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Época premoderna

Opio, hachís, hongos y coca

Las culturas humanas siempre han experimentado con extractos de los animales y plantas con los que coexisten. Algunos de estos extractos resultaron venenosos, otros producían alucinaciones y muchos tenían propiedades medicinales.

JOHN MANN, Murder, Magic and Medicine

La historia de las sustancias psicotrópicas es tan antigua como la humanidad. En los tiempos en que el hombre todavía no dominaba la agricultura ni la cría de animales, vivía de lo que conseguía cazar, pescar o recolectar. Por el método de la prueba y error acabó descubriendo las extrañas propiedades, a menudo alucinógenas, de muchas plantas y también de algunos animales. Los pueblos de la Antigüedad, como los griegos, los asirios, los persas, las tribus siberianas, los vikingos, los indios americanos y otros, hicieron abundante uso de una gran variedad de estupefacientes. Las plantas psicoactivas pasaron al uso común, sobre todo con fines ceremoniales y religiosos, y a medida que se convertían en elementos culturales importantes, e incluso esenciales, fueron abriéndose paso también hacia los campos de batalla.

HOMERO Y LA MILAGROSA BEBIDA DEL OLVIDO

Para los griegos, el opio era algo corriente.

MARTIN BOOTH, Opium: A History

El opio, la savia que se extrae de las cápsulas de la amapola real o adormidera (Papaver somniferum), ya era conocida y utilizada por los asirios y los sumerios (unos ideogramas fechados en el 4000 a. C. se refieren a la adormidera como la «planta de la alegría»).1 En la antigua Grecia, adonde llegó procedente de Egipto, el opio era común y bien conocido: se empleaba como sahumerio en templos y oráculos, como sacrificio a los dioses, y se ingería para provocar alucinaciones con ocasión de ritos y misterios. Los griegos también se beneficiaban de las propiedades curativas de la savia de adormidera, y ya Hipócrates, Heráclito, Teofrasto y otros atestiguan su uso medicinal. Sin embargo, lo más importante a efectos de nuestro estudio es que pronto descubrieron las propiedades vigorizantes del opio, que, mezclado con vino y miel, se daba como refuerzo a los atletas que se entrenaban para los Juegos Olímpicos.2

La primera referencia a la adormidera en la literatura griega aparece en las epopeyas de Homero y se centra en sus propiedades depresoras. Hay un pasaje de la Odisea en el que se describe cómo el dolor y la pena por los compañeros caídos en la guerra de Troya se ahogan en la «bebida del olvido», el llamado nepenthés. Lo especialmente revelador aquí es el hecho de que los intentos por aliviar el dolor de la guerra —los síntomas de la neurosis y la fatiga de combate— se remonten a los tiempos de Homero. Y es que, tal y como nos dicen los psiquiatras y los antropólogos, el coste psicológico de la guerra es en la actualidad similar al de hace dos mil años, pues se trata de emociones y sentimientos inherentes a la especie humana. Helena ofrece nepenthés, un «remedio líquido», al hijo de Odiseo, Telémaco, quien en el curso de su largo viaje en busca de su padre ha llegado a la corte de su marido, el rey Menelao. Dice el poema:

Pero entonces otra cosa decidió Helena, nacida de Zeus. Al punto vertió en el vino que bebían una droga que borraba la pena y la amargura y suscitaba olvido de todos los pesares. Quien la tomara, una vez que se había mezclado en la crátera, no derramaba, al menos en un día, llanto por sus mejillas, ni aunque se le muriera su madre y su padre, ni si ante él cayeran destrozados por el bronce su hermano o un hijo querido y lo viera con sus ojos. Tales ingeniosos remedios poseía la hija de Zeus.3

Al contrario de lo que se creía anteriormente, el nepenthés, la bebida que acalla todos los dolores y discrepancias, no se elaboraba con hachís, sino con opio. Los griegos lo disolvían en alcohol para obtener una mezcla que más tarde recibiría el nombre de «láudano» (derivado del latín laudare, que significa ‘elogiar’), la espléndida tintura de opio creada hacia el año 1525 por Paracelso, el famoso «padre de la farmacología moderna». En la década de 1760, el láudano se popularizó gracias a Thomas Sydenham, el médico inglés considerado el fundador de la moderna medicina clínica. La base para esa tintura alcohólica de opio era el jerez, el oporto o cualquier otro licor con especies como la canela, el azafrán y el clavo.4 Paracelso, que se refiere al opio como «la piedra de la inmortalidad», declaró: «Poseo un remedio secreto al que llamo “láudano”, el cual es superior a cualquier otro remedio heroico».5 Volviendo a la Antigüedad, los griegos utilizaban la solución de opio y alcohol no solo después de las batallas —para apaciguar los nervios, atenuar las penas, soportar el dolor y aliviar los recuerdos desagradables—, sino posiblemente también antes, para inspirar valor en los guerreros que iban a la batalla, cosa muy probable dado el uso que del opio hacían los atletas.6

En su formidable libro Odysseus in America (2002), Jonathan Shay lleva a cabo un análisis de los veteranos de la guerra de Vietnam desde la óptica del gran poema homérico. La interpretación de Shay es conmovedora. El autor lee la Odisea como si fuera una gran alegoría épica del largo y atormentado viaje del héroe que regresa a su casa y procede a una descripción y un examen minuciosos de los múltiples peligros, retos y problemas que los héroes deben enfrentar. Uno de ellos es la neurosis de guerra. Esta se manifiesta por medio de recuerdos traumáticos relacionados con la experiencia bélica y las espantosas imágenes almacenadas en la memoria visual del veterano, las cuales torturan la psique cuando se manifiestan de forma involuntaria. A menudo, lo que hace que el regreso a casa sea especialmente difícil es el reencuentro con la familia, ya que esta no entiende ni puede entender que la persona a la que recibe no es la misma que la que se fue a la guerra. Los veteranos recurren con frecuencia a las drogas como medio de automedicación con el fin de sobrellevar profundos problemas emocionales y reprimir recuerdos dolorosos. Esto, a su vez, acarrea otros problemas, sobre todo el de la adicción. Homero lo describe magistralmente en el canto IX de la Odisea. El fruto del loto, que induce un agradable estado de serenidad, aturdimiento y sopor, es el único alimento de los habitantes de la isla de los lotófagos, a la que Odiseo y sus diezmados compañeros arriban durante el viaje de vuelta a la patria. Ahí leemos:

Y sucedió que los lotófagos no tramaron la muerte de nuestros compañeros, pero les dieron a comer el loto. Y cualquiera de ellos que comía el sabroso fruto del loto ya no quería traernos noticias ni navegar de nuevo, sino que todos anhelaban tan solo permanecer allí en el país de los lotófagos, nutriéndose del loto, y olvidar el regreso.7

El potencial adictivo del loto es tan grande que Odiseo se ve obligado a recurrir a la fuerza para impedir que sus hombres se queden en la isla: los arrastra y los hace atar a los bancos de las naves, y solo así logran proseguir el viaje. El loto simboliza un narcótico que proporciona alivio, pero, a la vez, es una potente sustancia adictiva capaz de atrapar a los veteranos en su camino de regreso al hogar. Los compañeros a los que Odiseo envía a explorar la tierra de los lotófagos se sienten tan atraídos por la planta del olvido y el alivio que pierden el deseo de volver a casa. Es decir, que los estupefacientes podrían haber alargado considerablemente el viaje a Ítaca, símbolo del hogar. Leída metafóricamente, la historia puede verse como una alegoría del mundo civil o de la sociedad en general. El problema de las drogas es que, dado su atractivo como remedio para aplacar los síntomas de la neurosis y como milagroso elixir del olvido, pronto se convierten en un colosal obstáculo para reintegrarse en la vida civil. Jonathan Shay sintetiza a la perfección la esencia de la historia del loto (es decir, la adicción): «Cuando te enganchas al loto, olvidas el regreso. ¡Olvida el dolor, olvídate de volver!».8 El narcótico no solo brinda un falso olvido, sino que impide que Odiseo y los suyos regresen, o, en el mejor de los casos, retrasa considerablemente su retorno.

LOS ASESINOS Y EL ARQUETIPO DEL GUERRERO Y TERRORISTA NO OCCIDENTAL NARCOTIZADO

Los Asesinos ya no aparecen como una banda de incautos drogados gobernados por maquiavélicos impostores, como una conspiración de terroristas nihilistas, o un sindicato de homicidas profesionales. Pero no por ello resultan menos interesantes.

BERNARD LEWIS,

Los Asesinos: una secta islámica radical

Se dice popularmente que los terroristas musulmanes premodernos de la corriente ismaelí de los nizaríes tenían por costumbre colocarse con hachís. Es por eso que inicialmente eran conocidos como «hachisinos» (hashishi o hashishiyya, del árabe al-hasziszijjin, literalmente «comedores de hachís»). La fuente escrita más antigua que se refiere a este grupo como hashishiyya está fechada hacia el 1123.9 Fueron los cruzados cristianos que volvían de Siria a Europa quienes los llamaron «asesinos», y a partir de ahí la palabra pasó a muchas otras lenguas. En inglés, el término assassination designa un homicidio con motivación religiosa o política cometido mediante un ataque repentino y secreto,10 que es justamente como los nizaríes mataban a sus víctimas. Cuenta la leyenda que los Asesinos ingerían estupefacientes para propiciar la estimulación espiritual y aguzar los sentidos. Drogados con hachís, totalmente entregados a su secta —y, sobre todo, a su líder— y ciegamente comprometidos con su fe, los Asesinos estaban dispuestos a dar la vida por la causa de un islam radical. Eran calculadores, competentes, despiadados, disciplinados, insobornables y fanáticos.11 Pero ¿lo eran gracias a las drogas?

Los nizaríes aparecieron en torno al 1080 como una secta radical del islam chií, una minoría dentro de una minoría. Tras la captura del castillo persa de Alamut en el 1090, la fortaleza pasó a ser su base principal. Al principio, los Asesinos luchaban contra los suníes, pero más tarde comenzaron a enfrentarse también con los cruzados cristianos en la zona de lo que hoy son Siria e Irán. La secta sobrevivió hasta su derrota definitiva en la segunda mitad del siglo XIII, a manos de los mongoles y los mamelucos. Durante más de dos siglos, los nizaríes —antisuníes y anticristianos— sembraron el terror en Oriente Próximo. Su objetivo principal era desestabilizar y destruir el orden suní, y para ello se sirvieron de un método muy básico: el asesinato. Sus tácticas consistían en matar a traición, generalmente con daga. De ello se encargaban los fedayines (fidai), es decir, los ‘comprometidos con la causa’, que ocupaban el nivel más bajo de los siete grados del escalafón iniciático. Hoy en día los llamarían sencillamente «matones», pero durante siglos se los consideró el arquetipo del terrorista religioso.

En el imaginario occidental, estos jóvenes combatientes eran consumidores habituales de hachís. Durante mucho tiempo se creyó que la droga los sumía en un trance narcótico que les permitía vencer el miedo antes de perpetrar sus acciones homicidas. Sin embargo, en el siglo XX esta idea fue puesta en entredicho. David Morgan afirma que lo que dio pie a la creencia popular de que el grupo operaba bajo el influjo de las drogas fue probablemente su fanatismo y el hecho de que rara vez trataran de huir tras cometer un asesinato.12 También cabe la posibilidad de que estas leyendas fueran urdidas y propagadas por sus adversarios con el fin de desacreditarlos o que los occidentales malinterpretaran el significado de la palabra hashishiyya, un malentendido que acabaría consolidándose en Europa. A lo largo del siglo XII aparecieron numerosos tratados musulmanes acerca de los efectos adversos del hachís, del que se decía que causaba graves cambios físicos y mentales, aunque lo más importante es que se creía que destruía la fe religiosa y socavaba la moralidad. El hachís, en pocas palabras, era una fuente de corrupción. A los adictos, por tanto, se los relegaba a una posición social baja y, a menudo, se los trataba como herejes y criminales. La descripción de los nizaríes como hashishiyya, insiste Farhad Daftry, no era literal, sino más bien metafórica y simbólica, pues hacía hincapié no en su consumo secreto de hachís, sino en su baja posición social, su amoralidad, su condición de herejes y la naturaleza de la verdadera amenaza que representaban para el islam.13 La propia denominación «comedores de hachís» se empleaba para señalar a las claras que el grupo no se adhería a los principios del islam, sino que actuaba de forma extravagante y sostenía opiniones muy extremadas. Dicho de otro modo: que quedaba fuera del islam. Como explica Franz Rosenthal en su estudio sobre el hachís y la sociedad musulmana medieval, puede que la resina de cáñamo «no fuera tan impura como el vino por naturaleza, pero la opinión general era que convertía al adicto en alguien físicamente impuro».14 Por eso, ser tachado de «comedor de hachís» era algo más que ofensivo. De hecho, ninguna de las fuentes islámicas que han llegado hasta nosotros acusa al grupo de hacer uso habitual de sustancias psicoactivas.15

Hay dos argumentos básicos que desmienten la imagen popular de los Asesinos como terroristas narcotizados. El primero es que los efectos del hachís, tales como la pérdida de conciencia, la relajación y la moderación de los impulsos agresivos, no facilitan el cumplimiento de una tarea tan exigente y precisa como el asesinato. Las tácticas de los fedayines exigían aguardar pacientemente durante largas horas a la espera de la ocasión propicia para atacar, por lo que más bien habrían necesitado estimulantes, no sedantes. El hachís es un depresor que embota más que aguza la mente. Si los nizaríes hubieran tomado hachís antes de llevar a cabo sus misiones, no habrían sido los perfectos asesinos que en realidad fueron.16 El segundo argumento es que tanto el grupo como su líder, Hasán-i Sabá, eran de lo más ascéticos. El testimonio más revelador de la austeridad y pureza moral de este es la ejecución de uno de sus hijos, que debía morir tras haber sido acusado de beber vino, pues el islam prohíbe estrictamente el consumo de alcohol. A pesar de que en comparación con la bebida el hachís se consideraba un mal menor, en los castillos que los Asesinos tenían en Persia no se toleraba el consumo de ningún tipo de narcótico. De aquí que el uso libre, por no decir deliberado, de drogas por parte del grupo sea muy improbable.

Más que el hachís, el verdadero estupefaciente de los nizaríes era su profunda fe religiosa, combinada con su delirante fanatismo. Lo que los incitaba a actuar eran el deber sagrado y la necesidad de trasladar el mensaje divino a los infieles. La violencia se convertía así en una obligación sacramental que había que cumplir en atención a un imperativo teleológico. La motivación de los fedayines para entregar su vida era la promesa de una recompensa celestial después de la muerte: se les hacía creer que irían derechos al paraíso, donde Alá los premiaría con docenas de bellas vírgenes.

Hay pocos motivos para aceptar la común creencia, que durante siglos ha sobrevivido en Occidente, de que cuando el gran maestro (el legendario Viejo de la Montaña) seleccionaba a los fedayines que debían tomar parte en una misión, estos eran drogados y conducidos a un hermoso «jardín celestial» secreto. En Occidente, fue Marco Polo quien, al relatar su visita a Persia en 1273, reforzó la leyenda de que los Asesinos utilizaban narcóticos. Su Libro de las Maravillas (1299) contiene un pasaje crucial:

A veces el Viejo, cuando deseaba suprimir a un señor que le hacía la guerra o que era su enemigo, mandaba meter a algunos de esos jóvenes en aquel Paraíso ... Porque ordenaba que les dieran un brebaje a beber, que tenía por efecto dejarlos dormidos inmediatamente. Entonces dormían tres días y tres noches, y, durante su sueño los hacía coger y llevar al jardín ... Cuando una vez despiertos los jóvenes se encuentran en un lugar maravilloso ... y las damas y doncellas siempre a su lado cantando todo el día, retozando y haciéndoles todas las caricias y gracias que puedan imaginarse, sirviéndoles comida y los vinos más delicados, embelesados en éxtasis por tantos placeres y por los riachuelos de leche y de vino, se creen realmente en el Paraíso.17

Tras pasar un tiempo en ese jardín maravilloso, volvían a drogarlos, los dormían y los trasladaban al palacio del gran maestro. Al despertar de aquel sueño narcótico, explicaban lo que habían visto en el paraíso y expresaban sus «grandes deseos de volver a él» para siempre. Según la leyenda, cuando el Viejo quería matar a alguien enviaba a esos fedayines que sabían que, en caso de morir, irían al paraíso, cuyo anticipo terrenal ya habían experimentado. Por eso escribe Marco Polo que «por ese medio ha inspirado a su pueblo tantas ganas de morir para ir al Paraíso, que aquel a quien el Viejo ordena ir a morir en su nombre se considera muy afortunado».18 Marco Polo, que durante veintidós años viajó por Asia, no hizo más que prolongar una rica tradición de relatos míticos referentes a los Asesinos. Entre sus predecesores encontramos a figuras tan influyentes como Benjamín de Tudela (1167), Burchard de Estrasburgo (1175), Arnaldo de Lúbeck (antes de 1210) y Jacobo de Vitry (c. 1216-1228).19 Todos ellos fraguaron una imagen de los nizaríes que caló en la cultura europea hasta convertirse en un poderoso mito. La versión de Marco Polo alentó ese mito de un modo significativo y contribuyó a acrecentar la leyenda de los Asesinos. La historia del Viejo de la Montaña y sus exaltados acólitos arraigó en el imaginario occidental, se perpetuó a lo largo de los siglos siguientes y pervivió casi inalterada hasta el siglo XIX. Cuando en mayo de 1809 el prominente lingüista y orientalista francés Silvestre de Sacy habló ante el Instituto de Francia, confirmó que el término «asesino» deriva de la palabra árabe para el hachís.20 Reforzado por el argumento de autoridad, el mito siguió floreciendo e inspiró, entre otros, a Charles Baudelaire, que en El poema del hachís (1860) escribió:

No contaré yo, después de haberlo hecho él [Marco Polo], cómo el Viejo de la Montaña encerraba, tras embriagarlos con hachís (de aquí Hachishins o Asesinos), en un jardín lleno de deleites, a aquellos de entre sus discípulos más jóvenes a los que quería dar una idea del paraíso, recompensa entrevista, por así decirlo, a una obediencia pasiva e irreflexiva.21

Como insiste Bernard Lewis, con quien concuerdo, aunque los Asesinos no se excitaran con hachís antes de atacar a sus víctimas ni utilizaran narcóticos (ya fueran el opio o el hachís) para adormecer a los fedayines y manipular su conciencia, su leyenda mantiene toda su fuerza. Es más, la leyenda creció hasta crear el arquetipo del guerrero y terrorista no occidental: fanático, malvado, impávido y narcotizado, la unión premoderna entre política, religión, violencia y drogas. Lo esencial en un arquetipo, como nos recuerda Mircea Eliade, es la recurrencia histórica de ciertos patrones concretos de la conducta y el pensamiento humanos, ya que encarna su «reproducción» social, cultural y política.22 Se trata, básicamente, de una imitación intergeneracional de costumbres, prácticas y patrones de conducta. Carl Gustav Jung desarrolló la noción de «arquetipo psicológico» y explicó que el concepto nunca puede reducirse a una fórmula única, sencillamente porque un arquetipo es una especie de recipiente que no puede vaciarse ni llenarse por completo; siempre deja espacio para una nueva lectura, un nuevo significado. El arquetipo es una posibilidad, un potencial que se materializa mediante la adopción de formas distintas y concretas en cada época; permanece en estado de flujo constante, siempre dispuesto a emerger como un reflejo enriquecido del patrón original. Para Jung, el arquetipo no solo es inherente a la conciencia, sino que además es intrínsecamente dinámico, en el sentido de que cambia de forma sin cesar. Se reinterpreta y se traduce continuamente en el lenguaje y los símbolos congruentes con cada momento histórico concreto de una cultura. Así, el arquetipo del guerrero drogado y salvaje no occidental volvió a manifestarse, por ejemplo, en los pueblos indígenas que se enfrentaron a los ejércitos imperiales durante el período de expansión de Occidente en el siglo XIX, y hoy en día se manifiesta en los terroristas religiosos posmodernos, los insurgentes y los miembros de otros grupos armados no estatales violentos.

LOS COMEDORES DE HONGOS

Una carta de un nativo de Zúrich fechada en 1799, año en que allí estaba acantonado un ejército ruso bajo el mando de Kórsakov, hacía la sorprendente afirmación de que los rusos se reunían en el Zürichberg [una loma arbolada con vistas al lago Zúrich] para comer amanitas. Obviamente, los rusos debían de haber aprendido esa costumbre en su país.

C. HARTWICH (1911), citado en

VALENTINA PAVLOVNA WASSON

y R. GORDON WASSON,

Mushrooms, Russia and History

Los habitantes indígenas de la estepa eurasiática, y en especial las tribus siberianas de los chukchi, los yakutos, los yukaguiros, los itelmeni, los koriak y los janti, pertenecen a los pueblos que Valentina Pavlovna Wasson y Gordon Wasson, prominentes expertos en el papel de los hongos en las distintas culturas y sociedades del mundo, denominan «pueblos micofílicos», o amantes de los hongos, en contraste con los «pueblos micofóbicos».23 Estos pueblos utilizaban el muscimol, el componente psicoactivo de la Amanita muscaria. Fue el dominico y filósofo alemán Alberto Magno quien, en el siglo XIII, descubrió las propiedades venenosas de este hongo, que atrae a las moscas para matarlas con sus toxinas, de aquí su nombre común: matamoscas. «[Alberto Magno] alimentó a unas moscas con leche —escribe Maguelonne Toussaint-Samat— mezclada con pedacitos de hongo; no sobrevivió ninguna.»24

En Siberia, la amanita no se ingería cruda, sino en forma de bola seca, en sopa o impregnada en una bebida fermentada hecha con arándano de Siberia. Las propiedades del hongo en sí son moderadamente psicoactivas, pero cuando se seca desarrolla un potente efecto neurotóxico, ya que durante el proceso de descarboxilación uno de sus compuestos, el ácido iboténico, se convierte en muscimol, un alcaloide que actúa como agonista sedante-hipnótico de los receptores de GABA. La seta, por tanto, se ingería seca, puesto que solo así adquiere la potencia necesaria para anestesiar, aumentar la resistencia y agudizar la mente. El muscimol tiene efectos tanto vigorizantes como alucinógenos. Una dosis adecuada de Amanita muscaria proporciona una estimulación motora tan fuerte que quien la toma no puede controlar la necesidad de moverse. Las primeras alucinaciones se producen unos quince minutos después de la ingesta, pero cuando los efectos del muscimol se desvanecen, aparecen síntomas agudos de resaca: embotamiento, somnolencia, agotamiento y jaquecas.25

Según un mito chukchi, existe un nexo cósmico entre la Amanita muscaria y el trueno. En su monumental estudio Mushrooms, Russia and History, señalan los Wasson: «El rayo es un Hombre Unilateral que arrastra a su hermana por el pie. Cuando esta se golpea con el suelo del cielo, el ruido de los golpes da lugar al trueno. Su orina es la lluvia, y ella queda poseída por los espíritus de la amanita».26 La idea de que el matamoscas crece en los lugares donde ha impactado un rayo es común a numerosos mitos, cuentos y leyendas eurasiáticos. En Europa, Asia, África y Norteamérica crecen más de cincuenta especies distintas de este hongo alucinógeno. En casi toda Eurasia —desde Escandinavia hasta Kamchatka—, la Amanita muscaria se utilizaba con fines ceremoniales, culturales (sobre todo en rituales chamánicos), recreativos, de estimulación y, en ocasiones, en orgías. Y lo más importante: los guerreros la ingerían a menudo, obteniendo de ella la fuerza del trueno.

Dado que en el comercio entre las tribus de Siberia la amanita seca era sumamente costosa (un solo ejemplar podía llegar a costar tanto como varios renos), solo los ricos podían permitírsela. Aun así, los pobres descubrieron de manera relativamente temprana una de las características del hongo: que la orina de quien la ha ingerido retiene muchas de sus propiedades psicoactivas, ya que el proceso de filtrado de los riñones no afecta al muscimol. Igual de importante es el hecho de que la orina quede desprovista de los alcaloides tóxicos contenidos en el hongo, es decir, que beber la orina de un consumidor de Amanita muscaria no solo producía un poderoso efecto psicoactivo, sino que además era mucho más seguro. Citando a Richard Rudgley: «Esta propiedad era bien conocida entre muchos siberianos, que bebían con avidez su propia orina o la de otros con el propósito de alcanzar un estado de euforia, algo que suscitaba repugnancia entre los rusos y demás observadores de esta curiosa costumbre».27 El oficial sueco Philip Johan von Strahlenberg, que llevó a cabo varias exploraciones geográficas y antropológicas en Siberia durante sus muchos años como prisionero de guerra tras haber sido capturado en 1709 en la batalla de Poltava, fue el primer europeo que describió esta asombrosa práctica, que despertaba casi tanta repulsión como interés entre los extranjeros. En 1730 escribía lo siguiente:

Cuando organizan un banquete, vierten agua sobre algunas de las setas y las hierven. Luego beben ese licor, que los sume en un estado de ebriedad. Los más pobres ... se apostan alrededor de las chozas de los ricos y esperan a que los invitados salgan a desaguar; entonces, recogen sus orines en un cuenco de madera y se los beben con avidez, como si conservaran algunas de las propiedades de la seta, y de este modo se embriagan ellos también.28

La orina de alguien que hubiera ingerido Amanita muscaria podía llegar a producir efectos de alteración de la conciencia en hasta seis hombres,29 y, a menudo, cuando el efecto psicoactivo del hongo se disipaba, los consumidores se bebían sus propios orines para prolongar el estado de ebriedad.

La práctica de recoger y beber orines estaba muy extendida entre los guerreros siberianos, sobre todo en vísperas de una batalla. El muscimol les permitía luchar mejor porque, según la tradición oral, aumentaba la resistencia sin afectar a la concentración.30 Las leyendas y los cuentos dicen que entre las tribus que consumían Amanita muscaria podían encontrarse feroces y brutales «guerreros del hongo» que, aunque tuvieran que marchar largas distancias transportando cargas pesadas, durante las batallas hacían gala de una fortaleza inaudita. Ebrios y sanguinarios, estos guerreros luchaban y ganaban batallas poseídos por un estado de frenesí.

Sin embargo, los guerreros más fieros y arrojados pertenecen a la historia vikinga. Los guerreros de esta privilegiada casta germánica eran conocidos como berserkers, por el mítico Berserk. Cuenta la leyenda que este poderoso héroe de la antigua mitología escandinava, nieto de Starkodder, el de ocho brazos, acudía a las batallas vestido únicamente con pieles de oso (ber sark) y sin armadura de ningún tipo, y que luchaba con audacia y furia temerarias.31 Los berserkers, que aparecen en muchas sagas y poemas y cuya existencia atestiguan varias fuentes iconográficas, vestían pieles de animales salvajes y —como el mítico Berserk— eran feroces, despiadados y bravos más allá de todo límite.

En el siglo XVIII surgió una teoría que explicaba cómo estos audaces guerreros escandinavos se sumían en esa especie de trance de furia casi incontrolable. En 1784, Samuel Lorenzo Ødman, tras comparar las descripciones del berserkgang («furor berserker») con los relatos acerca del uso de hongos tóxicos por parte de las tribus siberianas, en especial los koriak, llegó a la conclusión de que ambos se comportaban de manera similar, y propuso que los berserkers debían de inducirse ese estado mediante la ingesta de Amanita muscaria. «Me inclino a creer —escribe Ødman— que los berserkers tenían conocimiento de esas sustancias estupefacientes y que las consumían en secreto para que su prestigio no se viera disminuido si la población en general descubría la simplicidad de su técnica.»32 Su tesis parecía confirmada por algunas fuentes que observaban que, tras la batalla, los berserkers se aislaban del mundo y descansaban un par de días en un estado de modorra y resaca. Es posible, en efecto, que esto se debiera a un envenenamiento por hongos. Ødman, que era teólogo en la Universidad de Uppsala, también veía vínculos religiosos entre las tribus siberianas y los berserkers escandinavos. Para él, Odín, el principal dios nórdico de la guerra y los guerreros, había sido introducido en Escandinavia por los pueblos emigrados desde Asia. Según el mito, los berserkers nórdicos, es decir, los mejores guerreros, eran los elegidos de Odín, que instilaba en ellos una furia que los convertía en fieras salvajes.33

A finales del siglo XIX, el eminente médico y botánico noruego Frederik Christian Schübeler refrendó la tesis de Ødman de que los berserkers, antes de batirse, tomaban una bebida ritual a base de amanita. En 1994, sin embargo, John Mann concluyó que la furia de los berserkers podía deberse a la Amanita pantherina, y no a la Amanita muscaria. Esta última produce alucinaciones, mientras que la primera contiene niveles más altos de muscimol. Esta mayor concentración de elementos psicoactivos de la Amanita pantherina, que puede llegar a provocar estados maníacos, la convierte en una mejor candidata para explicar el furor de los berserkers y la sensación que estos tenían de convertirse en animales salvajes.34 Las alucinaciones inducidas por la ingesta de hongos del género Amanita son acaso similares a las que provocan las plantas de la familia de las solanáceas, las cuales contienen alcaloides como la atropina, la escopolamina y la hiosciamina. Una de las características de la psicosis causada por estas plantas consiste, tal y como describió el destacado toxicólogo alemán Erich Hesse en 1946, en «que la persona intoxicada se imagina transfigurada en algún tipo de animal; la alucinosis lleva al sujeto a creer que le crecen plumas y pelo, sensación debida probablemente a la parestesia».35

A pesar de que algunos autores defienden aún que lo que convertía a los guerreros en berserkers no eran los estupefacientes, sino sus personalidades psicopáticas y una gran capacidad para autoinducirse estados psicóticos (algo así como el éxtasis chamánico), reforzadas por algún tipo de ritual religioso, la tesis de Ødman y Schübeler es la que goza de mayor reconocimiento académico en Escandinavia. Desde este punto de vista, lo que permitía que los guerreros se transformaran mágicamente en berserkers eran los agentes psicoactivos.36 Es decir, que el ideal del guerrero valeroso e indestructible que siembra el terror y la muerte luchando con ardor frenético tendría su origen en un acto de intoxicación deliberada. Este es uno de los factores, aunque por supuesto no el único, que se hallan tras el fenómeno del berserkgang.

Los berserkers parecían invulnerables a los golpes del enemigo y casi insensibles a las heridas. Los pueblos de la zona sentían pavor ante sus ataques y se encomendaban a las deidades: «Dios, sálvanos de la furia de los Hombres del Norte». En la tradición occidental, los berserkers se hallan íntimamente asociados con la imagen de los guerreros-bestia paganos. Schübeler los describe de la siguiente manera:

Los antiguos textos históricos noruegos mencionan en numerosas ocasiones la existencia de un tipo específico de gigantes llamados berserkers, es decir, hombres que a veces caían presas de una furia salvaje que redoblaba su fuerza y los volvía insensibles al dolor corporal, al tiempo que les arrebataba la humanidad y la razón, convirtiéndolos en animales salvajes ... Los afectados realizaban actos que estaban más allá de las capacidades humanas. Se dice que en un primer momento sufrían temblores, rechinar de dientes y escalofríos, y que luego el rostro se les hinchaba y mudaba su color. A esto se unía una gran irascibilidad que, en última instancia, desembocaba en una furia que los llevaba a aullar como animales, a morder el borde de sus escudos y a arremeter contra todo aquello que encontraban a su paso, sin distinguir entre amigos ni enemigos. Cuando salían de ese estado, los embargaba un embotamiento y una debilidad que podían durar entre uno y varios días.37

En inglés, la palabra berserk significa ‘salvaje’, ‘loco’, ‘desenfreno violento’, pero también ‘éxtasis bélico’, y deriva del nombre de esos «furiosos guerreros» escandinavos de los albores de la Edad Media. Cuando un guerrero «se vuelve berserker» (goes berserk), su humanidad experimenta una regresión hacia un estado de divinidad animal o de animalismo divino. A menudo enfurecido por la muerte de sus compañeros de armas, el guerrero afectado por este frenesí pierde el control sobre sí mismo y, sin inhibiciones de ningún tipo, arde en deseos de venganza. En lugar de quedar paralizado por el miedo, se siente fortalecido por un poder divino y se lanza a la masacre en un brutal arrebato de muerte y destrucción. En el furor de la batalla, a menudo conculca las normas y principios esenciales del ethos guerrero, en ocasiones traicionando su propio honor. El «efecto berserker» es bastante común en el calor del combate; de hecho, es algo universal y puede ocurrirle a cualquier soldado presente en el campo de batalla. Aquiles, el «dios salvaje», encarna el prototipo, si no el arquetipo, de este patrón de conducta bélica cuando, buscando vengar la muerte de Patroclo, su amigo y, según algunos, amante, sufre el «efecto berserker». Cegado por la furia, Aquiles llega al extremo de profanar el cadáver de Héctor, primero permitiendo que otros lo mutilen y, después, enganchándolo a su carro para arrastrarlo alrededor de las murallas de Troya, a la vista de su familia.

La bestial conducta del gran Aquiles constituye una desviación del ethos guerrero de los griegos, según el cual al enemigo debía ser odiado, pero también respetado. Homero nos presenta aquí a Aquiles como un antihéroe, todo lo contrario de una figura ejemplar. No obstante, hay que admitir que la idea que los antiguos griegos tenían del heroísmo era terriblemente compleja y ambigua. El pueblo necesitaba a los héroes (para que lucharan con valor y aseguraran su supervivencia y bienestar), pero estos también podían volverse contra el pueblo (el carácter impetuoso y feroz del héroe resulta a menudo en la muerte de quienes se hallan cerca de él). Aquiles es un ejemplo de ello: durante la guerra de Troya se vuelve contra su ejército y su retirada supone un gran número de muertes entre los griegos. O pensemos en Odiseo, quien en el transcurso de su largo regreso a Ítaca toma multitud de decisiones erróneas, e incluso aciagas, que provocan la muerte de la mayoría de sus compañeros. Jonathan Shay subraya este punto al afirmar que «Aquiles perjudicó al ejército griego durante la guerra, y Odiseo perjudicó a su pueblo después de la guerra».38 Y sin embargo, ambos fueron grandes héroes griegos. El héroe encarna tanto lo mejor como lo peor de la humanidad.

En la literatura bélica encontramos numerosas descripciones de éxtasis violentos. Fijémonos en los recuerdos de los veteranos de la guerra de Vietnam, uno de los cuales escribe: «El 22 de diciembre de 1967 fue el día en que mi yo civilizado se convirtió en un animal ... Era un puto animal».39 El soldado que sufre un ataque de furia no solo pierde el control de sí mismo y de su violenta conducta, sino que, sobre todo, pierde su rostro humano. Lawrence Tritle nos recuerda que la matanza indiscriminada y la mutilación del cuerpo del enemigo son algo conocido en todas las épocas y culturas: «No es una práctica exclusiva de las culturas primitivas. En realidad, es algo muy humano».40 Generalmente, lo que activa la furia asesina en un combatiente es la muerte de un camarada, un amigo o un familiar. Un ejemplo contemporáneo de esto lo encontramos en la película de Nick Broomfield La batalla de Hadiza (2008), basada en hechos reales. En noviembre de 2005, una bomba mató a un cabo de los Marines muy apreciado entre sus compañeros en la ciudad iraquí de Hadiza. Los camaradas de este se tomaron la revancha atacando de manera indiscriminada a los civiles que vivían en una colina próxima, matando a veinticuatro personas, entre ellas nueve mujeres, cinco niños y un anciano inválido que iba en silla de ruedas. Sería fácil calificar la acción de esos soldados como crimen de guerra. Para un observador que nunca hubiera oído hablar del berserkgang y el éxtasis bélico, aquello no sería más que un brutal asesinato. Sin embargo, y sin que esto implique poner en duda sus responsabilidades penales, el suyo es un ejemplo perfecto de efecto berserker: un estado mental en el que se producen reacciones psicofísicas y neurobioquímicas de una inmensa complejidad. Jonathan Shay hace un comentario ambiguo, aunque muy revelador, acerca de estos estados de furia asesina:

Nadie ha extraído nunca una muestra de sangre o de líquido cefalorraquídeo de estos guerreros, ni tampoco ha analizado la actividad eléctrica de su sistema nervioso. Nadie sabe hasta qué punto la extensa literatura sobre la fisiología de los estados de tensión extrema es aplicable al fenómeno berserker, sobre el que no existe una literatura fisiológica establecida. Es evidente que las funciones cerebrales y corporales del berserker se hallan tan distantes de las funciones cotidianas como su estado mental de los pensamientos y los sentimientos de todos los días.41

La furia tiene efectos similares a los de los estupefacientes: aumenta la fortaleza y la resistencia mediante el agotamiento de las reservas corporales de energía, reduce la sensación de dolor, mitiga el estrés y atenúa el miedo. Y lo que es más importante: suprime los límites físicos y morales, lo que a su vez hace que la conducta se vuelva impredecible. Los combatientes sometidos al efecto berserker sufren una intoxicación endógena provocada por un cóctel de sustancias bioquímicas generado en el interior de su cuerpo, principalmente en el cerebro; en muchos casos, además, también han recibido un estímulo exógeno, de modo que su furor bélico es resultado de las drogas en un doble sentido.

Pero volvamos a los «guerreros del hongo». El extraordinario valor, a menudo lindante con la temeridad, de los combatientes siberianos y escandinavos también podría ser resultado de uno de los efectos alucinógenos de la amanita: la micropsia. La micropsia distorsiona la percepción del entorno, que parece mucho más pequeño, lo que a su vez aumenta la confianza en uno mismo y produce una sensación de omnipotencia ante un enemigo débil y minúsculo: la micropsia disminuye el tamaño del mundo y lo hace menos amenazador. Pero el muscimol también puede producir el efecto contrario, denominado macropsia, en el que los objetos adquieren un tamaño considerablemente mayor al normal. Muchos investigadores han visto un nexo entre las criaturas anormalmente pequeñas que pueblan el mundo de los cuentos de hadas y las leyendas populares y esta propiedad de los hongos alucinógenos. La Amanita muscaria, además, es uno de los motivos favoritos de los ilustradores de cuentos de hadas, lo mismo que los enanos, que a menudo lucen sombreros cuya forma recuerda al píleo de las setas. Es evidente que algunas de estas historias podrían estar inspiradas en los efectos alucinógenos del matamoscas. Pensemos en Lewis Carroll, que tanta atención dedicó a los estudios sobre los hongos del botánico y micólogo inglés Mordecai Cubitt Cooke. John Mann señala que la descripción que hace Carroll de los efectos psicoactivos de los hongos alucinógenos «es tan esmerada que resulta tentador preguntarse si él mismo pudo llegar a experimentarlos».42 Es probable que la micropsia lo influyera a la hora de escribir Alicia en el país de las maravillas (1865) y Alicia a través del espejo (1871). Uno de los motivos centrales de estos libros es el aumento y la disminución de tamaño de Alicia tras comer hongos o pasteles. Fijémonos en el siguiente pasaje, donde Alicia acaba de ingerir un trocito de seta:

mordisqueó un poco del trozo de la mano derecha para probar su efecto. Un instante después notó una violenta sacudida bajo la barbilla: ¡acababa de darse un golpe contra los pies! Ese cambio tan repentino la asustó muchísimo, pero le pareció que no había tiempo que perder, puesto que se encogía a toda velocidad; así que enseguida se dispuso a comer un poco del otro trozo.43

La influencia de los hongos es asimismo evidente en Los viajes de Gulliver (1726), de Jonathan Swift, entre cuyos personajes encontramos a los diminutos liliputienses y los gigantescos habitantes de Brobdingnag. Se diría que Swift también estaba familiarizado con la micropsia y la macropsia que provocan las amanitas o que él mismo las hubiera experimentado. Llegados aquí, uno podría preguntarse qué tienen que ver los mundos de los cuentos de hadas con los guerreros del hongo. La relación reside en que los berserkers que luchaban bajo los efectos de la Amanita muscaria o la Amanita pantherina debían de experimentar el mundo exactamente como lo percibe Gulliver en el país de Liliput: con una abrumadora sensación de superioridad frente a un enemigo débil e insignificante. En pocas palabras: se transformaban en gigantes que aventajaban a sus adversarios en todos los aspectos.

El uso de «setas mágicas» por parte de los combatientes también aparece registrado en tiempos modernos. Veamos unos pocos ejemplos. Los tártaros elaboraban una bebida especial hecha de cáñamo y Amanita muscaria que bebían antes de entrar en combate con el objeto de elevar la moral e inducirse un furioso trance.44 Durante la guerra entre Suecia y Noruega de 1814, se dijo que algunos soldados suecos del regimiento de Värmland, seguramente colocados con Amanita muscaria, luchaban «dominados por un arrebato de cólera y echando espumarajos por la boca».45 En 1945, una unidad de infantería soviética, tal vez siberiana, combatió con idéntica audacia en la batalla de Székesfehérvár, en Hungría, tras haber consumido hongos. Se dice que luchaban con frenesí, como «perros rabiosos», y que más tarde cayeron en un profundo sopor.46 Aunque nunca lleguemos a encontrar pruebas que confirmen de manera concluyente la autenticidad de estos relatos, su mera existencia en la tradición oral demuestra que el arquetipo del guerrero ebrio y enloquecido se halla firmemente arraigado en la cultura.

Al margen de controversias, existen multitud de pruebas que respaldan la hipótesis de que los famosos guerreros siberianos y escandinavos deben su existencia a los hongos psicoactivos, originalmente utilizados en ceremonias religiosas. A modo de resumen, podríamos decir que la amanita se convirtió en uno de los pilares de la historia sociocultural de la psicodelia y que desempeñó un papel interesante no solo en el contexto de los rituales y las fiestas, sino también en el de la guerra. La planta de coca tuvo una función similar entre los pueblos de Sudamérica. Al igual que la Amanita muscaria, su función original era sagrada y mágica, y si bien su uso acabó estando más extendido que el de los hongos, su efecto era mucho más débil (la planta se empleaba como estimulante de potencia moderada). Los occidentales descubrieron la hoja de coca durante la conquista de Sudamérica y la introdujeron en Europa, donde con el tiempo se haría inmensamente popular bajo la forma, purificada e intensificada, de la cocaína. No obstante, los europeos tardarían tres siglos y medio en convertir la coca en cocaína.

LOS INCAS Y EL TÓNICO DE LA COCA

Cuando llegaron los blancos, nuestros ancestros consultaron con el dios Sol. Les dijo que confiaran en la hoja de coca. La coca os alimentará y sanará, les dijo, y os dará fuerzas para sobrevivir ... Yo le pido a Dios que nos dé siempre coca en abundancia.

Indio peruano en la película

Coca Mama: The War on Drugs (2001)

En 1499, durante su primer encuentro con los indios de la costa de la actual Venezuela, Amerigo Vespucci se quedó absolutamente anonadado al ver la pasión con que aquellas gentes mascaban una hierba. En el diario de su segundo viaje, anota que los indios, siempre rumiando, le recuerdan al ganado:

Eran muy feos de gesto y cara, y todos tenían los carrillos llenos por dentro de una hierba verde que la rumiaban de continuo como bestias, que apenas podían hablar y cada uno traía al pescuezo dos calabazas secas, y una estaba llena de aquella hierba que tenían en la boca, y la otra de una harina blanca que parecía yeso en polvo.47

Es normal que, a ojos del eminente florentino Vespucci, las costumbres y el comportamiento de los nativos parecieran bárbaros y extraños. Ni él ni sus compañeros lograron comprender este curioso hábito de los indígenas, pero Francisco Pizarro arrojó algo más de luz sobre el asunto. Durante la conquista de Perú en 1533, Pizarro descubrió que aquella «hierba verde» que mascaban los guerreros incas eran hojas de coca, y lo más crucial, que aquella planta les ayudaba a combatir la fatiga, incrementar las fuerzas y aumentar la resistencia al dolor. Hoy sabemos que, ya entonces, esa costumbre tenía miles de años de antigüedad.

En 1566, Juan de Matienzo Peralta diría, en tono lapidario: «Sin la coca, el Perú no existiría».48 Y tenía razón, pues de no ser por la hoja de coca la civilización inca no habría logrado sobrevivir en las alturas donde se desarrolló y floreció. Cuenta la leyenda que la hoja de coca fue un regalo de los dioses, motivo por el que se le atribuía un significado mágico y por el cual la utilizaban, sobre todo, caudillos y adivinos. En la cultura inca, la coca tenía, además, muchas otras funciones, principalmente religiosas y rituales (a partir del siglo XIII pasó a considerarse una planta divina, indispensable en ceremonias espirituales y sacrificios rituales), terapéuticas (como medio para prevenir enfermedades) y vigorizante (como tónico durante actividades que requirieran un gran esfuerzo físico). Las propiedades estimulantes, tonificantes, antidepresivas y anestésicas de la hoja de coca pueden reducirse a la siguiente fórmula: la coca proporciona energía y alivia el hambre, la sed y la sensación de frío. La coca no solo contiene vitaminas (sobre todo vitamina B), proteínas y minerales (principalmente hierro y calcio), sino también más de una decena de alcaloides, entre ellos entre un 0,5 y un 1 % de cocaína. Es la cocaína la que afecta al sistema nervioso central, la que acelera el consumo de la energía almacenada en el cuerpo y la que, al mismo tiempo, reduce el hambre, la sed y la fatiga.

El jesuita mestizo Blas Valera, hijo de un conquistador español y de una nativa peruana, escribió en 1609 acerca de las propiedades medicinales de la coca y observó que esta

preserva el cuerpo frente numerosas dolencias, y nuestros doctores úsanla machacada para curar dolores y huesos rotos, para alejar el frío del cuerpo o para prevenir su entrada en este ... Tanto es su beneficio y tan singulares sus virtudes en el tratamiento de los dolores externos, que sin duda tanto mayor ha de ser su virtud y eficacia en las entrañas de quienes la coman.49

Valera no exageraba: la coca aumenta el rendimiento, sobre todo a gran altitud, donde el aire se enrarece (a unos 3.600 metros sobre el nivel del mar), ya que la aceleración de la frecuencia cardíaca mejora la función respiratoria. Los mensajeros incas (los chasquis) mascaban hojas de coca de manera habitual cuando recorrían grandes distancias, lo que aumentaba su fuerza y resistencia. La coca les permitía recorrer hasta 240 kilómetros en un solo día. Los chasquis, que también suministraban mercancías de valor a la familia real, eran corredores excepcionalmente veloces y, gracias a ellos, el pescado procedente del Pacífico «podía consumirse en Cuzco al día siguiente, a 480 kilómetros de la costa y cuesta arriba».50 Las crónicas del siglo XVI de Pedro Cieza de León, José de Acosta y Juan Montiel confirman que la costumbre de mascar coca (chacchar) era una manera corriente de combatir el cansancio durante los viajes a gran altitud por los Andes. En 1590, por ejemplo, el padre José de Acosta, misionero jesuita español, anota que la coca imbuye «fuerza y coraje» a los indios.51 Los efectos de la coca son, en esencia, los mismos que los ejércitos siempre han admirado y deseado. No es de extrañar, por tanto, que los ejércitos peruanos y bolivianos hicieran de ella un uso sustancial, sobre todo durante las largas y agotadoras marchas a grandes altitudes. Entre los extraordinarios ejemplos del uso militar de la coca, encontramos el de un soldado boliviano que en 1837 logró recorrer, en solo veinte días, la increíble distancia de 2.200 kilómetros y, lo que es más, alcanzar su destino sin signos visibles de fatiga.52 Algunas investigaciones y pruebas arqueológicas recientes sugieren que en Sudamérica la coca comenzó a mascarse como muy tarde hacia el 6000 a. C.53 Al principio, en el imperio inca, el privilegio del chacchar se limitaba al inca, la nobleza y los sacerdotes. Con el tiempo, sin embargo, fue extendiéndose. Durante la conquista, la Iglesia católica trató de prohibir el uso de la coca, objetivo que al inicio figuró también entre las prioridades de los conquistadores españoles. Los europeos cayeron en la cuenta de que el único medio efectivo de apartar a los indios de sus «salvajes» ritos incas pasaba por privarlos del derecho a consumir hojas de coca. En 1569, la asamblea de obispos de Lima condenó la planta y declaró que el hábito de mascarla constituía una influencia maligna. Los colonizadores creían que eliminando esa antigua costumbre conseguirían destruir la espiritualidad inca; una vez desposeídos de su identidad, los nativos podrían por fin ser sometidos. Sin embargo, cuando los conquistadores descubrieron que la coca podía ayudar a incrementar la productividad de los esclavos y, a la vez, reducir en un 20 o 25 % las raciones de comida necesarias, enseguida abandonaron las medidas destinadas a erradicar el consumo de coca y adoptaron una postura despiadadamente pragmática con respecto a los efectos vigorizantes de la planta y la centenaria costumbre del chacchar. El suministro regular de hojas de coca mejoró la eficiencia de los mineros incas que trabajaban a 4.000 metros sobre el nivel del mar. Los criollos dueños de las plantaciones y las minas permitían a sus trabajadores descansar hasta tres veces para que mascaran hojas de coca.54 Al convertir la coca en un puro instrumento de maximización de la producción del sistema de encomiendas (mediante el cual una parte del producto obtenido con el trabajo de los esclavos se distribuía entre los pobladores españoles), los colonizadores despojaron a la coca de los valores rituales, religiosos, mágicos y sociales hasta entonces inherentes a su uso.

Max Weber dijo que la coca perdió su magia debido al avance inexorable del racionalismo instrumental occidental y su carácter globalizador. Un efecto inevitable de la modernidad. De las cinco grandes funciones de la coca en la cultura inca, ahora la más importante era su papel como estimulante. El ya clásico estudio Peru: History of Coca (1901), de Golden Mortimer, contiene un pasaje llamativo que resume muy bien esta transformación forzosa del uso de la coca en los Andes: «Dado que trabajar sin la coca era de todo punto imposible, los amos proporcionaban hojas de la planta a los indios, del mismo modo que uno echa combustible a un motor con el fin de producir una determinada cantidad de trabajo».55 Durante este proceso de instrumentalización, la coca se convirtió en moneda de cambio. Los dueños de las plantaciones solían pagar a sus trabajadores con hojas de coca, una práctica que en algunas regiones de los Andes sobrevivió hasta el siglo XX.56 Esto, a su vez, redundó en un mayor empobrecimiento de los indios, ya que al no recibir dinero tampoco podían comprar comida. En lugar de monedas, recibían hojas de coca, que aliviaban el hambre, pero no la satisfacían. El siguiente paso de este doble proceso de instrumentalización y desmitificación de la coca fue su comercialización.

La conquista española del imperio inca popularizó el uso de la coca, que durante el gobierno español pasó de ser un producto reservado a un selecto grupo de miembros de la élite a convertirse en estimulante de masas. El chacchar dejó de ser un acto ritual y pasó a ser una necesidad cotidiana. Podemos encontrar un fenómeno histórico sorprendentemente similar en el cambio que experimentó el papel social del opio en la China del siglo XIX. Al principio, las élites gobernantes eran las únicas que lo fumaban, pero con el tiempo se convirtió en algo común, por no decir universal. Los británicos contribuyeron de manera decisiva a este consumo masivo que acabaría desembocando en abusos y adicción. Claro que lo que allí estaba en juego eran los intereses del imperio británico. (Exploraremos este asunto más detenidamente en el capítulo 3.)

Los estadounidenses, con gran pragmatismo, hicieron un uso decisivo de los alcaloides de la hoja de coca con el objetivo de maximizar la productividad de quienes trabajaban para ellos en un régimen de cuasiesclavitud. En un artículo publicado en 1912 en la revista Century, el médico estadounidense Charles B. Towns informaba de que «en los estados del Profundo Sur, los capataces de las plantaciones algodoneras echaban cocaína en la sopa que (gratuitamente) se repartía al mediodía entre los jornaleros para, de este modo, aumentar su rendimiento por la tarde».57 Es decir, que tanto los braceros negros de las plantaciones de algodón como los esclavos incas que trabajaban en las minas de plata de los Andes fueron explotados con la ayuda de la coca(ína). En 1902, una revista médica estadounidense citaba el caso del propietario de una plantación que, en lugar del habitual suministro de whisky, repartía entre sus trabajadores raciones de cocaína.58 La cocaína, en efecto, se había extendido por el Sur desde Nueva Orleans, donde, ya en la década de 1880, los estibadores negros habían empezado a tomarla para soportar las brutales condiciones de su trabajo y las inclemencias del tiempo. Estos trabajadores pobres y malnutridos no tardaron en descubrir los efectos beneficiosos y vigorizantes de la droga: tomando cocaína, algunos podían trabajar hasta «setenta horas seguidas sin dormir ni descansar, lo mismo si llovía como si hacía frío o calor».59 Cuando estos «trabajadores cocainómanos» fueron llamados a filas, se llevaron el hábito consigo. Con el tiempo, el uso de cocaína entre los soldados estadounidenses se convirtió en un problema de tal magnitud que, entre 1910 y 1912, varios médicos castrenses publicaron artículos en los que instaban a purgar el ejército de adictos. No obstante, la convergencia entre la cocaína y el ejército se remonta al siglo XVIII. Así que hagamos un pequeño viaje en el tiempo.

LA COCA Y EL SITIO DE LA PAZ

Los efectos de la coca fueron claramente perceptibles con ocasión de las revueltas indias contra los españoles en Sudamérica, sobre todo durante la rebelión antiespañola de Túpac Amaru II en la segunda mitad del siglo XVIII. Don Hipólito Unanue, colaborador de la revista Mercurio Peruano, habla de un grupo de guerreros indios que debía atravesar uno de los altiplanos más fríos de Bolivia para regresar a su división. Durante la extenuante marcha, se quedaron sin provisiones y, al final, «los únicos soldados que llegaron en condiciones de luchar fueron aquellos que desde niños habían adquirido la costumbre de llevar siempre encima una bolsa de coca».60 Desde marzo hasta finales de junio, y nuevamente desde agosto hasta mediados de septiembre de 1781, un contingente de 40.000 rebeldes liderados por Julián Apaza Nina, conocido como Túpac Katari, asedió la ciudad boliviana de La Paz. El cerco se alargó y los indios se negaron a continuar luchando a menos que se les suministrasen suficientes reservas de coca, con lo que Katari no tuvo más remedio que organizar expediciones a las plantaciones andinas para recoger las hojas. Al final, la decisión de Katari se reveló acertada, pues no solo logró evitar que sus hombres se amotinaran, sino que consiguió mantener la disciplina y la efectividad en el combate.

La coca ayudó a los contendientes a sobrellevar el agotamiento provocado por el largo asedio y fue igual de importante para las tropas indias como para los civiles asediados, en su mayoría españoles. Detrás de las murallas de la ciudad, los soldados de la guarnición y el pueblo soportaron grandes privaciones y, cuando las reservas de alimentos se hubieron agotado, sobrevivieron únicamente mascando hojas de coca, con las que aliviaban el hambre y la sed y aumentaban la resistencia física. Las condiciones en La Paz eran de lo más dramáticas: unas 10.000 de las 25.000 personas atrapadas tras sus muros perdieron la vida, muchas de ellas a causa del hambre. El comandante a cargo de la defensa de la ciudad recordaría más tarde que los habitantes, desesperados, empezaron a comerse los caballos, las mulas y los asnos, y siguieron con los perros y los gatos; cuando ya no quedaron animales, se alimentaron de la corteza de los árboles. Incluso se tiene constancia de algunos casos de canibalismo. Nada tiene de extraño, pues, que las grandes reservas de coca acumuladas en la ciudad terminaran siendo cruciales para quienes tuvieron la suerte de no morir. Era la primera vez que el poder de la coca se revelaba ante el mundo de un modo tan espectacular.

Cuando las crónicas de los jesuitas sobre los dramáticos acontecimientos ocurridos en La Paz llegaron a Europa, despertaron el interés de los occidentales y se convirtieron en objeto de meticuloso estudio, sobre todo entre médicos y militares. ¿Qué conclusiones podían extraerse de aquellos testimonios? En 1787, el jesuita Antonio Julián vislumbraría una solución, a su juicio, muy humanitaria para el problema de la pobreza: sugirió que a los pobres de Europa se les dieran de comer hojas de coca para suprimir el hambre y la sed, y, por extensión, reducir su frustración, indignación y rabia. En 1793, don Pedro Nolasco Crespo abogó por suministrar coca a los marineros europeos para que estos pudieran hacer frente a sus largas y agotadoras travesías.61 ¿Y qué hay de los soldados? Todavía debían pasar unas cuantas décadas para que los ejércitos europeos realizaran los primeros experimentos serios con la coca. Pero de ello seguiremos hablando en el capítulo 6.