Estuve hablando con el comisario, un informe general. Tanteé su disposición hacia nosotros. Tranquilidad absoluta. Una vez que un caso estaba definitivamente adjudicado, desaparecían los resquemores, eso creía, y no solía haber premura ni reproches. Las cosas iban por donde tenían que ir. Una vez el convoy instalado en las vías, hubiera hecho falta un buen choque para provocar el descarrilamiento. Algo cercano a la desidia, en realidad. Pero no cuestiones nunca un sistema que te beneficia, es una regla palmaria para obtener el éxito en la vida. El comisario me trataba con mayor respeto que en la primera parte de la investigación. Lo atribuí a mi andanada feminista, en ningún caso a los progresos que hubiéramos podido hacer. Resultaba evidente que, para dar cualquier paso, hay que tener una boca bien entrenada para el mordisco. Pensaba comentárselo a Garzón, decirle que, según la teoría darviniana, la mujer también debería haber desarrollado grandes mandíbulas, ladrido gutural. Estaba convencida de que le gustaría oírlo, de que eso provocaría ciertas reacciones en él. Resultaba difícil inmutarlo, después de toda una vida de aburrimiento, el hastío ante las novedades era su estado básico. Cuando le conté mi violenta entrevista con Ana Lozano, su intento de soborno y mi resistencia numantina frente a la indignidad se quedó bastante fresco, no le pareció nada extraordinario. Frustrante para mí, que necesitaba testigos animosos de mi primera heroicidad en el ejercicio del deber.
Cuando salía del despacho del jefe, un guardia me abordó.
—Inspectora Delicado, tiene un telefonema.
—¿Un qué?
—El subinspector Garzón ha manifestado su deseo urgente de que se persone a la mayor brevedad posible en la calle Avinyó número 36. No ha añadido pormenores.
Aislé el sentido de esta comunicación de entre el florido estilo oficial. Probablemente se trataba de algo importante, Garzón era poco aficionado a la mensajería interpuesta y el recado.
Cogí el metro para llegar antes al centro. Desde lejos advertí que el número correspondía a un pequeño taller, uno de esos establecimientos típicos del casco antiguo que se ha resistido a la modernización. En el minúsculo escaparate se veían varios relojes colgando de un alambre. Entré y, mucho antes de que pudiera hacerme una idea de la escena, me asaltó la mirada deslumbrante de mi compañero. Comprendí.
—Petra, este caballero dice que hace un tiempo realizó el trabajo en el que estamos interesados.
Junto a él se hallaba un vejete sacado de Dickens o Balzac. Me miró con sorpresa:
—¡Una mujer!
—Pues sí —contesté sonriendo.
Tenía la calva frágil y traslúcida de un recién nacido, llevaba un raído chaleco gris.
—Antes en la policía no había ninguna mujer. Supongo que aunque se lo hubieran ofrecido, todas hubieran dicho que no a un trabajo de esa clase.
—Eran otros tiempos.
Garzón me miró con soma. Decidí centrar el asunto porque los aledaños resultaban peligrosos.
—¿Puede explicarnos cómo era el trabajo que hizo?
—Puse una corona de púas de plata rodiada a un reloj de caballero.
—¿Cómo era el reloj?
—No sé, corriente, un reloj barato que puede comprarse en cualquier sitio, con correa de piel.
—¿Digital o de agujas?
—De agujas.
—¿Le colocó alguna tapa, algún cierre?
—No, sólo puse las púas y las bañé con rodio porque él quería que brillaran y fueran bien fuertes.
Saqué la cajita con la prueba.
—¿Podría ser ésta una de las púas que colocó?
Se cambió de gafas, encajándose un par astroso y desarticulado.
—Sí, podría ser.
—¿Recuerda quién le hizo el encargo?
—Sí, un chico joven y alto, como de veintitantos.
—¿Tiene su nombre y su dirección?
—No, sólo me quedo con un teléfono de contacto.
—¿Habló con él en ese teléfono?
—No llegué a llamarle, vino antes.
—¿No le dijo para qué quería ese arreglo en un reloj?
—No.
—¿Y a usted no le extrañó?
—Por aquí vienen todo tipo de pirados, te piden que grabes nombres o frases en joyas, corazoncitos. He hecho placas de oro para collares de perro, ¡qué le voy a decir!
—De acuerdo, ¿puede darnos ese número de teléfono?
—No lo tengo aquí. Está en mi casa, que es donde guardo las libretas atrasadas. Oigan, ¿qué andan buscando?
—¿Por qué no vamos a su casa?
—¿Ahora? ¡Imposible!, no hay nadie para quedarse en la tienda. Si viene algún cliente y encuentra cerrado ¿quién me paga las pérdidas?
Era increíble pensar que perdiera algún cliente en un rato de ausencia, incluso que alguna vez un cliente se hubiera aventurado a entrar en un lugar tan destartalado como aquél.
—Dentro de una hora y media acaba el horario comercial, si quieren pueden esperarse. Ahí al lado hay un bar.
En la pared de aquella tasca inmunda había colgada una cabeza de toro que tenía calada una gorra del Barça. Deprimente. Me quejé amargamente a Garzón.
—¿Usted cree que esto es normal? Estamos sobre una pista importantísima y tenemos que esperar a ese viejo cascarrabias. ¡Vaya cutrez!
—Calma, Petra, las cosas son como son, no podemos obligarlo. ¿Le parece sospechoso?
—¿El viejo?, no. Aunque supongo que el teléfono que tiene no corresponderá al de ese tipo.
—¿Cree que el violador hila tan fino?
—¡Por supuesto, ¿quién va a dar su propio teléfono en una situación así!
—Me gustaría coger inmediatamente a ese criminal y reventarle los cojones.
—¡Inspectora!, se supone que es usted una profesional fría.
—Huelo sangre, Garzón. ¿Ha visto qué huevos tiene el tío, hacer construir con toda premeditación un artilugio para marcar a sus víctimas? Debe ser un monstruo, un auténtico loco.
El subinspector se encogió de hombros con la parsimonia de un prior franciscano.
—¡Me está poniendo usted negra con su tranquilidad, cualquiera diría que en Salamanca tenía que enfrentarse todas las noches con Jack el Destripador!
—He visto mis cosas.
Pedí otro café. Si no lograba permanecer serena, la investigación podía desmandarse en cualquier momento. Era mejor frenar, mantener la máquina controlada. Me sorprendió comprobar cómo hacía años que no sentía semejante nerviosismo.
—¡Estúpido viejo!
Hice un gesto de desprecio. Si ahora le daba por no encontrar el teléfono en sus libretas, la solución del caso, que teníamos al alcance de la mano, se hundiría quizá para siempre en un pantano cenagoso. Estaba enferma de inquietud. Por fin apareció el maldito vejestorio en el umbral del bar. Completaban su retrato de cuerpo entero unas piernas torcidas enfundadas en pantalones manchados como pared de letrina. Nos hizo una seña y lo seguimos. Mientras íbamos tras él hacia su casa, notaba como cada uno de sus cansinos pasos provocaba en mí una punzada de ansiedad. Subimos la escalera de un ruinoso inmueble sin ascensor. El viejo se paraba, resoplaba, volvía a ascender. Con gusto le hubiera empujado. No comprendía la paciencia de mi compañero, lo aguardaba, le ayudaba, escuchaba sus quejas sobre la falta de luz en algunos tramos, sobre las flaquezas de la edad. Llegamos por fin, pero las esperas no habían acabado. Hubo que quedarse allí hasta que encontrara la llave entre un abultado manojo de sereno y hasta que por fin saliera la libreta de entre un montón de legajos arqueológicos. Iba pasando uno por uno cuadernos zarrapastrosos, hojeaba, descartaba. La casa olía a humedad y a cucarachas.
—Me parece que es éste —leyó un número de teléfono.
—¿Tiene alguna fecha, algún nombre, alguna indicación?
—No. Sólo «corona de púas rodiadas para reloj».
—¿Se negó a darle sus datos personales?
—No se los pregunté.
Me quedé mirando sus ojos insulsos.
—Ahora voy a pedirle que nos describa al chico. Es muy importante, concéntrese.
Tuvo un patente arrebato de mal genio:
—¡Y qué sé yo cómo era el chico! Tengo ochenta años, trabajo diez horas, sin nadie que me ayude, ¿cree que puedo acordarme de todos los que entran en mi tienda?
Aquello me cabreó:
—¡Oiga, tiene usted obligación de contestarnos! ¡Esto no es ningún cachondeo, estamos buscando a un violador, así que antes de decir algo, piénselo bien!
No se mostró acobardado.
—¿Un violador?
—¡Contésteme!
Intervino Garzón sacando el tarro de crema:
—Verá, la inspectora sólo quiere que haga usted un pequeño esfuerzo mental. Comprendemos las dificultades, pero cualquier detalle puede servir.
—Yo no sé nada, no me acuerdo de nada. Lo vi un minuto la primera vez que vino y otro cuando recogió el reloj. No tienen derecho a presentarse por las buenas en casa de un pobre viejo y presionarme de esta manera.
Comprendí que estaba poniéndose histérico y me callé. Garzón tomó el testigo:
—Está bien, está bien, tranquilícese. Le dejaremos el teléfono de comisaría y nuestro nombre, si se acuerda de algo puede llamarnos.
Me dio un suave empellón hacia la puerta. En la escalera me reconvino con delicadeza:
—Ha vuelto usted a ser demasiado brusca. Resulta contraproducente.
—Tengo la impresión de que sabe algo, además, es un tipo desagradable.
—No sea infantil.
—Y usted no me venga con coñas.
Me miró con desesperanza, hizo después un gesto de avenencia.
—¿Cuál es el siguiente paso, inspectora?
—Llevemos el número a comisaría. Nos dirán quién es el abonado.
Aquel teléfono correspondía a un bar. Hubiera sido demasiada felicidad que perteneciera al violador. Al menos no se trataba de un número inventado. El Café del Picador estaba situado en el barrio del Clot. En el coche, mientras nos dirigíamos hacia allí, ninguno de los dos se hacía demasiadas ilusiones. No era probable que el propietario estuviera implicado. De un bar entran y salen muchas personas, de modo que resultaba ridículo pensar en interrogatorios. Además, ¿cuál hubiera debido ser la pregunta? «¿Ha visto usted a un individuo con un reloj así?» Por muy estúpido que fuera el violador, hipótesis ya descartada, nunca hubiera mostrado en público su reloj de púas. Imaginar que esa posibilidad se cumpliera, era como creer en que los milagros caen del cielo siempre del lado del Bien.
El Café del Picador tenía una pinta típica e inmunda. Cristales ahumados por la suciedad, barra de azulejos y máquinas de juego infernales que de vez en cuando se arrancan con una melodía de carrusel. Garzón no me dejó bajar del coche:
—Es mejor que se quede. Si hay que volver de incógnito, alguien debe reservarse sin que sepan que es policía.
—Tiene usted razón, ni siquiera se me había ocurrido.
Se sintió visiblemente halagado. Lo vi dirigirse hacia allí con la gabardina desabrochada y aquel morrocotudamente feo traje marrón. Si a un niño en la escuela le hubieran hecho pintar a un polizonte, ése hubiera sido el retrato de mi compañero. Encendí un cigarrillo y suspiré preguntándome si mi aspecto no sería igualmente arquetípico. Al cabo de un rato salió con el paso elástico de una apisonadora.
—El bar pertenece a un matrimonio sin hijos. Es un bar normal, los currantes del barrio desayunan y comen, por la noche está cerrado.
—¿Nada sospechoso?
—No. No han dado el teléfono a nadie ni les han pasado recado de recoger llamadas.
—¿No tienen sobrinos, no vienen pandillas de jóvenes?
—Habrá que controlarlos. ¿Que le parece si lo hacemos durante una semana?
—Bien. —Me mordí los labios—. Esto es desesperante, estamos cerca de algo que no podemos tocar. ¿Recuerda el suplicio de Tántalo?
—Ya sabe que yo no tengo tanta cultura como usted.
—¿Otra vez con eso? ¡No me joda, Garzón! Ya me dirá para qué sirve la cultura en este puto trabajo que hacemos. Aquí sólo cuentan los hechos, las cosas inmediatas y palpables, insignificantes: un individuo que entró, otro que salió, un tercero que vio. Me siento como si dependiéramos de un montón de chorradas para llegar a saber algo. ¡Cultura!
Se quedó mirándome, taciturno.
—Dice usted cosas interesantes, Petra, pero ¡es tan extraña!, desprecia los valores que tiene, los que le han enseñado.
—Me la sudan los valores, Fermín.
Se rió por lo bajo y sacudió la cabeza. Discutiendo filosofías vitales con un policía frente al Café del Picador, en un coche que olía a tabaco. Buñuel no lo hubiera ideado diferente, aunque quizá en vez de un policía hubiera puesto un cardenal.
Fuimos dos días seguidos para espiar en aquel bar condenado. ¿Qué espiábamos? No lo sabíamos a ciencia cierta. No había movimientos ni tipos sospechosos. Acudíamos allí, estacionábamos el coche cerca, oíamos la radio. De vez en cuando Garzón se quedaba dentro y yo iba hasta el bar y tomaba un café. Al cabo de unas horas la única sospechosa era yo. ¿Qué pintaba allí? Los dueños y los clientes me miraban con desconfianza. ¿Qué podía querer? Observaba a los hombres jóvenes y altos, intentando advertir si llevaban reloj. Por supuesto todos llevaban relojes. Estábamos perdiendo el tiempo de un modo miserable.
El segundo día, al entrar en mi casa por la noche, me sorprendí. Todo me resultaba distante y me daba igual. No intenté poner música ni prepararme cena caliente. Estaba embebida por la investigación, se había convertido en una recurrencia obsesiva y me importaba un pito la casa, mi vida, la privacidad. Incluso los geranios me traían sin cuidado, podían seguir durmiendo su congelación durante los siglos venideros. Me metí en la cama helada y me arropé. Un cabrón, quizá un desquiciado, se paseaba cerca de nosotros con una máquina de marcar chicas. Caí en un sueño ligero. Entreví un campo lleno de flores con las corolas bordeadas de púas sanguinolentas. El viento las mecía de un lado para otro con un vaivén enloquecedor. No podían dejar de moverse ni de gotear sangre. Eran frágiles, expuestas, pero estaban fuertemente hincadas en la tierra y les era imposible huir. Tardé bastante en recomponer y reconocer el sonido del teléfono, que oía como desde lejos. Después de haber cogido el auricular tardé también en entender lo que Garzón estaba diciéndome.
—Repítamelo, subinspector, estoy dormida.
—El viejo acaba de llamarme, por fin se acordó.
—¿Tiene el nombre?
—No, pero ha recordado una seña de identidad muy importante.
—¿Cuál?
—Un diente oscuro, casi negro, en medio de la boca, un incisivo superior.
—¡Bien! Ahora sí tenemos algo por lo que preguntar.
—Vamos a intentarlo. A la seis de la mañana la recogeré. Debemos hablar con los dueños del bar antes de que comience el desayuno de la gente.
—Estaré lista.
Por supuesto no pude dormir. En la cara vacía de nuestro hombre aparecía un rasgo inquietante. El fantasma abría la boca. Pero ¿estábamos seguros de que quien llevó el reloj y quien violaba era el mismo hombre? ¿No podía tratarse de un amigo, de un intermediario? En cualquier caso nos hallábamos ante una pista fiable.
Salí de casa a las seis en punto. Como medida preventiva contra el cansancio había ingerido dosis masivas de café. Vi a Garzón sentado en el coche, esperando. Con las gafas de sol puestas entre la neblina del amanecer era la quintaesencia de lo inusual. Me hizo un gesto de entendimiento. Parecía contento.
—Al final se acordó, ¿eh, inspectora?
—¿No cree que lo supo desde el principio y decidió callar hasta que la conciencia le remordió?
—Eso pienso yo también. Se le notaba algo asustado cuando llamó. Debía haber estado mucho tiempo pensando sobre la conveniencia de facilitarnos el dato.
—¿Eso lo hace sospechoso?
—Supongo que no, ya sabe cómo se comporta la gente con la policía, cuanto menos les digan, mejor. Tienen un miedo brutal a quedar involucrados en algo, a ser llamados a declarar por un juez. Al tratarse de una persona mayor la cosa se hace más patente, ¿para qué necesita meterse en líos a su edad? Pero, como usted dice, luego la conciencia le remordió.
—Pues la tenía dura de roer.
—No lo crea, hubiera podido tardar mucho más en llamarnos.
Aparcó delante del bar, que aún estaba cerrado. Esperamos a que llegaran los dueños. Garzón se puso a fumar. Tarareaba. Yo, que había estado deseando que la noche pasara deprisa para poder lanzarme a la acción, era ahora presa de un sueño intolerable. Cabeceé. Noté que al rato Garzón me daba un codazo exento de fuerza.
—Mire, ya están ahí.
El matrimonio bajaba de una furgoneta. Se disponían a abrir su local. Dejamos que levantaran la puerta metálica. Entraron. Garzón se ajustó los faldones de la gabardina en torno al cuerpo.
—Vamos.
Al vernos juntos la mujer puso cara inequívoca de estar pensando: «ya decía yo...». El subinspector me había informado con tino sobre las reacciones de la gente frente a la policía. Nuestra mera presencia los había atemorizado. En sus ojos se veía el deseo de que nos fuéramos aún antes de saber qué podíamos querer de ellos.
—Soy el subinspector Garzón y estuve aquí el otro día, ¿me recuerdan? Ella es la inspectora Delicado. Estamos buscando a un cliente suyo, o por lo menos a alguien que es posible que haya venido varias veces por su bar.
—Ya le dijimos que...
—Lo sé. Pero hay un detalle que no les mencioné y en el que quizá ustedes se hayan fijado. El hombre a quien buscamos, joven y alto, tiene un diente oscuro, casi negro, en el centro de la boca, aquí.
Garzón se llevó el índice a la dentadura y frunció el gesto como una grotesca máscara china. Quedaron callados. La mujer inició un titubeo:
—Bueno... yo no sé... por aquí viene un chico que tiene un diente así. —Se volvió hacia su marido—. Quiero decir Juan.
—Pero Juan no es un cliente.
—Es un chico que trabaja en el reparto de las cervezas. Pero no me parece de los que hacen nada malo.
—Sólo queremos charlar con él. ¿Es alto y fuerte?
—Sí. ¿Qué ha hecho?
—Nada, de verdad. ¿Sabe dónde está el sitio en que trabaja?
—Sí, es un almacén de bebidas. Está dos calles más abajo.
—¿Él tenía el teléfono de su bar?
—Claro, llamaba todas las semanas para saber qué pedido teníamos que hacerle.
—Dígame exactamente dónde está ese almacén.
El hombre se lo indicó a Garzón. Éste se volvió hacia mí.
—Quédese aquí, voy a echar una ojeada.
Me quedé sentada en la barra. El marido se quitó el delantal y fue a trajinar en la cocina. La mujer me miraba con mucha curiosidad. Limpió el mostrador con un trapo.
—¿Quiere un café? Enchufé la máquina al llegar y ya está caliente.
Asentí. Mientras me lo servía empezó a parlotear dirigiendo su cháchara hacia la cuestión que le interesaba.
—Este chico, Juan, nos trae siempre las cajas de cerveza. Alguna vez también pasa por aquí a tomar algo, como trabaja al lado. Tampoco viene mucho, no crea.
—¿Viene solo?
—Sí. La verdad es que parece un buen chaval, por lo poco que yo lo he tratado. Pero ¿qué le voy a contar a usted?, a veces la juventud, que si drogas, que si...
—¿Toma drogas?
Se parapetó tras los brazos extendidos, con los ojos muy abiertos, francamente alarmada.
—No, si yo estaba hablando por hablar. No sé absolutamente nada de él, ni siquiera sé cómo se llama de apellido.
A partir de ese momento se calló. Me lanzaba miradas temerosas mientras abría panecillos por la mitad. Le pregunté:
—¿No se ha fijado si lleva en la muñeca algún reloj raro, un reloj con pinchos, con alguna tapa que impida ver la esfera, o algo por el estilo?
Se encogió de hombros, negó con la cabeza. Luego, de pronto sus ojos arrojaron una incisiva luminosidad. Desencajó la mandíbula y dijo:
—¡Buscan al violador de la flor, al que marca a las chicas en el brazo! ¿A que sí?
—Señora, deje de decir cosas raras. Serénese usted.
La opinión pública. Aquello era lo que obtenían los malditos periodistas manteniendo informada a la opinión pública: entorpecer el trabajo y tocar las narices. Había sido una imprudencia por mi parte mencionar el reloj. Bajé del taburete donde estaba y me dirigí hacia la puerta de cristal, así evitaría las preguntas de aquella mujer que probablemente se tragaba sin falta «La vida complicada». En la calle empezaba a haber cierta animación, pero el bar estaba aún vacío de clientes. En cuanto pensé eso, un joven quiso traspasar el umbral que yo obstaculizaba. Se frotaba las manos por el frío. Me aparté de la puerta y entró. Continué mirando hacia fuera. Entonces oí un grito semicontenido a mis espaldas y como la mujer decía con voz aterrada:
—¡Es él!
Me volví. En mitad del espacio que separaba la barra de la entrada, el joven se paró. Dio media vuelta de pronto y se quedó mirándome un instante.
—¡Policía! —grité.
Se abalanzó hacia la puerta. Lo sujeté por un brazo. Vi sus ojos grises sin ninguna expresión frente a los míos y entonces lo sentí, sentí aquel dolor inmenso, oí crujir los huesos de mi nariz, romperse tramo a tramo la estructura de mi cara como si estuviera desplomándose una inmensa catedral. Tumbada en el suelo intenté conciliar aquellos ruidos internos de mi cabeza con la voz que estaba chillando. Era la mujer. Respiré tragando sangre. No debía preocuparme, era la mujer y yo no estaba herida ni muerta, sólo había recibido un puñetazo en el rostro. Un par de sillas habían caído al suelo junto a mí. Me levanté como pude. Inmediatamente se acercaron los dueños del bar. Ella lloraba:
—¡Por Dios!, siéntese, ¿está herida?
Trajo una toalla limpia que enseguida se empapó de sangre. Ninguno de los dos sabía qué hacer. El hombre corrió a servirme una copa de coñac. Cuando me la traía, llegó Garzón.
Hubo exclamaciones e intentos atropellados de explicarle qué había ocurrido. El subinspector se arrodilló frente a mi cara, me miró con sus ojos de lechuza bondadosa:
—¡Joder, Petra, le ha dado bien!
—El tipo se me ha escapado —mascullé.
—Olvide eso ahora, tranquilícese un poco.
En el dispensario me aseguraron que no tenía rota la nariz, sólo el impacto derivado de tan soberano morrón. Pero cuando me miré en el espejo quedé impresionada, un aro violáceo me enmarcaba los ojos. Tuve que pasar tres horas tumbada en una camilla y me pusieron una inyección para que la sangre dejara de manar. El médico dijo: «Unos cuantos antiinflamatorios y estará igual que antes.» Mientras tanto, Garzón estuvo ocupándose de todo: contactos e información al juez, orden de busca y captura, peinado con guardias por los alrededores de la casa. Vino sin embargo a recogerme a la clínica. Se lo agradecí, aunque no hubiera hecho falta en realidad, podía moverme por mí misma. Me sentía floja y melancólica como una niña recién pasado el sarampión, y sobre todo, estúpida por haber permitido la fuga del violador sin oponerle resistencia. Garzón intentaba tranquilizarme en el coche.
—No ha sido culpa suya. El tipo me vio entrar en el almacén y, por si acaso, se largó al bar. Allí podía tomar tranquilamente una cerveza y regresar después sin levantar sospechas. No sabía que andábamos siguiéndole los pasos tan de cerca. Usted se lo encontró de sopetón, no había gran cosa que hacer, la pilló desprevenida.
—¿Qué le dijo el encargado del almacén?
—Nada especial. Se llama Juan Jardiel y tiene efectivamente un diente ennegrecido. Es formal y trabajador. Le extrañó mucho que estuviéramos buscándole por algún delito. Él apostaría su vida a que no tiene nada que ver con asuntos turbios.
—A lo mejor realmente no es el violador.
Los que viven junto a los sospechosos siempre se niegan a reconocer cualquier punto oscuro. Pero se hace difícil de creer que ese tipo no esté escondiendo algo. El teléfono del bar, el diente negro, su agresión, la huida...
—¿Por qué le dio al joyero el teléfono del bar?
—Algo corriente, la gente no sabe inventar ni siquiera un teléfono, le dijo el que tenía en la cabeza. En caso de urgencia ahí conocían su nombre y podían darle un recado sin sentido para alguien que no supiera nada del asunto.
—Ya. ¿De verdad cree usted que es el violador?
—¿Quiere presentarle la otra mejilla?
—Intento no prejuzgarlo.
—Juzgar corresponde al juez. Nosotros tenemos que atrapar a ese tipo como si fuera culpable desde que ha nacido.
Me quedé sumida en lo terrible de aquella afirmación, Garzón se inquietó de pronto:
—¿Consiguió verle la cara?
—Un instante. Me llamaron la atención sus ojos grises, sin ningún brillo.
—¿Podría reconocerlo?
—Mirándolo detenidamente, sí, pero en un vagón de metro...
—Con eso ya puede ser suficiente.
Ni siquiera después de haber ofrecido mi rostro al sacrificio fui capaz de grabar los rasgos del tipo en la mente sacando algún beneficio de esa situación. Un desastre. Quizá ahora sí estaba justificado que me quitaran el caso. Intenté sonreírle a Garzón con la boca dolorida. Él, por el contrario, se había movido hábilmente y a toda velocidad. Aparte de haber cumplido con las gestiones judiciales, había ido a casa del presunto violador que, por supuesto, no estaba allí. Me contó su impresión, que no contenía nada extraordinario. La madre de Juan Jardiel era una viuda sin otros hijos, una mujer bastante corriente. Algo curioso, la novia del chico también vivía en el piso, prohijada por la madre desde hacía muchos años. La reacción de ambas frente a lo ocurrido fue de incredulidad, después se cerraron en banda. El registro de la casa no dio ningún resultado. De todos modos, Garzón las había emplazado para un interrogatorio a fondo al que yo pudiera asistir, no quería ponerse medallas.
—Si se encuentra bien mañana, volveremos a esa casa; si no, es preferible que se quede descansando.
—¿Descansando? ¡Ni pensarlo! Lo único que me jode es tener que exhibirme con esta cara.
—No está tan mal. Mire, le propongo una cosa, antes de irse a dormir vayamos a tomar una de esas copas que sirve su ex marido. Se sentirá más reconfortada.
Pepe y Hamed se pasaron un buen rato mirándome como se mira la piel abandonada de una serpiente, con curiosidad y repulsión. A aquellas alturas el hematoma debía de haberse hecho muy llamativo.
—¡Qué individuo tan salvaje! —dijo Hamed—. Entre los musulmanes pegar a una mujer que no es la propia está considerado un gran delito. La mujer es algo excelso y delicado, como una flor.
Rezongué:
—¡Vaya, otro que se apunta al jardín!
Pepe contemplaba sarcástico mi mal humor, pero había en su boca un gesto bondadoso. Me preguntó de pronto:
—¿Sigue gustándote ser policía?
—Pues claro. ¿Crees que estoy jugando?
Se apartó los pelos de la frente.
—No, no creo eso, pero tú acometes las novedades con gran impulso y luego te vas por otro camino.
Estaba aludiendo a nuestro matrimonio. Me sorprendió, nunca anteriormente había hecho el menor reproche o ironía. Tanto mi advenimiento como mi desaparición de su vida le habían caído encima al modo de hechos bíblicos, y parecía haberlos soportado con hebraica paciencia invocando el nombre de Yahvé.
—Te he llamado varias veces a tu casa pero no estás nunca.
—¿Qué querías?
—Ayudarte a colocar los libros.
—Ahora no tengo tiempo.
—Pensé que te proponías llevar una vida ordenada y sedentaria en tu nueva casa.
—Eso es algo que no debe preocuparte.
Garzón nos interrumpió:
—¿Ha oído, Petra? Hamed dice que ha vuelto esa periodista.
—Es cliente habitual —dijo Hamed.
—No quiero que le digáis nada, sobre todo que ese tipo me ha pegado en la nariz, ¿está claro?
—¡Pero sí ya lo sabia! Le preguntó a Pepe cuándo salías del hospital.
—¡Esto es la leche! Empiezo a sentirme perseguida.
—No haga demasiado caso, Petra, ahora todo funciona así.
Encendí un cigarrillo. Hubo un silencio meditativo.
—Hay algo que me preocupa, subinspector... —Garzón sacó de su copa el bigote mojado—. Verá, cuando el sospechoso se quedó parado frente a mí yo grité: «¡Policía!», ¿cree que eso estuvo bien?
Me miró desconcertado.
—Bueno, no veo qué otra cosa podría gritar.
—¡Oh!, le ruego que me entienda, quiero decir si eso formalmente estuvo bien. No debería haber dicho: «¡Alto en nombre de la ley!»
Garzón estaba por primera vez fuera de juego. Me observó para asegurarse de si hablaba en broma. Pepe terció:
—También hubiera sido correcto: «¡Date preso!», ¿verdad, Fermín?
—¿Y el clásico «Manos arriba»? —dije.
—Eso es más propio de un atracador.
—A mí siempre me ha gustado: «¡Policía, ríndete!» —dijo Hamed.
Garzón no abría la boca. Estaba asombrado comprobando nuestra falta de sentido común, la mía sobre todo.
—Lo que se diga no tiene importancia —balbuceó incómodo.
Yo seguí con la historia.
—¡Sí que la tiene! Las formas siempre son importantes, subinspector. Confiésenos cual es la fórmula que usted ha estado diciendo durante todos estos años.
Dio un trago largo, reflexionó, habló lentamente, incapaz de meterse en la chanza.
—Pues... quizá... quizá lo que decíamos mis compañeros y yo era algo así como: «¡Alto, policía, ni se te ocurra moverte, cabrón!»
Nos reímos los tres de buena gana. Garzón, algo mosqueado, añadió:
—Pero cualquier otra cosa hubiera podido servir.
Al día siguiente, como era de esperar, toda la prensa reflejaba la huida del presunto violador. Con lujo de detalles. Debo confesar que, como no había leído los informes oficiales de mi compañero, me enteré de algunas cosas por medio de aquellos nefastos artículos de sucesos, a golpe de pura filtración. El sospechoso resultó ser un joven de orden. Su familia era sencilla pero no sufría ahogos económicos. La madre, viuda desde tiempo remoto, trabajaba como encargada de limpieza en un ambulatorio de la Seguridad Social. Juan Jardiel acudía a su trabajo normalmente, no frecuentaba ambientes marginales, no consumía drogas ni alcohol, ni siquiera fumaba. En definitiva, nada parecía dibujar en él un perfil delictivo. Sin embargo, los periodistas se hacían eco de su agresión y su huida y ponían un interrogante sobre los motivos que le habían impulsado a obrar así. Algo tenía que ocultar cuando burlaba a la policía, pero ¿qué podía ser tratándose de un muchacho tan intachable? Yo estaba en las antípodas de ese razonamiento. Los rasgos del sospechoso, el hecho de ser hijo de viuda y tener una novia de niñez metida en la familia, eran tremendamente significativos a mi modo de ver. Demasiada presión femenina, demasiados deberes. Su actitud intachable, tan inmaculada, me confirmaba esa impresión negativa. ¿A qué se reducía la vida de aquel muchacho? Trabajo diario, vuelta a casa, una novia que es medio hermana a la cual difícilmente puede verse con ilusión de enamorado... y la responsabilidad que los hijos de madres viudas parecen destilar frente al mundo. Eso no genera necesariamente un violador, pero existía la base familiar neurotizante que yo había estado buscando y era seguro que... ¿Era seguro? Ya no. Había perdido buena parte de mi fuerza inicial. Me encontraba considerablemente acobardada. No era miedo por la agresión de la que había sido objeto, pero ver la cara de aquel joven me había devuelto a una inesperada realidad. Hasta el momento todo había sido un juego policíaco: pistas, pesquisas, suposiciones y conjeturas. Ni siquiera los estragos en las víctimas me habían hecho apartarme de una sensación abstracta, mental. Pero de repente las teorías habían tomado cuerpo. Había un hombre, estaba vivo, tenía unos ojos vacuos y fríos que se habían fijado en mi rostro.
Intenté dormir. Me dolían los huesos y no encontraba la postura adecuada. Siempre había creído que la reflexión era más dura que la acción para una persona, pero ahora comprobaba que la acción no excluye las preguntas. Te impele hacia delante, pero no evita que caigas en las lagunas que bordean el camino. ¿Era esto lo que siempre había deseado?, ¿me sentía más libre sin la dedicación exclusiva a filosofar? Al menos no existía aburrimiento. ¿Iba a pedir que me adscribieran al Grupo de Homicidios para siempre? Me temblaron ligeramente las piernas cuando recordé que, a la mañana siguiente, debía interrogar a aquellas mujeres, los nexos palpables de Juan Jardiel con el mundo.
¡Pobre Garzón!, le habíamos escandalizado con nuestros comentarios frívolos; él era sin duda el único policía auténtico que asistía esa noche al Efemérides.