No bastan los sentimientos, eso es cierto, pero sin ellos los ideales de la humanidad no encuentran el suelo propicio para arraigar.
ADELA CORTINA,
Ética de la razón cordial
Nada en la vida es más fuerte que el instinto de supervivencia. Cuando no podemos respirar buscamos desesperadamente el aire, angustiados y olvidados del resto del mundo. El deshidratado sediento ofrece su vida entera por un vaso de agua, o se la bebe de un pestilente lodazal. Por hambre se roba, se agrede y se mata. Para aliviar el dolor intenso, el soldado herido no duda en pegarse un tiro si ese dolor persiste sin remedio. Ante la amenaza próxima del fuego la gente salta al desprotegido vacío incluso desde lo más alto del edificio en llamas. El sexo ligado a la violencia llega a sacrificar incluso lo más querido. Todo ello instintivo, profundamente instintivo.
Pero, instinto ¿para qué? Tan misterioso como cierto. Cuando aparece la vida en nuestro planeta lo hace acompañada de una poderosa tendencia a mantenerse como tal, como vida, buscando todo aquello que la haga perdurar y huyendo de todo lo que pueda perjudicarla, huyendo del daño y del dolor, de la desaparición, de la muerte. Ésa es su naturaleza, la naturaleza de la vida, de la Vida con mayúsculas, y así eran ya los elementales seres vivos que se multiplicaban en el mar hace 500 millones de años, en el periodo geológico conocido como Cámbrico. Fue sólo el principio porque la evolución continuó, el instinto se perfeccionó, y 250 millones de años más tarde en el periodo geológico Triásico eso ya no fue suficiente. El entorno, el medio ambiente, se había hecho tan complejo que para responder a él con acierto y garantizar su supervivencia los seres vivos tuvieron que actualizarse. De ello se encargó una vez más la selección natural, el mecanismo ingeniosamente descrito por el naturalista Charles Darwin que explica cómo evolucionan los animales. Así, poco a poco y a lo largo de millones de años, la selección natural, cual incansable y motivado escultor, configuró uno de los más poderosos medios de supervivencia: las emociones. Gracias a ellas los recién evolucionados mamíferos potenciaron su conducta instintiva y su capacidad de sobrevivir y reproducirse.
Pero, ¡ay!, esa supervivencia, facilitada por la llegada de las emociones, escondía en su interior, cual encantadoras matrioskas, algo más básico y sorprendente: lo último a salvar no eran los seres vivos como tales, sino los genes que albergan en sus células. Más allá de cuanto Darwin pudo imaginar, ahora sabemos que lo que se perpetúa en la inercia evolutiva no es la vida misma tal como la entendemos, sino las moléculas de ácido desoxirribonucleico (ADN), es decir, los genes que en cada célula llevan la información para construir los cuerpos, los cerebros y las mentes de los seres vivos, emociones incluidas. En su ya clásica obra El gen egoísta, el biólogo Richard Dawkins ha puesto de manifiesto que los genes son poderosas moléculas que a lo largo del proceso evolutivo pasan de ser vivo a ser vivo, de persona a persona y de generación a generación, en una asombrosa y progresiva dinámica que los convierte en lo que él ha llamado «replicantes inmortales», algo así como minúsculos seres que no dejan de copiarse a sí mismos para vivir eternamente.
De ese modo, ningún ser nacido como mucho hace unos cientos de años permanece hoy vivo, pero quienes hoy vivimos llevamos en cada una de nuestras células genes que, idénticos o transformados, estaban ya en los seres que habitaban nuestro planeta hace millones de años. Quizá desilusionados, en esa perspectiva podemos afirmar que los seres vivos en general y los animales y las personas en particular servimos como vehículos portadores de genes de generación en generación. Genes que suelen abandonarnos antes de que envejezcamos pasando a los más jóvenes y saludables cuerpos de nuestros descendientes, donde siempre tendrán más garantizada su reproducción y perpetuidad.
Las emociones llegaron a nuestro planeta para hacer más efectiva esa garantía. Consisten en reacciones automáticas que el cerebro genera ante estímulos o situaciones que son de especial relevancia para los animales y las personas. En el curso de la evolución se perfeccionaron y multiplicaron penetrando progresivamente en todos y cada uno de los procesos mentales y conductuales. Hoy forman parte de nuestra esencia aun siendo como somos seres racionales superiores. No es exagerado afirmar que la vida humana se ha construido sobre un fondo emocional que influye poderosamente en nuestro modo de vivir, de pensar y de comportarnos. Una vida sin emociones sería muy diferente a la que conocemos.
Las personas se emocionan cuando perciben peligros o cuando se sienten amenazadas, ofendidas o devaluadas y también cuando son reconocidas y valoradas o reciben buenas noticias, afectos, premios o gratificaciones diversas. En todos esos casos se disparan automáticamente, es decir, de un modo reflejo, el sistema nervioso autónomo y el llamado eje hipotalámico-hipofisario-suprarrenal. Este último es un mecanismo endocrino por el que el cerebro activa a la glándula hipofisaria, situada inmediatamente bajo él, y ésta libera entonces a la sangre una hormona, la adrenocorticotropa (ACTH), que viaja también por la sangre hacia las glándulas suprarrenales, las cuales liberan a su vez a la sangre otras hormonas, la adrenalina y el cortisol.
Las extensas terminales del sistema nervioso autónomo, que alcanzan casi todos los rincones del organismo, y esas hormonas liberadas originan cambios fisiológicos en diferentes órganos corporales, como el aumento de la frecuencia cardíaca, un mayor suministro de sangre a los músculos estriados y la disminución de la digestión. El propio cerebro resulta también activado por esos cambios, cuyo objetivo no es otro que energizar al organismo dotándolo de la capacidad y fuerza necesaria para responder a las circunstancias que han inducido la reacción. Si, por ejemplo, fue un peligro o amenaza lo que la provocó, la reacción emocional prepara al cuerpo para huir o para defenderse luchando. No obstante, ante determinadas circunstancias, como cuando perdemos a un ser querido, la reacción emocional puede ser tan fuerte que en lugar de activar al sujeto lo inhibe e inhabilita para actuar.
Constatamos así que la emoción es siempre una especie de revolución fisiológica corporal automática, rápida y básicamente inconsciente, pues la persona emocionada apenas nota esos cambios que ocurren en su cuerpo como la liberación de adrenalina o la disminución en la resistencia eléctrica de su piel. Pero el cerebro, audiencia cautiva y permanente de todo lo que pasa en el cuerpo, está preparado para detectar retroactivamente la propia reacción emocional que él mismo provoca, y lo hace de un modo muy especial que consiste en convertir cada patrón de reacciones corporales en una experiencia consciente específica, es decir, en un sentimiento, como el miedo, la alegría, la tristeza, el orgullo o los celos, o en otros muchos como la envidia, la vergüenza, la codicia, el odio o la vanidad, que son los que trataremos en este libro. El neurólogo Antonio Damasio lo explica con una clarificadora metáfora: las vísceras, es decir, el corazón, los pulmones, los intestinos, etc., serían como los diferentes instrumentos de una orquesta capaz de interpretar diferentes melodías que el cerebro y la mente perciben también como sentimientos diferentes.
Los sentimientos, por tanto, son el modo consciente que tiene el cerebro de percibir las diferentes reacciones fisiológicas que ocurren en el interior del cuerpo de la persona emocionada. Emoción y sentimiento son fenómenos fisiológicamente diferentes, aunque ligados, como las dos caras de una misma moneda. No obstante, en la vida cotidiana tendemos a confundirlos sin problemas, pues hablamos indistintamente de nuestras emociones o de nuestros sentimientos.
Constatado su trascendente sentido biológico, a efectos prácticos la importancia de las emociones radica en los comportamientos que pueden originar no sólo cuando se desbordan en situaciones de peligro o conflicto, como cuando nos enfadamos desmesuradamente ante una amenaza o un insulto, sino también y más frecuentemente afectando a nuestros pensamientos y decisiones. Sin que apenas lo notemos nuestros razonamientos están continuamente impregnados de las emociones que ellos mismos y nuestras percepciones, experiencias y prejuicios suscitan. Las emociones son siempre una fuente interesada de nuevos razonamientos. La permanente interacción entre la razón y la emoción, entre el cerebro racional y el cerebro emocional, influye en nuestra conducta con más fuerza de la que solemos admitir. Pero aunque las emociones determinen nuestro comportamiento, ellas mismas son casi siempre subsidiarias y servidoras de la razón, que es quien las suele generar en su provecho. Eso significa que los buenos argumentos racionales son capaces de modificar los sentimientos de las personas y ponerlos así de su parte. En realidad, nunca estamos satisfechos con nosotros mismos hasta que nuestros sentimientos encajan en nuestros razonamientos, y viceversa. La relación entre ambos puede explicarse también metafóricamente, como haremos a continuación.
Imagine usted al mejor estratega militar del mundo, a un general como Alejandro Magno capaz de concebir racionalmente el mejor modo de conquistar un territorio o de ganar una difícil batalla y derrotar a sus enemigos. ¿Le serviría de algo a su causa tanta inteligencia, tanta racionalidad, si no dispusiese de un ejército suficientemente potente y cualificado para ejecutar sus ingeniosos planes, para hacer posible su hazaña? Si por pacifista no le gusta el ejemplo anterior, imagine en su lugar a un gran estratega del deporte, a unos entrenadores de fútbol como Pep Guardiola o Zinedine Zidane. ¿Hasta dónde podrían haber llegado sus ingeniosos aciertos racionales en la organización del juego si no hubieran dispuesto de jugadores como Messi o Ronaldo? ¿Cuáles podrían haber sido sus éxitos sin esa poderosa disponibilidad? Pues eso es precisamente lo que le ocurre a la razón, que perdería su eficacia si no dispusiera de un poderoso ejército de emociones prestas a servirle con extraordinaria rapidez en cualquier momento. La inteligencia y la racionalidad necesitan ejecutores potentes y cualificados para ser efectivas y alcanzar logros. Sin esos ejecutores carecen de eficacia.
Pensemos ahora en el mejor automóvil del mundo, el más potente y sofisticado, capaz de viajar a increíbles velocidades, pero que no dispusiera de frenos. Sería un peligro y muy probablemente un desastre. Eso es precisamente lo que muchas veces les ocurre a las emociones, que se desbordan irrefrenables porque ésa es su naturaleza, ya que fueron establecidas por la selección natural para ser rápidas y proteger a sus portadores. Así fue hasta que con el desarrollo de la neocorteza cerebral apareció la razón y con ella la posibilidad de frenar el comportamiento emocional cuando resulta inconveniente. Pero, ¡ay!, la razón nació con un importante defecto, con un talón de Aquiles, y es que necesita tiempo y no siempre se lo damos. Si lo hiciésemos, triunfaría siempre, o casi siempre. Cuenta hasta diez, solemos decir, antes de actuar en situaciones comprometedoras.
La relación entre emoción y razón quedó bien demostrada cuando la impactante imagen de Aylan, el niño kurdo-sirio de tres años que apareció muerto a orillas de una playa de Turquía, aumentó el tiempo medio que los europeos pasamos atendiendo a las noticias de prensa sobre los refugiados. Igualmente, un mendigo herido o mutilado siempre tiene más fuerza para incitarnos a la limosna que el que no aparenta daños físicos. Cuando sentimos afecto o simpatía por un familiar, un amigo o un líder político, somos más benévolos y condescendientes al juzgar sus decisiones y sus errores. La envidia y la vanidad impiden que reconozcamos el mérito de un colega o compañero. La codicia y la avaricia nos impiden ser generosos y ayudar a quien lo necesita. El gol anulado al propio equipo casi siempre se considera más injusto que el anulado al equipo rival. Basta con que el profesor imagine en el alumno examinado la presencia de su propio hijo para que se sienta irracionalmente impulsado a otorgarle una buena, o una menos mala, calificación. A mí personalmente me ha pasado, igual que lo que sigue a continuación.
Una joven madre negra sentada en el suelo junto a su hijo de unos siete años pide limosna en una esquina del Ensanche de Barcelona. Me apenan cuando los veo, pero voy rápido y los sobrepaso sin detenerme. Enseguida me ataca la razón —Ignacio, ¿te imaginas a ti mismo con tu hijo en esa situación?— despertando en mí una emoción tan recriminatoria como demandante. No hizo falta más. Vuelvo atrás y les vacío de un golpe a madre e hijo mi monedero en su manoseado vaso de plástico requeridor de limosna. Ingenuamente sigo adelante, pero la razón no me deja y me sigue golpeando con el martillo de la emoción. ¿Tú crees que ese niño va a poder comer hoy algo decente con tu miserable calderilla? Ya no pude más. Vuelvo atrás, echo mano de mi cartera y casi sin mirar por vergüenza a la cara a madre e hijo les dejo caer 20 euros en el mismo limosnero. Algo más relajado reanudo mi camino. Pero la incansable razón no me da tregua: no te engañes, Ignacio, tu maltratada conciencia necesitaría mucho más que esos también miserables 20 euros para calmarse, salvo, eso sí, que la valores en tan poco. Me siento definitivamente derrotado y me alejo preguntándome: ¿ganaría la razón alguna batalla si no dispusiera de un poderoso ejército de emociones prestas a servirle con celeridad en cualquier momento? Los pacientes neurológicos con daño en el cerebro emocional nos han brindado la respuesta: cuando las emociones no funcionan la razón también pierde fuerza, se debilita con ellas, son socias. La razón sin emociones es como un general sin ejército. La emoción sin razón es como un coche sin frenos. Van de la mano, se necesitan, son inseparables.
Todo nuestro comportamiento social, es decir, toda nuestra relación con las demás personas, está particularmente influido por emociones y sentimientos. El error está en nuestra resistencia a reconocerlo, en no querer asumir que el verdadero y supremo poder de la siempre vanagloriada razón no está tanto en ella misma en solitario como en su demostrada capacidad para gestionar y cambiar los sentimientos, especialmente cuando son negativos, perversos o inconvenientes, como ya puso históricamente de manifiesto el sabio emperador romano Marco Aurelio en sus conocidas Meditaciones, y como tendremos ocasión de comprobar también a lo largo de este libro.