Los griegos llamaban kamara a todo espacio consagrado al descanso, dado que necesitaban algún tiempo para dedicarlo tan sólo a dormir y, especialmente, de forma individual, en medio de aquella intrincada tracería de palabras y cosas en la que vivían, por lo que no siempre les resultaba tan fácil de decidir a qué debían dar prelación. Según Beaumarchais: «Cuando digo lecho, lo que trato de decir es dormitorio». Pero ¿seguro que era así? La expresión «cámara para dormir», o dormitorio, comenzó a aparecer en los diccionarios hacia mediados del siglo XVIII, a pesar de que el concepto al que se refería era, sin duda, bastante más antiguo1. Pero «tener una habitación propia», bien fuera para escribir, para soñar, para amar o, simplemente, para dormir –el deseo ardiente de Virginia Woolf para con todas las mujeres–, es una invención relativamente reciente cuyos rastros en Occidente yo querría seguir. Porque dicho deseo, o al menos su puesta en práctica, del que hoy en día hacemos un distintivo ineludible de individualización, es menos universal de lo que podría parecer. Los japoneses, por ejemplo, la ignoran. E incluso en Budapest, a finales del siglo XIX, por las noches se transformaban las banquetas del salón en camas2, lo cual, evidentemente, viene a ser un precedente del dormitorio. En los límites orientales de Europa persistieron durante mucho tiempo los encantos virtuales y las pesadillas reales del hábitat colectivo.
Dormitorios comunes
A finales del siglo XVIII, Louis Lépecq de La Clôture, médico de profesión, visitó las campiñas bajolombardas con el fin de observar sobre el terreno «los orígenes de las epidemias»3. Una vez allí, se quedó absolutamente asombrado por las condiciones de alojamiento de la población. En las proximidades de charcas de agua estancada y de estercoleros húmedos y rezumantes, algunas personas se acostaban en una especie de chozas recubiertas de broza, sin ropa de cama, sobre una paja parsimoniosamente renovada. Otras, en cambio, se apiñaban, junto con sus animales y aves de corral, en una especie de estancia o sala común donde el mencionado médico pudo constatar, no obstante, que había algunos muebles-cama. Por su parte, los tundidores de paños de Louviers no estaban mejor servidos. Sin embargo, disponían de una «pieza», sin bestias en este caso, que veces venía a sustituir a algún telar.
Antes que el dormitorio o la alcoba, se usaba la sala para dormir. Y antes de ésta, prácticamente nada. Rudimentaria en un principio, la sala para dormir fue mejorando en la misma medida en que se fue enriqueciendo el campo durante el siglo XIX. Se ordenó y se fue equipando con muebles hechos de madera de árboles frutales, según los diferentes estilos regionales, que un siglo más tarde supondrían una fortuna para los anticuarios y la gloria para los museos de artes y tradiciones populares, como restos de una vida rural idealizada tras haber sido tildada de salvaje. Los etnólogos, por su parte, se vieron tentados a dedicarse al estudio de la actividad cotidiana, mientras que, a través del estudio de expedientes y sumarios de los archivos judiciales, los historiadores se interesaron más por los conflictos familiares que se revelaban en cada uno de aquellos procedimientos. Adulterios, parricidios, infanticidios o incendios criminales disiparon el espejismo de la solidaridad familiar y de una vida ejemplar en aquellas chozas. Los historiadores sugirieron, sin duda de forma excesiva, que fue en ellas donde aparecieron todas las tensiones características de la mansión rural, posteriormente avivadas por los cambios habidos en el derecho y por la consagración de un individualismo que soportaba mal las presiones del grupo.
La sala común, intergeneracional y multifuncional, formaba, sin embargo, el horizonte mayoritario de las poblaciones rurales. En el año 1870, el 70 por ciento de los alojamientos rurales de Touraine aún no disponían más que de «una estancia principal con fuego», en la que todo (y todos) se apiñaba en 30 o 40 metros cuadrados. La chimenea era, en efecto, el elemento esencial en estas residencias de una altura en las que el frío ascendía desde el suelo, aunque también procedía de las corrientes de aire. «En Francia, todas las puertas cierran mal»4, señalaba Mérimée. En 1875, el geógrafo Élisée Reclus describía una casa alpina incrustada en el hielo: «Por la noche, se cerraban todas las salidas con el fin de impedir que el frío del exterior penetrara en la habitación. Los más ancianos, el padre, la madre y los hijos dormían todos en una especie de armarios con niveles y con una especie de cortinillas que permanecían echadas durante el día. En ellos se iba acumulando, durante el sueño nocturno, un aire espeso bastante más viciado que el del resto de la cabaña»5. Además, los campesinos se acostaban totalmente vestidos y eran más de dos personas por camastro, «compartiendo las pulgas y los piojos de los jergones y los parásitos de los cobertores»6. El mefitismo del aire atormentaba a aquel higienista convencido que consideraba todos aquellos jergones encerrados en tales piezas, y tan ampliamente extendidos a la sazón, como unos arcaísmos nefastos. Jules Renard, cuyo Journal [Diario] es una auténtica mina de observaciones rurales en la Borgoña, hablaba de «sábanas frías, húmedas. Todo el mundo se acostaba con sus prendas de punto y sus calzones puestos, además de camisones para dormir y calentadores para los pies y, aun así, tiritaban durante toda la noche»; a pesar, también, de usar gorros de algodón y ponerse encima un montón de edredones. «Pongo sobre la cama todo lo que tenga en la casa», aseguraba una campesina. Cuando los camastros estaban excesivamente húmedos, se dormía sobre una pila de mantas, cubrepiés y edredones. Los mencionados camastros parecían auténticas montoneras donde la gente quedaba literalmente sepultada y cuyas sábanas rara vez se cambiaban. «Los campesinos dormían durante cuarenta años sobre la misma colchoneta, sin cambiarla nunca e, incluso, sin airearla. Cada cierto tiempo, cambiaban una sola sábana de las dos que usaban. Aunque los más pobres dormían sin sábanas.» Por su parte, los trabajadores del campo «dormían sobre paja»7.
La vejez, la enfermedad y la muerte agravaban la situación. Hacia 1840, el joven Tiennon, aparcero de la provincia de Barbones y portavoz de Émile Guillaumin8, sufría al ver cómo su abuela enferma, a la que un ataque había privado del habla, se iba volviendo progresivamente problemática. «Casi siempre era necesario que alguien permaneciera a su lado para poder contentarla a medias, hacer que comiera o bebiera cuando le venían las ganas y así continuamente.» Hastiadas, las mujeres deseaban que aquello no durase más. Él mismo ya no podía soportar comer en presencia de la enferma encamada y se llevaba su mendrugo de pan para comérselo fuera de la cabaña. «Creo que una de las grandes ventajas que tienen las personas más afortunadas es la de vivir en casas con varios aposentos, en los que la estancia en la que comen es distinta de la que usan para dormir. Cada actividad tiene una pieza propia y, consecuentemente, su intimidad particular. Al menos, pueden estar enfermos tranquilamente. Mientras que en la única pieza de las casas pobres se mezclan toda clase de escenas, y la miseria de cada uno se expone ante los ojos de los demás sin posibilidad alguna de ocultarla. De tal forma es así que al lado de mi abuela, agonizante, mis sobrinos pequeños proclaman su alegría de estar en este mundo molestándola con sus gritos y sus ensordecedores juegos. Y la vida continúa a su ritmo acostumbrado, indiferente ante la agonía de la anciana, totalmente paralizada.» Finalmente, la mujer murió coincidiendo con la entrada del invierno, cumpliéndose a continuación los ritos al uso –detención del reloj de pared, chorro de agua en «los bajos» del jergón– sin modificar el curso de la cotidianeidad. Se corría, simplemente, la cortina y se empezaba a comer. En la cabecera del lecho, la bujía que daba luz a la estancia y una rama de boj velaban el cadáver, cuya rigidez sorprendía a aquel muchacho. Más adelante, bajo el Segundo Imperio, convertido en aparcero y en jefe de granja, Tiennon se esforzaría en aflojar la presión de las duras condiciones a las que estaban sometidos los campesinos. A partir de entonces, el personal se acostaría en una estancia separada, dotada de armarios y de camas nuevas. En la sala común solamente habría dos camas: la de su pareja y él, «en el rincón más cercano al fuego de la chimenea, como era habitual», y, al otro lado, la que compartían la sirvienta y la pequeña Clementine, su hija. La separación de las camas y la utilización de los rincones sugieren, claramente, una búsqueda de intimidad.
Françoise Zonabend apreciaba el mismo progreso en las salas de dormir del pueblo borgoñón de Minot, que ella describía hacia el año 1980 con una precisión propia de la etnóloga que es, atenta siempre a los símbolos que aparecen engastados en el orden de las cosas9. Así, los sillones indicaban las respectivas posiciones del dueño y de la dueña de la casa. El primero de ellos, de mimbre y con un cojín para un mejor reposo, se hallaba cerca de la cocina; el segundo, de dimensiones más modestas, delante de la ventana que daba sobre el patio y muy cerca de la máquina de coser de pedales. «Mientras ella cosía o tricotaba, vigilaba todo lo que pasaba fuera, discretamente, desde detrás del ligero follaje de algunas plantas de hoja perenne.» La sala servía también de dormitorio. La cama se encontraba, en ocasiones, dentro de una especie de recámara u hornacina, o bien estaba, simplemente, apoyada contra la pared. Unas amplias cortinas de algodón de vivos colores, sujetas al techo por un armazón, permitían la intimidad. Los niños pequeños dormían en la sala, mientras que los muchachos un poco mayores se reunían todos en el granero, junto con los empleados, donde se instalaban unas camas enclaustradas en una especie de armazón de madera. Las niñas, por su parte, se quedaban con los padres o bien subían a la planta superior si quedaba algún cuarto libre, en tanto que otro cuarto se reservaba, eventualmente, para recién casados. Las sirvientes jóvenes dormían en el hueco de la escalera, como siempre. Fabricadas por el carpintero del pueblo, las camas de madera se guarnecían con materiales que encontraban en la granja. Al fondo se colocaba un jergón hecho con fardos de centeno; encima, uno o dos colchones rellenos de plumas, de gallina o de pato, secadas en el horno de hacer pan; arriba, un edredón de plumón. «Cuanto más caliente estuviera la cama, mejor.»
Vida en común en una sala común para dormir: «Separados por cortinas de algodón, las diferentes generaciones dormían unas al lado de otras. Apartados en su alcoba, en una gran cama de madera, los padres se amaban, la madre daba a luz y los ancianos morían. Cuando tenía lugar algún parto o durante cualquier fallecimiento, se alejaba de allí a los niños más pequeños; los demás miembros de la familia se quedaban». Tan débil y somera separación entre vivos y muertos, entre enfermos y sanos, se equilibraba por medio de reglas disciplinarias estrictas: «Se recuperaba en el tiempo todo aquello de lo que no se disponía en el espacio». La densidad interna se veía siempre acompañada por una preocupación extrema por la defensa del grupo frente a todo lo exterior. La sala apenas si se ventilaba para, de tal manera, poder conservar el calor. Asimismo, se borraba todo rastro de intimidad. Permitir que se pudiera ver una cama deshecha era algo impúdico. Las mujeres estaban siempre pendientes de hacerlas, tras sacudir las cobijas con un gran palo, el así denominado «bastón de cama», costumbre que también se podía encontrar en Bretaña, donde, además, la dueña de la casa echaba por las noches las persianillas de las camas de todo el grupo para «dejarlas en perfecto estado de revista».
Por su parte, Pierre Jakez Hélias hizo de la cama cerrada bretona una descripción tan documentada como vehemente. Junto con sus paneles históricos, que representaban el infierno, la tierra y el paraíso, era la pieza maestra de la cámara, que, a su vez, podía contener varias. El autor cita una granja agrícola en cuya sala de dormir se alineaban tres camas cerradas: una para el dueño y su esposa, la segunda para la hija y la sirvienta y la tercera para los tres niños, en espera de que creciera algo más el mayor de ellos y fuera a reunirse en las caballerizas con los dos criados y su hermano primogénito. Cada cama cerrada constituía, por sí misma, un apartamento privado: «Cuando el durmiente se introducía en ella, cuando cerraba sus dos puertas correderas, se encontraba en su propia casa». Jakez Hélias recordaba con nostalgia la que él mismo había compartido con su abuelo. En esa especie de «armario para dormir», un niño se sentía protegido. Aunque, ciertamente, allí dentro no era nada fácil ordenar y colocar debidamente la ropa después de desnudarse en su interior.
Aquel lugar no era excesivo, precisamente. Resultaba imposible estirarse por completo y se dormía medio sentado entre las sábanas de cáñamo y bajo el edredón relleno de bolas. Y, como es fácil de imaginar, los partos, que también tenían lugar allí mismo, no eran cosa fácil en absoluto. Sin embargo, Hélias hacía grandes elogios de «aquella caja fuerte para dormir [...], fortaleza, celda de monje [...], dominio reservado en una sala común», y que prefería a todas las camas que él habría de frecuentar más adelante, durante toda su vida, ya fueran las camas de hierro de los colegios, las imprevisibles camas de los hoteles, las camas de estilo o las fabricadas en serie de todas partes. Su indulgencia para con ellas no era, empero, compartida por casi nadie. Desde finales del siglo XIX, los observadores y pedagogos republicanos consideraron las camas cerradas el súmmum de la incomodidad, además del signo evidente de un atraso que, felizmente, ya se encontraba en vías de desaparición. Y absolutamente todos ellos se alegraban de que la cama cerrada se hubiera convertido en un objeto característico de las tiendas de antigüedades. Así que a Pierre Jakez Hélias no le quedó más remedio que resignarse.
La habitación común, destino de la gente pobre, persistió durante mucho tiempo en medios populares, incluyendo los urbanos. En el siglo XVIII, el 75 por ciento de los hogares parisinos se concentraba en una sola habitación, según nos dice Daniel Roche tras analizar los inventarios que se hacían después de un deceso, en los que ha podido valorar la progresión de la cama individual10 a lo largo del tiempo. «No teníamos más que una sola habitación», escribía Jean Guéhenno, quien evocaba la que había ocupado su propia familia, cuando él era niño –un padre obrero y una madre que trabajaba en su propia casa–, en una «casa medio en ruinas» de los suburbios, hasta el año 1914. «Qué batiburrillo, qué amontonamiento. ¿Por qué eran necesarios tantos accesorios para una vida tan sencilla? [...] Allí se trabajaba, se comía y se dormía, e, incluso, algunas tardes se recibía a los amigos. Hubo que colocar, entre aquellas cuatro paredes, dos camas, una mesa, dos armarios, un aparador y un hornillo de gas, además de colgar en las paredes las cacerolas, las fotografías de la familia, la del zar y la del presidente de la República. Delante de la chimenea había otra estufa, ésta de fundición, sobre la cual humeaba constantemente una cafetera de loza de color amarillo [...]. Y también había unas cuerdas, que iban de un rincón al otro de la habitación, de las que siempre colgaba la última colada.» Bajo la ventana se habían instalado el «taller» y la máquina de coser de la madre (una Singer), a la que ella llamaba su «carretilla» y sobre la cual esta cosedora de zapatos trabajaba desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche. En el centro de la pieza había una mesa redonda para comer. Pero «la gran maravilla de la casa era la repisa de la chimenea». En ella se acumulaban los objetos más heteróclitos: varias planchas, un despertador, filtros para el café, el azucarero, un Cristo sobre una cruz negra, la santa Virgen y jarrones de vivos colores con unas flores secas y polvorientas que un primo había traído de las colonias. «Y así disfrutábamos de nuestra propia porción [...] de piedad, de la alegría y de la belleza del mundo. Todas esas cosas lucían, resplandecientes, sobre la chimenea11.» Jean Guéhenno escribió todo esto en 1934. Entre sus recuerdos de escritor comprometido, aquella pobre habitación en la que había vivido durante su infancia se transfiguraba en cálido aposento. Pero no siempre era así. Muy a menudo, la violencia surgía de lo más profundo de los cuerpos. Porque el alojamiento obrero era la cara más sombría de la cuestión social12.
Apartamentos comunitarios
Y lo mismo ocurría por toda Europa, incluyendo tanto a la Rusia zarista como a la comunista. Katerina Azarova ha escrito ampliamente sobre «la historia oculta de la vivienda soviética», que no es otra que la del «apartamento comunitario»13, del cual describe su evolución en Moscú. Lo que durante un tiempo fue una utopía socialista jamás realizada, la «casa común», idea que descansaba en la racionalización del espacio y de los servicios, no pudo resistir la presión social y demográfica, especialmente la del éxodo rural; una presión agravada, además, por la gran destrucción que se había producido a causa de la guerra. El legado del pasado era demasiado pesado. A finales del siglo XIX, las condiciones de vida eran desastrosas. El 10 por ciento de las viviendas moscovitas estaban constituidas por «apartamentos de subsuelo» (expresión púdica para referirse a los sótanos) y por «apartamentos de camas y rincones», que, en el año 1898, llegaron a albergar a 180.000 personas. Muchos obreros dormían en los propios talleres o en las mismas fábricas en las que trabajaban. La revolución bolchevique confiscó la totalidad de los palacetes aristocráticos y las mansiones burguesas con el fin de transformar sus instalaciones en viviendas comunitarias. Todas y cada una de las familias debían disponer de una «pieza individual» y tener acceso a las «partes comunes»; tener, asimismo, sus estantes, su mesa y su hornillo de gas en la cocina, su mesa y su «rincón» propio en el cuarto de baño. Determinadas circulares oficiales regularon, en un principio, el reparto de los trabajos domésticos y los horarios de acceso a los elementos comunes, siendo siempre los más conflictivos los que atañían al WC.
La «pieza individual» era la más problemática, sobre todo cuando no había acceso directo al pasillo y se veía parasitada por el paso. En estas piezas se amontonaban personas y muebles. Las parejas de recién casados cohabitaban con ancianos. Los divorciados no se iban. Las ex criadas podían conservar su habitación si ésta era pequeña (menos de 9 metros cuadrados) y, si no, debían dejarla a una familia e irse a dormir a la casa de sus antiguos amos. A los «rincones» tradicionales se añadía la división de las piezas en compartimentos por medio de cortinas, de biombos o de armarios colocados de forma perpendicular a la pared, para, así, poder albergar las camas que, muy a menudo, se deshacían durante el día. «Las parejas separadas de sus hijos o de sus padres por un armario o un biombo son imágenes típicas de la vida comunitaria cotidiana.» «Antes de casarme», decía Nina, «yo dormía siempre con mi madre y mi padre lo hacía sobre la mesa, donde se ponían unos suplementos para alargarla y unas cobijas acolchadas. Yo misma, en aquella época, no tenía ni la menor idea de que los padres debían dormir juntos»14. Ésta parece ser la norma también en el París de finales del siglo XVIII, porque tener una cama propia estaba tan fuera del alcance de la gente como en el Moscú de los años treinta.
Ciertas familias «burguesas» se esforzaban por conservar de algún modo su antiguo estilo de vida, y decoraban el salón, el comedor o el dormitorio» con restos de su mobiliario de antaño. Los muebles estaban revestidos de una significación patrimonial y memorial común a todos los exiliados. No poseerlos era un claro indicio de marginalidad, como la de los alcohólicos, los ex prisioneros u otros «desviacionistas». Los muebles se acumulaban en el pasillo, porque estaba permitido que cada grupo pudiera ocupar el espacio que cercaba su puerta de acceso. Más adelante, también se pondría allí, y de forma prácticamente automática, el refrigerador. Repentinamente, el pasillo se convirtió en un sitio tan atestado de objetos que se circulaba por él con una enorme dificultad. El pasillo, además, era un lugar muy frecuentado porque allí estaba instalado el único teléfono «comunitario». Asimismo, era el lugar de los rumores, de las conversaciones y también de las disputas, porque aquella promiscuidad hacía imposible cualquier clase de intimidad. De manera inevitable, o bien sistemática, la vigilancia era constante, y el aislamiento sospechoso. Nadie escapaba a la observación, a las habladurías y la influencia del grupo. «La vida comunitaria se produce cuando cada habitante comparte la habitación individual con su familia y no tiene ninguna para él solo»15, declaraba un encuestado. En suma, un auténtico desastre del que, sin duda, se han calibrado mal sus consecuencias psicológicas. En el año 1980 esta clase de hábitat representaba en Moscú el 40 por ciento de las viviendas. Fueron privatizadas por las leyes de Boris Yeltsin de 1990 y 1991, y en abril de 1998 el porcentaje se había reducido hasta el 3,5 por ciento. En la actualidad, el sistema aún perdura en San Petersburgo, aunque en una cifra algo mayor: hasta un 10 por ciento de las viviendas según Françoise Huguier, quien recientemente ha realizado un reportaje fotográfico sorprendente sobre este mismo tema16.
Alcobas conyugales
La alcoba conyugal está estrechamente ligada a la pareja, institución central en la historia de la familia, de la vida privada y de la sexualidad, es decir, los grandes temas de estos últimos años17. Y, sin embargo, lo que aquí nos importa es su espacio18. Occidente, desde la Antigüedad griega, ha apostado por la pareja heterosexual como fundamento de la unión, si no del amor, y le ha reconocido un lugar específico de acuerdo con su legitimidad, algo que se halla en las antípodas, por tanto, del harén oriental. ¿Representa la alcoba conyugal un aspecto fronterizo entre civilizaciones? Cuando menos, viene a marcar una concepción muy distinta del género y de las relaciones entre ambos sexos, tan ampliamente construidas por la historia19.
«Cerrado para todo el mundo»
«La vida privada debe quedar entre cuatro paredes, entre las cuales no está permitido husmear, como tampoco lo está que se sepa lo que ocurre en la casa de un particular20.» Y mucho menos lo que pasa en una habitación, núcleo de la intimidad. Eran muchas las razones que concurrían para su aislamiento. En principio, el pudor, el deseo de ocultar el ejercicio de la sexualidad. Los romanos, quienes jamás mostraron culpabilidad alguna a este respecto, disimulaban, sin embargo, el acoplamiento de la pareja en el cubiculum, o «la cámara de delante de la cámara21». Pero, para la moral cristiana, se trata de un acto impuro. «¡Ah! ¿Pero es que esa unión conyugal que, según las prescripciones del código matrimonial, tiene como fin la procreación de hijos, no puede buscar para ello, bien que lícita y honestamente, una habitación cerrada a toda clase de testigos? El acto legítimo de los esposos, aunque aspira a ser conocido, hace enrojecer al ser contemplado [...]. ¿Por qué? Porque todo lo que favorece a la naturaleza viene siempre acompañado por una vergüenza que procede del pecado»22, escribía san Agustín, obsesionado por la carne, de igual manera que lo estaban la mayor parte de los Padres de la Iglesia primitiva23. Para ellos, el pecado había pervertido hasta a la propia naturaleza y aquella vergogna exigía disimular el acto sexual ante posibles testigos y, sobre todo, ante los niños. Trece siglos más tarde, las prescripciones del padre Féline en su Catéchisme des gens mariés24 [Catecismo para las personas casadas] apenas si son distintas: «Los esposos, y en tanto que esto sea posible, deberán dormir en aposentos separados y en camas cerradas por medio de cortinas. Si se ven obligados a dormir en aposentos comunes, deberán tomar las mayores precauciones para impedir que quienes estén durmiendo en el mismo aposento, ya sean ellos o ellas, no adviertan lo que pudiera ocurrir entre ambos. No deberán admitir jamás a ninguna otra persona en su lecho, ni siquiera a los hijos que tengan cinco o seis años. Quienes lo hagan pecarán gravemente. Su excusa más habitual es que eligen siempre los momentos en los que los niños duermen, pero esta excusa es vana y frívola». Esta percepción cristiana del sexo, relevada por la moral y por cuestiones de índole higiénica crecientemente preceptivas, contribuyó a la separación de los durmientes.
Pero el deseo de intimidad procedía también de la propia pareja y de la evolución del sentimiento amoroso, que siempre tiende a hacer confluir la unión y el deseo. En la medida en que el matrimonio moderno va integrando cada vez más el amor, apoyado en el consentimiento, en la libre elección de los individuos y en la aspiración a una sexualidad mejor compartida, más exigirá esa intimidad que proporciona una habitación para dos25. Después de la noche de bodas, sustraída a las miradas de la comunidad, las personas casadas tratarán de apropiarse de las noches normales y corrientes. A medida que pase el tiempo se irá admitiendo que dichas personas tienen el derecho –y el deber– de disponer de un espacio-tiempo nocturno, y no solamente de una cama, sino de toda una habitación. En verdad, la noche es lo único que la pareja tiene en propiedad, lo único que realmente le pertenece. Es en ella donde ambos se encuentran. En el mejor de los casos, para que surja la complicidad de un «tiempo que no pasa» en «esos lugares entrelazados» de los que hablaba Aragon. En el peor, para que los sexos se muestren en desacuerdo, dando paso a la indiferencia de las noches sin amor. Y, también, para el uso de esos placeres y tribulaciones que implica la contracepción, tan difícil de controlar. Todas esas cosas hacen del dormitorio conyugal un auténtico crisol donde se funden una historia secreta y su reverso indisociable, el de una historia en común, además de servir de fuente de inspiración para cualquier interminable novela. Aragon cantaba a Elsa: «Esas alcobas de las que te hablo aquí son todas las alcobas, Elsa, que tuvimos juntos, como si jamás hubiera habido otra alcoba que no fueras tú, y es verdad porque, antes de ti, yo no era otra cosa que el viajante de mis sueños con paradas, con mujeres efímeras», ignorando «esos lugares encogidos llamados alcobas o nidos, según la especie animal»26. En el homenaje, un tanto insistente, que rinde a su musa, el poeta expresa un ideal sobre la duración de la pareja que culminará en el siglo XX. La habitación conyugal es una apuesta a favor de la eternidad.
Las categorías sociales han jugado, en este proceso de aislamiento, un rol muy diferente según los diversos países y culturas. En la sala común rural, la pareja se veía más favorecida que el resto, porque al menos disponía de un lecho aparte. El patriciado italiano multiplicó tanto la sala como la camera. Pero cuando Mantegna decoró la camera matrimoniale del palacio ducal de Mantua, lo que realmente hizo fue representar la unión familiar y, además, en un solemne espacio destinado a la representación principesca. La aristocracia francesa, por su parte, era tan poco habitacional como conyugal. En su seno los sexos estaban separados y, lo que es más notable, las habitaciones de las damas eran destinadas a funciones de recepción, algo que perduraría durante largo tiempo.
La burguesía, en cambio, y la inglesa sobre todo, siempre estuvo más atenta a todo lo que suponía la privacy. Sentarse en la cama de una dama llegó a convertirse en algo indecente. Y entrar en su habitación era señal de una audacia extrema. «Los ingleses veían la alcoba como un sanctasanctórum. Jamás era admitido un extraño en ella. Los propios miembros de la familia no entraban allí nada más que en casos de emergencia. Entre nosotros, sin embargo, esta pieza de la vivienda era tan accesible como cualquier otra. Si una ligera indisposición retenía en su alcoba a la dueña de la casa, era precisamente en ella donde recibía, una práctica que tenía bastante de hospitalaria»27, escribía Balzac, nostálgico de unas costumbres aristocráticas que ya se encontraban en vías de desaparición.
Los planos de los arquitectos de la época son sumamente esclarecedores en este sentido y los sociólogos –como Anne Debarre o Monique Eleb28– los han podido descifrar. Y nos han mostrado el nacimiento tardío de una verdadera arquitectura doméstica, la desaparición de las hileras en beneficio de una distinción funcional de las piezas, a menudo numeradas, como la habitación «para dormir». Nicolas Le Camus de Mézières, un auténtico precursor en este ámbito, consagró la alcoba esencialmente al sueño, preconizando para dicha estancia una pintura de color verde, favorecedora del descanso. En tal sentido, proscribió, además, las recámaras y los nichos, donde se respiraba muy mal, por lo que diseñó una cama aislada, a modo de «santuario de un templo», a la que situó en el fondo de la habitación. A efectos de aseo, previó «un cuarto de baño» contiguo. Para la «voluptuosidad» diseñó un boudoir, o gabinete, eventualmente en forma de nicho o recámara, enmarcado por espejos y con un lecho para el «descanso», todo ello con el fin de conseguir un «refugio delicioso». Estaba claro que él distinguía muy bien entre conyugalidad y sexualidad. La habitación «para dormir» no era más que un eslabón entre los aposentos (pequeños y grandes) de la vasta mansión que él había acondicionado y en la que distinguía entre las respectivas áreas del dueño y la dueña de la casa29. En las mansiones nobles se continuaría, durante un cierto tiempo, separando la alcoba del señor de la de la señora por medio de la incorporación de gabinetes contiguos a las mismas. Un legado que sería perdurable: Viollet-le-Duc procedería de la misma manera en 1873, en su burguesa Histoire d’une maison. En términos generales, la señora disponía de un espacio más vasto, la «Gran Alcoba», donde podía recibir como antaño y donde el señor se reunía con ella eventualmente, a la manera de un rey y una reina, por lo que dicha estancia sería la designada para la conyugalidad. La señora conservaría el derecho de cerrar su puerta, lo que ya no tenía lugar en las casas burguesas, de menores dimensiones, en las que las habitaciones de los cónyuges habían quedado reducidas a una sola pieza. En ellas, la esposa sale perdiendo tanto en espacio como en libertad30. En principio, es la esposa quien reina en el interior, pero ya no dispone de un espacio particular para ella.
Progresivamente, la distinción entre lo público y lo privado controlaría toda clase de dispositivos, de la misma manera que regularía la organización de la ciudad. César Daly, una gran autoridad en la materia, definía con precisión las reglas de distribución, inducidas por la existencia tanto a nivel doméstico como social. En consecuencia, las estancias más vastas y más ricas de las mansiones se destinarían a la vida social y pública. «Para hacer vida familiar, es necesario disponer de un apartamento interior, con un marcado carácter de intimidad y de confort.» Julien Guadet (1902) veía en la alcoba el centro, el fundamento principal de la casa, «el primer órgano de la vivienda, el hogar íntimo». Las habitaciones debían estar comunicadas entre sí, aunque conservando siempre la posibilidad de aislarse: «Con una vuelta de llave o un cerrojo echado, la vida íntima de la familia debe poder volverse inviolable en su propia ciudadela, que es la alcoba y sus dependencias31». Algunos decenios más tarde, la dualidad día/noche vendría a sustituir el binomio público/privado, lo que supuso la escisión de la vivienda familiar en dos ámbitos, el de delante y el de atrás. Tanto en un caso como en otro, las alcobas fueron trasladadas a la primera planta y eventualmente orientadas hacia el norte, o bien relegadas al fondo de la casa, dando al patio trasero, emplazamiento que no era, precisamente, la mejor zona de la casa. Además, sus dimensiones irían disminuyendo con el transcurso del tiempo. Y ya en el siglo XX, las alcobas se convertirían en el objeto de la mayoría de las quejas. En 1923, el Dr. P. de Bourgogne deploraba «la exigüidad de los dormitorios, grandes sacrificados de unas viviendas hechas para la recepción, condicionadas a causa tanto del gusto por el lujo como por la necesidad de aparentar»32. Hoy día aquellas «habitaciones mutables» parecen estar redefiniéndose33.
La edad de oro de la alcoba conyugal
La edad de oro de la alcoba conyugal había sido consagrada ya, de alguna manera, por diferentes parejas reales. Así, por ejemplo, Victoria y Alberto, reyes de Inglaterra y expertos en artes decorativas de interiores (cuyas colecciones pueden admirarse hoy en día en Londres), le daban mucha importancia34. Por su parte, Luis Felipe y María Amelia, reyes de Francia, decidieron hacerse un dormitorio de uso común, por lo que, en el castillo de Eu, ambos comenzaron a ocupar un lecho «al fondo», es decir, con el cabecero adosado a la pared, una cama de 1,85 metros de longitud, con cuatro almohadas y dos mesillas de noche. En la alcoba había, asimismo, un amplio sofá y un solo reclinatorio.
La alcoba conyugal se normalizó, entre las clases medias, a partir de 1840. De proporciones modestas, no demasiado lejos de la habitación de los niños, con la cual estaba comunicada frecuentemente, era la unidad orgánica de todo un conjunto familiar. Los elementos referentes al confort comenzaron a ser objeto de atentas prescripciones. Así, la cubicación del aire preocupaba, sobre todo, a los médicos. Los tratados de higiene consagraban numerosos capítulos a la ventilación del «aire viciado» por la respiración nocturna y calculaban el volumen necesario en función de la tasa de ocupación y de la duración del sueño35. Hasta finales del siglo XIX, se medían las dimensiones de una pieza en metros cúbicos y no en metros cuadrados. Elemento esencial, la chimenea solía certificar el bienestar de una «alcoba caliente», pero la temperatura siempre debía ser moderada, sobre todo por la noche. Por su parte, el tema de la luz era tratado, muy a menudo, de una manera un tanto indiferente: ¿para qué iluminar el templo del sueño? Los amantes de la lectura nocturna, cada vez más numerosos en el siglo XIX, usaban a tal efecto mazos de velas, con el consiguiente riesgo de causar algún incendio. Sin embargo, la diosa Electricidad vendría a cambiarlo todo. El conmutador permitía una auténtica individualización de la alcoba, aunque parcialmente frenada por la parsimonia de la pequeña burguesía, que consideraba que leer en la cama era un dispendio.
Después, la llegada del agua a las casas se convertiría en un elemento absolutamente decisivo36. Con anterioridad, los orinales se disimulaban en compartimentos especiales de las mesillas de noche. Las jarras y las palanganas, por su parte, se insertaban en unas estructuras de madera provistas de tapas, y, progresivamente, en gabinetes de aseo adjuntos a la alcoba conyugal, que el doctor Bourgogne consideraba particularmente indispensables para la higiene matrimonial37.
Tonalidades y decoración
Las habitaciones-salón aristocráticas de la época clásica rivalizaban en suntuosidad, sobre todo en lo concerniente a la decoración textil: tapicerías, cortinajes, colchas de terciopelo a juego con las cortinas, etc. Nada de ello se observa hoy en día en la alcoba matrimonial moderna, infinitamente más sobria. Ahora, esta pieza se personaliza por las paredes. Repintarlas o retapizarlas es, de hecho, tomar posesión de ella, modificando su fisonomía. Y eso mismo es, también, lo que permite el papel pintado. Su utilización, relativamente reciente (se inició en el siglo XVIII), es de origen inglés y popular. Según Savary de Bruslons, el papel pintado fue inicialmente utilizado por las gentes del campo y de las barriadas periféricas de París «para adornar y, por así decirlo, tapizar ciertas partes de sus cabañas, sus tiendas y sus habitaciones». En las casas de las familias más acomodadas, el papel comenzó por insinuarse en los guardarropas, los pasillos y las antecámaras, antes de invadirlo todo. A los papeles pintados de la India o de China y a los azules procedentes de Inglaterra les siguieron productos manufacturados franceses, como los que se fabricaban en Réveillon, lugar, precisamente, en el que un incendio durante un conflicto salarial en el mes de abril de 1789 evidenciaría ya una agitación prerrevolucionaria. A partir de la década de 1780, en los anuncios se ofrecían, frecuentemente, apartamentos para alquilar «ornamentados con papeles pintados», procedimiento que acabaría por generalizarse.
En el siglo XIX, la pintura y el papel pintado obedecían ya a preferencias y modas generadas por una industria tan activa como próspera y que uniformizaba estilos y colores. Entre todos ellos, jamás estaba el amarillo, que era el color de las «niñas». El verde era el más cotizado, el azul era virginal, el granate razonable, el gris distinguido, el crema era el color comodín (y, en los siglos XIX y XX, el más extendido). Para el sueño, se necesitaban tonos más suaves y opacos. La textura y los motivos de las tapicerías diferenciaban el dormitorio del resto de las estancias. Jamás eran paisajes o panorámicas, motivos éstos reservados para las piezas en las que se solía recibir. Pero también había otros como guirnaldas, figuras mitológicas, personajes de los cuentos, pájaros, grifones, flores o dibujos geométricos. Y, en espera de su oportunidad, aguardaba el papel liso, más o menos granulado y con el trenzado del papel japonés. Una cierta neutralidad de buen gusto, un «fondo» para el sueño y el amor.
Objetos y bibelots invadieron no sólo la alcoba sino, también, la totalidad de la vivienda, que se convertía, así, en galería, museo y templo familiar a la vez. En el salón de su abuelo, en la calle de Assas, Michel Vernes había contado, durante su infancia, más de seiscientos bibelots. Por su parte, la alcoba era, necesariamente, mucho más sobria e íntima. Allí no se colocaban, o se hacía muy rara vez, las obras de arte y las piezas de colección (o al menos las más destacadas), sino las «mil naderías» que habían marcado la existencia de sus dueños. En torno al reloj de péndulo, y bajo una campana de vidrio, se podía ver el ramo de boda adornado con perlas. La chimenea estaba sobrecargada de recuerdos: cajitas, piedras recogidas en alguna excursión, conchas reunidas en las playas estivales, baratijas compradas en algunos viajes, tanto a lugares próximos como lejanos, y, sobre todo, fotografías, que introducían a los seres queridos hasta el corazón mismo de la intimidad. La chimenea era un altar en el que aquellos recuerdos o vestigios componían un paisaje social y sentimental, y tanto colectivo como individual.
La piedad religiosa intervenía de forma desigual, en función de las diferentes épocas y tradiciones. Encima de la cama había siempre un crucifijo o un Ángelus de Millet. Bajo el marco o la cruz, en las regiones católicas, se podía ver una rama de boj bendecida, recuerdo del domingo de Ramos. A los más creyentes les gustaba poner sobre la cómoda o el velador una estatuilla de la Virgen (la de Lourdes o bien cualquier otra), así como colgar imágenes piadosas de las paredes. La burguesía napolitana del siglo XIX añadió, además, cuadros de arte sacro: hasta once en una misma habitación38. Las mujeres, sobre todo, eran muy aficionadas a estas prácticas mientras que los hombres, con mucha frecuencia, dejaban la alcoba en sus manos, más preocupados por cuidar de su despacho o de su biblioteca. Así, cada alcoba, ya fuera conyugal o no, era un palimpsesto que requería una lectura muy atenta. El detalle personalizaba la decoración.
Durante mucho tiempo, la alcoba conyugal estuvo atestada de muebles. El Dictionnaire de Henry Havard39 describía las alcobas de algunas grandes damas como auténticas acumulaciones de objetos de toda índole, algo más propio de los trasteros. En París, los inventarios que se llevaban a cabo después de una defunción en el siglo XIX, y que fueron analizados por Rivka Bercovici40, mostraban una clara evolución: en una alcoba de 1842, en la que aún se podía percibir el ambiente de salón, se consignaron diez sillas, cuatro sillones góndola, un diván, un butacón voltaire, otro capitoné y un canapé. Pero en otro inventario del año 1871, tan sólo se registraba una cama, una mesilla de noche y un armario. Y es que, al irse paulatinamente privatizando, la alcoba se fue vaciando y simplificando. Y, así, una joven pareja de 1880 que vivía en la calle de Saint-Lazare, en un apartamento de cinco piezas, había amueblado su alcoba, estilo Luis XVI, con un canapé en el centro, una cama con baldaquino, tres banquetas, un armario con espejos y una cómoda-buró. Y con eso ya era suficiente.
Los catálogos de muebles de los grandes almacenes o de las casas especializadas en mobiliario comenzaron a proponer modelos de «dormitorios». A partir del año 1880, la gente empezó a inclinarse más por el armario de espejos, de uno, dos o tres cuerpos, que servía tanto de espejo de cuerpo entero como de guardarropa. La elección del mobiliario del dormitorio era un asunto de pareja: el marido decidía sobre el mobiliario, más oneroso, y la mujer sobre los visillos y las cortinas. Era ésta una decisión importante y de muy larga duración. Y, por ello, la firma Lévitan ofrecía «muebles que duran mucho tiempo». En principio, durante toda la vida. El estilo, entonces, se inspiraba en la historia, como, por ejemplo, en las épocas de Enrique II y Luis XIII. A finales de este siglo se produjo la vuelta al siglo XVIII, sobre todo a la época de Luis XVI, lo que se puede apreciar tanto en la mansión de los Goncourt como en las viviendas burguesas de Ruán41. La única tentativa de un arte burgués original sería la del art nouveau de la Belle Époque, estilo que reactivó la industria del mueble del barrio de Saint-Antoine. Profesionales como Majorelle, Serrurier y Sauvage serían quienes marcaran la cumbre de la monumentalidad de la alcoba. A ellos se deben las más bellas salas del Museo de Artes Decorativas de París, institución que se encuentra en la calle Rivoli.
La saturación suscitó reacciones estéticas y éticas al mismo tiempo. A finales del siglo XIX, William Morris y su discípulo Maple hicieron el vacío a tales tendencias y «decretaron que una alcoba no es bella nada más que bajo la condición de contener en ella únicamente cosas que nos hayan de ser útiles, aunque sea un simple clavo, es decir, no camufladas sino a la vista. Por encima del lecho, barras de cobre para las cortinas y la cama enteramente descubierta, con las paredes desnudas propias de habitaciones higiénicas, aunque podrá haber reproducciones de alguna obra maestra»42, como, por ejemplo, La primavera de Botticelli. Por lo que respecta a Marcel Proust, él prefería, sin duda, las superposiciones de tejidos de las alcobas de provincias.
Apoteosis del lecho
Y en el centro de la alcoba, el lecho, la máxima expresión de una conyugalidad multisecular.
Ulises fabricó el suyo en un tronco de olivo. De vuelta a Ítaca, se reencontró en él con Penélope. «Ahora que ambos nos hemos vuelto a encontrar en este lecho tan querido por nuestros corazones, deberás velar por todos los bienes que tengo en esta residencia»43.
«El signo del lecho, con sus connotaciones eróticas y conyugales, forma parte de esa serie de marcas secretas que los esposos eran los únicos en conocer44.» En el lecho cristalizaba una fuerte identidad. Las mujeres, para asegurarse de la identidad del marido que había regresado, y cuyo rostro casi habían olvidado, le pedían una descripción de su lecho. Por ello, trasladar el lecho de lugar era considerado como una traición hacia el esposo.
Entre los merovingios, «el desnudo se consideraba sagrado y el lecho común era el santuario de la procreación y del afecto»45. En Bizancio, los esposos imperiales compartían alcoba y lecho, algo que las miniaturas representan en sentido estricto. Sin embargo, los partos tenían lugar en otra estancia46. Por el contrario, en la gran alcoba conyugal del castillo medieval, el lecho, aquella «matriz de la estirpe» y trono de una conyugalidad controlada por la Iglesia, no sólo era el lugar de los acoplamientos, sino, también, el de los alumbramientos47. Trono del placer, sin duda, pero también de la violencia, de la astucia, de una suerte de combate cuerpo a cuerpo que George Duby imaginaba hipócrita y retorcido48. En cambio el jardín, el vergel y el bosque eran lugares propios del amor libre.
También la poesía del siglo XVI celebraba el lecho conyugal: «Y cincuenta años fieles el uno al otro / tuvieron un lecho sin pleitos ni querellas»49, rezaba un epitafio de 1559 dedicado por unos niños a sus abuelos. Por su parte, el poeta Gilles Corrozet cantaba su Blason du lit:
Oh lecho púdico, oh casto lecho,
en el que la mujer y el marido querido
son unión de Dios en una sola carne.
Lecho de amor santo,
lecho honorable,
lecho somnoliento,
lecho venerable,
conservad vuestra pudicia
y evitad la lascivia
para que vuestro honor se propague
sin aceptar mácula alguna50.
En la época moderna, el lecho conyugal se generalizó tanto en las ciudades como en el campo. Incluso los contratos matrimoniales lo mencionaban. Para las parejas jóvenes representaba una inversión muy considerable que a duras penas podían afrontar. Tanto era así que a veces se veían obligados a economizar en cortinas y ropa de cama para poder adquirir el armazón de su lecho51. El ajuar de la desposada, que ésta había estado preparando durante largo tiempo junto con su madre, incluía toda la ropa blanca y otros accesorios que, posteriormente, quedarían a buen recaudo en un cofre, en un baúl o en un armario52.
En el siglo XIX, las parejas pertenecientes a los medios populares urbanos tenían que endeudarse para poder adquirir una cama cuando decidían pasar desde el concubinato al matrimonio, una ambición amplia y habitualmente compartida por ambos, dado el estatus que les habría de conferir su nueva condición. En cierta oportunidad, una mujer llegó a lanzar ácido sulfúrico sobre el rostro de su compañero porque éste había dilapidado el dinero destinado a comprar la estructura de madera de la cama, es decir, el armazón fundamental de la misma. La mujer no había podido soportar la ruptura del pacto matrimonial que aquel objeto encarnaba53.
«El lecho es todo el matrimonio», según Balzac, que escribió toda una «teoría» sobre este tema. En ella, Balzac explicaba «las tres maneras de organizar un lecho conyugal»: en dos camas gemelas, en dos alcobas separadas o una sola y misma cama. Y se burlaba de la «falsa sencillez» de las primeras. Demasiado incómodas para los matrimonios jóvenes, solamente son concebibles después de llevar veinte años de unión, tiempo más que sobrado para atemperar los ardores. Balzac condenaba las alcobas separadas, aunque sin explicarse demasiado al respecto, y defendía la cama única, sede de toda suerte de conversaciones y de caricias, y crisol de intercambios. Y, sin embargo, ¡cuántos inconvenientes planteaba ese sistema, tal y como él mismo explicaba! La justificación de dormir en un mismo lecho no tenía nada de evidente. «No es natural encontrarse a dos personas bajo el baldaquín de una cama»; y hacer el amor a horas fijas era una abominación. Nada tenía de sorprendente, pues, que las mujeres intentaran sustraerse a ello pretextando migrañas, pudor, etc., lo que, incluso, llegaba a provocarles frigidez. «La mujer casada es una esclava a la que es necesario poner sobre un trono», escribiría en otro lugar este narrador de historias sobre las costumbres burguesas. Su elogio del lecho conyugal es una más de las irónicas paradojas a las que él estaba tan acostumbrado54.
Con el transcurso del tiempo, el lecho conyugal iría cambiando de emplazamiento, forma, materiales, estructura y dimensiones. En relación con el mismo, etnólogos e historiadores del arte han elaborado amplias genealogías y minuciosos inventarios, que en la actualidad se pueden contemplar en los museos55. El número y la variedad de camas se han venido multiplicando sin cesar hasta el día de hoy. En las casas de las ciudades italianas del siglo XV se podían contar varias camas por alcoba. Por su parte, el siglo XVII, y según Havard, habría sido «el gran siglo de la cama». En el inventario del mobiliario real de Versalles se enumeran hasta 413 tipos de camas, de formas extremadamente variadas, según los tipos de madera, según la disposición de sus cortinajes o según su diseño. Diversidad que daba lugar a una interminable letanía: camas a la turca, camas con corona, en forma de barco, camas góndola, camas cesta, en forma de barquilla, a la duquesa, a la polonesa, a la italiana, etc., a propósito de las cuales, sin embargo, Perec decía que «no existían sino en los cuentos de hadas».
En las alcobas de lujo, la cama semejaba un trono, fastuosa, ornamentada. Replegada hasta una trasalcoba o nicho, se fue haciendo cada vez más modesta. Se retiró de su lugar primitivo para ser colocada a lo largo de la pared, entre dos cabezales. Más adelante fue instalada en medio de la estancia, a menudo enfrente de la ventana, rodeada de cortinas destinadas a ser corridas en caso de una persistente cohabitación. En las camas a la polonesa, el dosel del lecho, majestuoso, estaba decorado con penachos de plumas. Con un carácter más o menos grandioso, el baldaquín logró persistir en provincias hasta nuestros días, habiendo incluso renacido bajo el impulso de ciertos decoradores56. Pero aquellos cortinajes que rodeaban las camas desaparecieron cuando la pareja dispuso de cuatro paredes. A partir de ese momento, tras la puerta cerrada cada uno dispondría de su lugar en el lecho, así como de una mesilla de noche a su lado, con su vela y su bacín.
La cama se hizo más estrecha, rebajando, asimismo, su altura. Aunque, por su parte, las antiguas camas hospitalarias eran de mayor tamaño para poder admitir a más gente, y también más altas, hasta el punto de que, si era necesario, había que utilizar un escabel. En las camas bajas, a ras de suelo, se pasaba mucho frío, siendo signo de una mediocre condición. Hacia 1840 aparecieron los somieres de muelles, producto de la revolución industrial, que vinieron a reemplazar el anterior sistema de colchones apilados, como aquel al que se encaramaba la princesa del cuento de Grimm que durmió en la cima de una pirámide de colchones y, aun así, notó que debajo de todos ellos alguien había puesto un guisante. Por otro lado, el edredón de plumas fue desterrando, poco a poco, a las sábanas. La expresión «haber nacido entre buenas sábanas» ya no tiene, hoy en día, significado alguno.
El centro del lecho
Nocturna, sexual, sensual, potencialmente procreadora, la alcoba conyugal es, a la vez, lugar protegido y obligatorio, eludido y vigilado. En primer lugar por la Iglesia, que la hizo cuna de un linaje feudal y crisol de la cristiandad. «Creced y multiplicaos»: nada osaría limitar el mandamiento del Dios creador, y el pecado de Onán –un crimen– era un atentado contra la vida57. Sin embargo, el coitus interruptus continuó siendo el medio más eficaz para una forma de limitación de los nacimientos acerca de la cual los demógrafos han demostrado una gran precocidad francesa al respecto. «Se engaña a la naturaleza hasta en el campo», decía Jean-Baptiste Moheau, a lo que las esposas contribuían tanto como sus maridos, zafándose cuando éstos no eran capaces de retirarse a tiempo. El lecho conyugal se convirtió en el lugar más apropiado para el arte de la fuga. Los confesores lo sabían muy bien, porque prestaban una comprensiva atención a las quejas de sus penitentes. Pero ¿puede alguien negarse a cumplir con el «deber conyugal»? Los clérigos no lo pensaban así, y criticaban a los aristócratas que tenían una alcoba aparte. «Vivían de una manera tan saturada de política, tan reservada y tan ceremoniosa que no sólo no se tomaban ninguna clase de libertades ni en las cosas más naturales, sino que no eran capaces de sufrir en un mismo lecho, en una misma alcoba ni en una misma casa, alejándose de ella tanto cuanto podían debido a una innata aversión hacia la naturaleza y hacia todo lo que de ella dependiera58.» Los clérigos, en efecto, bendecían siempre el lecho conyugal, «lugar de un amor totalmente sano, sagrado y divino» (Francisco de Sales), la única forma de sexualidad admitida, y celebraban el «goce entre las sábanas» antes que «a hurtadillas»59.
La Iglesia, relativamente discreta durante el siglo XIX, bajo la notable influencia de Alfonso María de Ligorio, indulgente para con las necesidades del sexo, se levantaría con fuerza ante la evidencia del «fraude» que revelaba la caída de la natalidad, fenómeno que alarmó también al Estado. Hasta el propio Papa se implicaría en el asunto (en la encíclica Casti Connubii, 1930), pidiendo a los confesores que intervinieran y mantuvieran el carácter obligatorio de los «métodos naturales». Las parejas jóvenes de entreguerras se vieron obligadas a someterse al azar de las curvas de temperatura del método Ogino, responsable de tantos nacimientos no deseados, así como coaccionadas a adoptar la postura del «misionero» y siempre de acuerdo con la jerarquía de sexos, es decir, el hombre encima y la mujer debajo. Para numerosos fieles, el lecho conyugal pasó a ser el infierno del deseo contrariado. Las cartas que los miembros de la Asociación para el Matrimonio Cristiano dirigieron al abad Viollet testimonian el sufrimiento que suponía para ellos no poderse amar60. «A menudo me levanto a las 11 o a las 12 de la noche para dedicarme, hasta las 2 o las 3 de la madrugada, a luchar contra unos deseos que no deben ser satisfechos», escribía al abad una joven mujer a la que su marido, por un exceso de rigor, rehusaba amar. «Aquello no duró más que unos años, dos a lo sumo, no me acuerdo exactamente. Pero yo leía, trabajaba, rezaba y no me unía a mi marido nada más que cuando él caía ya vencido por la fatiga. Con mucha frecuencia, yo me enrollaba en una manta y me echaba a dormir en el suelo, algo que hacía en las ocasiones en las que me faltaba el coraje para poder soportar el calor de su cuerpo cerca del mío61.» Empero, el debate se habría de centrar en el lecho conyugal. ¿No habría sido mejor adoptar dos camas separadas, a la manera protestante, sistema más propicio a la castidad y a la independencia de los esposos? Ésa era la opinión de uno de aquellos correspondientes con el abad Viollet, que se mostraba partidario de las camas gemelas, y al que otro replicaba con una defensa encendida del «viejo lecho conyugal, símbolo de su [de los esposos] unión y de su mutuo refugio». «Sobre la almohada, el tiempo queda abolido, el mundo exterior es invisible: ahí es donde los esposos se encuentran verdaderamente en su casa62.» Pero ¿seguro que era así? Porque la alcoba conyugal era el último bastión de una Iglesia que había hecho de la sexualidad su línea Maginot. Aunque sin demasiado éxito.
A partir del siglo XVIII, los médicos, que hasta entonces se habían mostrado indiferentes ante la sexualidad, comenzaron a prestar mucha más atención hacia los temas relacionados con la procreación y la salud. En consecuencia, investigaron las alcobas, sobre las que alababan «su comodidad» para la observancia de reglas saludables y para un régimen favorable a la «armonía de los placeres», condición indispensable para engendrar hijos. Alain Corbin ha escrutado meticulosamente, con una precisión clínica casi erótica, todos los discursos de los discípulos de Buffon-Virey, Cabanis, Roussel, Deslandes, Bourbon, Roubaud, etc., todos ellos «policías de la naturaleza», expertos en el «buen coito» que supone el goce femenino, y a los que nada se escapaba sobre los «mecanismos» del «espasmo» (el orgasmo), sobre las mejores posturas y los mejores momentos, no necesariamente nocturnos. La condición de «esposos tranquilos» se atribuía a quienes eran sexualmente activos y estaban sexualmente satisfechos. Y ése era el ideal tanto de los médicos como del propio Estado. Todo aquello culminó bajo la Revolución, que honró a los buenos hogares y opuso a aquel Hércules popular a la sofisticación adúltera y escandalosa de los libertinos. En tal sentido, María Antonieta representaba a la Mesalina moderna; su sexualidad, pretendidamente pervertida, se convertiría en uno de sus mayores «crímenes». Un buen régimen sexual, indispensable para, a su vez, mantener un buen régimen de vida, excluía tanto la masturbación, obsesión fantasmagórica conducente a la ruina personal, como la homosexualidad contra natura de los, así llamados, «antinaturales». La moral médica hizo del lecho conyugal el centro de la normalidad. «La unión de los esposos no podría desarrollarse en ningún otro sitio mejor que en el lecho matrimonial, santuario del amor y de la maternidad. Un buen lecho es el único lugar donde se puede acometer, dignamente, la obra de la carne»63, afirmaba, perentoriamente, el doctor Montalban, médico que, asimismo, preconizaba la oscuridad, la ausencia de espejos y el recogimiento en la alcoba conyugal. Así pues, el amor ¿debía ser ciego y sordo?
No es de extrañar que, poco tiempo después, Zola exaltara la conyugalidad en Fecundidad (1899), una epopeya en la que se narra la historia de la pareja intensamente procreadora formada por Mathieu y Marianne Froment, ejemplar fundamento de la familia y de la República universales. Numerosas escenas de esta extraña novela de tesis, la primera de su ciclo Los cuatro Evangelios (brillante alegato en contra el malthusianismo y a favor de una vigorosa natalidad, sangre de la nación), tienen lugar en el lecho o en sus aledaños, según una amplia panoplia de situaciones: embarazos, partos y lactancias son las dichosas consecuencias del acoplamiento de la pareja, algo que el autor evoca con sordina en todo momento. Cuando Marianne se queda encinta por quinta vez, Mathieu, su marido, se instala en una pequeña cama metálica junto al gran lecho de caoba, que cede íntegramente a su esposa, remetiéndole la ropa de la cama con gran ternura y deseando para ella «un despertar de reina». Después de cada nacimiento, el retorno al lecho conyugal es como una nueva aurora. «¡Ah, aquella cama que tantos combates y tantas victorias contempló, en la que Mathieu vuelve a entrar como si lo hiciera en una gloria triunfal!» El autor opone esta alcoba a «la habitación del horror y del terror» de la casa de la abortera, donde habrá de morir un personaje secundario de la novela, la pobre Valérie Morange. Zola estaba personalmente muy ligado al símbolo de la alcoba; en Médan, en los momentos de mayor efervescencia de la relación que mantenía con su amante Jeanne Rozerot, el escritor se negó siempre a dormir en habitaciones separadas, exactamente lo mismo que su esposa Alexandrine siempre le había pedido64. Su pudor, por lo demás, era extremo, y traspasar el umbral de aquella alcoba, ejemplo clásico de mobiliario conyugal –un lecho de grandes dimensiones, con barrotes de cobre, situado frente a los ventanales; un secreter, un amplio armario de ebanistería de color claro, cabeceros, butacas, mesillas de noche redondas–, estaba prohibido a todo el mundo. «Así pues, sobre ese lecho conyugal que los esposos compartieron durante toda su vida no podemos decir nada»65, escribía Évelyne Bloch-Dano, quien sí podía imaginar muy bien los sueños adúlteros de Émile Zola, a quien, en su casa de Médan, le gustaba acechar la ventana de su bien amada desde su propio balcón.
Las prácticas de las parejas, sus gestos y sus susurros, sus deseos y sus saciedades, sus ardores y sus lasitudes, se nos escapan aquí ampliamente. «Ésas son cosas que es necesario ocultar. Yo no conozco nada más odioso que los amores conyugales»66, decía Prosper Mérimée, indignado por la publicación de las cartas de la duquesa de Choiseul-Praslin, quien se compadecía de sí misma por haberse visto sexualmente abandonada por su marido.
Agradable dulzura la del derecho al silencio. Tocqueville confiaría a Gustave de Beaumont que él se levantaba más tarde en invierno, en torno a las siete de la mañana, en lugar de a las cinco (trabajaba hasta mediodía). «Soy un marido demasiado galante y demasiado atento como para permitir que mi mujer [Mary Motley] se aburra durante tanto tiempo, permaneciendo ella sola en una cama y con un frío semejante67.» Así pues, el lecho conyugal es, asimismo, calor compartido. «Tengo sed de nuestra soledad, de nuestros encuentros íntimos, de todo aquello que, a fin de cuentas, constituye el fundamento de mi felicidad en este mundo»68, escribiría a Mary, a la cual Tocqueville no era, necesariamente, demasiado fiel. Las parejas conyugales eran, precisamente, las que menos cartas se escribían, y siempre callándose lo más esencial, empleando en su lugar fórmulas epistolares previamente convenidas –«Sueño, mi querida esposa, con estrecharte contra mi corazón»–, excepto, quizás, durante las guerras, que o bien avivaban los deseos o bien arruinaban las uniones. Anne-Claire Rebreyend ha encontrado en los archivos de la APA (Asociación Para la Autobiografía) ciertas correspondencias sumamente reveladoras en este sentido69, como la que Serge y Denise mantuvieron entre los años 1942 y 1944. Ambos soñaban con la alcoba en la que se habían conocido, lamentando haberse visto reducidos a tener que permanecer en la de un hotel.
¿Y cómo hacían el amor? Los dos lo evocaban, a continuación, con una precisión deliciosa. Se trataba, bien es cierto, de una pareja clandestina, adúltera, que aspiraba a una legitimidad que lograría ulteriormente, afrontando el riesgo de sumirse en la calma del habitual silencio matrimonial. El mutismo de las parejas era, al fin y al cabo, la mejor defensa que podían tener frente a las miradas indiscretas, las alusiones familiares a vientres estériles o a muslos ligeros o, también, frente a los discursos normativos y las coacciones apremiantes. El encuentro de dos cuerpos no le incumbía a nadie más que a ellos mismos. La sombra de la alcoba envolvía tanto su historia singular como la de todos los romances del mundo, siempre bien refugiados en lo más profundo de un lecho.
La muerte de uno de los esposos marcaba el final de la alcoba conyugal. Entre las clases acomodadas, la superviviente (dicho así porque el caso más frecuente era que sobreviviera la esposa) acondicionaba, eventualmente, un panteón para el difunto y permanecía en la vivienda, conservando su lugar de siempre en el amplio lecho conyugal. Las viudas de los pescadores de Noirmoutier, filmadas por Agnès Varda70, conservaban su sitio en el lecho, evitando ocupar incluso el centro del mismo, acurrucadas hasta el día de su muerte junto a aquel lugar que fuera el de su esposo, tanto en la pareja como en el amor y en la vida. ¿Tristeza por la felicidad perdida? ¿Sumisión a un destino matrimonial? ¿Memoria corporal? ¿Y quién lo puede asegurar? El lecho conyugal conserva sus numerosos misterios para siempre.
Obligada a trasladarse a una vivienda más pequeña, la viuda conservará los muebles menos voluminosos y se habrá de contentar con una cama individual, como la jovencita que ella misma fue alguna vez y que ha vuelto a ser de nuevo. Obligada a refugiarse en casa de sus hijos, tendrá que limitar todas sus ambiciones a un sillón y a unos cuantos objetos. La selección acompañando al luto.
En el campo, la cuestión del alojamiento de los padres ya mayores fue, durante largo tiempo, un tema bastante espinoso, sin duda debido menos a razones de espacio que a causa de los problemas de autoridad, de estatus o de economía doméstica que tal circunstancia podía entrañar. En la Alsacia, los viudos o las viudas debían abandonar la alcoba que ocupaban, viéndose relegados a acomodarse en lugares previamente designados71. En Gévaudan, se daba el caso lamentable de que se instalaba a las viejas en cabañas, como si fueran reclusas72. La promiscuidad de la sala común era el origen de tensiones insoportables, susceptibles de acarrear malos tratos, llegándose, incluso, al parricidio. En este sentido, los sumarios judiciales dan cuenta de situaciones verdaderamente deplorables. Por ejemplo, una madre de noventa años se veía obligada a dormir sobre un montón de paja, teniendo que utilizar el toldo de un vehículo a modo de manta, en una tahona que, además, tenía la puerta averiada. Por otra parte, un padre de sesenta y ocho años se había visto confinado a un cuartucho en una especie de altillo. Asimismo, un caso extremo de secuestro: una viuda fue encerrada en el granero, teniendo que dormir sobre una especie de jergón hecho con hierbas secas. Y también se conocieron diversos casos de parricidio73. La suerte de los mayores apenas era mejor en los entornos populares urbanos, para los hombres sobre todo, quienes muy a menudo no poseían nada más. Tal fue el caso de un abuelo de Belleville, quien, obligado a residir en casa de sus hijos para poder sobrevivir, hubo de transportar su cama de un domicilio a otro y acabó viéndose obligado a entablar un proceso judicial para recuperar dicha cama, que sus hijos no le querían devolver74. En suma, tras una fase de cohabitación con niños enclaustrados en aquellas viviendas tan sumamente limitadas, a esos ancianos, restos de una familia disuelta, de un tiempo ya pasado, sólo les espera el dormitorio común de un asilo.
La alcoba conyugal se deshace con la pareja. Al menos con la pareja conyugal, porque existían otras que no se identificaban por el hecho de tener una alcoba en común. En efecto, la pareja se disolvía con la separación «de los cuerpos» –lo que necesariamente implicaba la del lecho común–: con el divorcio o con la muerte. En el tiempo de la vida, pero también en el seno de la sociedad. La ausencia de su legado se corresponde hoy día, más que con la crisis de la vivienda, con la del matrimonio –el divorcio75– en la sociedad contemporánea, que sin duda obedece a otra concepción de la unión, más libre, menos «conformista» y más preocupada por el confort, particularmente a la hora de dormir. Tener habitaciones aparte o, al menos, camas separadas es una práctica cada vez más extendida que no implica, en absoluto, que exista menos amor76.
La alcoba conyugal se corresponde con una época crucial de la historia de la familia. La alcoba individual la precedió y la sobrevivió.