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Los ojos de Robert Langdon fueron pasando de una colosal estructura a otra. Cada una de las obras estaba formada por una o varias planchas de acero envejecido curvadas elegantemente y luego colocadas en precario equilibrio sobre sus bordes cual paredes sueltas. Esos muros arqueados medían casi cinco metros de altura y describían distintas formas de grácil fluidez: una recta ondulante, un círculo abierto, una espiral inclinada.

La materia del tiempo —repitió Winston—, de Richard Serra. Su uso de las planchas sin apoyos con un material tan pesado como el acero crea una ilusión de inestabilidad. Pero, en realidad, estas paredes son muy estables. Es como si enrollara un billete alrededor de un lápiz. Si luego retira el lápiz, el billete enrollado podrá sostenerse con facilidad sobre su borde gracias a su propia geometría.

Langdon se detuvo y levantó la mirada hacia el inmenso círculo que tenía a un lado. La pátina cobriza que recubría el metal oxidado le proporcionaba una cualidad orgánica. La obra transmitía al mismo tiempo una gran fuerza y una delicada sensación de equilibrio.

—Profesor, ¿se ha fijado en que esta primera estructura no está cerrada del todo?

Langdon dio la vuelta alrededor del círculo y vio que los extremos de la pared no llegaban a encontrarse. Era como si un niño hubiera intentado dibujar una circunferencia, pero no hubiera conseguido cerrarla.

—Este desajuste crea una abertura que permite al visitante adentrarse en su interior y explorar el espacio negativo.

«A no ser que ese visitante sea claustrofóbico», pensó Langdon dejándola rápidamente atrás.

—Ante usted puede ver ahora tres sinuosas planchas de acero colocadas en formación paralela y lo bastante cerca las unas de las otras como para formar dos pasadizos ondulantes de más de treinta metros. Se llama Serpiente, y a los visitantes más jóvenes del museo les encanta correr por ellos. Además, si dos personas se colocan en los extremos opuestos, pueden mantener una conversación susurrando con la misma facilidad que si se encontraran cara a cara.

—Eso es muy interesante, Winston, pero ¿te importaría explicarme por qué Edmond te ha pedido que me enseñaras esta sala?

«Él ya sabe que este tipo de cosas no me van», pensó.

—Me ha pedido que sobre todo le enseñe la obra que se llama Torsión espiral y está en el rincón del fondo. ¿La ve?

Langdon aguzó la mirada. «¿La que parece estar a medio kilómetro?»

—Sí, la veo.

—Espléndido. Diríjase hacia ella.

Langdon oteó vacilante el enorme espacio y comenzó a recorrer la distancia que lo separaba de la lejana espiral mientras Winston seguía hablando.

—He oído, profesor, que Edmond Kirsch es un gran admirador de su trabajo y, en particular, de sus ideas sobre el modo en que el arte refleja la relación entre las distintas religiones y su evolución a lo largo de la historia. En muchos aspectos, los campos en los que Edmond trabaja, la teoría de juegos y la informática predictiva, son muy similares: analizan el crecimiento de varios sistemas y predicen cómo se desarrollarán a lo largo del tiempo.

—Bueno, está claro que se le da muy bien. No en vano lo llaman el Nostradamus de nuestros días.

—Sí, aunque, a mi parecer, se trata de una comparación que resulta un poco insultante.

—¿Por qué lo dices? —inquirió Langdon—. Nostradamus es el pronosticador más famoso de todos los tiempos.

—No quiero llevarle la contraria, profesor, pero Nostradamus escribió casi un millar de cuartetos cuya vaguedad ha fomentado durante cuatro siglos todo tipo de lecturas creativas realizadas por mentes supersticiosas que han querido inferir un significado ahí donde no había ninguno... desde la segunda guerra mundial hasta la muerte de la princesa Diana, pasando por el ataque al World Trade Center. Es completamente absurdo. Edmond Kirsch, en cambio, ha publicado un número limitado de predicciones muy específicas cuya veracidad ha sido probada en un período de tiempo muy corto: informática en la nube, coches sin conductor, procesadores de cinco átomos. El señor Kirsch no es ningún Nostradamus.

«Está bien, me retracto», pensó Langdon. Se decía que Edmond inspiraba una fiera lealtad entre aquellos con los que trabajaba y, al parecer, Winston era uno de sus discípulos más entusiastas.

—Bueno, ¿está usted disfrutando de la visita? —preguntó Winston, cambiando de tema.

—Mucho. Felicita a Edmond por perfeccionar esta tecnología de guía a distancia.

—Sí, este sistema fue el sueño de Edmond durante muchos años, y ha invertido incalculables cantidades de tiempo y dinero para desarrollarlo en secreto.

—¿De verdad? No parece una tecnología tan complicada... Debo admitir que al principio me sentía algo escéptico, pero al final me has convencido. Nuestra conversación está resultando de lo más interesante.

—Es muy generoso de su parte. Espero no arruinarlo todo admitiendo la verdad. Me temo que no he sido del todo honesto con usted.

—¿Cómo dices?

—En primer lugar, mi verdadero nombre no es Winston, sino Art.

Langdon se rio.

—¿Un guía de museo llamado «Art»? Bueno, no te culpo por usar seudónimo. Encantado de conocerte, Art.

—Verá, cuando me ha preguntado por qué no lo acompañaba personalmente, le he comentado que el señor Kirsch deseaba evitar aglomeraciones en las salas de los museos. Eso es cierto, pero se trata de una respuesta incompleta. Hay otra razón por la que estamos hablando mediante unos auriculares y no en persona. —Hizo una pausa y luego continuó—: En realidad, soy incapaz de realizar movimiento físico alguno.

—Vaya, lo siento mucho.

Langdon imaginó a Art sentado en una silla de ruedas y confinado en una habitación, y lamentó que el hecho de tener que explicar su condición pudiera hacerlo sentir incómodo.

—No hace falta que se disculpe. Le puedo asegurar que si tuviera piernas, mi aspecto sería algo raro. Verá, no soy exactamente como imagina.

Langdon aminoró el paso.

—¿Qué quieres decir?

—El nombre «Art» es en realidad una abreviatura de «artificial», aunque el señor Kirsch prefiere el término «sintético». —La voz hizo una pausa—. La verdad, profesor, es que durante esta velada ha estado usted interactuando con un guía sintético. Una especie de computadora.

Langdon miró a su alrededor con incredulidad.

—¿Es esto una especie de broma?

—Para nada, profesor. Hablo totalmente en serio. Edmond Kirsch ha invertido una década y miles de millones de dólares en el campo de la inteligencia sintética, y esta noche es usted uno de los primeros en experimentar el fruto de su trabajo. Toda su visita ha estado guiada por un ser sintético. No soy humano.

Langdon no podía creérselo. Tanto la dicción de la voz como la gramática eran perfectas y, exceptuando una risa algo extraña, se trataba de un conversador de lo más elegante. Además, la conversación que habían mantenido había versado sobre una amplia y compleja variedad de temas.

«Me están observando —concluyó Langdon, examinando las paredes en busca de videocámaras. Sospechó que debía de estar participando de forma involuntaria en una extraña obra de “arte experimental”, una suerte de teatro del absurdo hábilmente escenificado—. Me han convertido en un ratón de laboratorio.»

—No me siento muy cómodo con todo esto —declaró; su voz resonó por la galería desierta.

—Mis disculpas —dijo Winston—. Es comprensible. Ya suponía que esta noticia le resultaría difícil de asimilar. Imagino que por eso Edmond me ha pedido que lo trajera a este espacio privado, lejos de los demás invitados. A ellos no se les ha revelado esta información.

Langdon examinó el espacio tenuemente iluminado para ver si había alguien más.

—Como sin duda sabrá —prosiguió la voz, en apariencia impertérrita ante la incomodidad de Langdon—, el cerebro humano es un sistema binario. Las sinapsis se activan o no; están encendidas o apagadas como si de un proceso informático se tratara. El cerebro tiene más de cien trillones de «interruptores», lo cual significa que construir un cerebro no es tanto una cuestión de tecnología como de escala.

Langdon apenas lo escuchaba. Había reanudado la marcha con la atención puesta en un letrero de SALIDA con una flecha que señalaba hacia el fondo de la sala.

—Soy consciente de que la calidad de mi voz hace difícil aceptar que pueda haber sido generada por una máquina, pero en realidad el habla es la parte fácil. Incluso un ebook de noventa y nueve dólares imita el habla humana de forma más que decente. Edmond ha invertido miles de millones en ello.

Langdon se detuvo.

—Si eres una computadora, contéstame a lo siguiente: ¿con cuántos puntos cerró el índice industrial Dow Jones el veinticuatro de agosto de 1974?

—Ese día era sábado —respondió al instante la voz—, de modo que los mercados no abrieron.

Langdon sintió un ligero escalofrío. Había elegido esa fecha para tenderle una trampa. Una de las características de su memoria eidética era que le permitía recordar las fechas para siempre. Ese sábado, su mejor amigo había celebrado su cumpleaños, y todavía recordaba la fiesta que esa tarde había organizado junto a la piscina. «Helena Wooley llevaba una bikini azul.»

—Sin embargo —admitió acto seguido la voz—, el día anterior, el viernes veintitrés, el índice industrial Dow Jones cerró con 686,80 puntos, un descenso de 17,83 puntos que supuso una pérdida del 2,53 por ciento.

Langdon se quedó momentáneamente sin habla.

—No me importa esperar si quiere comprobar el dato en su teléfono celular, aunque no tengo más remedio que hacerle notar la ironía que supondría eso.

—Pero... Yo no...

—El desafío de la inteligencia sintética —prosiguió una voz cuyo acento británico ahora parecía más extraño— no es el rápido acceso a la información, algo en realidad bastante simple, sino más bien la capacidad de discernir cómo ésta se interconecta e interactúa. Y, si no me equivoco, esto, la interrelación de ideas, es una cuestión en la que es usted experto, ¿no? Ésa es una de las razones por las que el señor Kirsch quería que probara mis habilidades con usted específicamente.

—¿Me ha puesto... a prueba? —preguntó Langdon.

—A usted no, a mí. —De nuevo, la voz dejó escapar una risa extraña—. Para ver si podía convencerlo de que era humano.

—Un test de Turing.

—Eso es.

El test de Turing, recordó Langdon, era la prueba que había propuesto el descifrador de códigos Alan Turing para valorar la capacidad de una máquina para comportarse de forma indistinguible a la de un ser humano. Esencialmente, consistía en que un juez humano escuchara la conversación entre una máquina y un humano, y si era incapaz de identificar al humano, la máquina pasaba el test. Esta prueba de referencia fue finalmente superada por una computadora en 2014 en la Royal Society de Londres. Desde entonces, la tecnología de la inteligencia artificial había avanzado a un ritmo imparable.

—Hasta ahora —prosiguió la voz—, ninguno de nuestros invitados ha sospechado nada. Están todos pasándoselo en grande.

—Un momento, ¿estás diciéndome que todos los invitados de esta noche están hablando con una computadora?

—Técnicamente, están todos hablando conmigo. Soy capaz de dividir mi atención con bastante facilidad. Usted está oyendo mi voz por defecto, la que Edmond prefiere, pero los demás están oyendo otras voces o idiomas. En base a su perfil de académico estadounidense, he escogido una voz masculina británica. He supuesto que le transmitiría más confianza que, por ejemplo, una voz femenina con acento sureño.

«¿Esta cosa acaba de llamarme “machista”?»

Langdon recordó una popular grabación que había circulado por la red unos años atrás: Michael Scherer, jefe de redacción de la revista Time, había recibido la llamada de un robot de telemárketing tan sobrecogedoramente humano que Scherer había colgado en internet la grabación de la llamada para que todo el mundo pudiera oírla.

«Eso sucedió hace ya años», cayó en la cuenta Langdon.

El profesor sabía que Kirsch llevaba varios años consagrado a la inteligencia artificial y de vez en cuando veía su rostro en la tapa de alguna revista con motivo de alguno de sus diversos descubrimientos. Al parecer, «Winston» representaba el estado actual de dicha tecnología.

—Soy consciente de que todo esto está sucediendo con gran rapidez —continuó la voz—, pero el señor Kirsch me ha dado instrucciones para que le enseñara la espiral que tiene delante y le pidiera que, por favor, recorriera el pasadizo que forman sus paredes hasta llegar al final.

Langdon echó un vistazo al pasillo estrecho y curvado, y sintió que se le tensaban los músculos. «¿Es ésta la idea que tiene Edmond de una broma pesada?»

—¿Y no puedes simplemente decirme qué hay ahí dentro? No me gustan demasiado los espacios estrechos.

—Interesante. No lo sabía.

—La claustrofobia no es algo que suela incluir en mi biografía.

A Langdon todavía le costaba concebir que estuviera hablando con una máquina.

—No tiene nada que temer. El espacio que hay dentro de la espiral es bastante amplio, y el señor Kirsch ha solicitado específicamente que viera usted el centro. Antes de entrar, sin embargo, me ha insistido en que debía quitarse los auriculares y dejarlos en el suelo.

Langdon levantó la mirada hacia la elevada estructura y vaciló.

—¿Tú no vas a entrar conmigo?

—Al parecer, no.

—¿Sabes? Todo esto es muy extraño y no me siento especialmente...

—Profesor, teniendo en cuenta que Edmond lo ha traído hasta Bilbao para que asistiera a este evento, diría que no es mucho pedir que recorra usted el pequeño pasadizo interior de esta escultura. Los niños lo hacen todos los días y no les pasa nada.

Langdon nunca había recibido un reto de una computadora, si es que en realidad había sido eso, pero el incisivo comentario tuvo el efecto deseado. Se quitó los auriculares y, tras dejarlos con cuidado en el suelo, se volvió hacia la abertura de la espiral. Las altas paredes formaban un estrecho cañón que se curvaba hasta desaparecer de la vista y perderse en la oscuridad.

—¡Allá vamos...! —dijo Langdon en voz alta.

Y, tras respirar hondo, se adentró en la espiral.

El camino era más largo de lo que había esperado y, al poco, ya no sabía cuántas vueltas había dado. Con cada una, el pasadizo se hacía cada vez más estrecho y, a partir de un momento dado, sus anchos hombros ya casi rozaban las paredes. «Respira, Robert.» Las planchas inclinadas de metal parecía que fueran a caérsele encima en cualquier momento, aplastándolo bajo toneladas de acero.

«¿Por qué estoy haciendo esto?»

Cuando Langdon ya estaba a punto de dar media vuelta y salir de la espiral, el pasadizo terminó de golpe y llegó a un amplio espacio abierto. Efectivamente, se trataba de un lugar más grande de lo que cabría esperar. El profesor se apresuró a salir al claro y, tras exhalar una bocanada de aire, examinó el suelo desnudo y las altas paredes preguntándose de nuevo si todo eso no se trataría de una especie de broma elaborada.

De repente, oyó que un cerrojo se abría en la sala. Alguien acababa de entrar por la puerta cercana que Langdon había visto antes de adentrarse en la espiral. Unos pasos se acercaron y luego comenzaron a dar vueltas a su alrededor en el sentido de las agujas del reloj. A cada vuelta se oían más alto. Alguien estaba recorriendo el pasadizo.

El profesor se dio vuelta y se quedó mirando la abertura hasta que, de repente, por ella apareció un hombre bajo y delgado con la piel muy pálida, unos ojos penetrantes y una mata de pelo desgreñada.

Langdon permaneció impasible hasta que, al final, permitió que una amplia sonrisa le invadiera el rostro.

—El gran Edmond Kirsch siempre tiene que hacer una entrada triunfal.

—Sólo hay una oportunidad de causar una primera impresión —respondió Kirsch afablemente—. Te he extrañado, Robert. Gracias por venir.

Los dos hombres se estrecharon en un sentido abrazo. Al darle unas palmadas en la espalda a su viejo amigo, Langdon tuvo la sensación de que estaba más delgado.

—Has adelgazado —dijo.

—Me he hecho vegano —respondió Kirsch—. Es más fácil que la elíptica.

Langdon se rio.

—Me alegro de verte. Y, como siempre, haces que me vea demasiado arreglado.

—¿Quién, yo? —Kirsch bajó la mirada hacia unos jeans estrechos de color negro, una camiseta negra de cuello de pico y una bomber con un cierre lateral—. Esto es de marca.

—¿Las chancletas blancas también?

—¡¿Chancletas?! ¡Son sandalias de Ferragamo!

—E imagino que cuestan más que todo lo que llevo puesto.

Edmond examinó la etiqueta del frac de Langdon.

—En realidad están cerca —dijo—. Es un frac muy bueno.

—He de decir, Edmond, que tu amigo sintético, Winston, resulta muy... inquietante.

El rostro de Kirsch se iluminó.

—Es increíble, ¿verdad? No te creerías lo que he conseguido este último año en el campo de la inteligencia artificial. Un salto cuántico. He desarrollado unas cuantas tecnologías propietarias que permiten a las máquinas resolver problemas y autorregularse de formas completamente nuevas. Winston es un trabajo en curso, pero mejora a diario.

Langdon reparó en las profundas arrugas que habían aparecido alrededor de los juveniles ojos de Edmond. Se le veía cansado.

—Edmond, ¿te importaría decirme por qué me has traído aquí?

—¿A Bilbao? ¿O al interior de una espiral de Richard Serra?

—Empecemos por la espiral —dijo Langdon—. Ya sabes que tengo claustrofobia.

—Precisamente. El evento de hoy consiste en empujar a la gente fuera de su zona de confort —señaló con una sonrisa burlona.

—Ésa ha sido siempre tu especialidad.

—Pero también necesitaba hablar contigo y no quería que me viera nadie antes del espectáculo —añadió Kirsch.

—¿Porque las estrellas de rock no se relacionan con los fans antes de un concierto?

—¡Exacto! —bromeó Kirsch—. Las estrellas de rock aparecen en el escenario por arte de magia y envueltas en una nube de humo.

Las luces del techo parpadearon. Kirsch apartó la manga de su chaqueta y consultó el reloj. Luego volvió a levantar la mirada hacia Langdon con una expresión de repente seria.

—No tenemos mucho tiempo, Robert. La de esta noche es una ocasión crucial para mí. De hecho, lo será para toda la humanidad.

Langdon no pudo evitar sentirse intrigado.

—Recientemente he hecho un descubrimiento científico que tendrá unas implicaciones trascendentales —explicó Edmond—. Casi nadie está al tanto y esta noche, en breve, me dirigiré al mundo en directo y anunciaré de qué se trata.

—No estoy seguro de qué decir —respondió Langdon—. Todo esto suena increíble.

Edmond bajó el tono de voz y, con una tensión poco frecuente en él, añadió:

—Antes de que haga pública esta información, Robert, necesito tu consejo. —Hizo una pausa—. Es posible que mi vida dependa de ello.