sus hombres, exclamaba: “Hermanos, sabed que cortaremos de raíz el lugar donde nacen estos cristianos, para que no nazcan más”. El asesinato de este genial líder, en 1557, marcará el fin del asedio de la capital. Desde entonces, la guerra contra los invasores se replegará al sur.

Del otro enemigo mortal de Santiago, el río Mapocho, también se supo pronto. La riada más célebre fue la de julio de 1574, cuando las aguas invadieron todo el centro urbano, incluidas la Plaza Mayor y las calles aledañas. Pero la mayor, con pérdidas de vidas y de muchas construcciones, ocurrió en 1609. Tan grave fue esta que provocó un cabildo abierto. Lo único posible, manifestó la asamblea, será construir tajamares y canalizar el río. Pero la escasez de fondos y el olvido en que caían todos después de pasado el peligro prolongaron por largo tiempo la realización de este proyecto.

Y, en fin, con el tercer enemigo, la historia es elocuente. Desde su fundación, Santiago fue ciudad de temblores. Todos los cronistas comentan estos hechos disimulando apenas el pavor que la sola evocación del fenómeno les produce. Los terremotos determinaron cambios arquitectónicos de la ciudad y enriquecieron las supersticiones del vecindario. Vicuña Mackenna recuerda en La historia de Santiago que en los años más floridos de la Colonia hubo en los patios de la capital el llamado “rancho de los temblores”, destinado a cobijar a los despavoridos moradores.

Pero hacia 1641 la ciudad, a un siglo de su creación, parecía gozar de cierta tranquilidad. Desde hacía diez años el Mapocho no se había salido de madre y la tierra permanecía dormida en una larga siesta.

Tenía Santiago catorce cuadras de largo y seis de ancho, y se contaban en la ciudad 346 casas, de las cuales 285 gozaban de huertas y jardines, mientras las sesenta y una restantes eran simples construcciones con techos de paja. Se calculaba que la población alcanzaba a mil setecientos diecisiete españoles y criollos, a los que habría que añadir ocho mil seiscientos indios y trescientos negros.

El suelo se organiza en un diámetro de ciento cincuenta varas por cada lado, dividido por calles de doce varas de ancho. Cada una de esas cuadras albergaba a cuatro solares de igual tamaño cuyos primitivos dueños fueron los conquistadores. El cuadrado del centro se reservó para la plaza, donde dos de sus costados, el del norte y el del poniente, los ocupaban la casa del gobernador, grande y rodeada de portales, y la iglesia, respectivamente. Con el tiempo, la plaza, denominada Plaza Mayor, fue el centro de toda la vida social, política y económica. La iglesia construida por Pedro de Valdivia se transformó en 1566 en catedral de tres naves de piedras de sillería y dos capillas de adobe a su costado.

Frente a la catedral se hallaban los corredores y portales de ladrillo que servían de secretaría de la Audiencia y del Cabildo. En medio de ellos vivían los ministros del rey y estaban las salas de la contaduría y tesorería real. Contigua a ella se encontraba la cárcel. En el lado suroeste se levantaba la casa del obispo, “con un curioso jardín y muy alegres piezas, y corredores de ladrillo”.

En el centro de la plaza se construyó también una fuente de la cual brotaba agua que venía de Tobalaba, la que abastecía a los vecinos. Los comerciantes se instalaban en ese lugar, dejando al final del día el suelo de tierra cubierto de desperdicios. Las carretas que venían del campo, cargadas de legumbres, frutas y verduras, se mantenían allí varios días, haciendo sus dueños grandes fogatas y dejando a los animales sueltos comiendo la escasa yerba. En invierno, se formaban grandes barriales que impedían el cruce de los peatones.

La Plaza Mayor era también el lugar en que se juntaba la gente para celebrar fiestas oficiales, paganas y religiosas. En el verano tenían lugar el carnaval y diversos juegos: corridas de toros, riñas de gallos, cuecas, rayuelas y volantines. En las inmediaciones funcionaban las casas fondas, equivalentes a pequeños hoteles, y los refugium peccatorum u hoteles de paso.

De tanto en vez, la ciudadanía se aglomeraba para presenciar los suplicios (azotes) y ejecuciones (la horca) a los que eran condenados los transgresores de las leyes españolas.

Según el investigador Eugenio Pereira Salas: “El orden de comida era almuerzo-once-cena. El almuerzo debía ser muy temprano, ojalá al mediodía, y la cena se ordenaba a las seis. Del lapso entre el almuerzo y la comida deriva la tradicional ‘once’, consistente en chocolate o mate y amplia gama de dulces fabricados por manos de monjas”.

Como ningún quehacer le daba prisa / dormía hasta las ocho este magnate / y en su oratorio le decían misa, / y tomaba después su chocolate. / / La comida a las doce era precisa, / y la siesta después, y luego el mate, / y tras esto por vía de recreo, / iba a dar muy calmado su paseo.

La base de la alimentación eran el charqui y el maíz en sus diferentes variables: choclo, humitas y pilco; este último consistía en maíz asado, previamente cocido en carne. Todo lo relacionado con pastelería estaba a cargo de los conventos de religiosas. Las bebidas alcohólicas eran el chivato (aguardiente mezclado), el chercán y el vino. La especialidad marina era el cochayuyo y el luche. Seis abastos expendían sal, jabón, queso, pan, miel y vino.

La ciudad empezaba por el norte en las calles Rosas y Esmeralda, flanqueada por el convento de Santo Domingo. Por el sur llegaba hasta la calle de Las Agustinas, donde el límite lo ponían el convento de ese nombre y el monasterio de Santa Clara. Por el oriente alcanzaba hasta la calle Las Claras, hoy Mac-Iver, donde otro convento, La Merced, le ponía fin. Por el poniente era la actual calle Bandera, hasta los muros de la Compañía de Jesús. Junto al río Mapocho y el cerro de Santa Lucía, así como en las proximidades de La Cañada (posterior Alameda de las Delicias), se extendían los arrabales y más allá de ellos los rancheríos donde vivían los indios y también algunos negros que formaban el grupo de los peones y gañanes que hacían los trabajos pesados. Ese era el mundo de la miseria, promiscuidad, borracheras, desórdenes, crímenes. Ellos celebraban sus propias fiestas, fiestas que eran —para los cronistas cultos— verdaderas “saturnales”. Los indios practicaban la idolatría y los pecados de incesto, estupro, adulterio y sodomía, explica un regidor del Cabildo, encargado de mantener la tranquilidad y castigar a los culpables.

En su libro Santiago de Chile, Armando de Ramón indica: “La periferia de la ciudad estaba marcada por diversos establecimientos de servicio público. Uno de ellos era el Hospital del Socorro, fundado por Pedro de Valdivia. Construido de adobe y techo de paja, contaba con cincuenta camas para enfermos de ambos sexos. Lo atendían los hermanos de la orden del beato Juan de Dios y era un hospital para pobres, tanto españoles como naturales y soldados”. Los ricos eran cuidados en sus casas y no pisaban jamás el hospital por temor a contagiarse. Cierta precaria industria artesanal también tenía su lugar, así como las curtiembres que se allegaban junto al río. Los molinos, tan antiguos como la ciudad, emergían en varios sitios aledaños. El más cercano a la capital era el del cerro Santa Lucía. A mediados del siglo XVII había nueve de ellos.

Las calles de los barrios ricos y pobres eran igualmente polvorientas y sucias. Por ellas circulaban carretas entoldadas, tiradas por bueyes, mulas y caballos. Las cequias (acequias a tajo abierto) corrían en medio de las calles con desperdicios y excrementos, desprendiendo un fuerte hedor. Solo la luz de los candelabros en las casas pudientes o un velón que apenas iluminaba las viviendas pobres permitían al tardío transeúnte de las noches de invierno no tropezar con su sombra. Santiago, después del atardecer y sobre todo cuando la luna no era llena, semejaba una ciudad abandonada. Solo unos pocos habitantes:

Entre bostezos que eran largos, muy largos, / para que los días se hicieran menos amargos / jugaban al carga burros al calor del brasero.

Pero los que no jugaban “al carga burros”, que eran la mayoría, dormían; los insomnes dejaban transcurrir las horas y las mujeres piadosas rezaban silenciosamente el rosario.

En las escuelas, que las órdenes religiosas, franciscanos, dominicos y jesuitas establecieron, se impartían clases de artesanías y se enseñaban las primeras letras. Los colegios que regían los jesuitas y dominicos educaban al sector social más elevado. Desde 1595 se daban cursos de gramática latina, filosofía y teología. Cuando los hijos de la aristocracia española y criolla pretendían entrar al Ejército o perfeccionar sus conocimientos, eran enviados a España.

A pesar de la precaria ciudad y de la monotonía del transcurrir diario, la aristocracia se ingenió —entre reuniones en el Palacio de la Gobernación, alguna discusión del Cabildo, misas y rosarios obligatorios y la tradicional tertulia en alguna casa— en transformar la vida social o religiosa en una fiesta llena de encanto y atractivo, como lo señalan varios cronistas. La elegancia y belleza de las damas que lucían vestidos de terciopelo, de tafetán morado, de raso rosa, de seda negra o carmesí, adornados de abalorios con franjas de oro, jubón de tela verde, corpiños con pasamanos bordados, florido faldellín, guarnecido de melindres de plata y el manto de soplillo con que se envolvían, hasta cubrirse la cabeza de tul, encaje o género transparente, les daban un aire suntuoso que era el deleite de los transeúntes. Las mujeres del pueblo usaban faldas coloridas, blusas y un manto negro que les cubría la cabeza y parte del rostro. Los caballeros seguían la moda impuesta por el puritano Felipe II: cuellos altos y blancos en vestiduras negras de tafetán o terciopelo, ceñidas desde los hombros hasta la cintura sin adornos. Las gorgueras que rodeaban el cuello se daban de lienzo plegado, imponiendo Felipe II la prueba más evidente de cubrir lo que se pretendió descotar. Los gañanes y peones solo se ponían un pantalón bombacho, una camisa de lienzo grueso y un poncho para cubrirse en los días fríos. Cuando no andaban a pata pelada, usaban ojotas, especies de sandalias hechas de tiras de cuero. La vida transcurría sobre todo en las iglesias o dentro de las casas. Para las grandes ceremonias religiosas o reales, los juegos y torneos, todos acudían a la Plaza Mayor.

Al pasar los años y mediar el siglo XVII, cuando otros reyes menos austeros —como Felipe III y Felipe IV— ascendieron al trono, las costumbres se fueron relajando. Las fiestas y saraos se multiplicaron y no pasaba semana sin que un acontecimiento llenara la plaza de bullicio y música. Brotaron los colores y los adornos, y la ostentación de joyas de plata y oro provenientes de otras ricas zonas coloniales no solo fueron parte del vestir de las damas, sino que pasaron a exhibirse en las mansiones y casas de los que pretendían imponerse.

Pese a sus calles sucias y malolientes, la vida en la ciudad de Santiago —que no podía compararse con la de la Ciudad de los Reyes del Virreinato de Perú— no dejaba de ser agradable, según cuenta Ginés de Toro Mazote.


Amores prohibidos

En uno de esos pasatiempos caballerescos, el juego de cañas —para muchos el más lucido que se realizaba en la Plaza Mayor—, fue cuando varias damas jóvenes, hermosas, casadas y respetables, se enamoraron de unos apuestos caballeros que salieron triunfantes de la competencia. Así contó la leyenda y comprobó un historiador que documenta el episodio.

Esa tarde calurosa de fines de estío, la Plaza Mayor se hallaba repleta. Se habían colocado tribunas para los poderosos y el pueblo se acomodaba en el suelo en chales y pisos. Eugenio Pereira Salas describe el acontecimiento:

“Entran las cuadrillas, montados los caballeros en briosos caballos, cada jinete lleva la rienda y el escudo en la mano derecha y la lanza en la izquierda, apoyada en el muslo. Brillan sus yelmos coronados con plumas de colores. Sobre su coraza collares de oro o de otro metal precioso. Comienza el espectáculo con varios ejercicios de destreza. Aparecen enseguida las mulas que acarrean las lanzas de ciprés de tres o cuatro metros. El deporte consiste en que un primer grupo lanza al aire estas cañas, las que siendo recibidas por los del otro, deben ser desviadas con un golpe de su escudo; de inmediato estos últimos toman otras cañas y las tiran a sus rivales en un vaivén hermoso, lleno de colorido, ritmo y movimiento, que dura hasta que un grupo no logra detener las cañas”.

Los jinetes victoriosos se cuadran entonces frente al gobernador y las autoridades y lanzan sus guantes a las bellas damas presentes. Ellas, entre risas y aplausos, guardan celosamente su trofeo. En ese instante fue cuando —según comentaron las malas lenguas— doña Antonia, doña Lucinda, doña Beatriz, doña Mariana, doña Águeda y doña Juana del Rosario, nieta del gobernador, se prendaron de los capitanes y oficiales de la Guardia Real.

Pedro de Oña, en el canto noveno de su Arauco domado, recuerda esos alardes:

Las bandas, los collares, las cadenas, lorigas, yelmos, cotas relucían. / Los visos y las aguas (destellos) que hacían / dejaban las del mar de envidias llenas. // Caballeros ricamente encubertados / con símbolos, empresas y blasones. / Gentiles, fuertes, bravos y galanes / en rostros, armas, cuerpos y ademanes.

No se sabe cómo el amor entre estos “gentiles, fuertes, bravos y galanes” y las jóvenes y serias damiselas fue floreciendo. Lo más probable es que los saraos y fiestas o los encuentros en iglesias ayudaran. En un poema de Santiago Antiguo, Sady Zañartu lo describe:

Con la música y el canto / se va acelerando el pie, / y luego en una querella / están los dos sin saber.

Lo que se supo con certeza, años después, es que la vieja sirvienta mapuche de doña Juana del Rosario, más de una vez, fue portadora de misivas secretas entre los enamorados. Así lo confesó más adelante la desgraciada, entre apremios y torturas, a los jueces de la Inquisición. Vicuña Mackenna indica: “La vieja sirviente mapuche, luego de ser comprobada su salvajada actuación en oposición al cristiano civilizado fue condenada por el Tribunal del Santo Oficio a muerte”. Sin embargo, los que nunca en esos días sospecharon de los andares de sus esposas fueron los maridos ni la sociedad pacata en que se movían.

La dama que sobre el peto / tiene cruz de diamantes / sabe mejor el secreto / que hay en sus ojos brillantes.

Por lo demás, las fuerzas de la naturaleza, que dentro de unos meses asolarían a toda la población, desviarían la atención hacia tareas más urgentes y apremiantes que unos amoríos intrascendentes, por muy apasionados que fueran.


Catástrofe telúrica

En la noche de un lunes 13 de mayo de 1647, a las 10.30 de la noche, cuando Santiago yacía sumergido en el tranquilo letargo del avance de un nuevo invierno, un ruido sordo seguido de un terrible sacudón despertó bruscamente a los cerca de dos mil habitantes de la ciudad.

Según el cronista Diego de Rosales, sacerdote que sobrevivió a esta catástrofe: “Todos juzgábamos que el mundo se acababa y que era ya llegado el Día del Juicio, de manera que actuábamos sin saber unos de otros. Con la oscuridad de la noche, el espanto del temblor, el asombro repentino y terrible ruido, la ceguedad del polvo, y la confusión del inopinado suceso, los unos atropellaban a los otros, y perecían muchos atrapados, encontrándose con la muerte cuando iban a buscar la vida”.

El terremoto, el más violento que ha sacudido a Santiago, demoró, según los cálculos de ese entonces, el tiempo en que se tarda en rezar tres credos.

La historiadora Ema de Ramón, que ha entregado un acucioso estudio sobre este suceso, comenta: “Con la primera sacudida las personas trataron de salir de sus casas. Sin embargo, muchos encontraron las puertas atascadas por los umbrales que comenzaban a ceder. Algunos huyeron por las ventanas siendo aplastados por los marcos que caían; otros, aplastados por las paredes que se derrumbaban hacia el interior de las habitaciones, y los que tuvieron mayor fortuna, solo quebrados las piernas y los brazos y atrapados entre las ruinas, amenazados de morir entre el polvo. Para otros, más afortunados aún, las paredes se desplomaron hacia afuera mientras las vigas del techo sostenían el inmenso peso de las tejas, dándoles tiempo para escapar ilesos. Algunos, a pesar de que el techo se desplomó sobre ellos, pudieron resguardarse en una especie de bóveda que formaron los tijerales al caer, como fue el caso del obispo de Santiago, Gaspar de Villarroel”.

“El daño causado por el sismo a la ciudad afectó, principalmente, a aquellos que vivían en casas construidas de materiales sólidos, los que por su peso, aplastaron a muchos de sus habitantes. El común de la población que ocupaba casas de material ligero, es decir los más pobres o los de recursos económicos estrechos, sufrieron escasos daños físicos y materiales”.

Luego de las faenas de socorro, sin duda muy infructuosas dadas la oscuridad y la desesperación, la mayor parte del pueblo acudió a refugiarse en la plaza. De tal manera que esa noche la Plaza Mayor fue el escenario del dolor de los ciudadanos que se expresaba en lágrimas y súplicas a Dios. Entretanto la tierra seguía temblando y aterrorizaba a los fieles allí congregados. Por su parte, los agustinos trajeron en procesión a su Señor de la Agonía, cuya “corona de espinas se le bajó de la cabeza al cuello y su semblante acertó a ser tan triste y robados los ojos, hacia el cielo que causaba el mirarle espanto y respeto, tenebrosos y tristísimos”. Mientras el obispo Villarroel con su crucifijo entre las manos exhortaba a la penitencia con el fin de aplacar la ira divina, la procesión de sangre recorre la plaza:

El Cristo de la Colonia, / el que es juez y ejecutor, / avanza entre encapuchado / con siniestro resplandor. // Llevan estos penitentes / largas vestiduras blancas, / una cola y un bonete / que cae sobre la cara. // Los mulatos y los negros / consternados ante el acto / de grandeza incomprensible, / se echan al suelo llorando.

Tras el pánico, siguieron sucesos inexplicables que se multiplicaron. Uno de ellos ocurrió el 13 de mayo, cuando el pueblo congregado en la plaza solicitó al obispo un sermón. Según su propio testimonio, Villarroel estaba muy débil a causa de sus heridas y cansancio. Sin embargo, su voz se escuchó nítida por toda la ciudad. Otro: “Abriose por muchas partes la tierra, brotando gran acopio de agua negra de que quedaron llenos los campos”. Pero quizás lo más extraño fue que la Real Audiencia olvidara hasta la tarde del día siguiente a los presos sentenciados, alguno, incluso, a la pena de muerte. Estos permanecieron inmóviles entre las ruinas, quizás con la certeza que de cualquier forma morirían, por mano del hombre o de la naturaleza...

Producto de este terremoto quedaron completamente destruidos los edificios públicos del Cabildo y las Casas Reales. En cuanto a las construcciones religiosas, solo se salvaron la iglesia y parte del convento de San Francisco y la ermita de San Saturnino.

Según cálculos del Cabildo, el veinticinco por ciento de la población de Santiago pereció. A ellos se sumaron las muertes a consecuencia de epidemias como la “chabalongo” (tifus), diarreas y otros males incalificables debidos a la falta de higiene; o sea, más de la mitad de los habitantes murieron, sin contar los que quedaron lisiados.

Durante meses la población no aceptó moverse de la plaza, prefiriendo dormir a la intemperie o bajo unos toldos improvisados, pese a lluvias copiosas, ese año más fuertes que lo común. Pero poco a poco fueron surgiendo, aunque en forma precaria al comienzo, la catedral, el monasterio de Santa Clara, el de los dominicos, el de los jesuitas y, por último, el de los agustinos. La falta de caudales y materiales que afectó a la Gobernación retardó la reconstrucción de las obras públicas, que solo volvieron a lucir como tales en las últimas décadas del siglo. Santiago, puede decirse, sufrió una refundación.


Llega el inquisidor visitante

A fines de marzo de 1648, un Domingo de Cuaresma, cuando el Santiago destruido adquiere poco a poco nuevamente su aspecto normal de ciudad, aparece en el frontis de la catedral un edicto de fe dando cuenta de la próxima llegada del ilustrísimo comisionado del Santo Oficio.

Los habitantes, que han regresado a sus viviendas, se sobresaltan al leer el anuncio. En general, las visitas del comisario de la Inquisición se debían a alguna acusación grave enviada por un anónimo delator al Tribunal de Lima. ¿Quién sería ahora el señalado por el ojo avizor del temible organismo, más poderoso incluso que la propia Corona española? Las miradas recelosas entre vecinos y familiares indicaron que nadie podía sentirse excluido. El miedo embarga a ricos y pobres, españoles, criollos, mulatos y negros.

Fue en 1569 que el Santo Oficio se estableció en América Latina. Se crearon tribunales en la ciudad de México y en Lima. El de Lima abarcaba Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina, Uruguay, Paraguay y Chile. En 1610 se instaura un tercer tribunal con sede en Cartagena de Indias. El objetivo de estos tribunales era el mantenimiento espiritual de la fe católica, o sea, garantizar la pureza de la fe y la unidad religiosa de las colonias. La delación, impuesta por el Santo Oficio, era obligatoria y los fieles que no la cumplían sufrían penas espirituales. Podía testificar cualquier mayor de edad: criminales, bandidos, ladrones, excomulgados, parientes, criados, esclavos y judíos. Bastaba la declaración de dos testigos para constituir una prueba plena y, por lo tanto, condenar al acusado. Los nombres de los delatores nunca eran dados a conocer. Los indios quedaban excluidos de la jurisdicción inquisitorial. Sin embargo, excepcionalmente, existieron procesos contra indígenas. En Chile se conocen varios, entre ellos el de la abuela de la Quintrala, la cacica de Talagante, que fue juzgada por brujería y posteriormente absuelta.

La Inquisición (acción o efecto de inquirir, preguntar o indagar), también llamada Santo Oficio, nació en 1233, bajo el pontificado del papa Gregorio IX, como respuesta a la importancia que había adquirido el movimiento de los cátaros o albigenses en el Languedoc y Provenza. Le fue encomendada a la orden de los dominicos. Su ámbito de acción se extendió al norte de Italia, sur de Francia y Alemania (donde desapareció muy pronto), mientras que Escandinavia, Inglaterra y el resto de Europa quedaron libres de su influencia.

En la península ibérica se estableció en el Reino de Aragón, en época de Jaime I (1242), pero pasaron más de dos siglos antes de que se instalara en toda España, por orden de los Reyes Católicos, bajo el pontificado del papa Sixto IV. Su objetivo principal era combatir la religión judía y musulmana, y vigilar a judíos conversos y moriscos para que no mantuvieran o propagaran sus creencias. Posteriormente se ocupó de brujerías, bigamia, blasfemia y libros prohibidos. La Inquisición fue abolida por las Cortes de Cádiz en 1813, restaurada por el rey Fernando VII en 1814, y suprimida en 1834. El Concilio Vaticano II la disuelve definitivamente en 1967.

En el libro Inquisición y sociedad, su autor, René Millar, comenta: “En general, a nivel de opinión culta, existe unanimidad para considerar el modo de proceder de la Inquisición como el método judicial más perfecto para condenar de manera injusta a las personas. Y, en efecto, hay varios procedimientos del Santo Oficio que resultan especialmente duros y atentatorios a los derechos humanos”. Después de probar este autor la arbitrariedad y crueldad del procedimiento penal, agrega: “Sin embargo, el Santo Oficio no era la única jurisdicción que poseía un procedimiento que restringía de manera notoria los derechos de los encausados. En buena parte de Europa el proceso penal ordinario guarda similitud con el modo de proceder de la Inquisición”. En ambos se fomentaba la delación, se aplicaba la tortura y las penas eran parecidas: confiscación de bienes, muerte en la hoguera, espectáculo público... “Este planteamiento —agrega Millar— era una de las bases en que se sustentaba la jerarquización social y sobre todo la existencia de la nobleza en este caso y el de la Iglesia católica romana en la Inquisición”.

A principios de diciembre atraca en Valparaíso, el puerto de los confines del mundo, la nave que trae a don Francisco Alcázar de Romo, inquisidor visitante, fraile hispano de la orden dominica. Su figura imponente, toda de blanco con un gran crucifijo en el pecho y un sombrero alón, también blanco, infunde una mezcla de respeto, temor y autoridad. Esperándole en el muelle se halla don Gaspar de Villarroel, quiteño y obispo de Santiago de Chile, de la orden de los agustinos. Su atuendo, correspondiente al cargo que ostenta, causa admiración. Ambas autoridades de la Santa Iglesia se arrodillan y besan el anillo episcopal y el del Santo Oficio. Los guardias alzan la cruz y sus estandartes. El saludo es en apariencia cordial pero distante, conservando todo el protocolo que exigen sus cargos.

El trayecto hasta la capital se efectúa en diferentes carretas entoldadas tiradas por bueyes. La del inquisidor enarbola el estandarte del Santo Oficio; la del obispo, el de la Corona española. Las escoltan soldados montados en recios caballos. El viaje por sinuosos y polvorientos senderos dura siete días. Ambos dignatarios no entablan diálogo alguno durante el fatigoso y largo viaje.

Don Gaspar de Villarroel sabe que, fuere lo que fuere, la sentencia del alto tribunal debe ser acatada. Sin embargo, sabe también que el peso de sus argumentos y la ascendencia de que goza entre los habitantes de la capital, sobre todo por su comportamiento durante la catástrofe, gravita, y no podrá ser desdeñada.

Al llegar, por fin, a Santiago, don Francisco Alcázar de Romo es recibido en la Plaza Mayor por la multitud, sobre la que imparte su bendición. Siguen variadas procesiones, y una misa en la catedral culmina esa jornada. Ya de noche, el inquisidor se retira al convento de los dominicos, que queda detrás del palacio gubernamental recién reconstruido, en la calle Santo Domingo. Al atardecer del día siguiente, el gobernador del Reino de Chile, don Martín de Mujica y Buitrón, celebra su llegada con una recepción social en su residencia. Dicen que el comisionado quedó muy impresionado por los daños todavía visibles del terremoto.

En vísperas de Navidad, en las puertas de la catedral y de todas las iglesias de la capital, aparece un edicto emitido por el Santo Oficio de Lima que deberá ser leído en voz alta en una ceremonia con misa cantada a la cual asistirán las autoridades civiles y eclesiásticas. Los feligreses, estremecidos, escuchan: “Por el delito de practicar el gravísimo pecado de pronunciar la blasfemia que atenta contra el poder divino y sagrado de la Santa Madre Iglesia se les impondrá a los acusados, después del juicio pertinente, la pena de vergüenza pública y serán paseados por las calles y subidos al tablado en forma de penitentes, con vela, mordaza, soga y sufrirán azotes en la plaza pública de Lima y la confiscación de todas sus propiedades, sin que sus hijos tengan derecho a reclamar la más mínima parte. Y, según se compruebe en el juicio la gravedad de esas faltas podrán sufrir el destierro o la pena de galeras (remeros sin sueldo) y la hoguera”.

Son acusados dos cristianos nuevos de procedencia portuguesa, de los cuales se sospecha —y así acreditan sus delatores— ser de origen judío que continúan practicando su religión. Ellos son: don León Gómez de Oliva y don Rodrigo Henríquez de Fonseca. El especialista alemán Günther Böhm, en su libro Nuevos antecedentes para una historia de los judíos en Chile colonial, reproduce un documento que explica esta persecución fanática y persistente: “De seis a ocho años a esta parte, es muy grande la cantidad de portugueses que han entrado en este reinado. La ciudad está cuajada de ellos, muchos casados y los más solteros; habiéndose hecho señores del comercio; la calle llamada de Los Mercaderes (actual Estado) que es casi suya; todos los mascorrillos de la plaza son suyos, de tal manera se han señoreado del trato de la mercancía, que desde el brocado al sayal, y desde el diamante al comino, todo corre por sus manos. El castellano que no tiene por compañero de tienda a portugués, le parece no tener subceso bueno. Atraviesan una flota entera con crédito que se hacen unos a otros, sin tener ninguna consideración. Los adinerados de la ciudad, viendo la máquina que manejan y su gran ostentación, les dan a daño cuanta plata quieren. De esta manera son señores de la tierra, gastando y triunfando, y pagando con puntualidad los daños y la deuda principal en pie. Se acreditan unos a otros con astucia y maña, con que engañan aún a los muy entendidos”. Se comprende —a través de este documento de la época— el ambiente hostil e impopular contra estos conversos y cómo la Inquisición, bajo la acusación de blasfemos, no solo castigaba a los que practicaban otra religión, sino también a los que la sociedad denominaba comerciantes usureros, que se apropiaban del dinero que debiera haber correspondido a castellanos y criollos.

El historiador Günther Friedländer, en su libro Los héroes olvidados, escribe: “Alrededor del año 1620, los inquisidores no veían más que judíos en derredor: ‘La nación se iba arraigando de mala hierba, extirpad esta peste’, aconseja el inquisidor general en España, porque ‘ha de abrasar toda la tierra’ ”.

La segunda acusación se refiere al pecado de hechicería y por él son llamados a presentarse a juicio dos mujeres y un hombre: Francisca Benavides (mulata), Cecilia Castro (zamba) y Silvestre Peña (negro). “Sus culpas consistían en invocar al diablo, realizar sahumerios y sesiones y de entregar a varias mujeres muñecos de cera, acondicionados con trozos de ropa de los galanes clavados con alfileres, junto a cocimientos de aguardiente con polvos de murciélago y sangre menstrual, semen y hierbas diversas para que tuviesen fortuna con los hombres”. El negro Silvestre Peña fue además acusado “de curar de maleficio a una mujer frotándole una piedra, con la que le sacó del estómago, una almohadilla de cinco huesos de aceituna, dos pies de carnero y un sapo pequeño”.

Ese mismo día, después de leídas las amonestaciones contra los blasfemos y los hechiceros, se leyó una acusación que atañía al pecado de fornicación: “Este pecado se asocia a los individuos que practican libertinaje sexual”. En las colonias esta acción se hizo usual, especialmente en matrimonios bígamos. Era frecuente que un español tuviese mujer e hijos en España y en América. Detener tal hecho, que atentaba contra el matrimonio monógamo obligatorio para los creyentes católicos, se consideró imperioso. Pero, ahora, el delito descrito por el comisionado nunca antes se había escuchado en voz alta y en el púlpito. Tales pecados —comentaban los asistentes— eran solo dichos en la confesión y susurrados a media voz por el o la penitente. El cargo de fornicación que con voz atronadora lanzaba el comisionado don Francisco Alcázar de Romo a la multitud atestada en el templo era vergonzoso. Según narra Vicuña Mackenna en su artículo “Un nuevo caso de Inquisición”, este consistía en: “Un gravísimo delito moral antinatural, consistente en manoseos y succiones orales a los genitales de unos recios y apuestos oficiales ibéricos”. “El Santo Oficio considera a este delito afecto al pecado de fornicación. Las damas afectadas, después de comprobárseles esta salvajada, serán juzgadas por el tribunal eclesiástico que podrá condenarlas a escarnio público y confiscación de sus bienes”, concluye el escrito de Vicuña Mackenna. Enseguida el comisario leyó lentamente los nombres de dichas mujeres. Las inculpadas resultaron ser seis damas, provenientes de la aristocracia española y criolla, siendo una de ellas nada menos que nieta del gobernador del Reino de Chile, don Martín de Mujica y Buitrón, de la Orden de Santiago.

Ante las acusaciones previas de blasfemia y herejía lanzadas en el templo, no volaba una mosca. Al escuchar los nombres de don León Gómez de Oliva y don Rodrigo Henríquez de Fonseca, varios de los asistentes emitieron un suspiro de alivio al comprobar que ellos no eran mencionados. Muchos otros, que mantenían estrecha amistad con los ricos comerciantes que habían caído en culpa (“los marranos”, como los llamaban despectivamente), se dolieron profundamente con la suerte de don León y de don Rodrigo. Los conocían bien; desde hacía años habían compartido cenas y tertulias con ellos, y también habían utilizado sus abastos para los requerimientos de sus hogares; sin sospechar, eso sí, que continuaran practicando otra religión que no fuese la católica, susurraban persignándose. En relación al delito de herejía, se trataba solo de gente inferior, negros y mulatos. Para los españoles y criollos su suerte no les atañía directamente, y serían fácilmente reemplazables.

Pero cuando se mencionó a las seis mujeres acusadas de fornicación, y qué clase de fornicación, a varias damas presentes se les escapó un grito desgarrador que retumbó en la nave de la catedral. Este delito era inusitado y por primera vez se denunciaba públicamente, y si a eso se añadía que las damas increpadas pertenecían a la aristocracia, eran casadas y respetadas por todos, el escándalo era total. Dos de las inculpadas, doña Antonia de Benavides y Urazandi y doña Lucinda de Blas de Baltierra, se desplomaron y tuvieron que ser sacadas del templo en brazos por sus familiares. En cambio, doña Beatriz Cano de Araya, doña Mariana Álvarez de Garcés de Mancilla, doña Águeda Polanco de Santillana y doña Juana del Rosario de Mujica y Guzmán, que también habían sido nombradas, se mantuvieron erguidas apretando con fuerza su rosario contra el pecho. Todas las miradas se clavaron en ellas, pero no bajaron la vista; sus labios apretados y sus actitudes altaneras parecieron desafiar al mismísimo Dios que las castigaba.

El obispo Villarroel, que concelebraba la liturgia con el fraile inquisidor, continuó impertérrito el oficio de la misa. En cambio, el gobernador, cuya nieta Juana del Rosario era una de las desgraciadas, demostró su trastorno e irritación abandonando con su séquito el templo. ¡Cómo era posible que se amonestara a nobles señoras! ¿Qué pretendía el comisionado dando a conocer en plena catedral un delito que por ley solo debía ser leído en la sala de audiencia y ante un auditorio reducido? Su indignación no tenía límite. Ya vería el tal comisionado. Apelaría ante el gran inquisidor. Con la honra del gobernador de Sus Altezas Reales, caballero de la Orden de Santiago, no se jugaba.

La misa cantada se hizo eterna para la multitud que llenaba la catedral, en espera impaciente por comentar tan inaudita sentencia del Santo Oficio.


Lucha de poderes

Toda la hermandad que se había producido entre los habitantes de la capital por la catástrofe reciente del terremoto y que había unido en un esfuerzo común a ricos y pobres, españoles y criollos, socorriendo a los heridos y reconstruyendo la ciudad, se venía abajo con la sentencia de la Inquisición. Varios judíos conversos, escondidos bajo el nombre de cristianos nuevos, pese a la reiterada persecución que sufrían y a que nuevamente dos de ellos eran sentenciados, no dejaban de sentir cierto alivio al comprobar que ahora el brazo acusador se dirigía contra católicos poderosos. Los mestizos y negros de las barriadas o simples sirvientes de los ricos, estupefactos, comentaban en voz baja que también a los intocables les había llegado el turno de sufrir las penas.

Ese mismo día el gobernador, Martín de Mujica y Buitrón, se dirige al palacio arzobispal. El obispo Gaspar de Villarroel lo recibe de inmediato. La plática es larga y de lo conversado nunca se habría de saber. Pero allí fue cuando el obispo —según murmura la sociedad— toma la decisión de enfrentarse al todopoderoso e intocable comisionado del Santo Oficio. La autoridad civil del reino ha conseguido un aliado, el más importante representante de la Iglesia.

Mientras tanto, el comisionado decide actuar rápido. Dos monjes encapuchados, acompañados por una escolta armada, se dirigen al hogar de las acusadas. Golpean con fuerza la aldaba del portón y, al acudir presuroso el portero, muestran el edicto y exigen que las damas les sean entregadas. De nada valen las súplicas de maridos y familiares. Todas las acusadas, envueltas en sus mantos negros y engrilladas, son sacadas de sus respectivas mansiones, llevadas al convento de las clarisas y encerradas en celdas individuales. La superiora del convento debe velar por su sustento con la obligación de mantenerlas aisladas, sin permiso de recibir ni hablar con nadie, mientras se prepara el juicio.

No tarda el obispo Villarroel en saber la noticia e inmediatamente entra en acción. A través de misivas ordena a los frailes a cargo de la catedral que retiren el edicto comprometedor. Las demás órdenes religiosas bajo su mandato hacen lo mismo en sus respectivas iglesias. No es la primera vez que tanto jesuitas como agustinos se molestan con la prepotencia con que son tratados por los representantes del gran inquisidor. Su superior es el obispo, y así se lo hacen saber, para que cuente con ellos en lo que él considere conveniente.

Enseguida el alto prelado se traslada al convento de las clarisas. Su intención era visitar a las recluidas. La madre Brígida, a cargo del convento, tímidamente trata de disuadirlo, pero, ante la voz enérgica del obispo, calla y abre con sus gruesas llaves las celdas de las detenidas. Don Gaspar de Villarroel escucha las confesiones, da las penitencias y, entre los sollozos y lágrimas de las desesperadas damas, aconseja mantener la calma, rezar y ayunar, porque, aunque sus pecados son graves, ellas serán liberadas y regresarán a sus hogares. Siempre, concluye, que sus maridos las perdonen.

—Yo no tengo marido —exclamó Antonia—. Usted bien lo sabe, monseñor; murió en el terremoto, aplastado por la pared de la sala de estar, cuando escapábamos hacia la calle.

—Lo sé, hija mía. Tú decidirás. El convento te abrirá sus puertas y serás una religiosa más al servicio del Señor. ¡Cuántas pecadoras se cobijan entre estos muros!

—Gracias, gracias —murmura sonrojándose Antonia.

—Mi marido quedó lisiado, después de la catástrofe —interviene Águeda—. Yace en el lecho, sin poder moverse, usted le ha llevado los sacramentos. No puede saber la vergüenza que me atañe, pues precipitará su muerte.

—Ni la sabrá —responde don Gaspar de Villarroel—, siempre que lo cuides con esmero y no te despegues de su lado.

Las otras cuatro permanecen en silencio, la cabeza gacha. El obispo les imparte la bendición y todas regresan a sus celdas solitarias.

Mientras tanto, el gobernador, don Martín de Mujica, que no logra apaciguar su indignación, se dirige al Cabildo. Se trata de una ofensa pública contra altos dignatarios que merece una asamblea. Los miembros del Cabildo, después de escuchar la opinión de cada cual, le piden al gobernador que se pronuncie:

—Yo considero, con la venia de la asamblea, que la ofensa emitida en voz alta por el comisionado de la Inquisición, don Francisco Alcázar de Romo, utilizando el púlpito de la catedral, no tiene precedentes y no cumple con las leyes establecidas por el Santo Oficio. Debe, por lo tanto, el mismo comisionado, reconsiderar la medida y dar una explicación satisfactoria, también pública. En consideración a lo dicho, ruego a los señores del Cabildo comprender mi decisión, que no es otra que mientras no sea aceptada mi petición y, por ende, devuelta la honra de tanta familia de alta alcurnia y la mía propia, me negaré a ejercer mi función de gobernador. Al comisionado le otorgaré veinticuatro horas para que dé respuesta. Mañana saldrá hacia España la carta que envío a Su Majestad el Rey Felipe IV dando cuenta de los hechos. Pero, como vos sabéis, hasta dentro de seis meses, Dios mediante, no recibiremos el parecer de Su Majestad. Por lo demás, la independencia que se les otorga a las colonias y al gran inquisidor de Lima para ejercer su cargo nos obliga a nosotros a tomar una decisión sobre lo acontecido.

Entretanto los miembros del Cabildo discutían la forma más adecuada para apoyar a su alteza el gobernador, se hicieron presentes en la sala seis oficiales de la Guardia Real. Habían llegado hasta el lugar montados en hermosos corceles y con sus tenidas de gala. Se apearon de sus cabalgaduras y respetuosamente pidieron ser escuchados por el gobernador y el Cabildo pleno. Vicuña Mackenna narra lo acontecido: “Tomó la palabra don Tomás Gaete de Sarmiento, oficial de alta graduación del Ejército español”:

“—Su Excelencia, señores del Cabildo, en nombre de mis compañeros y mío, deseo dejar estampada mi protesta por la pena desmedida aplicada por el comisionado de la Inquisición, en contra de seis respetables damas que no merecen, por la conducta seria y honesta que las caracteriza, ser injuriadas y culpadas por actos lujuriosos que ellas no han provocado. Sabemos, desgraciadamente, que algunas de nuestras esposas, acometidas de celos infundados, son las que delataron a estas damas y en nombre de ellas, yo y mis oficiales, deseamos pedir perdón por haber sido causa de estos agravios. En especial, usted, Señor Excelentísimo Gobernador, reciba nuestro pésame por el mal causado”.

“—¿Estarían estas esposas dispuestas a retirar sus acusaciones? —contestó el gobernador”.

“—No lo sabemos, Su Excelencia. Cuando las mujeres están presas de celos desatados, su razón no funciona. Trataremos de convencerlas, pero hasta ahora se niegan a oír sensateces”.

El Cabildo, ante la gravedad de la situación, decide apoyar al gobernador y suspender la asamblea hasta conocer la respuesta del comisionado.

Los habitantes de Santiago leyeron poco después, en el portón del palacio gubernamental, la licencia, por tiempo indefinido, del gobernador a su cargo. Santiago se hallaba sin autoridad. La zozobra hizo presa de todos. Al día siguiente se daba comienzo a las corridas de toros, pero ¿cómo podrían llevarse a efecto sin la presencia de la máxima autoridad? También se supo que el obispo había mandado retirar el edicto inquisitorial. La guerra contra el comisionado había sido declarada y el Cabildo, que representaba la voluntad del pueblo, apoyaba a las autoridades.

En el convento de los dominicos reinaba, también, gran inquietud. Aunque don Francisco de Alcázar no había dado cuenta de la misiva recibida, a oídos de todos ya había llegado su contenido. El comisionado se encerró a solas en su cuarto y hasta altas horas de la noche su candela permaneció encendida. A la mañana siguiente envió con dos frailes su respuesta al gobernador:

Muy poderoso señor. Con esta remitimos a Vuestra Alteza copia auténtica en ochenta fojas del proceso cursado en esta Inquisición contra seis damas, naturales de la ciudad de Santiago de Chile de este reino, para que Vuestra Alteza se sirva de mandarlo ver, y siendo Vuestra Alteza servido, lo dejamos a vuestra gracia y disposición.

Dios guarde a Vuestra Alteza.

Inquisición de los Reyes a 27 de diciembre de 1648.

Al recibir la respuesta del comisionado, que tiene, sin duda, un tono más conciliador que lo previsto, el gobernador invita a su palacio al obispo Villarroel para darle a conocer el proceso. El obispo lee con atención el legajo y con voz pausada entrega su parecer:

—Me parece, Su Excelencia, que, pese a que siempre hemos acatado las sentencias del Santo Oficio, ahora no podemos permitir que los miembros de su reino y mis feligreses sean abusivamente sometidos a esta vejación sin que se haya escuchado el testimonio de los nobles oficiales que sirven a la Corona. Al atenernos a los principios obligatorios de la Inquisición, la apelación debe cumplirse dentro de diez días. El comisionado, a quien conozco bien, está preocupado, y la soberbia y altanería que lo caracterizan parecen haberse esfumado ante nuestra reacción.

—Obispo y gobernador juntos son mucha fuerza, monseñor —responde don Martín de Mujica, esbozando una sonrisa.

Las corridas de toros se suspenden. Saraos, juegos y fiestas se cancelan. La ciudad parece sufrir un grave duelo y así lo consideran sus habitantes, que dejan de asistir a misas, vísperas y rosarios de la iglesia de Santo Domingo para demostrar su disgusto contra el causante de tantos males. Pero la batalla todavía no ha terminado, pues no se sabrá de la apelación y sus consecuencias hasta dentro de unos días. Sin embargo, algunos signos demuestran que la discordia entre la Inquisición y las autoridades no mengua, pues los edictos inquisitoriales acusatorios contra las damas no son colocados nuevamente en ningún templo, con excepción de la iglesia de Santo Domingo, de donde nunca fueron arrancados. De las damas poco se sabe, pues permanecen en su cárcel especial, el convento de las clarisas, incomunicadas, rezando y ayunando, como ha declarado el obispo.

Sospechosa muerte del gobernador

A los diez días —señalados por el comisionado— se reunió el Consejo de Calificadores del Santo Oficio en audiencia de consulta y vistas de causas de fe. La sesión fue larga. Al término se vio salir de la sala muy descompuesto al comisionado, don Francisco Alcázar de Romo. El Consejo por alta mayoría había decidido que los cargos contra Antonia de Benavides y Urazandi, Lucinda Blas de Baltierra, Beatriz Cano de Araya, Mariana Álvarez de Garcés Mancilla, Águeda Polanco de Santillana y Juana del Rosario de Mujica y Guzmán debían ser revocados, pues no existían pruebas suficientes entregadas por los testigos que probasen fehacientemente las culpas que atestiguaban. En vista de lo cual en la misa del domingo siguiente se declararía desde el púlpito la inocencia de las nobles y distinguidas damas.

El gobernador, Martín de Mujica y Buitrón, irradiaba felicidad. Su familia recobraba la honra pisoteada. Sacó inmediatamente del portón de su palacio la misiva en que daba cuenta que tomaría licencia de su cargo. Santiago contaba nuevamente con autoridad. Para demostrar que todo el escándalo debía ser olvidado, daría un gran baile el domingo por la noche, después que todos los habitantes de la capital escucharan de boca del comisionado el error cometido.

Al obispo Gaspar de Villarroel, aunque satisfecho porque por primera vez en la historia de la Inquisición en Chile había sido respetado su parecer, le parecía que el baile con que se celebraría el acontecimiento era excesivo. Él sabía, aunque no podía decirlo —porque el secreto de confesión no se lo permitía—, que las damas eran culpables. Premiarlas, como si fueran inocentes, no era propio. No asistiría a la fiesta, aunque su amigo el gobernador se molestara. Se retiró a su cuarto, se arrodilló en su reclinatorio y durante su larga comunicación con Dios trató de tranquilizar su conciencia.

La voz del comisionado no retumbó en la catedral. Su mirada gacha, sus palabras apenas audibles, llamaron la atención de los feligreses. Avergonzado estaba el prepotente don Francisco Alcázar de Romo. Nunca antes había sido humillado de manera semejante. Quizás, pensó, había llegado el momento de su retiro del alto cargo que por tanto tiempo había sustentado.

El baile en el lujoso palacio del gobernador fue suntuoso. Juana del Rosario, la nieta ultrajada, después de su reclusión y ayuno lucía más elegante, joven y bella que nunca. Su marido, a pesar de todas sus condecoraciones y el collar de caballero de la Orden de Santiago, impuesto después del coraje demostrado en varias batallas por Su Majestad el Rey, se veía viejo y maltrecho. Los años le pesaban y la enfermedad de la gota que padecía no le permitía moverse del sillón en que lo habían acomodado. Para él todo este escándalo no tenía sentido, aquejado como estaba por un mal mayor que pronto lo llevaría a la tumba. Beatriz, con un vestido color damasco y un collar de esmeraldas con zarcillos que le hacían juego, sonreía tímidamente del brazo de su marido. Mariana y Lucinda eran reconocidas por su belleza y descaro. Sus maridos gozaban de altos cargos y poco se preocupaban de sus esposas. Ambos se habían desposado con mujeres más ricas y nobles que ellos, perderlas no les convenía. Si todo lo murmurado era falso, tanto mejor. Águeda se había excusado, alegando que su marido necesitaba su atención. Antonia, la viuda, se negó a abandonar el convento. De ahora en adelante sería una religiosa más al servicio de Dios, su único Señor.

La llegada al baile de los altos oficiales, causantes de tanto escándalo y desventura, generó un murmullo plagado de dimes y diretes en que se mezclaban la maledicencia y cierta envidia. Sus esposas, colgadas de sus brazos, dirigían una mirada altanera a la concurrencia que encerraba su derecho de posesión. Eran sus maridos, y nadie podía quitárselos sin más ni más. Lo habían demostrado y lo volverían a hacer, por algo existía en la Inquisición el deber de delación.

Pese al boato desplegado durante el baile, las cuatro damas agraviadas no recibieron de parte de los comensales los halagos y reverencias que esperaban. Don Martín, el anfitrión, les había ordenado con voz perentoria que a ninguna de ellas le era permitido —dada su delicada situación— bailar con nadie que no fuera su marido. Por más que Juana del Rosario trató de transmitirle toda su pasión, aunque fuera solo en un cerrar y abrir de ojos, a don Tomás Gaete de Sarmiento, él no se dio por apercibido. La música de los minuets mezclados con “el cuándo” se sucedían, mientras los jóvenes se deslizaban bajo su compás. Las cuatro damiselas, aburridas y apoltronadas, suspiraban:

Cuándo, cuándo / cuando yo me muera / no me lloren los parientes, / llórenme los alambiques / donde sacan aguardiente. // A la plata me remito, / lo demás es bobería, / andar con la boca seca / y la barriga vacía. // Cuándo, mi vida, cuándo, / cuándo me moriré yo.

Después de este terremoto social que alteró la vida apacible de la capital, sus habitantes continuaron su quehacer cotidiano. Se tornaba urgente terminar a la brevedad posible la reconstrucción de la ciudad y preparar, ante la proximidad de otro invierno, los refuerzos ante los desbordamientos del Mapocho. En 1649 se inicia un pequeño tramo de los tajamares que pondrán atajo a las inundaciones y se construye, por medio de cables, un puente sobre el río Maipo.

Llamó la atención la ausencia persistente del comisionado. Según se dijo, este permanecía en el convento alejado de las ceremonias religiosas, recluido en un retiro espiritual.

El gobernador, durante la temporada estival, se trasladó a Concepción. Ahora que la capital estaba tranquila, su deber era continuar las negociaciones de paz con los indígenas de esa región. Sin embargo, sus buenos propósitos cayeron al vacío. Poco después de su retorno a Santiago, los aborígenes ocuparon Valdivia y parte de Concepción. El gobernador, en compañía del obispo, recibió en plena celebración de Semana Santa la triste noticia.

Unos días después, las campanas de la ciudad repicaron a muerte. Cuando los habitantes se congregaron en las iglesias para saber de qué difunto se trataba, el anuncio del repentino fallecimiento de Su Excelencia el Gobernador del Reino de Chile, don Martín Mujica de Buitrón, los sobrecogió. Solo ayer —musitaban apenados— había presidido las procesiones de Cuasimodo, ¿qué extraño mal había motivado esta intempestiva muerte? El gobernador se había hecho de muchos enemigos, ¿cuáles serían los instigadores? Para muchos suspicaces, manos moras estaban ocultas detrás de este deceso. ¿El poderoso comisionado de la Inquisición tendría algo que ver?

Los funerales del gobernador se realizaron con toda la solemnidad que su rango exigía. La Guardia Real encabezó el desfile desde su casa-habitación hasta la catedral. Detrás del féretro, el obispo, sentado en la silla episcopal, era transportado por diez sacerdotes que sostenían en sus hombros las largas varas. Monaguillos balanceando rítmicamente los incensarios impregnaban el aire con el aroma del incienso. Enseguida los altos dignatarios y los sacerdotes agustinos, franciscanos, mercedarios, dominicos y jesuitas. Después los comerciantes y, por último, los artesanos con sus estandartes. Todos los habitantes de la ciudad despedían a su gobernador. Las mujeres aristócratas esperaban dentro de la catedral. Las de condición humilde, junto a los peones y gañanes, con sus ropas negras evidenciaban su duelo y agitaban sus pañuelos a lo largo de la calle.

Durante el largo despliegue de todos los habitantes de Santiago, llamó la atención la notoria ausencia del comisionado, don Francisco Alcázar de Romo. Después de meses de enclaustramiento se sabía de su asistencia a las tertulias de sus adeptos y aun varios lo habían visto en las calles al atardecer, cuando regresaba deprisa al convento. Esa silueta alta y delgada no pasaba desapercibida. ¿Su despecho era tan fuerte que no perdonaba ni a los muertos?

Esta actitud dio pábulo a toda clase de maledicencias. Difícil es para un victimario rendirle homenaje a su víctima, expresaron ciertos doctos a media voz.

Dentro de la catedral, en primera fila, junto a los familiares del gobernador, Juana del Rosario, envuelta en su manto oscuro, solloza. Para ella la pérdida de su abuelo, el protector, la deja desamparada. ¿Sería una venganza la que precipitó la muerte en tan confusas circunstancias del que había osado enfrentarse a la poderosa Inquisición? ¿O Dios demostraba que solo Él poseía el poder de imponer justicia? Su futuro se tornaba, después de esta última desgracia, tan incierto. Otro sollozo ahogó sus tristes presagios, mientras las palabras del obispo resonaban: Requiem aeternam dona eis Domine: et lux perpetua luceat eis. (Dales, Señor, el eterno descanso, y brille la luz perpetua).

El féretro con los restos mortales del gobernador don Martín Mujica de Buitrón, representante de Su Alteza Felipe IV de España, fue depositado en una fosa a un costado del altar mayor del templo.

El animal herido es peligroso

Poco después, el obispo Villarroel pidió permiso para ausentarse de Santiago. Su madre, octogenaria, estaba muy enferma y deseaba acompañarla en su agonía. El permiso le fue concedido y el obispo partió a Quito.

El comisionado, quien desde la afrenta sufrida sentía su salud deteriorada, que lo había convertido —según sus amigos— en un cadáver viviente, por primera vez desde su desgracia esbozó una sonrisa, y sus pupilas negras brillaron con luz siniestra. Con la ausencia de sus enemigos, el gobernador y el obispo, él demostraría su poder. El reglamento que regía al Santo Oficio no podía ser pisoteado así nomás. Preparó con acuciosidad la apelación a la errada determinación. Una semana después se reabrió el juicio. Ahora verían quién era más fuerte. Dios mediante, el satánico pecado de fornicación recibiría su justo merecido.

Cuando Juana del Rosario lo supo, la apatía y la languidez que la aquejaban desaparecieron como por encanto. Invitó a sus amigas Lucinda, Beatriz y Águeda a tomar “once” con ella, y entre tazas y tazas de chocolate, acompañadas de alfajores y buñuelos —enviados con una cariñosa esquela por Antonia desde el convento de las clarisas—, las cuatro damiselas urdieron su venganza. Lenta y detalladamente tramaron su plan. Cuando se dejó caer la tarde, dos negros macizos, sirvientes de Juana del Rosario, acompañaron con chonchos encendidos a las tres damas a sus respectivas casas. Al despedirse de sus guardias, les pasaron unas bolsas repletas de monedas de plata. Excesiva fue la propina, ¿no sería para pagar futuros requerimientos?

En su segundo artículo en contra de la Inquisición, publicado en el diario El Independiente de Santiago el 27 de agosto de 1868, Benjamín Vicuña Mackenna da cuenta: “En horas de la madrugada del otoño de 1649, cuando el comisionado tomaba el aire de la oración en un banco de la Cañada, dos siluetas, presumiblemente mujeres, aunque lo más probable es que hayan sido varones por la crueldad de lo cometido, atentaron contra el comisionado don Francisco Alcázar de Romo, cercenándole sus genitales”. Nadie vio lo cometido. Santiago estaba todavía oscuro y la lluvia y neblina arrastrada de esa mañana de fines de junio atemorizaron seguramente al posible transeúnte. No se supo de ningún testigo, aunque Vicuña Mackenna cuente que se divisaron dos siluetas. Solo una hora después acudieron a socorrer al maltrecho comisionado los frailes dominicos y, presurosos, lograron llevárselo en una camilla improvisada al convento.

Continúa Vicuña Mackenna: “El juicio sumario sustanciado por el dominico don Francisco Alcázar de Romo, debió de archivarse y cerrarse, como resultado de la grave situación que lo aquejó. En los meses ulteriores, el malogrado fraile dominico retornaba a la capital del Virreinato. Nunca más se supo de él. Pese a reiteradas peticiones por reiniciar el sumario, el Santo Oficio limeño jamás se pronunció”.

Cuando el obispo Villarroel regresó a Chile el escándalo se había apaciguado y la ciudad se preparaba para recibir con el boato acostumbrado al nuevo gobernador, don Antonio de Acuña y Cabrera, en mayo de 1650. Dicen que las malas lenguas no tardaron en dar cuenta al ilustrísimo gobernador de todo lo acontecido y que este recibió a sus mercedes con la atención debida. Después de escuchar el relato replicó: “Felizmente lo sucedido pertenece al pasado y a mí no me corresponde tomar parte en este lamentable hecho. Solo desearía, con el respeto que vuestras mercedes merecen, darles un consejo: una mujer agraviada es como una bestia herida, aunque parezca débil, es capaz de matar al animal que la ataca, ¡cuidaos de ella! A mis oídos ha llegado que las damas a las que ustedes se refieren son jóvenes, bellas y atrevidas, más vale que las dejéis tranquilas, que mucha vida tienen por delante”. Los ilustres visitantes se retiraron cabizbajos.

En casas de Juana del Rosario, Lucinda, Mariana y Águeda existe gran alboroto. Todas ellas se aprestan, aderezadas con sus más lujosos vestidos y alhajas y del brazo de sus maridos, a asistir al baile del nuevo gobernador. Ahora podrán bailar a sus anchas y con quien les plazca, la penitencia impuesta es cosa del pasado.

Don Gaspar de Villarroel fue designado obispo de Arequipa en 1652. Se marchó de Chile con el pesar de sus feligreses, que nunca olvidaron el coraje con que hizo frente al terremoto y la equidad y solidaridad demostradas en su labor como pastor. El pecado de fornicación, escuchado en confesión, se lo llevó a la tumba.

Ni siquiera el investigador José Toribio Medina mencionará, siglos después, esa afrenta, puesto que al ser cancelado el juicio no aparece en los Archivos del Santo Oficio que el general libertador José de San Martín, ejerciendo el cargo de Protector del Perú, mandó guardar celosamente en el Archivo Histórico Nacional de Lima, para que futuros historiadores se impusieran del quehacer de la Inquisición en tiempos de la Colonia en América.

Las damas inculpadas y vejadas descansan en paz. La deshonra no manchará a sus descendientes.

Epílogo

Siete centurias después de la fundación de la Inquisición y del largo período en que ejerció su poder (siglo XIII al XIX), el Vaticano determinó, el 30 de octubre de 1998, examinar la organización, los procedimientos y el contexto histórico de esta institución.

Según el teólogo pontificio dominico Georges Cottier, la Iglesia debe reflexionar sobre “[E]l consentimiento dado, sobre todo en ciertos siglos, a métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad”, y además, “sacar de ellos una lección para el porvenir mediante la purificación de la memoria”. Concluirá el dominico: “Para encomendar verdaderamente el pasado a la misericordia de Dios nosotros debemos reconocer las culpas cometidas y pedir perdón”.

El procedimiento metodológico consiste en una reflexión desde la teología para ver si son razones estructurales o coyunturales las que explican la actitud de los cristianos y de la Iglesia como tal.

Un paso positivo para profundizar en el conocimiento de la Inquisición y de sus motivaciones es la apertura este año de los archivos secretos de la misma.

Es probable que las conclusiones no sean dadas a conocer, y permanezcan en manos del Santo Padre, para que las tenga en cuenta a la hora de un eventual y solemne mea culpa.

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