Entre el diagnóstico crítico y las propuestas de cambio: el problema de la representación política en Chile

Octavio Avendaño1

UNIVERSIDAD ALBERTO HURTADO

Introducción

En este capítulo se analizan las principales manifestaciones de la crisis que han venido experimentando las instituciones representativas, poniendo especial atención en la situación de los partidos. Adicionalmente se abordan los principales debates y diagnósticos que fueron surgiendo a este respecto, junto a las alternativas propuestas para revertir los problemas que aquejan a la representación política en la actualidad.

A medida que se sucedieron los distintos gobiernos del período inaugurado en marzo de 1990 se fue instalando un diagnóstico, no siempre compartido, acerca de la situación deficitaria que evidenciaba el sistema político y la democracia en nuestro país. La baja confianza en las instituciones democráticas —en especial aquellas relacionadas directamente con la representación—, el declive de la participación electoral y un creciente deterioro de la legitimidad de la clase política, se convirtieron en las manifestaciones más visibles de ese déficit.

Algunos analistas han sostenido que este conjunto de manifestaciones fue configurando una crisis que se hizo manifiesta a partir del año 2011, logrando, desde ese entonces, dar por superado el tipo de práctica y diseño institucional que estuvo vigente desde los inicios de la transición (Fuentes, 2012; Garretón, 2015). Se habrían visto alteradas las bases fundantes y legitimadoras del diseño institucional configurado desde la transición, y puesta en tela de juicio la capacidad de respuesta del sistema frente a las nuevas demandas formuladas por la ciudadanía. Si bien a nivel de la ciudadanía se mantienen ciertas tendencias —como la participación diferenciada entre los distintos segmentos socioeconómicos—, se logran posicionar las propuestas de cambio sustantivo a la institucionalidad que define la representación y la toma de decisiones. En tal sentido, en la trayectoria del sistema político chileno lo ocurrido el 2011 vino a representar un momento de inflexión, o más específicamente de “coyuntura crítica”, al evidenciar la caducidad de una fórmula o modelo institucional y dar inicio a nuevos debates, algunos de los cuales se tradujeron en el último tiempo en reformas y políticas concretas.

Siguiendo lo planteado por Collier y Collier (2002), toda “coyuntura crítica” destaca por el desencadenamiento de episodios que pueden llegar a tener una duración más o menos breve, pero que modifican tendencias y estructuras arraigadas hasta ese entonces. La “coyuntura crítica” da paso a una fase en la cual las estructuras e instituciones pueden ser transformadas, o bien adoptan un funcionamiento y una orientación completamente distinta a la que poseían previamente. Así, el conjunto de episodios que tuvieron lugar entre los inicios de 2011 y parte de 2012 hizo mucho más notoria la situación deficitaria de las estructuras de representación, y le otorgó mayor importancia a los cuestionamientos que se venían formulado al marco normativo y al diseño institucional que determinaban la representación y la toma de decisiones. Tal cuestionamiento, en diferentes ocasiones, había sido manifestado por la opinión pública y provino de sectores de la coalición de gobierno, la Concertación de Partidos por la Democracia.

El hecho de que se haya visto alterada la tendencia predominante no ha implicado necesariamente el inicio de un proceso que se encamine a superar la situación deficitaria inicial, a través de un cambio sustantivo de las bases constitutivas del modelo de desarrollo y del sistema político. Tampoco ha significado mayor participación de los ciudadanos (Atria, et al., 2013). Por el contrario, entre los años 2012 y 2013 se produjo una notoria disminución de la participación electoral y un aumento de la desafección con el sistema político. Lo novedoso de este fenómeno ha sido el carácter socialmente diferenciado de la participación, al disminuir de manera más drástica en las comunas y segmentos de menores ingresos. En tal sentido, el escenario que se configura después del 2011 sería mucho más abierto, en el que se pueden llegar a manejar diferentes alternativas de cambio, en función del comportamiento de los actores y la formación de nuevas alianzas.

Al respecto, el enfoque institucionalista, en la versión de Mahoney y Thelen (2010), aporta con un marco interpretativo que permite, por un lado, tipificar el cambio, y, al mismo tiempo, el comportamiento de los diferentes agentes que intervienen. En la misma línea, el mencionado enfoque alude al modo en que los agentes interpretan y dan uso a las instituciones configuradas. En términos generales, si se toma en cuenta lo ocurrido con posterioridad a las movilizaciones y situaciones de conflicto desencadenadas entre 2011 y 2012, es posible reconocer al menos: i) la presencia e influencia de instituciones derivadas del pasado autoritario que alteran la representación; ii) el debilitamiento de la identificación partidaria y la reafirmación, en algunos sectores, del discurso antipartido; iii) el reconocimiento transversal de la falta de proyecto y la escasa renovación programática; iv) la persistencia de ciertas manifestaciones de malestar que va a la par con un diagnóstico crítico sobre la capacidad de respuesta a las demandas de la ciudadanía; v) finalmente, el posicionamiento de la idea de cambio constitucional y la todavía pendiente definición del mecanismo más adecuado.

El capítulo ha sido estructurado en función de cuatro apartados. En el primero se dan a conocer las principales manifestaciones del déficit democrático, destacando el impacto de ciertos legados autoritarios a nivel de la representación política y luego las dificultades que se van originando para la definición de ofertas programáticas. En el segundo se destaca, principalmente, la crisis que experimentan los partidos, la que se acentúa a raíz de los acontecimientos de los años 2011 y 2012. En el tercer apartado se da cuenta de los antecedentes más directos del malestar ciudadano, que se venía expresando desde la segunda mitad de los años noventa. El cuarto está dedicado a la discusión constitucional y la relevancia que ello tiene para el impulso de transformaciones más sustantivas. Finalmente se presenta un apartado que sintetiza las principales conclusiones.

Déficit democrático y la representación política

Legados autoritarios y representación política

Desde los años inmediatamente posteriores a la finalización del régimen autoritario es posible advertir una serie de reflexiones sobre las limitaciones de la democracia chilena en los años noventa. La crítica inicial estaba dirigida al carácter que tuvo el proceso de transición y, en menor medida, a la responsabilidad que tuvo la “clase política” concertacionista para postergar reformas que eran clave para avanzar en una mayor democratización. De manera que la presencia de “enclaves autoritarios” (Garretón, 1995), poderes fácticos, o la existencia de “circuitos extrainstitucionales” (Cortés Terzi, 2000; Cf. Siavelis, 2009), además de los efectos que trajo consigo la modernización económica de los años noventa (Bengoa, 1996; Moulian, 1997; PNUD, 1998), generaron un cúmulo de situaciones que, en diferentes momentos, tensionaron la relación entre los ciudadanos y las instituciones democráticas.

A raíz de las limitaciones, algunos autores han recurrido a calificar la democracia chilena de “tutelada” (Portales, 2000), “incompleta” (Garretón, 2007, 2014) o de “semisoberana” (Huneeus, 2014), ya que no ha sido la voluntad ciudadana la que ha primado, ni mucho menos el interés general (Atria, et al., 2013). Más allá de las nominaciones que la democracia chilena pueda recibir, es efectivo que se ha acentuado la situación deficitaria debido, en gran parte, a la prolongación de resabios institucionales derivados de la experiencia autoritaria. Algunos de estos resabios, como la presencia de senadores designados, también conocidos como “senadores institucionales”, se mantuvieron hasta las reformas constitucionales de 2005. Antes de las mencionadas reformas, la presencia de los senadores designados tendió a sobrerepresentar a los partidos de la derecha al interior del Congreso Nacional, aumentando su posibilidad de vetar determinadas iniciativas legislativas promovidas desde el Ejecutivo. Pese a su abolición, los senadores designados lograron incidir en la discusión y aprobación de todas aquellas iniciativas legislativas del período comprendido entre marzo de 1990 y de 2006.

Por otra parte, las reformas constitucionales del 2005 redujeron las atribuciones del Consejo de Seguridad Nacional (Cosena), que hasta antes de esa fecha podía ser autoconvocado por dos de sus integrantes2. En la práctica, el Cosena funcionaba sobreestimando el poder y las atribuciones de los integrantes de las Fuerzas Armadas por sobre las del Presidente de la República, otorgándoles el rol garante del sistema y de la institucionalidad definida en la Constitución de 1980 (Weeks, 2014: 111-112). Como consecuencia de las reformas constitucionales, el Cosena se convirtió en un organismo cuya principal función es asesorar al Presidente de la República. Pero a diferencia del Cosena, las reformas mencionadas dejaron intactas las atribuciones del Tribunal Constitucional. Su principal función ha sido velar por la constitucionalidad de los proyectos e iniciativas legislativas aprobadas por el Congreso Nacional. Esto ha significado que en ocasiones ha revertido la decisión de ambas cámaras al rechazar proyectos que habían sido aprobados previamente. A raíz de estos hechos, el Tribunal Constitucional ha tenido la condición de “órgano contramayoritario” (Fuentes, 2012: 220).

En lo que compete directamente a la representación política, comentario aparte requieren los efectos del sistema binominal, vigente hasta la reforma electoral aprobada en enero de 2015. El binominal tendió a concentrar la representación política en dos grandes coaliciones: la Concertación de partidos por la Democracia, que agrupaba partidos de centro-izquierda, y la Coalición por el Cambio —anteriormente Alianza por Chile— constituida por los dos principales partidos de la derecha. El propósito inicial del binominal era evitar el aumento y la fragmentación de los partidos, por medio de un sistema que emulara a los sistemas mayoritarios, obligando a la constitución de coaliciones estables y duraderas (Cabezas y Navia, 2005; Gamboa, 2006). Su vigencia trajo consecuencias en la competencia entre partidos y coaliciones, así como también en términos de la representación. Por lo general, la competencia tendió a darse más al interior de cada lista, perteneciente a una misma coalición, que entre distintos bloques y coaliciones políticas. A su vez, el binominal tendió a sobrerepresentar a la minoría debilitando la representación en el Congreso de la primera mayoría. En el transcurso de los últimos veintiséis años, la no renovación del mapa electoral diseñado el año 1989 ha generado otras distorsiones que se ven reforzadas por la misma distribución de cargos para cada distrito y cada circunscripción. Esto ha generado la sobrerepresentación de ciertos distritos y circunscripciones en relación a otras, o simplemente de algunas regiones, como la de Aysén, en relación a comunas superpobladas del Gran Santiago.

A pesar del propósito que se le asigna originalmente al binominal, no se logra consolidar un sistema de grandes partidos, ni tampoco fue posible evitar la fragmentación interna y el surgimiento de nuevos partidos. La Tabla 1 muestra que el promedio efectivo de partidos al interior del Congreso Nacional ha variado entre siete y nueve, a lo largo del período comprendido entre 1990 y 2013. Tras las elecciones de 2009 aumenta la tendencia a la fragmentación y la proliferación de nuevos partidos, muchos de los cuales no logran representación en el Congreso Nacional, aunque sí a nivel de elecciones de alcaldes y concejales. La tabla presentada al final de este capítulo (Anexo 1) corrobora lo señalado.

Tabla 1

Número efectivo de partidos (NEP), 1989-2013

Año

electoral

Total de partidos en competencia

     NEP en el Congreso Nacional

NEP

    Concertación - NM

NEP

     Alianza-Coalición por        
el Cambio

NEP

Otros 

1989

15 

           7

4

2

1

1993

14

           7

4

3

--

1997

11

           8

4

3

1

2001

 9

           6

4

2

--

2005                         

11

           8

4

2

2

2009

12

           8

5

2

1

2013

15

           9

6

2

1

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos del Servicio Electoral.

Datos del Servicio Electoral muestran que al 16 de junio de 2016 se habían constituido, legalmente, 30 partidos. De ellos, solo nueve poseen presencia legal en las 15 regiones del país: UDI, RN, Evópoli, PDC, PRSD, PPD, PS, PC y el PRO. El Partido Humanista, por su parte, tiene presencia en 14 regiones. El PRI está ausente en las tres regiones más pobladas, mientras que Unión Patriótica solo está presente en dos de las más grandes (V y RM).

Este aumento del número de partidos ha sido consecuencia de otro fenómeno acentuado en los últimos años: su notoria desnacionalización. Por un lado, 15 de los partidos legalmente constituidos tienen presencia en menos de la mitad de las regiones del país. De ellos, ocho tienen presencia en solo una región3. Por otro lado, no todos los partidos legalmente constituidos tienen fuerza electoral, ni mucho menos representación en el Congreso Nacional. Basta revisar los últimos resultados electorales, de las elecciones de 2013 —con el binominal aún vigente—, en las regiones extremas. En las regiones de Tarapacá y Arica el porcentaje de votación obtenido por las dos principales coaliciones, considerando solo votos válidamente obtenidos, fue de 65 y 68% respectivamente (Anexo 2). En la región de Magallanes, el porcentaje que obtuvieron ambas coaliciones fue de un 58%, lo que refleja un debilitamiento en esas zonas de los partidos pertenecientes a las dos más importantes coaliciones, la Nueva Mayoría y la Coalición por el Cambio.

Desde otra perspectiva, la representación política se ha visto afectada por el exceso de acuerdos, informales y extrainstitucionales, entre personeros de esas dos coaliciones. Cabe señalar que esta práctica estuvo presente durante todo el período de vigencia de la institución de los “senadores designados”, facilitando la aprobación de proyectos e iniciativas legales impulsadas desde los gobiernos de la Concertación. Según apunta Sergio Toro (2007), la fórmula empleada por parte de los gobiernos de la Concertación fue la de promover negociaciones informales e individuales con parlamentarios y representantes de la oposición de derecha, RN y UDI, aprovechando las discrepancias que existían entre esos dos partidos hasta fines del gobierno de Ricardo Lagos (2000-2006). Adicionalmente, los acuerdos y negociaciones de carácter informal se emplearon con otro tipo de actores externos al ámbito parlamentario, como la Iglesia y las organizaciones empresariales. Con ello, los líderes de la Concertación lograron alcanzar soluciones consensuadas sobre temas controversiales, antes de su presentación en el Congreso (Siavelis, 2009: 14-15).

De los acuerdos y negociaciones promovidas por la Concertación en el período 1990-2010, se pueden reconocer dos importantes consecuencias. En primer lugar, como ha dicho Hidalgo, un notorio pragmatismo expresado en el gradualismo de las reformas impulsadas y, a su vez, en lograr “sortear con éxito coyunturas complejas” (Hidalgo, 2011: 66). En segundo lugar, por haber hecho de la política de consensos una práctica recurrente se fue produciendo un distanciamiento cada vez más amplio entre los partidos y los ciudadanos (Siavelis, 2009: 15). Los acuerdos y negociaciones permitieron respaldar reformas tributarias, aprobar medidas de reparación para las víctimas de violaciones a los derechos humanos, generar una legislación anticorrupción y llevar a cabo las reformas constitucionales del 2005, entre lo más relevante. Pero también tuvieron un costo no menor al postergar todo intento de modificación del sistema binominal, o evitar alterar las bases del modelo económico.

Consensos básicos, disenso moderado y oferta programática

Que durante mucho tiempo la crítica hacia el modelo de desarrollo no haya derivado en reformas sustantivas ni en propuestas programáticas concretas, obedece al hecho de que los disensos a este respecto eran muy tenues entre las dos coaliciones más importantes, e incluso al interior de la propia Concertación. Los gobiernos de la Concertación no modificaron los cimientos sobre los cuales se erigía el modelo de desarrollo. En un primer momento, el compromiso tácito por parte de la dirigencia y los gobiernos de la Concertación de no introducir modificaciones al modelo de desarrollo, tranquilizó al sector empresarial y generó mayores garantías para la inversión extranjera. Como ha explicado Boeninger, así entró a primar un “consenso básico” sobre la importancia del libre mercado, que permitió descartar cualquier fórmula o propuesta alternativa y se tradujo en un requisito indispensable para la gobernabilidad (Boeninger, 1998: 69ss.). La aceptación original se mantuvo más allá de superados los temores iniciales sobre el funcionamiento y la consolidación de la nueva institucionalidad democrática. De hecho, los gobiernos de la década siguiente se limitaron, preferentemente, a promover iniciativas de inclusión y de protección social, sin que eso significara reformas o modificaciones al modelo de desarrollo, debiendo la Concertación asumir las críticas y las tensiones que se produjeron en su interior (Siavelis, 2014: 37).

En cuanto al comportamiento de los partidos y la política de coalición, durante los años noventa la mayoría de los disensos que se produjeron entre la Concertación y el bloque de derecha se reconocían principalmente en todos aquellos temas relacionados con derechos humanos y la modificación del marco institucional definido por la Constitución de 1980, entre ellos la institución de los “senadores designados”, el Consejo de Seguridad Nacional y el rol que la normativa vigente le asignaba a las Fuerzas Armadas (Fuentes, 1999: 199). También existían algunos disensos en materia de relaciones laborales y en torno a los temas valóricos. Estos últimos no solo distanciaban —en términos ideológicos y programáticos— a la Concertación de los partidos de la derecha, sino que generaban discrepancias entre los partidos que integraban la coalición de centro-izquierda. Al revisar los temas económico-sociales discutidos desde 1990 hasta mediados de la siguiente década, se observa que, en general, los mayores disensos y distanciamiento programático entre las dos más importantes coaliciones se originaron en el marco de debates sobre reforma laboral, aumento de impuestos, legislación de Isapres y de protección al consumidor (Hagopian, 2005: 142-144). Por el contrario existió un claro acercamiento en temas relacionados con política agraria —que en la fase previa a 1973 distanciaban de manera clara a los partidos de izquierda y derecha—, inversión extranjera y la situación de las regiones.

El hecho de que existiera coincidencia en los temas más sustantivos de la política económica y la seguridad social originó un cuestionamiento de parte de los sectores más críticos de la Concertación, generando, a su vez, efectos nocivos para la competencia política. Un especialista en el fenómeno de la competencia como Bartolini (1999, 2000) ha indicado que es indispensable para los partidos reafirmar su identidad mediante un adecuado distanciamiento ideológico y programático. La inexistencia de un distanciamiento o de una línea demarcatoria clara entre partidos o entre coaliciones es una señal clara de débil competencia. La competencia se dinamiza en función de la oferta programática, e incluso, como ha constatado Pribble (2013) en aquellos países con sistemas de partidos arraigados socialmente, posibilita la promoción de políticas de corte universal o que, simplemente, se orienten en función del interés general.

Llama la atención que la falta de propuesta no es un problema que solo aqueje en la actualidad a los partidos de centro-izquierda y de izquierda. De hecho, desde que se da inicio al gobierno de Piñera (2010-2014) comienzan a aparecer opiniones sobre la falta de renovación programática “del sector”. Por los contenidos de su programa, se instala la idea de que el gobierno de Piñera viene a ser una suerte de continuación de los gobiernos de la Concertación, así como a esta última no se le reconocen diferencias con los partidos de derecha. Dentro de la derecha, en particular por parte de integrantes o cercanos a la Unión Demócrata Independiente (UDI), se difunde la idea de defender las “ideas propias” y no ceder a la presión reformista que surgen desde los movimientos sociales y de personeros de las dos principales coaliciones. En el transcurso del año 2011, el ex ministro Hernán Büchi se transformó en uno de los primeros impulsores de esa iniciativa. Luego fueron figuras como Laurence Golborne o el propio Jovino Novoa quienes apelaron a la necesidad de defender el modelo y las ideas propias de la derecha. A juicio de Novoa, pasaba a ser primordial reafirmar las ideas de su “sector” “en un momento en que (ellas) están sufriendo fuertes embates, tanto por la radicalización de la izquierda como por la debilidad de la propia Alianza” (Novoa, 2012: 25). Al mismo tiempo, agregaba Novoa, “contrarrestar el efecto dañino que generan los ataques a la economía social de mercado y a las instituciones políticas que sustentan nuestra democracia, y la embestida contra los valores de la libertad y la responsabilidad individual que realizan los partidarios de un Estado benefactor” (Ibíd.). Una publicación del Instituto Libertad y Desarrollo aparecida en la misma época, escrita por Urbina y Ortúzar, fue más allá de la mera defensa del legado del régimen autoritario. En efecto, plantearon rescatar aquellos principios que sintonizan con “preocupaciones reales”. Adicionalmente, en lugar de actuar en base a la mera “convicción”, Urbina y Novoa sostuvieron la necesidad de establecer principios claros, que partieran rescatando la tradición intelectual de la derecha y que, en términos más concretos, se inspiren en una concepción ya conocida sobre el Estado, la familia, la autoridad, la responsabilidad, además del respeto de los derechos humanos, un mayor compromiso con la democracia y la preocupación por la pobreza (Urbina y Ortúzar, 2012: 35-36).

Así, en diferentes sectores del espectro político nacional, se va imponiendo el desafío de avanzar en propuestas programáticas capaces de adaptarse a las actuales circunstancias, a los cambios que ha ido experimentando la sociedad y a las nuevas demandas formuladas por la ciudadanía. La renovación de las ideas y de las propuestas programáticas podría, por un lado, suplir la falta de alternativas. O bien, en generar la oportunidad para precisar ideas de cambio institucional. En otros casos, podría significar la posibilidad de evitar que esos cambios adopten tal o cual dirección.

La “coyuntura crítica” 2011-2012 y el problema de la representación

Los acontecimientos que se desencadenaron durante el 2011 y parte importante del siguiente año, constituyeron un importante momento de inflexión en la trayectoria del sistema político chileno. Las diferentes manifestaciones que estallaron desde enero de 2011, algunas de las cuales se proyectaron hacia el siguiente, alteraron el modo en que la ciudadanía se había relacionado con el sistema político desde 1990. Si se toma en cuenta la conflictividad social, se puede sostener que en el lapso de los veinte años anteriores al 2011, dicho fenómeno fue más bien bajo, o al menos no tuvo efectos desestabilizadores para el sistema político. Lo fue sobre todo en la primera mitad de los años noventa, con excepción de las protestas y movilizaciones de los trabajadores del sector público, de la salud municipalizada y de los profesores.

La estabilidad y la “paz social” predominante en los años en que se puso en práctica la nueva institucionalidad democrática, comenzaron a variar en la segunda mitad de la década de los noventa. En efecto, en esos años se desencadenaron nuevas situaciones de conflictividad, derivadas de la privatización de la actividad portuaria y de la reconversión de la minería del carbón, en la zona de Lota y Coronel. Junto a ello, se registraron una serie de protestas estudiantiles, mayor efervescencia de la actividad gremial y la irrupción de las organizaciones medioambientales (De la Maza, 1999: 395ss.). Las elecciones presidenciales que tuvieron lugar a fines de 1999, por primera vez, se efectuaron “en un clima de creciente desconfianza en los partidos y los políticos e incluso de desilusión con el sistema político en general” (Angell, 2005: 71). El clima descrito por Angell se remontaba, en lo inmediato, a las manifestaciones de hostilidad y desafección hacia el sistema político registradas en las elecciones de dos años antes, en 1997, ocurridas en un contexto mucho más favorable que el de 1999, en términos de estabilidad política y de crecimiento económico.

Pese al aumento de la conflictividad, registrada hacia fines de los noventa, ninguna de las manifestaciones y acciones de protesta, así como tampoco presiones sectoriales en particular, comprometieron la estabilidad de la democracia y del sistema político en general. Algunas de esas manifestaciones se mantuvieron durante el gobierno de Ricardo Lagos (2000-2006), agregándose además jornadas de paralizaciones de los empresarios del transporte, registradas al inicio de su mandato, y protestas focalizadas en algunos territorios por parte de medianos y pequeños productores agrícolas. En la mayoría de los casos, los episodios de acción colectiva terminaron reafirmando la autoridad presidencial. En cambio, la tónica de la mayor parte de las movilizaciones y jornadas de protesta que se generaron desde principios de los años noventa, hasta los comienzos del primer gobierno de Michelle Bachelet, fueron de carácter notoriamente sectorial. La irrupción del movimiento de estudiantes secundarios en los primeros meses del 2006, y luego la crisis del nuevo sistema de transporte, resultaron ser la antesala de conflictos de carácter transversal y, como en el caso del problema educacional, en función de una demanda de corte más universal (Garretón, 2007: 115ss.; Mardones, 2007: 80). En el caso particular del movimiento de estudiantes secundarios, se trató de una experiencia de movilización que logró convocar a otros actores y tuvo un impacto directo en las decisiones del gobierno. Adicionalmente, se acompañó de una crítica a la idea de educación en tanto “bien de mercado”.

Hacia el 2011, el escenario había experimentado ciertas variaciones en relación a las dos décadas precedentes. Por un lado, comenzaba el segundo año de un gobierno cuya coalición de derecha había logrado generar la alternancia tras cuatro administraciones sucesivas de la Concertación. Por otro, episodios puntuales ocurridos durante el 2010 retardaron la crítica, sobre todo por parte de la opinión pública, al modo de conducción del nuevo gobierno y al tipo de políticas implementadas (Varas, 2013: 73). Las medidas adoptadas al inicio del siguiente año en relación al consumo del gas en la región de Magallanes, la ejecución del proyecto Hidroaysén, errores en la entrega de becas y pases escolares, entre otras, se transformaron en el detonante de una serie de conflictos y de manifestaciones notoriamente convocantes a lo largo de todo el país, las que incluyeron la participación de diferentes actores. Habitantes de ciertas regiones, así como de algunos barrios, activistas y organizaciones ambientalistas, estudiantes universitarios, secundarios, docentes y agrupaciones culturales, irrumpieron en diversas ocasiones mediante el desarrollo de la acción colectiva, la protesta social y/o la ocupación del espacio público. Durante el 2011, solo en la Región Metropolitana se efectuaron 240 marchas, superando con creces las 134 realizadas en el 2010 (Segovia y Gamboa, 2012: 67). A nivel nacional, 6.000 fueron las manifestaciones con más de dos millones de participantes. Por cierto, el carácter explosivo y altamente convocante de algunas de las manifestaciones de protesta reflejaron un estado de descontento social, en importantes sectores de la población. El tema de la educación terminó copando la agenda de discusión pública, al punto de proyectar el debate hacia los años posteriores, llegando a ser asumido como parte del programa del sucesivo gobierno de Michelle Bachelet.

A medida que se desencadenaban los conflictos se fue advirtiendo la ausencia de una institucionalidad adecuada que posibilitara su resolución. Los representantes de los partidos de ambas coaliciones así como el Congreso Nacional dejaron de ser vistos como interlocutores válidos, por parte de quienes en ese entonces se manifestaban directamente. También fueron desestimadas —y puestas en tela de juicio— cada una de las comisiones creadas por el propio gobierno. Al estudiar los movimientos de protesta en América Latina, Arce (2010: 11) ha señalado que el debilitamiento y la fragmentación de los partidos generan las condiciones propicias para la irrupción de movimientos sociales, los cuales actúan a través de formas asociativas y modos de vinculación mucho más informales. En la coyuntura de 2011, al igual que anteriores situaciones de irregularidad que se produjeron durante los primeros meses del gobierno de Sebastián Piñera, los partidos de la Concertación no fueron capaces de asumir de manera efectiva su rol de oposición. Tampoco lograron canalizar el descontento social ni las nuevas demandas manifestadas por la ciudadanía.

La literatura más especializada acerca de la oposición ha reconocido una serie de factores que inciden en la efectividad y en el éxito de las iniciativas que ella adopta. Entre los factores más relevantes se hace hincapié en la capacidad para establecer un distanciamiento con el gobierno, mediante propuestas programáticas (García Diez y Martínez Barahona, 2002; López, 2005; Morgenstern, et al., 2008). En la misma dirección, también se destaca el significado que reviste la cohesión interna, especialmente, en su desempeño en el Congreso Nacional. En opinión de Varas, la falta de un liderazgo claro en los partidos de la Concertación, “hizo más evidente las profundas diferencias de línea estratégica”, por ende ella “no logró adoptar una consistente postura unitaria frente a las iniciativas gubernamentales” (Varas, 2013: 156). Por otro lado, la oposición, al igual que cualquier partido institucionalizado, requiere de un importante nivel de arraigo social y reconocimiento por parte de la población. En Chile, por el contrario, se fue produciendo una creciente desvinculación entre los partidos y el movimiento social, pero antes de eso un marcado desarraigo respecto a la población, evidenciado en la caída en términos de valoración e identificación (Morales, 2010; Huneeus, 2014). Durante el 2011 los partidos de la Concertación registraron los niveles más bajos, de los que había alcanzado previamente (Gráfico 1), en su evaluación e identificación por parte de la opinión pública.

La caída de la identificación partidaria y el desarraigo experimentado por los partidos posee raíces profundas. Como queda reflejado en el Gráfico 1, elaborado a base de las Encuestas de Opinión Pública del Centro de Estudios Públicos (CEP), la caída de la identificación partidaria, analizada en función de los principales bloques, se viene manifestando desde mediados de los años noventa. Un leve repunte se produjo el año 2005, coincidiendo con episodios tales como la reforma constitucional y la finalización del gobierno de Ricardo Lagos.

Gráfico 1

Identificación con bloques partidarios, 1990-2015

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos de la Encuesta de Opinión Pública del CEP.

Otro repunte más reciente se produjo en julio de 2014, coincidiendo esta vez con el inicio del segundo gobierno de Michelle Bachelet y el inicio de la implementación de las reformas anunciadas en su programa de gobierno, incluyendo la educacional. En paralelo al debilitamiento de la identificación partidaria se fue produciendo una drástica caída de la participación y de la concurrencia electoral. Como se observa en el Gráfico 2, mientras en el período comprendido entre 1945-1973 se produjo un crecimiento gradual de la participación, desde 1989, en cambio, la tendencia se expresa en un sentido completamente inverso. Es notorio el hecho que el salto más importante en términos de participación e inscripción se produjo luego de las reformas electorales aprobadas entre 1958 y 19624. En el período 1989-2013, se produce nuevamente un fenómeno en sentido inverso: una drástica caída en la participación electoral, en las últimas elecciones, luego de que se pusiera en práctica la inscripción automática y el voto voluntario.

Gráfico 2

Participación electoral en Chile, 1945-2013

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos recogidos en el Institute for Democracy and Electoral Assistance (IDEA) (http://www.idea.int/).

La caída de la identificación partidaria, junto al drástico descenso de la participación electoral, en el período que se inaugura desde 1989, tienen un efecto directo en la competencia partidaria. Los principales estudiosos de la competencia política así lo demuestran. Al respecto, Bartolini (1999, 2000) ha señalado que junto con los incentivos del sistema es fundamental, para una competencia efectiva, una disposición positiva a participar por parte de los electores. La identificación, además, contribuye a una mayor estabilidad electoral, debido a que los partidos cuentan con un mayor nivel de arraigo en la población. Para el caso chileno, algunas de las explicaciones más recurrentes para dar cuenta de la caída de la identificación han sido a través de la caracterización del tipo de vínculos que establecen, hoy en día, los partidos con la sociedad. Si en la fase preautoritaria los partidos se vinculaban socialmente a través de aspectos programáticos y relaciones de tipo clientelar, en la actualidad los partidos han dejado de lado lo primero y enfatizado en lo segundo (Luna, 2014). De ser así, la identificación y adhesión a ciertos partidos se debilitaría aún más si estos dejan de disponer de recursos públicos o de controlar el gobierno, nacional y/o local.

La identificación partidaria suele ser el resultado de un proceso de socialización política, que opera en un sentido inverso tratándose de un contexto completamente adverso a la política y a la actividad partidaria. Como es sabido, desde antes de la transición se fue difundiendo un discurso antipartido que logró una enorme cobertura mediática desde antes de iniciado el proceso de transición (Huneeus, 2000; Atria, et al., 2013: 72). En los años noventa, el discurso antipartido se expresó a través de liderazgos de tipo personalista, como el de Francisco Javier Errázuriz y luego con la emergencia de la figura de Lavín, que exaltó la importancia del trabajo directo con la comunidad y un tipo de gestión centrada en “los problemas de la gente”, completamente despolitizada (Garretón, 2000; Joignant y Navia, 2003; Moulian, 2004). El discurso antipartido cobró fuerza nuevamente durante la primera administración de Bachelet y, posteriormente, durante la campaña electoral del 2009 y luego de iniciado el gobierno de Piñera. Al organizar su gobierno, el criterio utilizado por Piñera para la designación de los cargos fue privilegiar la trayectoria en el ámbito empresarial y privado por sobre cualquier carrera política previa (Varas, 2013: 58ss.). Asimismo, insistió en un nuevo estilo de gestión, centrado en la eficiencia empresarial —“la nueva forma de gobernar”—, que venía a desplazar aquel estilo aplicado por los partidos tradicionales y los gobiernos de la Concertación (Tironi, 2010: 231-233; Segovia y Gamboa, 2012: 66). En paralelo, el movimiento estudiantil del 2011 asumió un discurso antipartido expresado en un estilo de deliberación centrado en el asambleísmo y en la crítica a la democracia representativa, que contribuyó a acrecentar la situación de desconfianza y el distanciamiento con los partidos, en particular aquellos que integraban la mencionada coalición de centro-izquierda.

En el debilitamiento de la identificación, igualmente importante llegó a ser el distanciamiento inicialmente inducido desde los propios partidos. En efecto, el distanciamiento y la desvinculación entre los partidos de centro-izquierda con las organizaciones de la sociedad civil se comenzaron a registrar tras el inicio del gobierno de Aylwin (1990-1994). Se consideraba que la desmovilización y la supeditación de las demandas sociales a la política de consenso, era un requisito indispensable para asegurar la gobernabilidad de la nueva democracia (Boeninger, 1997: 367ss.; Fuentes, 1999: 198ss.). Los partidos, que formaban parte del oficialismo, desmovilizaron y, a diferencia de lo que había ocurrido hasta fines de los años ochenta, tomaron distancia con las organizaciones sociales. De acuerdo a de la Maza, el panorama de la acción colectiva popular y urbana de fines de los noventa reflejaba “lo limitado de sus objetivos, convocatoria y ámbito de acción”, junto a “una creciente desvinculación entre las expresiones organizadas a nivel local y las dirigencias políticas y sus proyectos” (De la Maza, 1999: 393). A nivel de las federaciones estudiantiles, en el transcurso de la década siguiente, las juventudes de los partidos de la Concertación fueron quedando desplazadas por agrupaciones de izquierda no vinculadas a esa coalición (Muñoz, 2011).

Las limitaciones institucionales a nivel de la representación política, junto a la ausencia de una oposición efectiva, instalaron rápidamente la necesidad de avanzar hacia una modificación sustantiva de la democracia chilena. No bastaba con apelar a las nuevas condiciones que se configuraron con las reformas constitucionales del 2005 (Fuentes, 2012; Garretón, 2015). Por el contrario, ahora se apuntaba a nueva Constitución, sin que se tuviera claridad respecto del procedimiento más adecuado para la consecución de tal objetivo. Algunos parlamentarios de oposición llegaron a plantear la posibilidad del referéndum como fórmula para solucionar el conflicto educacional (Cf. Avendaño, 2013). En forma paralela, las iniciativas emprendidas por otros dirigentes sociales, por representantes del mundo académico así como por determinados dirigentes de la oposición, permitieron ir ligando la idea de la realización de una asamblea constituyente con la elaboración de una nueva constitución. Fue así como tanto el tema de una profunda reforma al sistema educacional y la propuesta de una nueva constitución se transformaron en la carta de presentación de quienes intentaron representar el malestar y el descontento ciudadano, siendo incorporadas como parte de las propuestas programáticas que, en especial la abanderada de la Nueva Mayoría, Michelle Bachelet, diera a conocer con miras a las elecciones presidenciales de 2013.

Sobre las raíces del malestar

En los años inmediatamente posteriores a la “coyuntura crítica” del 2011 se advierte que el malestar con el sistema político coincide con una serie de cuestionamientos a los aspectos sustantivos del modelo de desarrollo (Atria, et al., 2013). Como lo vienen demostrando quienes han analizado los alcances económico-sociales de la Constitución de 1980, la institucionalidad diseñada a su alero no solo ha generado situaciones deficitarias, o restrictivas para una mayor democratización. También ha limitado la posibilidad de avanzar hacia cambios sustantivos en términos laborales, de seguridad social, de acceso igualitario a la educación y en relación a la definición del modelo de desarrollo (Cristi y Ruiz-Tagle, 2006: 235ss.; Cristi, 2014: 73ss.). De ahí que la crítica al sistema político pueda redundar en un cuestionamiento al modo de funcionamiento de la economía de mercado. En un sentido inverso: el malestar que provoca en algunos sectores de la población el modo de funcionamiento del mercado, deviene en crítica y cuestionamiento a las funciones asumidas por el sistema político.

Esta situación tampoco es nueva en Chile. En especial si se considera la información registrada por el Informe sobre Desarrollo Humano de 1998, del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, que se subtituló: “Las paradojas de la modernización” (PNUD, 1998). Los datos y la información utilizada en ese informe coincidieron con un contexto favorable desde el punto de vista económico, y todavía favorable en términos políticos —si se compara con lo que sucedió en años posteriores—. En ese entonces, la economía mantenía importantes tasas de crecimiento y la democracia chilena mostraba claros síntomas de estabilidad. Dicho informe daba a conocer una sensación de incertidumbre y de temor, en buena parte de la población, a pesar del aumento de las oportunidades que ofrecía el proceso de modernización. Desde el punto de vista político, aparecían síntomas de desafección a pesar de la estabilidad y el carácter “ejemplar” del proceso de transición —sin aludir al déficit de la democracia chilena—. Para los redactores de ese informe, la “paradoja” era consecuencia de un problema de “coordinación” entre los distintos subsistemas de la sociedad. La acelerada modernización que venía experimentando la sociedad chilena había generado desacoples y desajustes institucionales, que se manifestaban en una creciente inseguridad, aumento de la desconfianza, “temor al otro” y mayor incertidumbre con respecto al futuro.

Como en otras experiencias de modernización y de cambio acelerado, lo que había sucedido en Chile en los años ochenta y en particular en los noventa implicó una serie de modificaciones de las instituciones y los vínculos más tradicionales. Se vio alterada la estructura familiar, la relación de pareja y los jóvenes experimentaron la llamada “pérdida de estatus” debido a la modificación de sus roles en la estructura social. El resultado, sostuvo posteriormente Lechner, fue “una visión individualista del mundo, de sus oportunidades y sus riesgos” (Lechner, 2002: 49). Es cierto que los procesos de modernización provocan desajustes. Pero también es cierto que en determinados momentos la sociedad ha sabido generar mecanismos para reducir la incertidumbre que los desacoples o desajustes institucionales provocan. Para revertir el fenómeno de la “cuestión social”, en Europa fue creado el seguro social y se asumió que los riesgos no podían ser enfrentados de manera individual, sino de manera colectiva (Castel, 1997). En Chile, asumir el tema de la “cuestión social” significó modificar las instituciones y la relación Estado y sociedad; e implicó desplegar reformas sociales y políticas públicas que intentaron, al menos, tener un sentido universalista (Morris, 1967; Arellano, 1985). Por ende, lo que caracteriza a la crisis de representación es “la incapacidad del sistema político de procesar las demandas populares y, correlativamente la indiferencia del pueblo ante las instituciones políticas” (Atria, et al., 2013: 87).

En 1998 la “clase política”, o al menos una parte de ella, no fue indiferente al malestar ciudadano y al déficit que mantenía la institucionalidad democrática. Mientras transcurría el segundo gobierno de la Concertación, de Eduardo Frei Ruiz-Tagle (1994-2000), se desencadenó un debate entre los personeros de esa coalición debido a los resultados obtenidos en las elecciones parlamentarias de 1997. Estas elecciones significaron el primer punto de inflexión para la entonces coalición de gobierno. En ellas, la Concertación perdió alrededor del 5% de adhesión ciudadana, los votos nulos y blancos alcanzaron casi el 18% y los partidos de derecha por primera vez lograron un respaldo electoral en torno al 40%. Como consecuencia de este hecho, se produjo en la Concertación un debate acerca de la necesidad de un cambio de estrategia y de redefinición de sus objetivos programáticos, pues la pérdida de apoyo se desarrolló en un contexto de, todavía, crecimiento económico. Surgió así una postura crítica dentro de la coalición por el excesivo gradualismo y las dificultades que existían para impulsar cambios más sustantivos al sistema político y al modelo de desarrollo.

De la reflexión y el debate surgieron dos tendencias transversales al interior de la coalición oficialista: los “flagelantes” y los “autocomplacientes”. Sin embargo, como recuerda Huneeus (2014: 460), el gobierno de la época se desentendió del debate y del cuestionamiento, mostrándolo como algo que ocurría dentro de los partidos pero con independencia respecto del gobierno. Prueba de eso fue que a pesar del debate en ningún momento se plantearon alteraciones o modificaciones a las políticas implementadas por el gobierno de la época, presidido por Eduardo Frei Ruiz-Tagle. La postura más crítica, representada por los “flagelantes”, no tuvo un correlato directo en la ciudadanía, sino más bien intentó interpretar su malestar. Los “flagelantes” cuestionaban la orientación de la política económica, ya que para ellos se trataba de una política económica que ponía el acento únicamente en el crecimiento y en el fortalecimiento del sector empresarial. Esta crítica la expresaron en un documento titulado La gente tiene razón. Reflexiones sobre las responsabilidades de la Concertación en tiempos presentes (1998a). En el mismo documento, los “flagelantes” cuestionaron la desmovilización generada como consecuencia del pacto de la transición. En sus inicios, los partidos de la Concertación también apostaron por la movilización, o al menos por la combinación entre negociación, presión y movilización en contra del régimen autoritario. Se comprendía que una parte del proceso de transición implicaba realizar concesiones, aceptar la institucionalidad política y mantener los aspectos sustantivos del modelo. Pero transcurridos ocho años del inicio del primer gobierno que sucedía al régimen autoritario, ya era tiempo de introducir cambios más sustantivos.

Llama la atención que en dicho documento se incluyera una reflexión sobre la modernidad y un planteamiento sobre el tipo de modernidad que debería ser impulsada en la sociedad chilena. Se decía que la modernización vigente se centraba en el crecimiento, el desarrollo tecnológico, así como en el fomento de una educación acorde con estos propósitos, siguiendo las pautas del neoliberalismo. Precisamente, era ese el tipo de modernización que generaba malestar y tensión en la sociedad. El documento también hacía referencia al “malestar en la cultura”. Frente a ello, se apostaba por una modernidad que se hiciera cargo del problema ecológico, la falta de sociabilidad y el deterioro de los vínculos, junto a una mayor democratización de la sociedad, pensada ya no solo en términos institucionales.

Por su parte, el sector “autocomplaciente” hizo un diagnóstico igualmente crítico, en donde proponía renovar el proyecto de la Concertación, con la finalidad de profundizar todo lo alcanzado hasta ese momento. Para quienes formaban parte de este sector, la Concertación debía partir por hacerse cargo de las transformaciones que ella misma había conducido. El documento titulado Renovar la Concertación. La fuerza de nuestras ideas (1998b), hizo un balance positivo de la transformación política, destacando la estabilidad y el control interno alcanzado: convivencia entre civiles y militares, bajo nivel de conflictividad, control interno y ausencia del terrorismo. Destacaba, sobre todo, el nivel de crecimiento alcanzado durante los años noventa, el que iba aparejado con un aumento de las oportunidades en el ámbito de la educación. Se estimaba en esa época que la inversión en educación había alcanzado el 28%. Asimismo, destacaba la inversión en infraestructura, en las ciudades y en al campo, mayor acceso a la vivienda y un aumento de la inversión social, en torno al 70%. Esto último habría permitido, entre otras cosas, que el quintil más pobre de la población incrementara su participación en el ingreso. Los logros, sobre todo en materia de desarrollo social, se resumían en la siguiente frase: “Chile, en definitiva, está progresando, no está estancado. La pobreza es menor, y las desigualdades, tan refractarias al cambio en todos los países, han empezado a reducirse. Se están transformando, simultáneamente, las bases de nuestra educación, del sistema judicial y la infraestructura física y de comunicaciones” (1998b: 3). No obstante, el sector “autocomplaciente” reconocía que el desarrollo había sido insuficiente, considerando que aún existían sectores postergados, o que no se lograban beneficiar de los avances y las oportunidades brindadas por el proceso de modernización. Entre las situaciones deficitarias se destacaba la discriminación y la desprotección, en el marco de un contexto cada vez más incierto. A juicio de los redactores del documento Renovar la Concertación, todos estos síntomas son propios de una sociedad en proceso de desarrollo.

De parte de la ciudadanía, propiamente tal, la crítica al desempeño de las instituciones democráticas aparece desde muy temprano. De manera sistemática, diferentes estudios de opinión pública mostraron una baja valoración de instituciones como los partidos y el Congreso Nacional. Así, por ejemplo, el informe de la Corporación Participa, titulado Los chilenos y la democracia (4 Vols., 1991-1994), muestra cómo entre el primer y el segundo gobierno posteriores al régimen autoritario se va produciendo un descenso en el nivel de satisfacción con la democracia. Mientras en 1991, el 55,9% de los chilenos se manifestada conforme con la democracia, y el 31,7% desconforme, en 1994 ocurría con el 45,5% y el 43,7% respectivamente (Garretón, et al., 1994: 21). Asimismo, el 69,9% consideraba que la democracia era débil, en comparación con el 24,1 que la calificaba de sólida (Ibíd.: 87). El dato resulta sorprendente si se añade que, de acuerdo al mismo estudio, en 1994 el 27,1% consideraba que el principal objetivo de la democracia era eliminar la extrema pobreza, seguido de un 16,6 que planteaba debía mejorar las condiciones de vida, otro 16,2% que debía asegurar oportunidades para todos, y muy por debajo, con un 8,8% aparecía como opinión permitir participar de la vida nacional (Ibíd.: 23). En cuanto al desempeño de las instituciones, otra serie de encuestas realizadas posteriormente por Desuc-Copesa mostraron que, entre 1994 y 1997, la evaluación del Congreso Nacional y de los partidos estaba muy por debajo de los medios de comunicación (65%), la Iglesia católica (58,7%), las Fuerzas Armadas (53%). De acuerdo a los datos proporcionados por esa fuente, la evaluación positiva del Congreso Nacional había descendido del 21% en 1995 a 14% en 1997, mientras que los partidos, en el transcurso de esos años, habían descendido de un 12% a un 8%.

Otro fenómeno que reviste particular importancia para entender la disposición a la participación e incluso la confianza en las instituciones, dice relación con la confianza interpersonal. Según datos del Barómetro aplicado por Centro de Estudios de la Realidad Contemporénea (CERC), en 1988 solo un 18% de la población encuestada en ese entonces manifestaba confianza interpersonal. Si se siguen las reflexiones de autores como Lechner (2002), esa baja confianza obedece, claro está, a razones de contexto. La cultura de miedo termina siendo de temor “hacia el otro”. De acuerdo a Huneeus, ese tipo de opiniones no experimentó variaciones significativas posteriormente, a pesar de los avances económicos y las reformas políticas que se fueron impulsando. Como ha escrito Huneeus: “Un 22% reconoció tener confianza en la medición de junio de 1990, con resultados posteriores que fluctuaron entre un 8% en 2008 y un 9% en 2011” (Huneeus, 2014: 431). El mismo Huneeus agrega que la baja confianza registrada en Chile sobresale respecto del resto de los países de la región. Tomando los datos de Latinobarómetro de 2013, constata que un 12% de chilenos afirmó confiar en los demás. Chile se ubicó en el cuarto lugar de los países con menos confianza en América Latina, cuya media regional alcanzó el 16% (Cf. Ibíd.: 431).

La confianza, como es sabido, es una precondición para el desarrollo de la acción colectiva y de un compromiso cívico más activo. Al igual que otras dimensiones y prácticas democráticas, la confianza interpersonal se distribuye de manera socialmente diferenciada. Así, mientras los sectores altos —que cuentan con mayores ingresos y nivel educacional— poseen mayor confianza y por ende mayor capital social, en los segmentos socioeconómicos más bajos ocurre todo lo contrario (Cf. Lechner, 2002: 101). La baja confianza en las instituciones y, sobre todo, la baja confianza interpersonal, no solamente tienen consecuencias políticas al socavar y comprometer parte importante de su legitimidad, sino que además condicionan las posibilidades de un mayor desarrollo. Como lo demuestra el clásico estudio de Putnam sobre las regiones del norte italianas, los contextos territoriales que cuentan con una población que manifiesta mayor confianza hacia las instituciones y hacia las personas, tienden a ser más prósperos. Por el contrario, menor desarrollo existe en aquellos territorios en los cuales prima la desconfianza y la precariedad institucional.

El problema constitucional: entre mecanismo y resultado

En los últimos años se ha impulsado una serie de reformas destinadas a mejorar la representación y la situación de los partidos. Dentro de las reformas más importantes destacan la aprobación de la Ley 20.840 que reemplaza al sistema electoral binominal con miras a una mayor representatividad del Congreso Nacional. La reforma incluye aumentar de 120 a 155 el número de diputados, y de 38 a 50 el número de senadores. La segunda reforma importante, mediante la aprobación de la Ley 20.568 se dirige a los partidos políticos. La mencionada reforma busca modificar aspectos de la estructura interna de los partidos, como las elecciones internas, el rol de los militantes y la función que dichas organizaciones tienen en la sociedad. Finalmente destaca el proyecto aprobado sobre financiamiento de la política. No obstante estas tres importantes reformas, parte importante de la discusión por parte de los sectores más críticos de la Nueva Mayoría ha girado en torno al cambio constitucional.


Tabla 2

Reformas políticas 2015-2016

Ley

Fecha aprobación

 Contenido principal

20. 840

Reforma electoral

27-04-2015

Sustituye sistema binominal

Establece proporcional inclusivo

20. 568

Reforma de los partidos

28-01-2016

Promueve la participación interna

Establece

normas de transparencia

Fomenta las elecciones internas

Financiamiento de la política

28-01-2016

Establece máximo por persona natural

Prohíbe aporte de personas jurídicas

Aportes públicos y reservados

Pérdida de escaño por infracciones graves

Fuente: https://www.leychile.cl/Consulta/.

Como en otras ocasiones, el cambio constitucional ha llegado a ser uno de los temas más controversiales de la discusión reciente. A diferencia de otras ocasiones, existe un conjunto más amplio de actores que participan de la discusión y elaboración de propuestas. Así, el tema constitucional ha dejado de ser algo que solo atañe a la clase política y a grupos de juristas, llegando a ser asumido por dirigentes sociales, vecinales y por un segmento acotado de una ciudadanía más activa y comprometida. La demanda por un cambio perentorio de la Constitución de 1980, vigente en la actualidad, y la Asamblea Constituyente como mecanismo para alcanzar ese propósito, surge en el momento de mayor efervescencia social.

Dada la debilidad expresada por la oposición política del momento, y la crisis de representación que evidenciaron las movilizaciones del 2011, se fue asumiendo la necesidad de transformar los elementos fundantes de la institucionalidad política. En particular, la Constitución de 1980 reformada en varias ocasiones, partiendo por las 54 reformas introducidas y plebiscitadas en 1989, y aquellas efectuadas el año 2005. Las de 1989 estuvieron referidas a los derechos políticos, a poner fin al exilio, la eliminación del artículo 8°, pero se mantuvo el quórum de los 4/5 para reformas constitucionales y 4/7 para las leyes orgánicas constitucionales, tales como las de educación, administración pública, etc. Las del 2005 permitieron la eliminación de importantes “enclaves autoritarios”, partiendo por redefinir el carácter del Cosena. A partir del 2011, el debate constitucional se expresa, en primer término, en torno al producto, es decir, hacia una nueva Constitución. Al mismo tiempo, el debate gira en torno al procedimiento, en particular el de la Asamblea Constituyente, u otra fórmula igual o más participativa.

Pero existe otra parte del debate que aparece en todas las dimensiones del proceso constituyente: el problema de la legitimidad. Tanto para la organización de una Asamblea Constituyente, un plebiscito vinculante u otra fórmula que ponga el acento en la representación más que en la participación, se debe partir decidiendo si se lleva a cabo en base a las normas vigentes o se establece una nueva normativa. Cualquiera sea la decisión es inevitable enfrentar el problema de la legitimidad. Por un lado, está el descrédtito de quienes rechazan de plano la vigencia de la Constitución de 1980, por un problema de “legitimidad de origen”. Por otro, el desconocimiento de la legitimidad de la nueva normativa por parte de quienes defienden la vigencia de la Constitución de 1980. La Constitución de 1980 tiene un problema de origen, fue aprobada a través de un plebiscito fraudulento, lo que la hace ilegítima para varios sectores de la sociedad chilena. Sin embargo, la Constitución ha sido validada, reafirmada y reformada en diversas ocasiones, estando vigente por más de tres décadas. A raíz de este dilema, Atria (2012) apoda de “tramposa” a dicha Constitución.

Ahora bien, el problema de la “legitimidad de origen” no lo tiene solo la Constitución de 1980. También ha estado presente en constituciones anteriores en Chile, o en otras experiencias internacionales. La Constitución de 1925, escribe Atria (2012), también lo tenía, y terminó siendo ampliamente aceptada por la mayor parte del espectro político, si pensamos en los años sesenta y principios de los setenta5. La Constitución de 1925 fue, en lo sustantivo, heredera de la Consti­tución de 1833, que también había sido impuesta. Aun así la Cons­titución de 1925 permitió que el sistema político se fuera ampliando y haciendo inclusivo a lo largo del tiempo (Faúndez, 2011). De la reforma a ciertos artículos, como ocurrió en los años sesenta con el Nº 10, que inicialmente garantizaba el derecho de propiedad, fue posible el cambio estructural y la transformación económico-social del país. La Constitución de 1980, por el contrario, ha impedido que se cumpla la voluntad soberana, pues niega el poder constituyente del pueblo.

El problema de la legitimidad, para otros autores, se resuelve mediante un mecanismo que asegure mayor participación. Conlleva un enorme riesgo insistir en abordar reformas o formular una nueva Constitución sobre la base del protagonismo de los actuales representantes en el Congreso Nacional. El descrédito que sufre la “clase política” le restaría legitimidad a cualquier reforma o nueva carta constitucional definida desde el Congreso Nacional. De ahí que autores como Fuentes deduzcan que el verdadero dilema pasa a ser entre “participación ciudadana directa o bien representación” (Fuentes, 2012: 226). Tal dilema tenderá a estar presente cada vez que sea necesario resolver discusiones sobre cambio institucional, o sobre aspectos más sustantivos relacionados directamente con las bases del actual modelo de desarrollo. Por ende, no se podría pensar en un diseño similar al acuerdo que hizo posibles las reformas constitucionales de 2005. Atria (2012), por su parte, suele ser más cauto al afirmar que el problema de la legitimidad de origen va a estar presente independiente del cuál sea el mecanismo6.

Tratándose de la Constitución de 1980, su modificación o reemplazo implica introducir cambios importantes a las reglas del juego y, más específicamente, en la normativa que determina el carácter de la representación. A su vez, la Constitución de 1980 consagra el derecho de propiedad y el carácter subsidiario del Estado. No es posible avanzar en reformas sociales sin modificar aquellas normas que le otorgan al derecho de propiedad supremacía respecto a los derechos fundamentales. Como la describió el constitucionalista José Luis Cea: “…la Constitución (de 1980) como la conocemos es una garantía para el empresario y la inversión” (El Mercurio, junio 7 de 2015. D8). Para poder llevar a cabo la reforma agraria fue necesario modificar el artículo 10 de la Constitución de 1925, comenzando en 1963 bajo el gobierno de Jorge Alessandri (1958-1964) y culminando a inicios de 1967 con el de Eduardo Frei M. (1964-1970). Cualquier avance que se impulse en derechos sociales, pasa por modificar el carácter subsidiario que la Constitución de 1980 le otorga al Estado. El debate aún no ha sido claro respecto a los contenidos esenciales de la nueva Constitución, ni mucho menos respecto a cómo se definiría el derecho de propiedad.

Conclusiones

De acuerdo a lo que se ha descrito, en el transcurso de dos décadas se fue produciendo una importante mutación a nivel del sistema de representación, que afectó en gran medida a los partidos y la relación que estos tenían con la ciudadanía en general. Los partidos fueron perdiendo la capacidad de representar intereses generales, canalizar las demandas sociales estableciendo una comunicación más estrecha entre la sociedad y el sistema político en general. Dadas las características que tuvo el proceso de transición, los partidos perdieron la capacidad de vinculación y de movilización de ciertos sectores, anulando la capacidad para promover procesos de cambio, como había ocurrido en el pasado, y propuestas programáticas atractivas.

Los partidos han perdido en términos de legitimidad y de reconocimiento social. Prueba de ello ha sido la drástica caída de la identificación partidaria que se fue registrando desde mediados de los años noventa en adelante. El descrédito de los partidos, la antipolítica, unido al bajo nivel de competencia ha ido redundando en una creciente desafección y disminución de la concurrencia en los procesos electorales. La mutación producida en el transcurso de poco más de década y media ha significado aumento de las asociaciones y organizaciones partidarias, localismo, personalismo y precariedad institucional. Se ha ido generando, además, un nuevo escenario que podrá constituir un desafío para la sobrevivencia y proyección de los nuevos partidos y de los tradicionales.

Es evidente que al calor de las movilizaciones que tuvieron lugar entre el 2011 y el 2012, se agudizó el problema de desarraigo y de desvinculación entre los partidos y el movimiento social. En ningún caso esa coyuntura en particular puede ser interpretada como un momento que genera la crisis de los partidos. La crisis de los partidos se venía desarrollando desde mucho antes. Las movilizaciones pusieron en evidencia el distanciamiento entre los partidos y la sociedad, así como, en el caso de la Concertación, la incapacidad para generar propuestas alternativas o mostrar distancia, en términos programáticos, respecto de la coalición de derecha en el gobierno de Piñera.

En materia de reformas y de cambio institucional es evidente que los proyectos aprobados recientemente muy pocos podrán servir para enfrentar la situación de precariedad organizativa que presentan varios partidos, o la presencia de una militancia activa y comprometida. Por el contrario, el tema constitucional ha concitado mayor atención debido a que esas mismas reformas y limitaciones en la representación podrán ser asumidas a través de un cambio más general de las reglas del juego. De ser asumido de manera efectiva, el debate sobre una nueva constitución podrá ser una instancia propicia para reconstruir algunas de las organizaciones partidarias, enfrentar los problemas que aquejan a la representación política y promover la participación en instancias deliberativas.

Siguiendo la tipología de Mahoney y Thelen, entre los actores más relevantes se reconocen aquellos que se ubican en algunas organizaciones de izquierda y sectores más críticos de la Nueva Mayoría. Luego estarán quienes promueven la transformación gradual, asumiendo que es necesaria una nueva Constitución independiente del mecanismo. Por cierto, en amplios sectores de la derecha se aprecia una reacción y una actitud obstructivas frente a todo tipo de iniciativas que apunten a modificar la arquitectura institucional de la Constitución de 1980 y el modelo económico. Por último, también dentro de la izquierda y en sectores de la derecha se observan conductas que van desde lo destituyente a un abierto oportunismo.

Anexo 1

Partidos legalmente constituidos y con presencia nacional o regional, 2016

Partidos

Número de regiones presentes

Presencia

1

Renovación Nacional

15

Nacional

2

Partido Demócrata Cristiano

15

Nacional

3

Partido por la Democracia

15

Nacional

4

Unión Demócrata Independiente

15

Nacional

5

Partido Socialista de Chile

15

Nacional

6

Partido Radical Social Demócrata

15

Nacional

7

Partido Comunista de Chile

15

Nacional

8

Partido Progresista

15

Nacional

9

Partido Evolución Política

15

Nacional

10

Partido Humanista

14

Ausente en la X

11

Amplitud

10

Ausente en RM, VI, VII,
XIV y XII

12

Partido Ecologista Verde

9

Ausente en XV, V, VI, VII,
IX y XII

13

Partido Regionalista de los Independientes

9

Ausente en V, RM, VI, VIII, IX, X

14

Partido Igualdad

8

Ausente en III, VI, VII, IX,
XIV, X, XII

15

MAS Región

7

Ausente en IV, V, VI, VII,
IX, XIV, X, XII

16

 Partido Izquierda Ciudadana de Chile

6

Presente en XV, I, III, VI,
VII, IX,

17   

Revolución Democrática

4

Presente en II, IV, RM, XI

18

Democracia Patagónica

3

Presente en X, XI y XII

19

ANDHA Chile

3

Presente en IV, XI, XII

20

Partido Liberal de Chile

2

Presente en XV y II

21

Unión Patriótica

2

Presente en V y RM

22

Poder

2

Presente en XV y I

23

Movimiento Independiente Regionalista Agrario y Social

1

Solo VI

24

Partido Frente Popular

1

Solo IV

25

Partido Regionalista de Magallanes

1

Solo XII

26

Wallmapuwen

1

Solo IX

27

Unidos Resulta en Democracia

1

Solo XI

28

Frente Regional y Popular

1

Solo III

29

Somos Aysén

1

Solo XI

30

Fuerza Regional Norte Verde

1

Solo IV

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos del Servicio Electoral.


Anexo 2

Resultados electorales en regiones extremas

Elección parlamentaria 2013

XV

I

XI

XII

Coalición por el Cambio

24%

26%

39%

22%

Nueva Mayoría

44%

39%

46%

32%

Total voto principales coaliciones

68%

65%

85%

54%

Fuente: Elaboración propia a partir de los datos del Servicio Electoral.

Referencias bibliográficas

Angell, A. (2005). Elecciones presidenciales, democracia y partidos políticos en el Chile post Pinochet. Santiago: Centro de Estudios del Bicentenario.

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1 Doctor en Ciencia Política, Universidad de Florencia, Italia. Académico del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Alberto Hurtado. Este capítulo ha sido escrito en el marco del proyecto Fondecyt N° 1140639: “Representación de intereses en Chile”. El autor agradece el aporte de Rodrigo Cuevas Ossandón y los comentarios de María Cristina Escudero.

2 El Consejo de Seguridad Nacional estaba integrado por el Presidente de la República, el Presidente del Senado, de la Cámara de Diputados, el Contralor General de la República y los cuatro Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas: del Ejército, de la Armada, de Aviación y de Carabineros.

3 De las 15 regiones del país, las que tienen menor presencia de partidos son las VI, VII, XIV y X, con un número de 12. Como contraparte, Aysén es la región que tiene la mayor cantidad, con un número de 20, seguido de la IV región con 18, y las regiones del extremo norte, con 17. Por su parte, la Región Metropolitana posee en la actualidad 15 partidos.

4 La reforma de 1958 estableció la “cédula única” en los procesos electorales, con lo cual se redujo considerablemente el cohecho y el control del electorado en las localidades rurales.

5 Al igual que otros estudiosos de las constituciones latinoamericanas, Atria advierte que la Asamblea Constituyente no es el único mecanismo para elaborar y validar una constitución. La Constitución de la República Federal de Alemania fue impuesta luego de la Guerra y nadie cuestiona su legitimidad. El tiempo, en ese caso, fue un factor decisivo en su arraigo y legitimidad.

6 Esto quiere decir que tanto si el proceso constituyente se lleva a cabo en función de la institucionalidad política definida en la Constitución de 1980, o bien si se produce una situación de ruptura en relación a dicha institucionalidad, el problema de la legitimidad de origen seguirá estando presente.