Al día siguiente, me sorprendió una llamada. Rodrigo Jordán me decía que el club universitario planificaba una expedición al monte Aconcagua, que con 6.960 metros es el más alto de América. Sorprendido, no atiné a contestar.
—Necesitamos a un médico en el equipo. Demos vuelta la página y ayúdanos en este ascenso. Somos más de veinte y tú tienes más carrete de montaña, y estás en tu internado de medicina.
O sea, que había levantado el castigo o la expulsión.
—Me gustaría ir —le dije—, pero me ha costado aceptar que me expulsaran del club. He pensado mucho. Además, el profesor Lucero no me quiere.
—No, no es así. A él le gustan las cosas a su modo, pero no te tiene mala —dijo Jordán, convenciéndome bastante rápido.
En la expedición irían buenos amigos míos, como Renato Campodónico, Alberto Ugalde y Eduardo Parvex, así que no me sentiría tan aislado.
Comencé mi entrenamiento, que consistía en subir el cerro San Cristóbal trotando desde la casa central de mi universidad en Portugal con la Alameda. Eran diez kilómetros, la mitad en subida, y la otra mitad de regreso en bajada y en el plano. Cuando podía, y esto era unas dos veces a la semana, también subía el cerro Manquehue, un regalo en plena ciudad, con seiscientos metros de desnivel. Lo hacía en media hora. «La dosis justa», decía Ítalo.
Era enero de 1985 y el mismo Ítalo me fue a dejar a la Federación de Andinismo, en el centro de Santiago, desde donde partió el bus que nos llevó al Aconcagua.
—Forza, Purtito. Chi va piano va lontano (Fuerza, Purtito. Lento pero seguro) —se despidió y me abrazó.
—Me hubiera gustado subirlo contigo, pero aquí la pasada es gratis, es un canje, porque soy el médico de la expedición…
—Será más adelante —me replicó.
La ruta iba por Los Andes a la frontera, luego a Puente del Inca en Argentina y de ahí unos pocos kilómetros hasta la laguna de Horcones, donde acampamos ese mismo día.
El Aconcagua se veía inmenso desde ese punto, aunque sus casi siete mil metros se logran subir hasta los 6.500 metros por un sendero para mulas. El asunto sería —como siempre en todas las altas montañas— cuestión de aclimatación, el tiempo que demora nuestro organismo en adaptarse a la falta de oxígeno de las grandes altitudes. Se trata de no padecer el mal de las montañas, la puna o el soroche —como le dicen en los Andes—, un síndrome, es decir, un conjunto de síntomas, caracterizado por dolor de cabeza, falta de apetito, náuseas, vómitos, insomnio, disnea o dificultad para respirar y polipnea o aumento de la frecuencia respiratoria, falta de fuerzas y de voluntad.
Así, la aclimatación es fundamental, aunque el tiempo en que demoramos en aclimatarnos varía entre los distintos seres humanos, con una distribución en campana de Gauss.
Llevé unos cronogramas de aclimatación para aplicarlos con estos compañeros, aunque me dio la impresión de que Claudio Lucero, un maestro experimentado en estas lides, confiaba más en su olfato que en la fisiología de altura.
Al día siguiente, una larga caminata nos esperó de sol a sol para rodear el Aconcagua, primero su cara sur caminando hacia el oeste, y luego su cara oeste, caminando hacia el norte, hasta Plaza de Mulas, campamento base a 4.200 metros de altitud.
Lo más duro resultó el cruce del río Horcones, antes de llegar a Confluencia.
Plaza de Mulas estaba lleno de carpas, pero luego de unos sube y baja, hallamos un lugar para levantar la nuestra. La respiración agitada revelaba los tres mil metros de desnivel que habíamos ganado en poco más de veinticuatro horas.
Por lo menos dormiríamos aquí unas tres noches antes de emprender la exploración de los campamentos más altos.
La primera noche mi cronograma solo despertó desprecio a la hora de la reunión que hicimos antes de retirarnos a nuestros mundos.
Compartía tienda con Alberto Ugalde y Renato Campodónico, y estaba a mis anchas bajo las estrellas de la Cruz del Sur. Me encomendé a esta, la chacana mágica, un símbolo quechua que apunta hacia la unión entre lo alto y lo bajo, la Tierra y el Sol.
Un cigarrillo que compartí con los amigos nos auguraba las buenas noches.
A la mañana siguiente, el campamento base estaba convulsionado, y me fueron a buscar. Un montañista estaba grave. Eduardo Saavedra estaba postrado y su amigo Pierre de Montgolfier me indicó que había vomitado sangre. Se trataba de una hemorragia digestiva alta. El enfermo estaba con signos vitales estables, aunque su pulso era bajo y la presión arterial también.
Preparé una irrigación de agua helada en el estómago y una vía venosa para inyectarle suero, y activamos un rescate. Ese hombre no podía permanecer allí.
Las mulas que venían a dejar la carga al campamento nos servirían para trasladarlo de regreso. Dicho y hecho, en una hora Eduardo Saavedra estaba bajando rumbo a Santiago de Chile.
Su compañero Pierre de Montgolfier quedaba solo y lo invité a unirse a mi cordada. Este gerente de la Peugeot de Chile era nieto del creador de los primeros globos aerostáticos y tenía la risa a flor de piel. Me agradeció todo lo que pudo y me dijo que cuando llegáramos a Santiago tendría que manejar un Peugeot. Le contesté que me gustaban los autos italianos y nos reímos un buen rato juntos, disfrutando del buen mate.
Entretanto, Claudio Lucero, Rodrigo Jordán y otros tres o cuatro compañeros partieron arriba a intentar una variante de la ruta de los Polacos a la que se accede desde el portezuelo del Manso en una travesía hacia el sur. Lucero me invitó, pero abajo quedaban más de veinte personas y pensé que un médico podía servir más acá.
A la mañana siguiente partimos todos los restantes al campamento a 5.400 metros, al que llegamos sin novedad. Se llamaba Nido de Cóndores. La idea era seguir subiendo, hasta el campamento a 5.700 metros, que denominaban Berlín, y al que llegamos en una gloriosa jornada de sol y sin viento. Dos refugios de madera en A se levantaban en el lugar, pero eran insuficientes para veinte personas. Con Eduardo Parvex ayudamos a armar carpa a los compañeros y nos quedamos en el refugio de madera, cuando al poco rato se levantó el viento. El temporal arreció toda la noche, y salimos de los refugios a ayudar a parar algunas carpas que se habían desarmado. Pasamos una mala noche. Al día siguiente bajamos a Plaza de Mulas.
Reunidos allí les dije que no había problema con haber bajado, que habíamos ganado una gran aclimatación con dos noches sobre cinco mil metros, y que tras un par de noches de descanso intentaríamos la cumbre.
Y eso hicimos. Dos días más tarde, un lento gusano humano subía las laderas del gran Aconcagua para acampar de nuevo en Nido de Cóndores. La jornada era espectacular y la respiración no llegaba a agitarse, signo inequívoco de aclimatación.
Con facilidad ganamos altura al día siguiente hasta el campamento Berlín. Los espíritus estaban altos, porque estábamos sanos y porque en menos de veinticuatro horas intentaríamos la cima.
Nos despertamos a medianoche, prendimos el anafe y comenzaron los preparativos. A las dos de la mañana empezamos a subir. El gran acarreo en sombras se veía inmenso («acarreo» significa ladera de piedras sueltas), pero nosotros íbamos subiendo por un sendero esculpido por hombres, que desde 1897 han escalado a la cumbre del «Centinela de Piedra», como se llama el Aconcagua en quechua.
El amanecer nos sorprendió a medio camino de la cumbre, y a las once de la mañana alcanzamos la canaleta, un resbalín de piedras grandes que llevaba a la cima. Íbamos todos juntos y con Eduardo Parvex nos turnamos para examinar el estado de todos nuestros compañeros. Avezado alpinista, Pierre de Montgolfier nos ayudó. Yo iba muy sólido y disfrutaba del ascenso y de los pasos por las piedras, equilibrándome en la canaleta.
Pasado el mediodía salí a la arista que une las dos cumbres de la montaña, ganando vista hacia la pared sur de la montaña, un estrepitoso e invitante recorrido, su ruta más extrema. Seguí caminando a la izquierda de la arista hacia arriba. ¡Estaba en el techo de América! El éxtasis se apoderó de mí y sentí que la vida tenía más sentido subiendo montañas. Pierre me abrazó emocionado:
—Grande doctor. Qué paz que transmites, qué ritmo que tienes, muchas gracias. —El francés me hizo llorar. Lo abracé de vuelta con estas palabras:
—Son recuerdos para siempre.
Todos llegamos a la cumbre. Un gran regalo. Bajamos con el espíritu henchido de buenos sentimientos.
Al atardecer, con el crepúsculo, divisamos las tiendas de Plaza de Mulas, bajando por el zigzag que nos llevaba a ese campamento base.
En un momento, el tiempo se detuvo. Me senté sobre mi mochila azul Karrimor, que amaba, y miré los arreboles del oeste; observé Chile, el país que acogió a mi familia y donde nací, con el milagro de sus montañas. Y di las gracias. Emocionado, enrollé un cigarrillo e invité a meditar a Pierre, Renato y Alberto, guerreros blancos de las montañas.