El castigo

Dos imágenes marcaron mi camino por las cumbres. La foto del sherpa Tenzing Norgay en la cima del Everest, casi como un astronauta, retratado por Hillary un 29 de mayo de 1953, con quien llegó hasta lo más alto y volvió para contarlo. Y la foto de Walter Bonatti, astro del montañismo italiano, colgando de unos estribos mientras escalaba solo el Gran Capuchino en los Alpes. Era un reportaje de la revista Life a todo color, donde trabajaba este hombre que además era periodista y que había empezado sus días verticales en un circo. Conocí a Hillary y a Bonatti más tarde, cuando viví en Italia, en mis días de alpinista; una influencia que me marcó.

Por lo pronto, esas dos imágenes labraron en mi inconsciente un deseo irrefrenable de subir a lo más alto. A menudo revisaba la foto de Tenzing, soñando. Hasta que un día cayó en mis manos el libro de John Hunt, jefe de la expedición al Everest que lo coronó por Nepal, en 1953. Lo devoré en la casa de Juan Carlos Fernández en Maitencillo. Creo haber leído varias veces el capítulo de la cumbre, emocionado hasta las lágrimas. Sabía que la dificultad técnica del cerro Morado andaba por ahí con el Everest por el norte o por el sur, y eso me hacía muy feliz.

Pero de vuelta a la realidad, Claudio Lucero me recibió en el entrenamiento del club universitario con palabras duras y claras:

—No puedes subir montañas con gente del club Águila Azul… Son unos idiotas… Si te pasa cualquier cosa, será responsabilidad mía o de la universidad.

—Pero no puedes hablarme en ese tono —le respondí, ganándome su antipatía para siempre—. Yo soy delegado de curso y si vuelves a hablar así, te juro que se lo digo al decano.

Esa misma noche me llamó Rodrigo Jordán para decirme, en la práctica, lo mismo: que solo podía subir montañas con gente del club universitario.

Lo cierto es que no estaba de acuerdo con esa lógica y esa postura me provocó una revolución de sentimientos. Decidí seguir mi camino, porque como decía Ítalo Valle: la libertad de las cumbres está muy lejos de ese espíritu. Así que partí con él y con Nelson Garcés a Perú, por tierra, a subir a la Cordillera Blanca. Queríamos aclimatarnos en el Nevado Pisco para treparnos al Huascarán, que con 6.768 metros es la montaña más alta de esas tierras.

Justo antes don Bernardo, mi papá, me contó que se había juntado con Rodrigo Jordán, a petición de este:

—Jordán no quiere que vayas a Perú, dice que te falta experiencia y que expones al club de montaña universitario, porque tú perteneces a ese club.

—¿Y tú que le dijiste?

—Que estudias medicina, que haces turnos de posta y que ya oficias de cirujano, que sabes medirte, que lo más importante en la vida es saber lo que uno sabe y lo que uno no sabe, y que tú sabes bien eso.

—¿Y en qué quedaron?

—Le expliqué que eras mayor de edad y que yo confiaba en ti, aunque él se veía contrariado. Creo que al regreso te van a expulsar.

Esa expedición a Perú me mostró mis grandes limitaciones, y aunque caminé por bellos glaciares, sentí que estaba muy lejos de mis anhelos. Era 1983 y de vuelta en Santiago la noticia del fallido intento de la primera expedición al Everest me tomó por sorpresa. Claudio Lucero y Gastón Oyarzún habían llegado alto, a 8.300 metros, pero en ese punto Oyarzún enfermó de un edema cerebral y debieron desistir. «¡Qué tal! La tarea queda para nosotros», pensé. Y me di cuenta de que mi tremenda ambición de subir la montaña más alta del mundo seguía en pie. Pero no solo eso, porque me enteré además de que Gino Casassa —hijo de la señora Eva, donde compraba equipo de montaña—, había subido el Chang Tse, de 7.550 metros, en un segundo ascenso durante la misma expedición. Por ese motivo y otros —como prestar carpas a una expedición de Estados Unidos de Norteamérica, cuyos yaks no habían llegado—, había sido expulsado de la Federación de Andinismo. Triste fin del primer intento chileno al Techo del Mundo.

Entretanto, hicimos otra ascensión:

—Apúrate, Purtito —me animaban Jaime Roca, Ítalo Valle y Lidia González, que reían socarronamente. Nos acompañaba el tío Willy en el auto de camino a las montañas, con su memorable capacidad de filosofar.

El tío Willy —como lo llaman en el club de andinismo Águila Azul— es un radioaficionado y suele apoyar todas nuestras iniciativas, incluyendo el transporte a las faldas de las cimas. Acompañado de su fiel perra Bambi, habló en esa ocasión durante todo el camino del Everest y de los Picos Negros, nuestro objetivo inmediato: Ítalo y Lidia intentarían la Aguja Helada; con Jaime iríamos al Pico Negro. Bellas cimas del embalse El Yeso.

Una canaleta interminable nos dejó en las tierras altas de la montaña, y tras unos treinta minutos por el filo cumbrero llegamos a la cima. Estábamos felices. Ítalo y Lidia también lograron llegar hasta arriba. Éxito total.

El descenso delicado nos conectó de inmediato con la realidad, sobre todo porque se me soltó un crampón —esa pieza que los escaladores fijamos a la bota para andar sobre hielo— en el lugar de máxima pendiente, de cincuenta grados: ley de Murphy. Sin sobresaltos, logré reposicionar el crampón en mi bota y seguí el descenso hasta la orilla de la laguna. Luego emprendimos una larga caminata hasta el jeep del tío Willy, que nos recibió con unos melones tuna.

Me dejaron en la posta del Sótero del Río, donde tenía turno. El jefe era Hernán Leyton, un maestro que me lo enseñó casi todo; tanto, que me dejaba a cargo del turno de posta de cuatro a siete de la mañana, un orgullo a veces estresante; como cuando llegaron dos hombres acuchillados y no podía detener la hemorragia. Hice lo mejor que se me ocurrió: despertar a Leyton. Se acercó al primer paciente y en un dos por tres frenó la hemorragia. Y con el otro me enseñó qué había hecho. Un amigo inolvidable que estará en mi corazón para siempre.

Mis días en el club universitario parecían contados y, de hecho, estábamos citados con Nelson Garcés a una reunión con Claudio Lucero y Rodrigo Jordán.

—Qué tanto, Purtito, ¿vámonos antes a subir el Marmolejo con un par de amigos suizos que acaban de llegar? —me estimulaba Nelson.

Como poseídos por una fuerza mayor, antes de la reunión partimos a subir el cerro Marmolejo, la cumbre de seis mil metros más austral del mundo. En la tarde ya caminábamos por el hermoso valle de la Engorda, al fondo del cajón del Maipo, bajo la ladera oeste del gran volcán San José. Los neveros del cerro Marmolejo brillaban con la luz del atardecer, mientras armábamos las tiendas al otro lado del torrente que bajaba de las altas cumbres.

Temprano partimos a lo alto, y en la tarde llegamos a cinco mil y tantos metros. Acampamos en un campo de penitentes, como llamamos a las gélidas estructuras que, como velas de unos cuantos metros, esculpe el viento en los glaciares andinos. Tuvimos una noche de altura sin sueño confortable hasta el alba, cuando el anafe sonó mientras preparamos la jornada de cumbre. Pero esta fue gloriosa, ventosa hasta los 6.100 metros, donde Nelson brindó con vino tinto por la fraternidad de la montaña y nuestro primer ascenso tan alto.

El viento en la cara, el pecho henchido de buenos sentimientos… La vida era bella… La cumbre alcanzaba para todos.

Ese mismo día llegábamos de vuelta a Santiago a celebrar en casa de Ítalo; tras una ducha caliente, comimos pasta cocinada por él mismo y encendimos un cigarrillo de marihuana para iluminarnos aún más.

La otra cara de la moneda fue nuestra reunión con Claudio Lucero y Rodrigo Jordán. ¡Estábamos expulsados del club universitario! ¡Por subir montañas!

—Rodrigo, somos compañeros de colegio, para mí es inverosímil que me expulses por subir una montaña. ¿Dónde está el libre albedrío? —intenté conversar.

—Mira, Purto, yo soy un hombre práctico. Y no estoy solo en esto, también está el profesor Lucero. No quiero que el club cargue con la responsabilidad de tus ascensiones con gente externa. Punto. Hasta aquí llegamos —dijo Jordán.

—Pero uno escala bajo su propio riesgo —contesté.

No hubo respuesta…

Ese día me fui caminando desde el campus San Joaquín al paradero de buses rumbo a Melipilla. Tenía una angustia enorme. Para mí era incomprensible lo que estaba ocurriendo. Así que en el paradero llamé a Ítalo Valle y le pregunté si podía dormir en su casa.

Partí para allá. Esa noche nos juramentamos como cordada, algo que significa que nos apoyaríamos siempre en nuestro camino por las cumbres.

—Qué onda esos tipos. Nada que ver. Cómo se puede excluir a otros, cuando subir cerros es un asunto tan personal —me dijo el violinista de las cumbres, luego de recitar a Baudelaire, un poema libre como subir montañas.

Al día siguiente viajé a la casa familiar. No había nadie. Todos estaban en Santiago, así que me encontré a mis anchas. Me bastaba cruzar la calle para ver a mis adoradas tía Uteh y tía Aniza, las libanesas solteronas que siempre me han querido como a un hijo. Las iba a ver a ellas y también a degustar las delicias de la comida del Medio Oriente. Para mí, los rellenitos de hoja de parra son un manjar. La mejor comida del mundo.

Uteh es maestra banquetera y Aniza es profesora, del porte y la fuerza de Napoleón Bonaparte, chiquitita, pero con un vozarrón y una personalidad que la hizo capaz de trabajar al punto de llegar a donarle tres colegios a Melipilla. Tres. ¡Tendríamos que clonarla!

Estudié medicina interna toda la tarde hasta el agote, y a eso de las diez de la noche fui a cenar al Centro Árabe de Melipilla, un regalo en esta pequeña ciudad del campo de Chile central. Hasta ahí llegaron mis abuelos, tras una increíble historia de amor.