Al cabo de pocos días hubo una tercera violación con idéntica marca en el brazo y el asunto pasó a ser pasto de toda la prensa nacional. Comenzó el chaparrón. Los periodistas querían conocer detalles, y los tuvieron: la víctima tenía dieciocho años, estudiaba un nocturno de confección y diseño, vivía en el barrio de Gracia y tampoco había podido ver la cara del violador. Sin embargo, la talla, la complexión, el método y sobre todo la odiosa marca en el brazo parecían indicar que se trataba del mismo hombre joven, provisto de un arma extraña que dibujaba aquel círculo de alfilerazos profundos en la piel. Tales datos, vertidos en la totalidad de secciones de sucesos, constituían la información oficial. Pero, como siempre en estos casos y sin que nadie supiera el sistema, pronto se presentó la filtración. Un titular casi atinaba: «La investigación de estas violaciones en serie está a cargo de dos inspectores que curiosamente no pertenecen al grupo de homicidios sino al de documentación.» «No parece darse progreso alguno en las pesquisas. En medios policiales existe una desorientación total», decía otro en tono apenas velado de reproche. La veda estaba abierta.
Esta vez había sido difícil sacar cosas en claro hablando con la chica: estaba muy afectada, al cuidado de psicólogos que la habían sedado hasta dejarla KO. Además nos las veíamos con una familia de tipo pasional. El padre, un obrero metalúrgico, perdía los estribos cada dos por tres, juraba vengarse, renegaba de la justicia, de la policía, de cualquier institución que tuviera la más mínima responsabilidad a su cargo. La madre lloraba todo el tiempo y también le administraron sedantes. Al parecer, la chica había opuesto resistencia, con lo cual no sólo obtuvo la marca en el brazo sino que recibió un puñetazo en la nariz. El violador, como de costumbre, casi no había dicho una sola palabra, limitándose a actuar, con mucha cautela, amparado en la oscuridad y la soledad de la calle.
Cuando el comisario me llamó no tuve inconveniente en recurrir al maquillaje de la situación.
—Ahora ya tenemos muchos datos —le solté—. Debe ser un individuo con trastornos de personalidad. Ya sabe, resentido con las mujeres y todo eso. Prefiere chicas con aspecto claramente desvalido, delgadas, bajitas, frágiles. No es un tipo que actúe movido por el arrebato de la pasión. Es frío y muy cuidadoso. Escoge a las chicas, las sigue unos días hasta conseguir un horario de sus movimientos y, con toda prudencia, decide el momento ideal. Es astuto, no habla, se cubre siempre la cara, cambia de barrio. Siente orgullo al cometer sus fechorías, de no ser así no llevaría a cabo el macabro rito de marcar la flor. Algo debe haber desencadenado en él la fiebre del delito, o quizá tras una carga paulatina ha llegado a una explosión, por eso las violaciones se producen tan seguidas. No se trata, sin embargo, de un individuo especialmente cruel o morboso. No hay otros abusos ni violencia, tampoco parece que goce demasiado en el momento de la violación, acaba sin eyacular, las marca y se va.
El comisario me miró con cierta sorpresa cuando acabé la exposición. La verdad es que yo me sentía sorprendida a mi vez por toda la serie de deducciones que había podido hilvanar. Daba la impresión de que habíamos avanzado en las investigaciones, pero en realidad no era así. Nos encontrábamos en el punto de inicio, despistados, irresolutos, sin saber por dónde tirar. Todos los pasos que habíamos dado desembocaban en un camino de frustración y no teníamos ideas nuevas sobre las que seguir. Garzón seguía peinando bares como un experimentado coiffeur y yo, dado que el caso se había convertido en un delito seriado, empecé a entrevistarme con los psicólogos de la policía para intentar determinar un retrato robot. Pero lo cierto es que la psicología no deja de parecer una ciencia mezcla de intuición y fantasía, es decir, lo menos cercano a una ciencia. Cada vez que hablaba con el joven equipo a quienes había expuesto el tema, cada vez que comenzaban una frase con aquel sempiterno: «... puede ser que...», sufría una punzada de desánimo. Lo que seguía después era tan obvio que parecía sacado de un manual: «Complejos infantiles, madres dominadoras, edipos no resueltos, probable impotencia intermitente, imposibilidad de establecer relaciones afectivas normales...»
Un día me descaré con el psicólogo jefe:
—Oiga, y todo eso ¿no le parece demasiado simplista?
Era un muchacho de poco más de veinticinco años al que se consideraba en comisaría un prodigio de brillantez. Había hecho tesis y masters complicados y se tenía fe ciega en sus dictámenes. Me miró con ojos acostumbrados a la incredulidad.
—¿Y qué esperaba, inspectora? El comportamiento humano es variadísimo, imprevisible, lleno de recovecos y meandros, pero se genera siempre en los mismos puntos invariables, las cosas más normales: amor, celos, envidia, resentimiento, dominio. Por eso las obras de Shakespeare resultan aún actuales.
—No mezcle la literatura, que es peor.
Se echó a reír.
—De todas formas haremos lo que se hace siempre en estos casos. Le daré los historiales de individuos que cuadran psicológicamente con su violador y que estén ya en la calle después de haber cumplido una pena, o que se encuentren en régimen abierto o libertad provisional. Es lo máximo en lo que puedo ayudarla.
Tenía unas bonitas pestañas color avellana, el pelo largo anudado en una coleta tras la cabeza. Imaginé lo que opinaría de mí: tan cazurra como todos los polizontes, incapaz de elaborar abstracciones o teorizar. Y llevaría razón, pero es que me encontraba como nunca en mi vida con la necesidad acuciante del dato concreto, la pista, un terreno sólido para el arranque. ¿Cómo podían ponerse en práctica las teorías? ¿De qué modo debía tomar forma la especulación? Articular hipótesis estaba muy bien, pero después, bajando unos peldaños, se hallaba la realidad disforme. ¿Qué lugares había que patearse? ¿A quién interrogar? Era algo con lo que no me había enfrentado en mi mundo de texto impreso sobre papel. Cogí los dossiers que el psicólogo me ofrecía y los revisé en casa. La mayoría eran historias vulgares, en eso el muchacho brillante llevaba razón. Tipos que aparecían en la fotografía de la primera página con cara de asco, o asustados, o haciendo ligeras muecas que nada daban a entender. Antecedentes familiares a veces normales, otras rozando la marginación. Jóvenes que tenían cuentas pendientes con las mujeres, hijos de madres que se habían desentendido de ellos, o demasiado posesivas, o en exceso malcriadoras. Una cuadrilla de madres variadas pero coincidentes en ser generadoras de delito. Por fortuna me había librado de fabricar uno de aquellos monstruos privándome conscientemente de los placeres de la maternidad. Un par de ellos debían su desequilibrio a desengaños amorosos o disturbios sexuales adultos, pero en general las madres se llevaban la parte del león. Tenía que comentarle al subinspector todo aquello, estudiar juntos este nuevo material. Desde hacía dos días trabajábamos cada uno por nuestro lado, lo cual debía haber supuesto un alivio para él. Pero ahora era preciso que nos reuniéramos de inmediato. Llamé a comisaría, donde no estaba, pero después de identificarme me dieron su número personal. Se puso una señora, lo cual me sorprendió, y al citar su nombre dijo desabridamente: «¡Ah, el policía!» Luego se marchó para avisarle y a través del aparato me llegaron los ruidos de ambiente: platos entrechocando, una radio a bastante volumen, golpes de llamada en una puerta... Deduje que se alojaba en una pensión. Garzón me contestó con alarma contenida y no pareció alegrarse mucho al reconocerme.
—¿Quiere que vaya a comisaría?
—Mire, subinspector, no sé si abuso de su amabilidad, pero hace tanto frío y ya es tan tarde..., ¿qué le parece si nos reunimos informalmente en mi casa? Incluso puede que trabajemos mejor. Si le parece bien le doy mi dirección.
—Dígamela y enseguida voy.
Si mi petición le resultaba inconveniente había decidido transigir, sin embargo, al llamar a la puerta, su timbrazo tenía claros ecos de misión oficial. Entró visiblemente violento, pero al cabo de un instante se calmó. Miró los paquetes de libros que permanecían junto a la puerta del jardín.
—Es que me he mudado hace poco. ¿Le gusta mi casa?
—Está muy bien.
Pocas veces lo había visto sonreír. Su bigotazo mexicano, entreverado de gruesas canas, no se había movido más que para beber o hablar. Se había peinado cuidadosamente y olía a agua de colonia como cuando nos encontrábamos en el despacho por la mañana.
—¿Puedo ofrecerle una copa?
Dudó. Negarse debía ser lo correcto según su anticuado protocolo.
—También tengo café.
Seguía sin decidirse a contestar.
—Traeré las dos cosas, supongo que eso logrará mantenernos despiertos.
Lo dejé solo, sentado en una butaca con la espalda tiesa, más incómodo que si lo hubieran amarrado a la silla eléctrica en trance fatal. Me hice cargo de que no debía de sentirse muy bien, lo había sacado de su habitación y traído por los pelos a mi casa, donde se producía una mayor sensación de intimidad. Era preciso recordar que hasta el momento nuestro trato no había sido ni remotamente amistoso. Estaba en mi territorio y le costaba comportarse con naturalidad. Pensé que lo ideal era pasar rápidamente al trabajo.
—Acérquese. Esto es lo que quiero que vea.
Nos acercamos a la mesa camilla y los expedientes centraron toda nuestra atención. Fuimos leyéndolos uno a uno. Él tomaba notas aparte, estudiaba cada informe, volvía atrás, comparaba.
—Hay que descartar todos los que no se atengan en estatura y peso a la descripción del violador que tenemos —dijo.
—¿Y después, cuál cree que es el orden a seguir?
—Habrá que ver primero en qué barrios viven, por dónde se mueven, interrogar y acto seguido comprobar coartadas.
Vi ante mí una tarea ingente, reiterativa, como volver a empezar cien veces desde cero. Me invadió un chorro de pereza, una vaharada que atenazaba mi cerebro. ¿Cuántas más cosas rutinarias tendríamos que hacer moviéndonos en la ignorancia? Me di cuenta de que no me hallaba de verdad inmersa en aquel caso, de que me haría el ánimo de dejarlo en cuanto me lo pidieran, que sería pronto. Por eso sentía indolencia, era como preparar el terreno más abrupto para que otros transitaran por la carretera allanada. Y sobre todo ahora, cuando el caso había ganado importancia por medio de la prensa. Teníamos los días contados y quizá estaba deseando que fuera así, para jugar a los policías ya había resultado suficiente. Alguna vez creí que resistir el ambiente sórdido de una investigación policial sería muy duro, pero empezaba a ser consciente de que la mayor dureza consistía en la terrible monotonía, en el aburrimiento, en la sensación continua de vuelta atrás. Garzón estaba ante mí tan campante, haciendo lo mismo que había hecho toda su vida sin asomo de que le incomodara. Una mujer rata de biblioteca y un prejubilado recién llegado de Salamanca. Lo raro era que ambos siguiéramos en el caso aún. Probablemente el inspector jefe no nos había depuesto para no dar carnaza a los periodistas, que le hubieran crucificado clavándolo al madero especulación tras especulación.
—¿Qué opina de todos estos materiales, subinspector?
Cabeceó, barajando los expedientes frente a él.
—Es un caso complicado, la verdad.
—Eso mismo opino yo. Un psicópata violador en serie es mucho más de lo que esperaba para estrenarme. Pensé que esas cosas sólo pasaban en las películas.
—Pues ya ve, yo tampoco me había encontrado muchos psicópatas en Salamanca. Aunque si quiere que le sea sincero creo que ese tío no es un loco. Se me da que es más bien un señorito harto de lo que tiene, incapaz de encontrar satisfacción. Entonces va a barrios obreros, escoge una chica de escala social inferior a la suya, varía y se divierte.
—¡Vaya, es usted un marxista, Garzón!
Me miró con sus inexpresivos ojos de pescado frito. Era lo último que le faltaba por oír.
—Jamás, en toda mi vida, me he metido en política de ningún tipo, jamás. Siempre he cumplido estrictamente con las órdenes de mis superiores y con mi obligación.
Estaba en verdad enfadado. A aquellas alturas se preguntaba ya abiertamente por qué, de entre todos los policías del cuerpo, había ido a tocarle yo.
—No me malinterprete, sólo he querido decir que, para usted, la explicación social de los hechos resulta decisiva.
—Lo que ocurre es que no me gusta engañarme. Es cierto que hay por ahí un montón de tíos zumbados, locos de remate, pero a los pobres no les da por ir haciendo filigranas como tatuar flores en el cuerpo de las chicas. Suelen ir más al grano.
—No crea, cada uno hace lo que puede con su imaginación, para eso no hay clases. Existe un punto común en las chicas que me inclina a pensar en un desequilibrado. Las tres son frágiles como figuritas de cristal, ese hombre no se atreve a encararse con una mujer corpulenta, Garzón.
—Puede ser.
Vi que tenía vacía su copa de coñac. Le puse un poco más sin preguntarle. Hizo como si no se percatara. Amontonó los expedientes sobre la mesa.
—Bueno, esto ya está clasificado, mañana podemos empezar. Si encontramos alguno que cuadre sería conveniente organizar una sesión de reconocimiento.
—Pero si llevaba la cara tapada...
—Se la taparíamos a todos; quizá por la complexión... Por cierto, inspectora, hay una periodista de televisión que anda rondándome, la directora de uno de esos programas de sucesos.
—¿Le ha dicho usted algo?
—Sí, que esto no son los Estados Unidos, que aquí los policías sólo se dedican a investigar.
—Bien hecho.
—Pero volverá.
—Quizá entonces nosotros ya no tengamos el caso.
—¿Aún sigue con eso? Mire, a mí me da igual lo que hagan con nosotros, yo estoy ahora en esto porque es mi deber, pero si me dicen que me vaya a otra parte lo haré sin rechistar.
—¿El jefe siempre tiene razón?
Estaba al borde de mandarme al carajo cuando sonó el timbre de la puerta. Garzón se sobresaltó, pero yo enseguida imaginé quién podía ser a aquellas horas. Hice pasar a Pepe, que se embarrancaba calmosamente en su propio paso. Los presenté por el nombre sin dar más explicaciones.
—He venido para salvar los geranios —soltó.
—¿Era necesario que fuera un salvamento nocturno? —le pregunté.
—No, eso da igual, pero como de día nunca estás en casa...
Garzón no hacia ademán de irse. Me encontraba atrapada y tuve que ofrecerle a Pepe un café. Aceptó encantado. Al internarme en la cocina para prepararlo dejándolos solos pensé que podía pasar cualquier cosa. Para mi sorpresa, al volver, un aire helado se había apoderado del vacío salón entrando por la puerta del jardín, completamente abierta. Allí fuera los encontré, inclinados sobre los presuntos cadáveres de geranio, intercambiando alegremente impresiones como si se tratara de un déjeuner sur l’herbe. Garzón decía algo que no pude oír y frotaba tierra húmeda sobre los tallos dándoles una especie de masaje. No entendía nada de lo que estaba sucediendo, pero me daba cuenta de que aquélla era una de las situaciones más ridículas que había vivido y no estaba dispuesta a tolerarla. Pepe debía marcharse, y solo, no me fiaba de lo que pudiera contarle a Garzón si salían juntos. Me serví más café, subí la calefacción. Seguían fuera, intercambiando consejos agrícolas y toqueteando las plantas que eran el emblema de mi nuevo hogar. Esperé con paciencia franciscana y sólo al cabo de veinte minutos se decidieron a volver. Entraron limpiándose las manos alegremente. Garzón se reenganchó al café.
—Tu compañero dice que no hace falta que los riegues con agua caliente como pensaba aconsejarte, que sólo masajeando tierra por el tallo suelen reaccionar. —Se dirigió a Garzón—. ¿Dónde has aprendido tanta jardinería?
—Mis padres eran agricultores, en un pueblo cerca de Salamanca.
—Yo sólo soy aficionado. Esto de revivir los geranios me lo contó un tipo que viene por mi bar, uno de esos que realiza cultivos sin fertilizantes artificiales.
—¿Tienes un bar?
—Así me gano la vida. ¿Sabrías también cómo podar un ficus enano?
—Creo que sí.
—Me han regalado uno y no sé por dónde meterle las tijeras.
—¡Las tijeras no! El ficus enano tiene una savia muy líquida y el tajo limpio del metal podría hacerle sufrir una hemorragia. Debes cortarlo con los dedos y restañar la herida con un algodón.
—¡Vaya, parece increíble!
No me atrevía siquiera a interrumpirlos. Por lo visto había surgido entre ellos una incontenible simpatía común. Me quedé contemplando la función, inusual, que mostraba a un Garzón sonriente, casi feliz. Su cara no era desagradable bajo aquella nueva luz. Los ojos adquirían una expresión viva y el bigote se le arremangaba perdiendo parte de su fiereza de vaca marina. Era evidente que se trataba de un hombre cordial y que su único problema lo constituía yo. Yo hacía salir de él los peores humores que su cuerpo abultado podía segregar, lo preñaba de negros presagios poniéndolo literalmente a parir. No recordaba haberle caído peor a nadie en mi vida. Pero había intentado ser simpática, neutra, cortés. Inútilmente. A partir de este momento renunciaba a cualquier estratagema más, comprendía que nuestro desencuentro era inevitable y no pensaba recibir cursos acelerados de jardinería para complacerle. De cualquier modo, tanto si nos quitaban el caso como si conseguíamos resolverlo, cuando todo acabara no volvería a ver nunca más a Fermín Garzón, quizá sólo de pasada.
—¿Y un esqueje de rododendro, crees que podrías aclimatarlo?
Me vi obligada a interrumpir la exposición botánica que iba a continuación.
—Señores, yo lamento muchísimo molestarlos pero se está haciendo tan tarde...
Pepe se levantó.
—Me voy, también tengo que madrugar.
Nos dimos un par de besos amistosos y se despidió del subinspector con estrépito. Lo acompañé hasta la puerta y, de vuelta, comprobé que éste se disponía también a marcharse.
—He seleccionado algunos tipos de la lista que me parecen interesantes. Si le parece bien puedo tenerlo todo dispuesto para que los interrogue a las nueve.
—Eso le supondrá levantarse muy temprano.
—Estoy acostumbrado a dormir poco. Es muy simpático su hermano —añadió con malignidad.
—Es mi segundo ex marido, no llega a la categoría de hermano.
Sonrió irónico. Me sentí indignada interiormente. Una cosa era que quisiera mantener nuestra relación profesional en un plano gélido, y otra que pretendiera atacar. Miré por entre las cortinas de la ventana cómo su cochecillo se negaba a ponerse en marcha. Decidí hacerme la sorda si llamaba pidiéndome ayuda. Pero por fin arrancó y se perdió calle abajo soltando nubecillas vaporosas por el gastado tubo de escape. Suspiré, sobre la mesa camilla reposaban las fotos de aquellos desconocidos. En el aire flotaban aún los efluvios del perfume barato de Garzón y el olorcillo a incienso que siempre despedían los jerseys de Pepe. Me inquieté, un montón de presencias extrañas, demasiadas para el sanctasanctórum de Poblenou. Recogí las colillas y el servicio de café con verdadero mal talante. Iba a poner un poco de música antes de dormir pero pensé que, después de aquella prosaica reunión de trabajo, sonaría banal y mancillada, algo parecido a celebrar una boda en un burdel. El jardín parecía un agujero amenazante a través del cristal. Allí estaban los geranios, desolados como Lázaro, esperando que aquel par de cristos de pacotilla lograran hacerlos revivir.
Para ganar tiempo simultaneamos la labor. Garzón interrogaría a algunos de aquellos hombres seleccionados en la sala de juntas y yo a otros en el despacho. Cuando alguien está en libertad provisional y lo llaman para declarar como posible sospechoso suele tomárselo bastante a pecho. Aprendí ese axioma tan fácil aquella mañana de enero, después de haber recibido más miradas de odio en un rato de las que me habían dirigido jamás. Advertí el cansancio inmenso que experimentaban aquellos individuos, cómo eran conscientes de que nadie esperaba verlos reformados. Estaban marcados de por vida, se habían convertido en carne de cañón y les era extraordinariamente arduo demostrar su inocencia de forma natural. Titubeaban, volvían la cara y Minaban las ojos como algunos honrados ciudadanos que no pueden enfrentarse a un aduanero sin sentir culpabilidad. Me di cuenta de que, por mi parte, era cuestión de tener mucha paciencia, hablar despacio, insistir: «¿A qué hora entraste? ¿A qué hora saliste? ¿Qué fuiste a hacer allí?» Cualquier cosa que dijeran quedaba registrada en la grabadora. Horas y horas de voces gangosas, acentos achulados, de locuacidades que desataba el nerviosismo, de dudas y tartajeos. Y mi propia voz, que yo escuchaba presa de un cierto estupor, tono inquisitivo más de maestra de escuela que de policía, inmutabilidad, pausas que a mí me parecían significativas, una comedia un tanto patética.
En medio de uno de aquellos extenuantes tira y afloja la cara de Garzón se coló por la puerta.
—¿Da usted su permiso? —cantó, y aquella fórmula me pareció tan extemporánea que no supe qué decir.
—Que si da usted su permiso.
—¡Pase, Garzón, por Dios!
Rumió las palabras bajo su bigote, a un milímetro de mi oído y en voz muy baja:
—Un tipo acaba de confesar.
Lo miré con sorpresa, su cara estaba inexpresiva. Mandé a un guardia que se llevara al hombre que estaba conmigo y salimos al pasillo.
—¿De verdad ha confesado?
—Es un chalado con muy mala gaita, y agresivo. Supongo que está harto de que lo llamen para interrogatorios y ha decidido jugar un rato con nosotros.
—¿Y por qué me llama a mí?
—Él ha confesado y la jefa es usted, usted dirá qué hacemos.
Bien por Garzón, me echaba con toda consciencia a los leones. La jefa era yo, ahí le dolía, y ahí seguiría doliéndole por siempre.
—De acuerdo, vamos allá.
Me temblaban las piernas, un trastornado agresivo con antecedentes por delito sexual y en plan borde quizá era demasiado para mí. Cuando entramos, un par de guardias lo hicieron ponerse en pie. Les ordené que salieran. Garzón me presentó:
—La inspectora Delicado, que va a interrogarte.
Me miró directamente a los ojos y pude verlo con total claridad. Era alto y bien parecido, desafiante.
—Siéntate.
Se sentó y puso las manos sobre las rodillas. Sonreía irónicamente.
—Así que lo hiciste tú.
—Sí, ya se lo he contado a este poli.
—Pues ahora cuéntamelo a mí.
—¡Vaya, otra vez!
El desprecio era en su boca como la saliva, una secreción natural.
—Empieza por decir qué hiciste en las fechas que nos interesan.
Puso los ojos en blanco:
—¡Oiga, ya está bien! Todas esas historias ya las he contado, están grabadas ahí, ¿por qué no las escucha y me deja en paz?
—¡Háblale con respeto a la inspectora!
—Déjelo, Garzón, déjelo.
Me senté. Desabroché los botones de mi americana.
—¿Con qué las marcaste?
En silencio se arrancó una pielecilla de los dedos con total dedicación.
—Contéstame, por favor.
Me lanzó una mirada burlona.
—No me acuerdo.
Garzón dejó de contenerse y se dirigió hacia él.
—Oye, tú...
Lo atajé con suavidad.
—Por favor, subinspector, siéntese a mi lado, venga aquí.
Dirigiéndome al detenido, pregunté:
—Haz un esfuerzo de memoria.
Concentró sus ojillos de acero y dijo:
—Con un reloj.
Mi mente empezó a acelerarse, reflexioné.
—Explícate mejor.
—Pues con un reloj. ¿O es que no sabe lo que es un reloj?
—¿Las marcaste con un reloj especialmente preparado, es eso lo que quieres decir?
—¡Pues claro, no iba a ser con un reloj normal!
—¿Puedes describir cómo era ese reloj?
—Sí, con dos manecillas, una esfera y una rueda para darle cuerda.
—Ya veo.
Desde donde estaba podía oír crujir las mandíbulas de Garzón.
—¿Y en qué sitio te lo prepararon?
Dejó de sonreír. Cogió el respaldo de su silla con ambas manos y dio un giro forzado de medio cuerpo. Elevó la voz.
—Mire, ya estoy hasta los cojones de tanta historia. Le diré lo que hice. Lo que hice fue clavarles la polla primero y el reloj después. Las tías nunca tenían bastante y pedían más, así que les abrí los asquerosos coños y se la metí, eso es lo que hice. Y se corrieron todas de gusto, no crea que lloraban.
Garzón se levantó, fue hacia él y empezó a zarandearlo. Le retuve por el brazo, le hice volver, sentarse de nuevo.
—Nada de violencia, por favor.
Carraspeé. Pregunté en un tono muy suave.
—¿Cómo te llamas de nombre?
—Tomás —contestó.
Encendí un cigarrillo procurando que no me temblara la mano.
—Estupendo, Tomás, ya no te haré más preguntas. Ahora lo que vas a hacer es desnudarte.
Se quedó estupefacto, sonrió.
—¿Está de cachondeo?
—No. Tenemos unas comprobaciones que hacer. Desnúdate.
—Ni hablar, usted no tiene derecho...
—Desnúdate.
Garzón cogió un cigarrillo de mi paquete y lo mantuvo dándole vueltas en la mano sin encenderlo.
—Desnúdate, por favor.
—¡Que no, coño, que no me desnudo, hay una ley, ustedes no pueden...!
Me levanté, fui hasta la puerta, pasé el pestillo. El chico me miraba nervioso. Me acerqué a él y con una furia ralentizada que me hacía tener mucha fuerza lo cogí por la solapa de la camisa y tiré hacia mí.
—Si no te desnudas ahora mismo te juro por Dios que te hinchamos a hostias. Ésa es la ley.
Cedió. Empezó a quitarse la ropa sin decir palabra. De Garzón emergía el mismo calorcillo ardiente y estático que sale de la plancha de un bar. Se quedó en ropa interior.
—Los calzoncillos también, y ponte de pie.
Se quedó desnudo. Su carne joven y morena contrastaba con los ficheros y las paredes, la foto del Rey. Tenía un sexo hermoso, una bolsa escrotal plena y ubérrima como la vid. No sabía en qué postura ponerse ni dónde mirar.
—Bien, empecemos otra vez. Dices que las marcabas con un reloj.
—¿Puedo sentarme?
—No. Las violabas y las marcabas con un reloj.
Puso las manos tapando su sexo.
—Las manos, detrás. Sigue hablando, te escuchamos.
Todo lo que había que hacer ahora era esperar. Se oía el reloj de la pared. Descargó el peso de su cuerpo sobre una pierna, luego sobre la otra.
—Oiga, ¿esto va a durar mucho?
—Cállate.
El subinspector encendió el cigarrillo por fin, lanzó las señales de humo de su nerviosismo, tosió. Yo no levantaba la vista del hombre, miraba directamente hacia su sexo con total desfachatez. Encogió los hombros. A cada minuto que pasaba retraía su cuerpo un poco más.
—Esto no es legal —dijo.
—Tampoco lo es violar chicas y marcarlas con un reloj.
Titubeó.
—Yo no lo hice —soltó por fin.
—No decías eso hace un rato.
Echó mano de sus pantalones.
—Sólo lo leí en el periódico, luego ustedes me llamaron y pensé...
Lo interrumpí:
—Quieto, deja los pantalones, lo que tengas que decir dilo tal como estás.
Rebulló, su voz adoptó un tono nervioso e implorante.
—Yo no lo hice, ¿es que no lo ve? Pero ustedes me molestan continuamente desde que tengo la provisional.
—¿Querías darnos una lección?
—Sólo quería que se dieran cuenta de que estaban perdiendo el tiempo conmigo. Me he reformado, no soy un delincuente. Trabajo de repartidor en una empresa, ahí tengo el teléfono, pueden llamar para comprobarlo.
Garzón se levantó. Le lancé una mirada e hice una negación con la cabeza.
—No vamos a comprobar nada. Lo único que vamos a hacer es seguir así. ¿Por qué te condenaron, qué hiciste?
Bajó la cabeza.
—Metí mano a una niña que salía del colegio —hablaba muy flojo.
—¿Cómo?, no te oigo bien.
—¡Déjeme ponerme la ropa!
—No.
—¡Por favor!
—Sigue donde estás.
Garzón se puso en pie y pidió permiso para salir. Se lo concedí y volví a cerrar la puerta con cerrojo. El tipo estaba tan nervioso y desencajado que creí que iba a llorar. Pero no lo hizo, aguantó con los ojos desorbitados y las orejas encarnadas de humillación. Me forcé a aguantar veinte minutos más en la misma postura, sin dejar de mirarlo. Luego me levanté.
—Vístete, desgraciado. La violación no es algo para andar bromeando. Lárgate y no digas ni una palabra de esto o te emplumaré.
Antes de salir volví a preguntar:
—¿Lo hiciste tú?
Y él, desmadejado, respondió:
—Le juro que no, se lo juro.
En el pasillo me esperaba Garzón. Le sonreí como si nada hubiera ocurrido.
—Si le parece, descansamos un rato y tomamos café.
Me siguió por el corredor, andando dos pasos por detrás de mí. Cruzamos la calle y entramos en el bar. Había estado muy silencioso pero, en cuanto hubo bebido el primer sorbo no pudo evitar decir con una sonrisita crispada.
—¡Vaya, inspectora, ha conseguido sorprenderme! La había visto en plan duro, pero este método de hoy no ha sido muy habitual.
Pasé por alto el comentario como si no lo hubiera oído.
—¿Qué le parece lo del reloj, Garzón? Yo creo que es una interesante posibilidad. Ése es un objeto que no se empuña, pero puede llevarse puesto y acercarlo a la piel, justo como sucedió. Quizá exista algún reloj en el mercado que esté orlado de púas, para la práctica de algún deporte, o de la caza, ¡qué sé yo! Deberíamos seguir por ahí, quizá ese mamarracho nos haya servido de algo.
—Usted sabe que si llega a entrar alguien cuando estábamos interrogándolo hubiéramos podido cargárnosla.
—¡Vamos, subinspector!, estaba usted tan alterado que ni siquiera se dio cuenta de que cerré la puerta con pestillo.
—¿Alterado yo?
—Creo que sí.
Nos mirábamos a la cara. Él tenía aún puesta aquella vibrante sonrisilla de metal.
—Bueno, la verdad, Petra, puede que lleve razón, estaba algo alterado. Cada uno hace lo que le da la gana con su manera de interrogar, pero si he de serle sincero creo que esta vez ha ido demasiado lejos.
—¿Por qué?
—Qué quiere que le diga, inspectora, un hombre expuesto desnudo de esa manera... va contra los derechos del detenido.
—¿Y darle un mamporro, no?
—Por lo menos no se atenta contra su dignidad.
—No le hacía tan cuidadoso con la dignidad.
—Pues lo soy.
—¿Y no será que se siente usted solidariamente herido en su orgullo de varón?
La sonrisilla se le borró.
—No, seguro que no. Pero ahora que lo enfoca por ese lado pienso que lo que usted ha hecho allí dentro es aprovecharse de ser mujer.
Una nube de ira me nubló. Solté una carcajada teatral, elevé la voz:
—¡Vaya por Dios, ahora sí que me ha jodido, Garzón! De modo que toda la vida aguantando las afrentas históricas y ahora resulta que me aprovecho de ser mujer.
—No sé de qué me habla.
—Pues yo sí lo sé. ¿Le habría parecido más correcto de ser una chica la interrogada? ¿Cuántas veces ha visto poner en entredicho la dignidad sexual de las detenidas, cuántas? ¿Y cuántas ha oído dirigirles frases burlonas, de doble sentido, gestos y malicias? Más de una. ¿Cree que me trago que la policía es un club de campo donde todo el mundo se preocupa por la dignidad? Usted ha visto o incluso hecho muchas veces esas cosas, subinspector, estoy segura, sólo que le pareció tan normal que ni siquiera se fijó. ¿Sabe lo que le digo? Que si existe alguna posibilidad de aprovecharme de mi sexo voy a emplearla a fondo, de verdad.
Había tanto ruido en el bar que, afortunadamente, nadie estaba mirándonos. Garzón susurró una disculpa breve y se fue. Estaba rojo de indignación, tan enfadado que no pagó la cuenta como insistía siempre en hacer. Cuando iba a traspasar el umbral de la puerta le grité:
—¡Investigue lo de los relojes!
«A la orden», creo que masculló. Bien, ya estaban cometidos todos los errores que cabían y la batalla de los sexos se encontraba en pleno fragor. ¿Es inevitable todo lo que sucede? Y si hay que evitar algunas cosas, ¿era necesariamente yo quien debía hacerlo? Seguramente sí, al fin y al cabo yo era su superior. Por otra parte no podía consentir que se me insubordinara ni una sola vez. Lo que pasaría a continuación era bastante previsible; Garzón visitaría al comisario y le pediría que pusiera a otro en su lugar. Lo cual le vendría de perlas a nuestro jefe para largarnos a los dos de una vez. Era lamentable, sobre todo por Garzón que, en el fondo, me caía bastante simpático. Un tipo original, contradictorio, con todas aquellas coñas de revivir geranios y ser partidario del contrato social.
De repente entró un guardia y se dirigió hacia mí.
—Inspectora, hay un hombre en comisaría que pregunta por usted.
—¿Sabe qué quiere?
—Es sobre las violaciones.
—Enseguida voy. ¿Le apetece tomar un café?, le invito.
Sonrió con simpatía:
—No, gracias, ya tomé un refrigerio al incorporarme al deber.
Me entusiasmaba el lenguaje oficial de los guardias, tan rígido y rebuscado como sacado de una instancia antigua, «interfectos que pernoctan en sus domicilios», «inspección ocular», como un legajo cargado de firmas y sellos.
—La aguarda en la sala de entrada.
Otra más perspicaz o con más experiencia hubiera sabido enseguida que se trataba de un periodista, yo tuve que verle para empezar a sospechar. Trabajaba en un programa de tema policial, en televisión. No le hacían ascos a ninguna especialidad: desapariciones, homicidios, robos... pero la joya de la corona eran las violaciones, algo capaz de conmover al espectador. Su jefa, directora y presentadora del engendro, era una tipeja de mi edad, aparentemente bella, que había visto alguna vez. Por descontado pensaban montar una gran serie de programas con nuestras violaciones y me pedían información, colaboración. El enviado se sorprendió mucho cuando le dije que no pensaba ayudarles.
—Es el programa de Ana Lozano. Estamos en el número uno de audiencia.
—Lo siento.
—Nuestras emisiones influyen en la opinión pública.
—Me lo imagino.
—La policía suele ayudarnos siempre.
—Mire, éste es un caso complicado, delicado también. No podemos estar pasándoles datos ni andar preocupados con las informaciones que ustedes puedan dar.
—Le advierto que la serie de reportajes se hará igual con o sin su participación. Es más, si no nos dan datos de primera mano es posible que algo se nos pase, o que se refleje erróneamente.
—Si dicen algo inconveniente les demandaré.
Se encogió de hombros, sonrió. No estaba ofendido en absoluto, aquello era su rutina profesional.
—Bueno, pues me voy. Por cierto ¿saben ya alguna cosa del violador?
Le sonreí:
—Tómese algo a mi salud.
Lo dejé allí, apurando tan fresco mi réplica descarada que rezumaba por todos lados omnipotencia y chulería. Quizá estaba tomándole gusto a aquella historia del mando. Mandar estaba bien, creaba cierta adicción, podían decirse cosas que en otro contexto hubieran parecido una estupidez. Era como añadirle al jugueteo del destino un aliciente más. ¿Llevaba razón el subinspector? ¿Había sido demasiado brutal haciendo que aquel tipo se desnudara? No sentía ningún remordimiento, al fin y al cabo no estaba usando la fuerza, sino la sutileza de invertir los términos de una situación. Garzón había dado un buen diagnóstico: me aprovechaba de ser mujer. El marco ya estaba creado: prejuicios, convencionalismos... Para darle la vuelta a la escena sólo se necesitaba un poco de poder. Y ésa solía ser la parte que fallaba, la pizca de poder en manos femeninas. Pero yo ahora lo tenía, y si bien hasta el momento no había sido más que un instrumento que no sabía tocar, a partir de aquel día empecé a interesarme por descifrar la partitura e incluso me planteé la posibilidad de sacarle registros desconocidos al arpa, que, tañida con sabiduría, podía llegar a emitir sonidos fastuosos.