De diez cabezas, nueve embisten y una piensa.
ANTONIO MACHADO
Beatrice Cenci. Condenada por el papa a muerte por el asesinato de su padre. Decapitada en plaza pública al alba del 11 de septiembre de 1599. Tenía 16 años. Primero fue descuartizado su hermano. Luego le tocó el turno a su madrastra. Su hermano menor, el único al que el pontífice concedió la gracia de vivir, fue obligado a presenciar la muerte de cada uno de sus parientes.
Su espeluznante historia, la de su familia, la del padre, el conde Francesco Cenci, y la del truculento proceso que precedió las condenas de integrantes de la más encumbrada aristocracia romana, tiene como protagonista a la bajeza humana en un grado incomparable, acompañada, por supuesto, de la depravación y esa deformación de quienes cortejan al poder a toda costa.
Según los romanos, el fantasma de Beatrice reaparece cargando su propia cabeza cada 11 de septiembre. Se le ha visto deambular durante siglos por los alrededores del castillo Sant’Angelo, el lugar escogido entonces por los papas para las ejecuciones públicas.
El palacio de los Cenci quedaba a dos cuadras de mi residencia. Desde las ventanas de la recámara podía verlo. Saliendo de casa, en línea recta, atravesando la vía Arénula, justo antes de alcanzar el gueto judío, estaba el macizo palacio medieval que se extendía hasta la Piazza delle Cinque Scuòle. Se trata de un vetusto conjunto compuesto por el macizo edificio original junto a anexos de diversos periodos, adosados irregularmente sobre una leve elevación, hoy conocida como monte Cenci, sin mayor gracia ni esplendor que el que encierra su horripilante historia. A pesar de la proximidad del complejo, su existencia me había pasado inadvertida durante los dos años que llevaba en aquella ciudad.
Era la segunda vez que venía a vivir a Roma. En la primera ocasión, a inicios de 2012, llegué por razones médicas. Entonces pasé seis meses entre Roma y Amberes, en cuyo hospital universitario recibía una especie de vacuna que permitiría que mi sistema inmunológico pudiera detectar determinadas proteínas de las células cancerosas. Tres años antes había sido diagnosticado de leucemia.
La defensa contra la leucemia había empezado en Houston, Texas, a finales de 2009. Luego de ocho meses de quimioterapia, en los que varias veces pensé que no sobreviviría, los doctores del MD Anderson de Houston lograron la remisión de la enfermedad. Pero la victoria no duró mucho. A los seis meses detectaron la recaída. Regresé al infierno del MD Anderson. Más quimio, al menos para contener la leucemia (toda vez que ya sabían que la batalla no se ganaría con base en cocteles). Correspondía hacerme un transplante de médula ósea. Pero a falta de un donante medianamente compatible, y luego de conocer las complicaciones y posibles secuelas que me dejaría el procedimiento, si sobrevivía, opté por no hacérmelo.
El tratamiento que recibí en Europa era la alternativa a, simplemente no hacer nada. Pedí ser admitido a la fase experimental de un procedimiento desarrollado por médicos belgas para controlar esas células cancerosas que silenciosa pero obstinadamente buscaban volver a tomar el control. Eventualmente lo conseguirían. El cáncer volvería otra vez, pero mientras eso ocurrió viví en Roma.
A la Ciudad Eterna llegaba cada mes procedente de Amberes, en cuyos hospitales me hacían exámenes, me inyectaban compuestos, observaban mis reacciones, me succionaban la médula ósea. Pasadas las primeras fiebres que producía la vacuna, tornaba a Roma, a recuperarme.
Panamá se sentía lejos. ¡Panamá y sus problemas! Yo había sido por siete años presidente de La Prensa, el periódico más importante del país. Abundaban las noticias de los escándalos de corrupción del gobierno de Ricardo Martinelli, que para entonces tenía casi tres años en el poder. En Roma quería tomar distancia del periodismo y distraerme para abonarle tranquilidad a mi organismo y, supuestamente, ayudarlo en su batalla contra la leucemia. Pero no siempre lo lograba.
El “escándalo Finmeccanica” no era nuevo para mí, pero sí algo distante, sobre todo los detalles, porque cuando inicialmente se denunciaron irregularidades en la compra millonaria que el gobierno de Panamá había hecho al conglomerado italiano, yo estaba hospitalizado en Houston.
Lo que hasta entonces había escuchado sobre las contrataciones con las empresas italianas pintaba turbio. Se trataba de la compra multimillonaria de radares y helicópteros a Italia hecha a raíz de un acuerdo entre Silvio Berlusconi y Ricardo Martinelli. Las adquisiciones pronto arrojarían señales de sobreprecio. Había renuencia a revelar información sobre los equipos que se compraban y los precios pactados, amén de un rosario de contradicciones entre los funcionarios panameños al tratar de justificar la contratación.
Fueron los dos diarios panameños La Estrella de Panamá y La Prensa, y los italianos La Repubblica e Il Fatto Quotidiano los que dieron las primeras campanadas.
La mera firma de contratos entre Berlusconi y Martinelli era para muchos un primer indicio en contra. Dos almas gemelas y con trayectorias políticas similares, en la forma como se habían multiplicado sus fortunas desde su llegada al poder, encendían las alertas. Era evidente que las autoridades no estaban siendo transparentes. Pero a mí, tengo que admitir, el tema no terminaba de conquistarme periodísticamente. Es cierto que estaba alejado del país y de la redacción de La Prensa, y que buscaba tranquilidad, pero en el fondo creo que me daba pereza adentrarme en el complicado entramado de sociedades, personajes y apellidos: Berlusconi, Tarantini, Lavitola, Finmeccanica, Impregilo, Velocci, Ioannucci, Capriotti, Martinelli, Francolini…
Encontraba curioso que esta empresa, cuyo nombre la mayoría de los panameños jamás había oído mentar hasta que explotó el escándalo de los radares y los helicópteros, fuera un enorme conglomerado industrial y tecnológico en Italia, el segundo más grande del país en esos momentos, con cerca de 65 000 empleados alrededor del mundo. El gobierno italiano poseía 30% del capital de la empresa. Otra buena porción de sus acciones, 40%, estaba en manos de fondos de pensiones que indirectamente respondían también al gobierno. Por ello, la injerencia política sobre la dirigencia del conglomerado era indiscutible.
Con la caída del último gobierno de Berlusconi, en noviembre de 2011, y a raíz de investigaciones que diversos fiscales habían iniciado por múltiples acusaciones de actos de corrupción, saldría a relucir el nombre de un personaje cuya siniestra historia repercutiría por años en Italia: Valter Lavitola. Resulta que este íntimo colaborador de Berlusconi tenía un rol de intermediario en el negocio con Panamá.
Un fin de semana de abril de 2012 volé de Roma a Amberes. Me tocaba vacunarme. El lunes recibiría mi tratamiento. Luego me harían una nueva biopsia de médula ósea. Tenía planeado viajar de regreso el martes. En Amberes, la víspera de las citas, luego de cenar, vi una noticia de última hora. Valter Lavitola había acordado con los fiscales italianos que se entregaría. Así que ese mismo domingo, 15 de abril de 2012, Lavitola abordaba el avión en Buenos Aires con destino a Roma.
Fui yo quien alertó a la redacción de La Prensa sobre la noticia la noche del domingo. La información publicada la mañana siguiente en la portada del periódico fue una primicia para los panameños pero, sobre todo, para el gobierno. A partir de ese día empezaría a brotar una cantidad interminable de información sobre el caso. Los hechos que se daban a conocer colocaban en una situación muy comprometida al presidente Martinelli y a miembros de su gobierno.
Durante las siguientes semanas, día y noche, pasé horas obteniendo las copias del expediente que periodistas italianos me facilitaban para luego, junto a un grupo de amigos, traducir al español el material relevante y enviarlo al periódico antes de la hora de cierre. Era un torrente de información borrascosa, con todo tipo de pruebas, correos electrónicos, transcripciones de grabaciones telefónicas y facturas que sustentaban una actividad delictiva de meses entre Lavitola, ejecutivos de Finmeccanica y funcionarios panameños.
En Roma vi la grabación de la conferencia de prensa que el presidente Martinelli ofreció ese jueves. Quedé estupefacto con lo que dijo.
Pero, para mí, el frenesí periodístico no duraría mucho más. Terminó a la tercera semana. Un sábado en la noche recibí en mi celular una llamada del doctor belga. Apenas vi el número, sospeché lo peor.
—Hay indicios de que la leucemia volverá. Lo siento. Aún es temprano, se ha detectado apenas a nivel molecular, pero volverá —me aseguró el doctor.
Concluía así mi estancia en Europa. El siguiente año lo pasé en Nueva York, bajo tratamientos médicos en el Memorial Sloan Kettering Cancer Center. Entre mis estadías en el hospital y los reposos en un departamento que alquilé en la Calle 76 con Madison le daba seguimiento a lo que las prensas panameña e italiana iban publicando de tiempo en tiempo sobre este escándalo.
El gobierno panameño, empezando por el propio presidente, seguido por los ministros de Seguridad, José Raúl Mulino, y de Gobierno, Roxana Méndez, además de otros voceros oficiales, negaba fogosamente cualquier ilicitud. Por el contrario, denunciaba como infundadas las publicaciones que habían llevado a cabo medios de ambos países. En Panamá eran descalificados los diputados y líderes de la oposición que en la Asamblea Nacional o desde las televisoras pedían una investigación. La defensa de los contratos firmados con Finmeccanica y sus filiales Selex (radares), AgustaWestland (helicópteros) y Telespazio Argentina (mapa digital) por parte de las autoridades era vehemente.
Cuando volví a Panamá, sin vencer la leucemia pero habiendo logrado controlarla temporalmente, mi país estaba inmerso en la campaña electoral. Faltaba menos de un año para que concluyera el periodo de cinco años del presidente Martinelli y seis meses para las elecciones.
Las elecciones de 2014 las ganó Juan Carlos Varela, el candidato que siempre apareció de último en las encuestas. No tuve ningún vínculo con su campaña. Voté por él. Siendo presidente electo me le acerqué preocupado porque el gobierno de Panamá estaba a punto de perder la oportunidad de ser parte del juicio que por corrupción internacional los fiscales de Roma iban a iniciar contra Valter Lavitola y ejecutivos de Finmeccanica.
La República de Panamá tenía la oportunidad de convertirse en parte civil en el proceso. Si lo hacía, tendría derecho a participar en el proceso judicial, tendría acceso a las pruebas que habían conseguido ya los fiscales y a solicitar que se practicaran nuevas diligencias. Lo más importante: en caso de que fueran condenados los acusados, Panamá tendría la posibilidad de demandar a los individuos y, sobre todo, a Finmeccanica, para recuperar los fondos públicos perdidos mediante una reparación por los daños materiales y morales ocasionados al país. Pero el gobierno Martinelli rehusaba, a como diera lugar, que el Estado panameño participara en este proceso.
El propio presidente Martinelli publicó el siguiente tuit por esos días: “No queremos que se atrase juicio de Finmeccanica. La verdad debe conocerse pronto; Panamá no pide ser parte, este es tema entre italianos”.
El juicio en el Tribunal de Roma inició el viernes 27 de junio. El gobierno de Martinelli terminaba tres días después, el 30 de junio. Juan Carlos Varela tomaba posesión el 1 de julio de 2014.
Debido a mi interés anterior en el caso de Finmeccanica recibí desde Roma mensajes de los periodistas amigos que había dejado allá, e incluso de algún funcionario italiano, para que Panamá no perdiera esa oportunidad. ¿Qué se podía hacer? ¿Quizá gestionar una posposición de la primera audiencia, para que el nuevo gobierno designara abogados?
Fue por esos días que le pedí una cita al presidente electo. Varela, que ya sabía la razón de nuestra reunión, había pedido a sus abogados explorar opciones. Fue advertido por ellos de que cualquier actuación oficial debía esperar hasta su toma de posesión para que no se interpretara como que estaba usurpando funciones públicas. Teníamos las manos atadas.
Entonces intentamos enviar un mensaje político.
—Con una declaración del presidente electo —me dijo Joan Solés, corresponsal en Italia de la cadena española Ser, un periodista que había cubierto estos casos desde el inicio— los fiscales italianos quizá puedan lograr convencer a la juez que preside el caso de posponer la audiencia para dar oportunidad al nuevo gobierno de convertirse en parte civil.
Varela accedió a que se anunciara la posición del nuevo gobierno de manera que le pudiese llegar a los fiscales el mensaje por los medios de comunicación.
El jueves 26 hubo un acto protocolar. Se presentó públicamente a los integrantes del nuevo gabinete y a los directores de las demás entidades oficiales. Al concluir el acto, el ministro de Seguridad Pública designado, Rodolfo Aguilera, anunció que Panamá solicitaría ser parte civil en el proceso que se iniciaba en Roma.
—Se tomarán medidas inmediatas con el fin de formalizar la acción en el Tribunal de Roma. Tenemos una decisión inequívoca de formar parte del proceso penal —dijo Aguilera.
Pero esa partida se perdió, como se verá más adelante. ¡Por cuatro días! La audiencia se inició y Panamá quedó fuera del juicio. Después se conocerían los movimientos tras bambalinas que tuvieron lugar en esos días.
El nuevo presidente de Panamá me ofreció ser embajador ante la República Italiana. Fue así como volví a vivir por segunda vez en Italia. Llegué a finales de 2014, ahora como diplomático, y pasé los siguientes dos años imbuido en el caso. Llevaba ahí algún tiempo cuando supe de la leyenda de los Cenci.
Por ese entonces ya habían concluido las negociaciones con el grupo Finmeccanica, razón primordial por la que acepté la misión diplomática en Italia. Había visto mucho, y aprendido mucho. La imagen de aquella primera conferencia de prensa, con el presidente Martinelli en el anfiteatro del palacio presidencial, negando cualquier ilicitud pero abusando del poder para desacreditar a quienes cuestionaban lo actuado, me volvió a la cabeza. Miré retrospectivamente y vi que en ella estaba todo resumido.
Entonces pensé en el periodista Hugo Famanía, una de las víctimas colaterales que fueron cayendo en esta historia plagada de bajezas, mentiras y ataques a inocentes.
—Hugo —le dije por teléfono—, he estado pensando escribir sobre el caso Finmeccanica y me parece que aquella conferencia de prensa en la que el presidente Martinelli terminó hablando de ti y tus problemas personales resume el carácter de esta historia.
Entonces Hugo me confesó algo que para mí era desconocido. Resulta que el ataque no fue tan impulsivo como pareció esa noche ni tan improvisado como aparenta en las grabaciones que existen de aquel evento.
—Esa tarde —me contó—, unas cinco horas antes de que ocurriera aquel incidente en la Presidencia, recibí un mensaje raro del presidente Martinelli. Usted sabe cómo eran las cosas en esa época. El presidente le escribía directamente a los periodistas: nos llamaba y nos reclamaba por lo que publicábamos o decíamos al aire.
—Nunca supe que te había escrito antes del evento —le comenté sorprendido.
—Sí, me escribió un chat: “Ya sé porque Velocci y tú son tan amigos”, decía el mensaje. Uno ya estaba acostumbrado a estas cosas, a este tipo de mensajes. Por ello, yo no le presté mayor atención en ese momento y lo olvidé.
—Pero, ¿eras amigo de Velocci? —le pregunté a Famanía.
—No, no. No lo conocía, jamás había intercambiado una palabra con ese señor. Aún no lo conozco. Por eso me dije: “Estas son cosas del presidente, su estilo”, y seguí en lo mío.
Fue al día siguiente del incidente cuando Hugo recordó el intercambio de mensajes con el presidente. Buscó en su teléfono celular el mensaje y lo encontró. Se fijó en la hora.
—¿Cómo se enteró de que yo iba a la conferencia de prensa esa tarde? —me comentó incrédulo.
En efecto, ¿cómo sabía el presidente a quién mandaría Medcom a cubrir la conferencia de prensa, cinco horas antes de que iniciara, especialmente Hugo Famanía, que llevaba meses sin hacer reportajes en la calle ni había ido a la Presidencia? Además, su asignación fue prácticamente fortuita, al tropezarse al azar con el jefe de noticias en un pasillo. Si no hubiera llegado temprano a su trabajo ese día, jamás se hubieran encontrado.
Esta revelación me la hizo Hugo durante una llamada telefónica que sostuvimos un 11 de septiembre de 2016. Ya era de noche en Roma. Recuerdo la fecha porque cuando terminamos la conversación volví a prestar atención a los noticieros, cuyo audio había silenciado. En la televisión italiana contaban la leyenda de Beatrice Cenci.
La historia del parricidio tiene una génesis espeluznante. Resulta que Francesco Cenci era un avasallador. Un aristócrata de altísima alcurnia que había heredado una fortuna “que sería la envidia de cualquier papa”, como se decía entonces en Roma. Era conocido por su carácter violento, así como por la avaricia con su propia familia. Un abusador que ya había sido condenado un par de veces por violación carnal, pero había salido libre gracias a la indulgencia con la que se trataba a los nobles y a los pagos que le hacía al papa.
De su primer matrimonio, con otra de las grandes fortunas de Roma, la de los Santacroce, tuvo 12 hijos. La mayoría morirían jóvenes, sobreviviendo apenas algunos hombres y las dos mujeres, Antonia y Beatrice.
La joven y noble Lucrezia Petroni se convirtió en la segunda esposa del conde Cenci. Éste había enviudado en circunstancias que siempre dejaron dudas sobre la causa real de la muerte de su primera mujer. La avaricia hace que los hijos varones más grandes, ya en un nivel paupérrimo de supervivencia, acudan donde Clemente VIII para que intervenga. El papa ordena que varias tierras familiares sean transferidas a los hijos hombres para que subsistan, mientras que autoriza a la hija mayor, Antonia, a casarse con un noble de Gubbio y así escapar de la nefasta órbita paternal, no sin antes obligarlo a pagar una dote elevada.
La leyenda cuenta que en algún momento la joven Beatrice es descubierta por el padre enviándole cartas a sus hermanos y a las autoridades, clamando clemencia ante la crueldad de su hogar, cuyos abusos se extiendan hasta su madrastra. Al papa incluso le suplicó, sin éxito, que la enviara a un convento de clausura. A pesar de que toda Roma conocía el carácter malvado y libertino del padre, nada ocurrió. Luego se sabría que Beatrice temía algo mucho más grave que un padre déspota.
El conde Cenci se torna violento. Envía entonces a su esposa Lucrezia y a su hija Beatrice fuera de Roma, confinándolas a un castillo familiar apartado y aislado, cerca de Rieti. Además del castigo, el padre alega que no quiere que nadie se le acerque a Beatrice, no quiere perderla, pero tampoco quiere terminar pagando una dote, como ocurrió con su hermana, cuando el sumo pontífice ordenó su matrimonio. La verdad no tardará en salir. Francesco Cenci está obsesionado con la belleza de su hija, quien es ya una bella doncella. Ocurre la más cruel de las infamias. Se consumó el incesto.
El hermano mayor, Giacomo, junto con Beatrice y la propia esposa, Lucrezia, llegan a la conclusión de que la única salida es dar muerte al energúmeno. Cuando se enteran de que el conde organiza una de sus visitas al lejano castillo, y aterrados por lo que les espera a quienes están allí confinadas, recurren a la complicidad de dos sirvientes para organizar el homicidio.
Mientras dormía profundamente, luego de que le añadieron opio al té, los sirvientes entraron a su dormitorio. Uno lo sujetó mientras el otro le clavó un perno en la garganta. Un segundo clavo le atravesó el ojo. Luego lo envolvieron con las sábanas y lo arrojaron al precipicio por el balcón de su recámara, con el fin de fingir que había caído accidentalmente. Esa noche golpearon el suelo del balcón para aparentar que había cedido la estructura causando la caída inocente del conde.
A la mañana siguiente la familia amaneció dando gritos de horror ante el trágico accidente. Del pueblo llegaron a rescatar el cadáver del barranco donde había caído. Pocos creyeron que hubiera sido un accidente. La tórrida historia apenas empezaba.
Un cura, sin mayor experiencia, sospechó de inmediato que había sido asesinado. El cadáver estaba demasiado frío, la caída no había ocurrido recientemente. Además, los huecos en la cabeza del conde eran inexplicables y no correspondían con las magulladuras que produciría una caída así.
A los pocos días uno de los sirvientes salió huyendo. Luego sería capturado por un cazador. Ambos sirvientes fueron torturados por los fiscales pontificios. Igual Giacomo, Lucrezia y Beatrice, quienes no escaparon del horror de la justicia papal. Las versiones fueron surgiendo. Beatrice, a pesar de toda la crueldad que soportó, jamás admitió su autoría. Confrontada con las confesiones de los demás, al final del martirio admitió: “Mi único pecado ha sido el haber nacido”.
Según Shelley, en el prefacio de su obra Los Cenci, “el papa, entre otros motivos para ser tan severo, seguramente pensó que quienes habían matado al conde Cenci habían privado al tesoro papal de una fuente copiosa de recursos”.
El 11 de septiembre de 1599, un año después de la muerte del conde Francesco Cenci, concluido el juicio, todos fueron condenados. De nada valieron las súplicas de quienes pidieron misericordia a Clemente VIII. Giacomo, el hijo mayor, fue descuartizado en la plaza pública y sus extremidades fueron colgadas a la vista del pueblo romano frente al castillo Sant’Angelo.
Le siguió la ejecución de Lucrezia, quien fue decapitada en la misma plaza. Luego le cortaron la cabeza a Beatrice.
Bernardo, el último hermano, se salvó de la muerte. Tenía apenas 12 años. Sin embargo, su condena consistió en ser castrado. Luego fue llevado hasta el sitio de la ejecución para presenciar la muerte de sus familiares. Como único sobreviviente de la familia, se hubiera convertido en el heredero de la fortuna de los Cenci. Pero esto no ocurrió porque el papa, como pena accesoria, decidió quedarse con el patrimonio de la familia. Confiscó todos los bienes y propiedades de los Cenci. Años después se las vendió a los Borghese.
Para la gente de Roma, Beatrice se convirtió en un símbolo de resistencia contra la aristocracia y los abusos papales. Nace así su leyenda. Cada aniversario se le ve cargando su cabeza, al anochecer, precedida por ráfagas, como testimonio del abuso del poder en todas sus vertientes, desde la del gobernante inescrupuloso y el noble déspota hasta la de la codicia desenfrenada y la justicia torcida.
La historia de la trampa alrededor de los contratos con Finmeccanica había que contarla. Una versión moderna de codicia sin límites ni pudor.