Los descubrimientos son peligrosos... pero también lo es la vida. Un hombre que no desea correr riesgos está condenado a no aprender jamás, ni a madurar, ni a vivir.

Planetólogo PARDOT KYNES,

Un primer libro de lecturas, escrito para su hijo Liet

Cuando la tormenta de arena llegó desde el sur, Pardot Kynes estaba más interesado en tomar lecturas meteorológicas que en buscar refugio. Su hijo Liet (de sólo doce años, pero avezado en las duras costumbres del desierto) examinó con ojo crítico la antigua estación meteorológica que habían encontrado en el puesto de experimentos botánicos abandonado. No albergaba la menor confianza en que la máquina funcionara.

Entonces, Liet desvió la mirada hacia la tempestad que se aproximaba, al otro lado del mar de dunas.

—El viento del demonio en pleno desierto. Hulasikali Wala.

Casi por instinto, comprobó los cierres de su destiltraje.

—Tormenta de Coriolis —le corrigió Kynes, utilizando un término científico en lugar de la expresión fremen que su hijo había usado—. El movimiento de rotación del planeta aumenta la velocidad de los vientos que azotan las llanuras. Las ráfagas pueden alcanzar velocidades de setecientos kilómetros por hora.

Mientras su padre hablaba, el joven se ocupó de cerrar la estación meteorológica en forma de huevo, y comprobó los cierres de los respiraderos, la pesada compuerta, las provisiones de emergencia almacenadas. No hizo caso del generador de señales y el radiofaro de socorro. La estática de la tormenta de arena reduciría a añicos electromagnéticos cualquier transmisión.

En sociedades sofisticadas, Liet habría sido considerado un niño, pero la vida entre los fremen, siempre difícil y sometida a mil peligros, le había dotado de una madurez que pocos alcanzaban a una edad que doblaba la suya. Estaba más preparado para hacer frente a emergencias que su padre.

El Planetólogo se rascó su barba rubia veteada de gris.

—Una buena tormenta como esta puede abarcar una extensión de cuatro grados de latitud. —Aumentó el brillo de las pantallas de los aparatos analíticos de la estación—. Eleva partículas a una altitud de dos mil metros, de forma que quedan suspendidas en la atmósfera, y mucho después de que la tormenta haya pasado, continúa cayendo polvo del cielo.

Liet dio un último tirón a la cerradura de la escotilla, satisfecho de que pudiera resistir a la tormenta.

—Los fremen la llaman El-Sayal, «la lluvia de arena».

—Un día, cuando tú también seas Planetólogo, tendrás que utilizar un lenguaje más técnico —dijo Pardot Kynes en tono didáctico—. Todavía envío mensajes al emperador de vez en cuando, aunque no con tanta frecuencia como debería. Dudo que se tome la molestia de leerlos. —Dio unos golpecitos sobre uno de los instrumentos—. Ay, creo que el frente está casi encima de nosotros.

Liet levantó el protector de una portilla para ver la muralla de blanco, canela y estática que se avecinaba.

—Un planetólogo ha de utilizar los ojos, así como un lenguaje científico. Mira por la ventana, padre.

Kynes sonrió a su hijo.

—Ya ha llegado el momento de que la estación abandone el suelo.

Manipuló unos controles dormidos desde hacía mucho tiempo y consiguió poner en marcha la doble hilera de motores suspensores. La estación luchó con la gravedad y se elevó sobre el suelo.

La boca de la tormenta se abalanzó sobre ellos, y Liet cerró la placa del protector con la esperanza de que el anticuado aparato meteorológico aguantaría. Confiaba en la intuición de su padre hasta cierto punto, pero no en su sentido práctico de las cosas.

La estación en forma de huevo se alzó con suavidad gracias a los suspensores, azotada por las brisas precursoras de la tormenta.

—Ya viene —dijo Kynes—. Ahora empieza nuestro trabajo...

La tormenta les golpeó como un garrote romo, y les precipitó hacia el corazón del maelstrom.

Días antes, en el curso de un viaje a las profundidades del desierto, Pardot Kynes y su hijo habían descubierto las señales familiares de una estación de pruebas botánica, abandonada miles de años antes. Los fremen habían saqueado casi todos los puestos de investigación, y requisado objetos valiosos, pero esta estación aislada en un hueco rocoso había permanecido sin descubrir hasta que Kynes había localizado las señales.

Liet y él habían abierto la escotilla incrustada de polvo para escudriñar su interior, como espectros a punto de entrar en una cripta. Tuvieron que esperar bajo el ardiente sol a que el intercambio atmosférico eliminara el aire estancado. Pardot Kynes paseó de un lado a otro sobre la arena suelta, con el aliento contenido, escrutando de vez en cuando la oscuridad, a la espera de que pudieran entrar a investigar.

Aquellas estaciones de análisis botánicos habían sido construidas en la edad de oro del antiguo Imperio. Kynes sabía que en aquella época este planeta desierto no había sido considerado especial en ningún aspecto, sin recursos importantes, sin motivos para ser colonizado. Cuando los peregrinos Zensunni habían llegado tras generaciones de esclavitud, lo habían hecho con la esperanza de construir un mundo donde ser libres.

Pero eso había sido antes del descubrimiento de la especia melange, la preciosa sustancia que no se encontraba en ningún otro lugar del universo. Y después todo había cambiado.

Kynes ya no llamaba Arrakis a este mundo, el nombre que constaba en los registros imperiales, sino que utilizaba el nombre fremen: Dune. Si bien por naturaleza era un fremen, seguía siendo un servidor de los emperadores Padishah. Elrood IX le había ordenado que descubriera el misterio de la especia: de dónde procedía, cómo se formaba, dónde podía encontrarse. Kynes había vivido trece años con los moradores del desierto. Había tomado una esposa fremen y había criado a un hijo medio fremen para que siguiera sus pasos, para que se convirtiera en el siguiente Planetólogo de Dune.

El entusiasmo de Kynes por el planeta no había disminuido un ápice. Le emocionaba la perspectiva de descubrir algo nuevo, aunque tuviera que aventurarse en medio de una tormenta...

Los antiguos suspensores de la estación zumbaban en su lucha contra el aullido de Coriolis, como un nido de avispas enfurecidas. La nave meteorológica rebotaba sobre las corrientes de aire remolineantes, como un globo de paredes de acero. El polvo que proyectaba el viento golpeaba el casco.

—Esto me recuerda las tormentas matinales que veía en Salusa Secundus —musitó Kynes—. Cosas asombrosas... Muy pintorescas y muy peligrosas. El viento puede levantarse por sorpresa y aplastarte. No debe sorprenderte a la intemperie.

—Tampoco quiero que este me sorprenda a la intemperie —dijo Liet.

Tensada hacia dentro, una de las planchas laterales se combó. El aire se coló por la brecha con un zumbido. Liet se precipitó hacia la brecha. Tenía a mano el maletín de reparaciones y un sellador de espuma, convencido de que la decrépita estación se agrietaría.

—Dios nos sujeta en su mano, y podríamos morir aplastados en cualquier momento.

—Eso es lo que diría tu madre —contestó el Planetólogo sin levantar la vista de las madejas de información que el aparato de grabación descargaba en un anticuado compresor de datos—. ¡Fíjate, una ráfaga ha alcanzado ochocientos kilómetros por hora! —Su voz no transmitía temor, sólo entusiasmo—. ¡Es una tormenta monstruosa!

Liet levantó la vista del sellador que había esparcido sobre la delgada grieta. El chillido del aire que se filtraba murió, sustituido por el estrépito ahogado de un huracán.

—Si estuviéramos fuera, este viento nos despellejaría.

Kynes se humedeció los labios.

—Tienes toda la razón, pero has de aprender a expresarte con objetividad y precisión. «Nos despellejaría» no es una frase que yo incluiría en un informe al emperador.

El estrépito del viento, el arañar de la arena y el rugido de la tormenta alcanzaron un crescendo. Después, con un estallido de presión en el interior de la estación, todo se transformó en una burbuja de silencio. Liet parpadeó y bostezó para destaparse los oídos. Un intenso silencio repiqueteaba en su cráneo. A través del casco de la estación todavía podía oír los vientos de Coriolis, como voces susurradas en una pesadilla.

—Estamos en el ojo. —Pardot Kynes se apartó de sus instrumentos, muy satisfecho—. Un sietch en el corazón de la tormenta, un refugio donde menos lo esperarías.

Descargas de estática azulinas chisporroteaban a su alrededor, la fricción de arena y polvo generaba campos electromagnéticos.

—Preferiría estar de vuelta en el sietch —admitió Liet.

La estación meteorológica derivaba en el ojo, a salvo y silenciosa después del intenso golpeteo de la muralla de la tormenta. Encerrados en la pequeña nave, ambos tenían la oportunidad de hablar de padre a hijo.

Pero no lo hicieron...

Diez minutos después, chocaron contra el muro opuesto de la tormenta, y fueron devueltos al demencial flujo con un empujón indirecto de los vientos, cargados de polvo. Liet se tambaleó y tuvo que agarrarse. Su padre consiguió mantener el equilibrio. El casco de la nave vibraba y matraqueaba.

Kynes echó un vistazo a sus controles y al suelo. Miró a su hijo.

—No sé muy bien qué hacer. Los suspensores están... —con una sacudida, empezaron a caer, como si su cable de seguridad se hubiera cortado— fallando.

Liet se sujetó sintiendo una extraña falta de peso, mientras la nave caía hacia el suelo, que una oscuridad polvorienta ocultaba.

Los suspensores averiados chisporrotearon y se estabilizaron justo antes de tocar tierra. La fuerza del generador de campo Holtzman les protegió de lo peor del impacto. Después, la nave se estrelló contra la arena, y los vientos de Coriolis rugieron por encima de ellos como un recolector de especia aplastando bajo sus llantas a un ratón canguro. El cielo liberó un diluvio de polvo.

Pardot y Liet Kynes, que no sufrían más que contusiones sin importancia, se levantaron e intercambiaron una mirada, después de la descarga de adrenalina. La tormenta prosiguió su camino, abandonando la estación...

Liet renovó el aire del interior mediante un snork de arena. Cuando abrió la pesada escotilla, un chorro de arena cayó en el interior, pero Liet reforzó las paredes con un aglutinador de espuma estática. Se puso a trabajar con la ayuda de su fremochila y las manos desnudas.

Pardot Kynes confiaba plenamente en que su hijo conseguiría que les rescataran, de modo que trabajó en la oscuridad para introducir sus nuevas lecturas meteorológicas en un compresor de datos anticuado.

Liet salió al aire libre como un bebé que emergiera del útero, y contempló el paisaje asolado por la tormenta. El desierto había vuelto a nacer: las dunas se movían como ganado, hitos familiares cambiaban; huellas, tiendas, incluso aldeas, habían sido borradas. Toda la depresión parecía recién creada.

Cubierto de polvo pálido, ascendió hasta una extensión de arena más estable y vio la depresión que ocultaba la estación enterrada. Al estrellarse, la nave había abierto un cráter en la superficie del desierto, justo antes de que la tormenta arrojara un manto de arena sobre ellos.

Gracias a sus sentidos fremen y a un sentido innato de la orientación, Liet fue capaz de determinar su posición aproximada, no lejos de la Muralla Falsa del Sur. Reconoció las formas rocosas, las franjas de los riscos, los picos y riachuelos. Si los vientos les hubieran arrojado un kilómetro más adelante, la nave se habría estrellado contra las montañas... un final ignominioso para el gran Planetólogo, a quien los fremen reverenciaban como a su Umma, su profeta.

—Padre —gritó Liet al hueco que señalaba la posición de la nave hundida—, creo que hay un sietch en los riscos cercanos. Si nos acercamos allí, los fremen nos ayudarán a desenterrar nuestro módulo.

—Buena idea —contestó Kynes con voz apagada—. Ve a comprobarlo. Yo me quedaré a trabajar. He tenido... una idea.

El joven se alejó con un suspiro en dirección a los salientes de roca ocre. Andaba con ritmo irregular, para no atraer a ningún gigantesco gusano: paso, arrastre, pausa... arrastre, pausa, paso, paso... arrastre, paso, pausa, paso...

Los amigos de Liet en el sietch de la Muralla Roja, en especial su hermano de sangre Warrick, le envidiaban por el tiempo que pasaba con el Planetólogo. Umma Kynes había llevado una visión paradisíaca a la gente del desierto. Creían en el sueño de volver a despertar Dune, y seguían al hombre.

Sin que lo supieran los señores Harkonnen (los únicos habitantes de Arrakis que recolectaban la especia, y que consideraban a la gente meros recursos a los que no importaba explotar), Kynes supervisaba ejércitos de trabajadores furtivos y fieles que plantaban hierba para anclar las dunas móviles. Estos fremen establecían cultivos de cactus y arbustos resistentes en cañones protegidos, a los que llegaba el agua de las precipitaciones de rocío. En las regiones inexploradas del polo sur habían plantado palmeras que habían echado raíces y estaban floreciendo. El proyecto experimental de la Depresión de Yeso producía flores, fruta fresca y árboles enanos.

De todos modos, aunque el Planetólogo fuera capaz de orquestar planes grandiosos a escala mundial, Liet no confiaba lo suficiente en el sentido común de su padre para dejarle solo durante mucho rato.

El joven siguió el contorno del risco hasta que descubrió sutiles marcas en las rocas, un sendero que ningún forastero observaría, mensajes en la colocación de piedras descoloridas que prometían comida y refugio, bajo las respetadas reglas de la Bendición de los Viajeros, al'amyah.

Con la ayuda de los fuertes fremen del sietch, podrían desenterrar la estación meteorológica y arrastrarla hasta un escondite, donde sería despiezada o reparada. Al cabo de una hora, los fremen eliminarían todas las huellas y dejarían que el desierto volviera a sumirse en un silencio inquietante.

Pero cuando miró de nuevo hacia el lugar de la colisión, Liet se alarmó al ver que la nave se movía. Una tercera parte ya sobresalía de la arena. El módulo se alzaba poco a poco con un zumbido profundo, como una bestia de carga atrapada en una ciénaga de Bela Tegeuse. Sin embargo, los suspensores sólo tenían capacidad para elevar la nave unos centímetros cada vez.

Liet se quedó petrificado cuando comprendió lo que su padre estaba haciendo. Suspensores. ¡En pleno desierto!

Corrió como un poseso, tropezando y trastabillando, seguido de una avalancha de arena.

—Detente, padre. ¡Desconéctalos!

Gritó hasta enronquecer. Miró al otro lado del océano dorado de dunas, con una sensación de terror en el estómago, hacia el pozo infernal de la lejana Depresión del Ciélago. Buscó una ondulación reveladora, la alteración que indicaba un movimiento en las profundidades...

—Sal de ahí, padre.

Se detuvo ante la escotilla abierta, mientras la nave continuaba agitándose sin cesar. Los campos suspensores zumbaban. Liet se agarró al marco de la puerta, saltó a través de la escotilla y cayó en el interior de la estación, asustando a Kynes.

El Planetólogo sonrió a su hijo.

—Es una especie de sistema autónomo. No sé qué controles he activado, pero este módulo podría alzar el vuelo en menos de una hora. —Se volvió hacia sus instrumentos—. Me dio tiempo de introducir todos los datos nuevos en un solo archivo...

Liet cogió a su padre del hombro y le arrancó de los controles. Dio un manotazo al interruptor del cierre de emergencia, y los suspensores interrumpieron su funcionamiento. Kynes, confuso, intentó protestar, pero su hijo le empujó hacia la escotilla abierta.

—¡Sal ahora mismo! Corre lo más rápido que puedas hacia las rocas.

—Pero...

Las aletas de la nariz de Liet se dilataron a causa de la exasperación.

—Los suspensores funcionan gracias a un campo Holtzman, como si fueran escudos. ¿Sabes lo que pasa cuando activas un escudo personal en pleno desierto?

—¿Los suspensores vuelven a funcionar? —parpadeó Kynes, y sus ojos se iluminaron cuando comprendió—. ¡Ah! Viene un gusano.

—Siempre viene un gusano. ¡Corre!

Kynes salió por la escotilla y saltó a la arena. Recuperó el equilibrio y se orientó bajo el sol cegador. Cuando vio el risco que Liet le había indicado, a un kilómetro de distancia, corrió hacia él con movimientos torpes e irregulares, como si ejecutara una danza complicada. El joven fremen le siguió hasta el refugio que ofrecían las rocas.

Al cabo de poco oyeron un siseo atronador a su espalda. Liet miró hacia atrás, y después empujó a su padre para que corriera hacia la cumbre de una duna.

—Más deprisa. No sé cuánto tiempo nos queda.

Aumentaron la velocidad. Kynes tropezó, se rezagó.

Las arenas se ondulaban en dirección al módulo semienterrado. En dirección a ellos. Las dunas se ondulaban al ritmo del avance inexorable de un gusano que ascendía hacia la superficie.

—¡Corre con todas tus fuerzas!

Corrieron hacia los riscos, atravesaron la cresta de una duna, bajaron, se precipitaron hacia adelante y la blanda arena cedió bajo sus pies. Las esperanzas de Liet aumentaron cuando vio el refugio rocoso a menos de cien metros de distancia.

El siseo aumentó de potencia cuando el gigantesco gusano aceleró. El suelo tembló bajo sus botas.

Por fin, Kynes llegó a los primeros peñascos y se aferró a ellos como si fueran un ancla, jadeante. Liet le obligó a continuar hasta la ladera, para que el monstruo no pudiera alcanzarles cuando surgiera de la arena.

Momentos después, sentados en un saliente, en silencio mientras respiraban por la nariz para contener el aliento, Pardot Kynes y su hijo vieron que un remolino se formaba alrededor del módulo semienterrado. Mientras la viscosidad de la arena agitada cambiaba, el módulo empezó a hundirse.

El corazón del torbellino se elevó en forma de boca cavernosa. El monstruo del desierto engulló la nave junto con toneladas de arena, que cayeron por una garganta erizada de dientes de cristal. El gusano volvió a hundirse en las áridas profundidades, y Liet observó las ondulaciones de su paso, ahora más lentas, que regresaban a la hondonada vacía...

En el silencio que siguió, Pardot Kynes no parecía entusiasmado por su roce con la muerte, sino más bien decepcionado.

—Hemos perdido todos esos datos. —El planetólogo exhaló un profundo suspiro—. Podría haber utilizado nuestras lecturas para comprender mejor esas tormentas.

Liet introdujo la mano en un bolsillo delantero de su destiltraje y extrajo el anticuado compresor de datos que había arrancado del panel de instrumentos del módulo.

—Incluso mientras procuro salvar nuestras vidas, no dejo de prestar atención a la investigación.

Kynes sonrió, henchido de orgullo paterno.

Bajo el sol del desierto, subieron por el escarpado sendero hasta la seguridad del sietch.