Nací en Melipilla, hijo de un matrimonio mixto, un padre judío lituano y una mamá árabe, libanesa. O sea, un esquizofrénico de nacimiento. Pero me crie entre árabes, en especial en la casa de mi tía Uteh y mi tía Aniza, las tías solteronas que fueron también mis mamás. Vivían frente a mi casa, así que la ruta de escape era directa.
«Don Bernardo», así llamo a mi padre. Don Bernardo Purto era un refugiado de guerra de ascendencia judío lituana. Llegó a Chile bastante empobrecido, pero directo a estudiar medicina. Fue el primer judío en estudiar esa carrera en la Universidad Católica. ¡Imagínense la hazaña! Cuando le tocó hacer su práctica, fue enviado a Melipilla. Allí se enamoró de la reina de la primavera, Hilda Arab, quien vendió su zapatería para instalarle una consulta y organizarle un poco la vida a este pobretón. Y se casaron. Hubo una guerra familiar. ¡Un judío con una católica libanesa! Es que mi mamá era preciosa y mi papá un galán, un tipo de ojos azules, encantador, carismático.
Ahí estaba la Jenny, mi hermana mayor; un primor, que fue Miss Chile. Y Lenka, mi hermana menor —que vive en Fort Lauderdale—, la versión trigueña de la Jenny. Otra hermosura. Yo me crie rodeado de belleza, pero de mucha locura también.
Admiraba a mi padre, un profesor de medicina que nunca me hizo ningún cariño, de una frialdad superlativa y de una mente lúcida, tremendamente lúcida. Él fue mi primer profesor de medicina, y con él empecé a estudiar a los cuatro años. Porque hacía todo con él. Yo quería ser como mi papá, quería ser ese médico que desafiaba a la muerte. Mi primera autopsia la realizamos a mis trece años. Algo prematuro. Y quedé sin dormir muchas noches.
Entonces maduré de sopetón, me encontré con el espejo de la muerte, porque ahí, con el cadáver frente a mis narices, llegó el mensaje bastante claro: podía morir en cualquier minuto. Es decir, la vida tiene fin. Quedé helado, surgieron las pesadillas. Y tan abruptamente, que mi mamá dejó de hablarle a mi papá por tres meses. Lo peor —o lo mejor— es que él me siguió llevando a que observara lo que hacía. A mí me encantaba «operar» con mi padre, porque era la única forma de obtener su atención. Yo quería saber qué tenían las manos de este caballero, entender los libros en alemán, inglés, francés e italiano que tenía en su biblioteca. Cuando entré a estudiar medicina ya tenía un camino recorrido, pero después de esa primera autopsia también ya había comprendido que tenía que aprovechar con intensidad esta pasada por la vida.
Como hermano mayor, fui el primero en recibir la larga lista de frases para el bronce que había juntado mi progenitor a lo largo de su ácido camino. Pese a que hasta los oídos de mi hermana Jenny algunas de estas llegaban bastante filtradas, pienso que no pudo zafar del halo de perfeccionismo y exigencia que se respiró en mi casa. La consecuencia fue que mi hermana Jenny hizo una anorexia de libro. Tenía quince años. Ella medía más de 1.80 metros y llegó a pesar cuarenta kilos. Casi se murió. Todo empezó a ocurrir casi imperceptiblemente cuando se cambió de colegio e ingresó al Grange School en octavo básico. Un tiempo después, la enfermedad se desató.
La enfermedad afectó mucho a la familia; a mí me dio una pena inmensa. No podía entender cómo una mujer tan linda, a la que no le faltaba nada, no lograba aceptarse a sí misma. Para mí fue devastador ver, además, el sufrimiento de mi mamá y de mi papá. Pasamos tres años terribles. Lo que más me afectaba era que, habiendo podido influir siempre en ella, en esta ocasión no lograba nada. ¡Nada! Al final entendí que con palabras no se solucionan estos problemas. Entonces, cuando la veía muy achacada, muy flaca, me limitaba a abrazarla y me quedaba harto rato así. Y se ponía a llorar, con estertores. Yo quedaba hecho trizas.
Aquella fue la época de mi mayor motivación para convertirme en médico. Pero antes de eso, solo por casualidad, me convertí en escalador. Mi papá me llevó un día al cajón del Maipo para sacarme un poco del doloroso ambiente que había en mi casa. Una vez, mientras él jugaba brisca con unos amigos en las cabañas donde nos alojábamos, me fui a caminar y encontré un cerro. Y mientras subía, pensaba en mi hermana, en la vida. Cuando me cansaba y me dolían las piernas, subía más. Como en una especie de peregrinaje, intentando trascender algo, quizás.
Creo que escalaba por la Jenny, por el sufrimiento de ver a una familia destrozada. Los últimos quince minutos antes de llegar a una cumbre, lloraba y resoplaba fuerte. ¡Nunca había llorado tanto! En una ocasión, cuando llegué a la cumbre y miré hacia abajo, dije una frase que nunca olvidaré:
—¡Aquí estoy!
Era un acto de redención. Mi primera experiencia fuerte había sido ver y ayudar en una autopsia; la segunda, darme cuenta de que se podía subir montañas. Pero mis sueños seguían confusos. Hasta que un día llegué a la cordillera de la Costa de Chile central. Me llevó un profesor de historia, Carlos Avilés, y allí encontré el antídoto a mis tribulaciones. Fue en Melipilla, en el Horcón de Piedra y en los Altos de Cantillana, cerros bajos con cumbres rocosas y campos de robles. Quizás por sentirme tan bien ahí me enamoré de las montañas.
Poco después empecé a estudiar medicina en la Universidad Católica en Santiago de Chile y seguí subiendo montañas, cada vez más altas y difíciles, con el equipo de montaña de esa casa de estudios. Incluso llegaron a seleccionarme.
El responsable de esto fue Juan Andrés Marambio, compañero de curso en medicina y un gran valor a la hora de preparar exámenes. Llegó un día y me dijo:
—Purto, hay un curso de montañismo en la universidad, y nos sirve para completar los créditos optativos.
Gran dato. Entramos los dos.
Ese grupo lo dirigía un avezado y carismático hombre de montaña, ya maduro, con experiencia en el Himalaya, Claudio Lucero. Todo un nombre en el montañismo chileno. Y Rodrigo Jordán, compañero de colegio en el Grange School de Santiago, cuando yo era el «guatón Purto», un mateo que había llegado en primero medio de la Escuela 34 de Melipilla. Con Rodrigo Jordán, dos años mayor que yo, no tenía demasiada onda. Éramos muy distintos, como el agua y el aceite. En mi colegio él era el «prefect» o prefecto, uno de los alumnos de cuarto medio elegidos por el mando, que colaboraba con la disciplina del colegio, y siempre encontraba la manera de ganarse a los profesores.
Creo que las ganas de subir el Everest nos las contagió —tanto a mí como a Rodrigo— George Lowe, pionero del primer ascenso del Everest en 1953, y rector del colegio. Lowe le había cargado la mochila nada menos que a Edmund Hillary hasta un campamento a 8.500 metros.
Sin embargo, mis ganas de subir montañas, casi como una obsesión, explotaron cuando conocí a Ítalo Valle. Ahí cambió todo. Entonces solo quise subir montañas con él.
Jaime Roca, un estudiante de arquitectura de la selección universitaria católica, fue quien me lo presentó. Roca era el único que mitigaba mi sensación de no pertenencia al grupo de la Católica en vías de ser andinistas. Con él me entendía. Me invitó a subir el cerro Mirador del Morado, una bella caminata glaciar cerca de los Baños Morales al fondo del cajón del Maipo, y luego a subir el glaciar Iver del cerro El Plomo, hasta entonces la mayor altura que había alcanzado, 5.423 metros sobre el nivel del mar. Un fin de semana después, Jaime me presentó a un bizarro personaje, vestido con bombachas y chaleco, calzando largos soquetes y un sombrero con pluma a la usanza alpina. Era mi primer contacto con Ítalo Valle. Fue amor a primera vista.
Almorzamos en el Refugio Alemán de Lo Valdés, invitados por la agregada cultural de la embajada de Estados Unidos —una amiga de Jaime Roca—, la «tía» Betty Woodsend. Éramos diez los que queríamos subir el cerro Corona, que se eleva al fondo del hermoso valle de Lo Valdés. La comida era abundante, pero yo sabía que no era conveniente comer mucho antes de una larga caminata. Me di cuenta de que Ítalo Valle también sabía lo mismo. Prueba es que cuando comenzamos la excursión solo él y yo pudimos caminar con tranquilidad, internándonos hacia el sur por el hermoso valle andino. También me di cuenta de que cuando Ítalo me sintió cerca, aceleró su paso a un nivel que para mí fue imposible de sostener.
Tres horas más tarde llegaba a las Vegas del Corona, un enclave de culto en los Andes de Chile central. Ítalo fumaba apaciblemente y me saludó casi como si fuera un niño cuando llegué, al tiempo que me convidaba un tecito que ya había hervido en su anafe Optimus.
—Bueno el anafe —le dije mientras recibía la infusión.
—Sí, me lo regaló don Alfredo.
Don Alfredo era su padre, un chofer de tanques en el norte de África durante la Segunda Guerra Mundial, prisionero de los ingleses en un campo de concentración en Libia. Me contó que en un bombardeo su papá saltó a un hoyo negro para sobrevivir, y después se limpió la mierda, no con agua, sino con parafina, el combustible de los tanques, para ahorrar el vital y escaso elemento en esos desiertos. Un tipo recio don Alfredo, que al final de la guerra decidió partir a América para continuar con su vida y, quizás, olvidar las penas.
Fueron dos horas las que pasamos charlando y conociéndonos a los pies de las montañas, hasta que hizo su aparición Jaime Roca, alias «Oráculo», el sabelotodo de estas montañas maravillosas del cajón del Maipo en los Andes de Chile central.
—Si fuimos capaces de subir el cerro El Plomo en el día, en un sentido fisiológico podríamos subir el Everest —le dije a Ítalo en un arranque de euforia. Jaime Roca dejó escapar una carcajada.
Corría 1980 y Chile, a pesar de su geografía montañosa, no había visto un montañero de esta tierra en el Techo del Mundo.
—Soñar no cuesta nada —dijo Jaime.
—En esa estamos, Oráculo —le replicó Ítalo a su escéptico amigo.
—Solo lo dije en términos orgánicos, que quizás es lo más importante —agregué como estudiante de medicina que era.
—Subamos el Corona, que el Everest está muy lejos —dijo Jaime.
No armamos carpa en ese dulce verano andino, y a las seis de la mañana ya estábamos preparando el desayuno antes de iniciar la escalada del Corona.
El cerro Corona es una montaña de cuatro mil metros que presenta una escalada en roca poco difícil, pero yo nunca había escalado en roca y sería todo un descubrimiento.
Éramos cuatro, Ítalo, Jaime, Roberto Poduje y yo, los que empezamos a caminar lentamente hacia la base del Corona, que ganamos en poco más de una hora.
Ítalo sacó la cuerda, nos amarró y comenzó a escalar. El gesto atlético de este andinista me conmovió hasta las lágrimas. El simple hecho de verlo escalar fue maravilloso. Subimos luego Jaime, Roberto y yo. Pero cuando logramos reunirnos arriba, Roberto sufrió una crisis de pánico, y Jaime me pidió que lo bajara.
¡Qué mal! Todo por nada. Lentamente deshice los pasos por el cajón de Lo Valdés, rumiando este traspié que me privó de seguir más alto. Pero por poco tiempo.