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Algún tiempo después de mi segunda separación me empeñé en encontrar una casita con jardín en la ciudad. Un objetivo difícil, pero lo logré. Era algo más que un capricho, quise pensar. Demasiados años de apartamentos con muebles funcionales y gran congelador. Se me presentaba la oportunidad de vivir sola en un lugar tranquilo, lo cual debía ser considerado como otra ocasión de cambiar. La casa estaba en un barrio, Poblenou, no muy apartado del centro. Alrededor había otras casas tan antiguas y decrépitas como la que compré, flanqueadas por un montón de naves industriales, de empresas de transportes y cocheras de autobuses. Un paisaje bastante desolado, por mucho que se hubiera intentado renovar el barrio. Sin embargo, en domingo los portones de las empresas cerraban, los camiones desaparecían y se respiraba una inusitada tranquilidad.

Supongo que la filosofía del asunto residía en intentar organizarse mejor, tener plantas en el jardín trasero y comer caliente alguna vez. Aunque pulsiones más profundas palpitaban en el interior de aquella decisión. Poseer una casa de planta era como echar una soga hacia un poste, amarrarse a la tierra, enraizar. Una premisa que condicionaba todo lo demás, como lo condiciona ser rubio, ser feo o haber nacido en Japón. Para todo proyecto de altura no hay más que concebir previamente un decorado; el resto suele ser una serie ininterrumpida de consecuencias hacia el final feliz.

Los albañiles se pasaron seis meses reformando interiores y, para cuando acabaron, mis escasos ahorros se vieron dilapidados en cosas tan aparentemente absurdas como marcos de ventana y conducciones de gas. La policía no gana mucho dinero, de modo que volver a reunir alguna cantidad era algo lejano e imposible, una mera ilusión. Estaba satisfecha, sin embargo, porque en conjunto todo había quedado bastante bien. El día antes de mudarme estuve examinando el resultado; tenía un aspecto sólido y cotidiano: alegres puertas pintadas de blanco, buena luz... En la cocina destacaban los armarios hechos a medida y un primoroso fogón antiguo, respetado entre los detalles de la remodelación. Junto a él, mandé instalar una encimera de placas vitrocerámicas que era el último grito tecnológico. Allí cocinaría recetas complicadas, guisos que impacientarían hasta a las abuelas, ollas podridas y potajes de los que necesitan un día entero de cocción. Diría adiós en lo posible a la comida precocinada, la pizza telefónica, el hot-dog, los tacos mexicanos y el chop-suey envasado en tarrina plástica individual. Dejaría de salir a cenar a restaurantes a la mínima ocasión. Un cambio es un cambio y, contra lo que se cree, debe empezar por las minucias, caldo cultivador de todo fondo existencial profundo.

Pepe me ayudó con la mudanza; era inevitable, me ayudó. Sabía que no hubiera debido dejarlo acercarse a mi nueva casa, pero pensé que temer a aquellas alturas su presencia era infantil, así que me ayudó. De cualquier modo, nos habíamos separado en unos términos tan amistosos que no aceptar su ofrecimiento hubiera sido una incorrección, casi una vulgaridad. Se presentó vestido como siempre: tejanos raídos, un jersey, las gafas resbalándole sobre el puente de la nariz. Noté un estremecimiento al ver su pinta sencilla propia de su extrema juventud. ¿Cómo pude haberme casado con aquel hombre tan joven, tan desvalido, casi un muchacho? y, sobre todo, ¿cómo podía haberlo hecho siendo ése mi segundo matrimonio y proviniendo de un primero turbio, difícil, que acabó en divorcio sangriento y doloroso? Los especialistas policiales del departamento psicológico hubieran tenido mucho que decir. Sólo que estaban demasiado ocupados resolviendo casos como para opinar sobre temas privados. Tampoco se me hubiera ocurrido consultarles. Si había acabado haciéndome policía era para luchar contra la reflexión que solía inundarme frente a todo. Acción. Sólo pensamientos prácticos en horas de trabajo, inducción, deducción, pero siempre al servicio de la materia delictiva, nunca más ensimismadas meditaciones íntimas en la barra de un bar.

Pepe puso las cajas de libros en el salón. Se quedó mirando por la ventana, embobado, cubierto de sudor y polvo. Probablemente se habría olvidado de comer.

—¿Has comido algo? —pregunté.

Se encogió de hombros con melancolía y sonrió, como si eso de comer fuera un lujo destinado a otro tipo de seres humanos. Frené en seco mi impulso de prepararle un bocado. Había hecho demasiado tiempo de madre y ya no procedía.

—¿Quién se ha quedado en el bar?

—Hamed —contestó.

—¿Sigue funcionando bien?

—Sí.

No perdía su aire de perro extraviado, pero la sociedad de damas protectoras había dejado de contarme entre sus filas.

Coloqué los tomos de Derecho y Criminología junto al paraván y fui hasta la cocina a servir unas bebidas, cerveza negra para Pepe y chinchón dulce para mí. No más acciones benéficas por mi parte, no más voluntariado ni pasión: trabajo, comida, veladas de música y lectura, atención al nivel básico, la vida a secas en su estrato más elemental.

Pepe tomó un sorbo de su vaso y se manchó de espuma la nariz. Dio varios pasos por la estancia llena de cajas en desorden, bostezó:

—¿Hay algo más que traer?

—Las macetas, Pepe, están en el rellano de la entrada, ¿no te importa meterlas?

Aquel invierno nevó. Un motivo para recordarlo, en Barcelona es raro que ocurra. Sin embargo, fue tal la avalancha de acontecimientos de aquel invierno que por cualquiera de ellos lo hubiera retenido en la mente sin necesidad de ver cubierto de blanco mi recién plantado jardín. Un año lleno de acontecimientos. Estrené la nueva casa, una vida independiente y las circunstancias, más que el destino, hicieron que me fuera encomendado mi primer caso y que, consecuentemente, entre nieves y bienes, conociera al subinspector Garzón. Por supuesto, la impresión idílica inicial que experimenté con la vivienda pronto se vio desvanecida. Las cañerías se helaron y comprobé que tener un hábitat aislado no es siempre el colmo del placer. El pequeño patio que había logrado sacar a flote no se libró de una zozobra total. Los geranios se secaron y la tierra presentaba un aspecto apelmazado y duro, su superficie cubierta de escarcha. Imágenes tristes. Me sentaba tiritando frente a la insuficiente chimenea e intentaba concentrarme en un volumen sobre Nueva tecnología policial. Acababan de traducirlo al español desde un lejano inglés de Chicago. La mayoría de los ejemplos a los que el texto aludía no tenía parangón en nuestra sufrida policía nacional, tan ajena al FBI. De memoria sabía que aquellos complejos artefactos tecnológicos tardarían siglos en llegar a aplicarse en España. Pero el saber no ocupa lugar, si bien tampoco consigue que nadie se haga un lugar gracias a él. De hecho, pese a mi brillante formación como abogada y mis estudios policiales en la Academia, nunca se me habían encargado casos de relumbrón. Estaba considerada «una intelectual»; además era mujer y sólo me faltaba la etnia negra o gitana para completar el cuadro de marginalidad. Desde el principio fui destinada al Departamento de Documentación, donde me ocupé de temas generales; archivos, publicaciones y biblioteca, lo cual acabó por fijarme un estatus meramente teórico en la consideración de los compañeros. Reclamé participar en el servicio activo alguna vez y se me concedió. Intervine en algunos casos de robos aislados para los que ni siquiera hizo falta investigar. No había entrado en la policía inspirada por las películas de acción ni por las novelas del género negro: persecuciones, peleas, mucho whisky, ademanes resabiados... Sin embargo, mantenerme siempre en los estadios especulativos y librescos me producía un sentimiento inevitable de frustración. Era como un entomólogo encerrado en un laboratorio sin cuaderno de campo, condenado a observar siempre los insectos bajo el microscopio, eternamente muertos. Tampoco ese desengaño me había abandonado durante mis salidas al exterior: cajeros automáticos violentados, redacción de informes sobre «tirones». Una vez tuve que interrogar a unos jóvenes rateros que se cachondeaban de mí y me llamaban «muñeca», cuando cualquier acercamiento primario al género indica que hubiera tenido que ser justo al revés. A pesar de todo, no me desesperaba ni acudía ante mis superiores a implorar. Pensaba que, pasase lo que pasase, alguna vez se producirían al mismo tiempo mi entrada en el servicio activo y mi prestigio, por un destino inevitable. De cualquier manera, también creía que una mujer no puede dedicarse a lloriquear en su puesto de trabajo sin provocar una reacción fatal. Esperaba en silencio mi ocasión, y cuando otro inspector se cruzaba conmigo en el pasillo y preguntaba: «¿Cómo está nuestra intelectual?», yo por dentro siempre pensaba: «Algún día se verá quién soy», y por fuera le daba un par de masticaciones irónicas al chicle en señal de saludo y me limitaba a sonreír.

Cuando una cañería se hiela la única solución consiste en cruzar los dedos y pedir al cielo que no suceda lo peor. Lo peor es que se resquebraje y haya que cambiarla. Acababa de llegar a casa después de una dura jornada de trabajo, y pretendía tomar una ducha cuando lo advertí. El ruido al abrir los grifos era como una amenazadora llamada del Más Allá. Presentí que la cosa no tenía remedio inmediato y, envuelta en un albornoz, me senté. Había sido un día caótico: cuando nieva en Barcelona la gente sale a la calle aligerada de tensiones y prisas, pero en coche. Conducir se hace imposible y hay que esperar con cívica paciencia a que se disuelvan los atascos que existen por doquier. Al principio menudean las sonrisas, y las dependientas salen corriendo de las tiendas con las manos extendidas hacia los copos. Después, si la cosa dura, va cundiendo el mal humor, hay bocinazos, citas que se atrasan, y los peatones descubren que su calzado no es el indicado para soportar la humedad. No había nada que se pudiera hacer. Me serví un chinchón y puse un compacto de música clásica. Había sido de Hugo, pero la discoteca me la llevé yo. Dejé sin embargo intacta la de Pepe, heavy-metal y canciones étnicas africanas, demasiado para mi gusto deformado, lo más racial que soportaba era el folclore irlandés. Después de luchar un rato para encender la chimenea me senté a leer. La habitación estaba llena de humo, los geranios muertos y las cañerías a punto de reventar, pero al fin y al cabo ¿no había escogido aquella casa para disfrutar de momentos así? Un buen libro de ciencia policial, el piano de Chopin, la soledad, el silencio de la noche... De repente llamaron por teléfono, como siempre sucede cuando se encuentra cierta paz. Era el comisario. Su voz me sorprendió, nunca me llamaba a casa. Pero todavía me sorprendió mucho más comprobar que hacía uso del lenguaje oficial para hablar conmigo.

—Sería necesario que se personara en comisaría, Petra, se la reclama para una gestión.

Preguntar: «¿Ha pasado algo malo?» me parecía una inapropiada gilipollez, pero lo cierto era que no estaba acostumbrada a requerimientos imprevistos y no sabía qué demonio decir. El comisario advirtió por el hilo mi desconcierto y exclamó:

—Ya sé que son más de las diez.

—Eso no es ningún problema, voy para allá.

Seguramente el pobre pensaba que estaba descomponiendo algún cuadro familiar: yo sentada junto a mi esposo viendo la televisión, o ayudando con las matemáticas a mi hijo pequeño, o perpetrando los últimos preparativos de un soufflé... Nadie en mi trabajo sabía nada de mi vida privada. Me parecía una condición indispensable para no perder el respeto general. Había visto a algunas compañeras dar consejos a sus niñeras por teléfono en presencia de todos. «Échale en la papilla un puñadito de arroz, tiene el vientre algo flojo.» Pensaba que no podía ser de esa manera, por mucho que después fueran capaces de resolver el enigma de los diez negritos; aquellas mujeres olvidaban que existía aún un largo camino de formas por recorrer. Nunca había descubierto a ningún inspector macho llamando a su casa preocupado por la gastronomía infantil. Y las cosas no habían llegado al punto neutro en el que se puede mostrar sin consecuencias cierta debilidad.

—Tardaré lo que el tráfico permita, descuide usted.

Quizá todos aquellos años mis superiores habían creído estar haciéndome un favor. Metida en un servicio que no requería «salir a la calle», con horario fijo y preservada de los delitos y su fealdad. Buen puesto para una mujer. Pero yo no tenía asuntos domésticos que atender ni bebés que alimentar, con ninguno de mis dos maridos había pasado veladas frente al televisor y, aunque no había renunciado del todo a los soufflés, era ésa una práctica que podía ser simultaneada con una dosis moderada de acción.

Me vestí de nuevo y me enfundé en una gabardina con forro de piel. El suelo estaba encharcado y sucio, con feas rodadas de coche junto a los bordillos. Ahora ya caía más agua que nieve, y sólo en los dos o tres árboles de la calle se amontonaba blanca y brillante, mágica, como si aquella noche sucediera en un bosque noruego, lejos de las cocheras de Poblenou. Una noche para oír a Chopin.

Cuando llegué, la comisaría estaba tranquila, sin trazos de asalto o hecatombe. Me pregunté una vez más por qué me habrían llamado.

—El inspector González ha tenido un accidente esquiando. Quiero que, mientras él esté de baja, usted ocupe su puesto.

Aquello explicaba la llamada, no la negligencia de encargar un cambio a horas intempestivas. Pero ni se me ocurrió indagar.

—Muy bien —contesté.

—Si se espera aquí un momento le presentaré al subinspector Garzón que va a ser su compañero; quiero decir que estará bajo su mando.

Eso era lo que quería decir el comisario e hizo bien en precisarlo, porque si yo era inspectora se debía a los méritos de mi graduación, jamás había tenido a nadie bajo mis órdenes desde que empecé.

—El subinspector Garzón acaba de llegar destinado de Salamanca. Un hombre muy agradable.

Asentí. Pensé que, por lógica, el tal Garzón debía de ser un barbilampiño al que pretendían desasnar. No me hacía muchas más ilusiones sobre «la tropa» que pudieran poner a mi disposición. Y de todos modos las cosas seguían sin aclararse: ¿para qué me habían hecho ir hasta allí? ¿Para realizar urgentemente una presentación de credenciales al estilo imperial? Quizá sí, el comisario tenía fama de retórico y majestuoso.

—Es un hombre bragado que la secundará bien. Tiene mucha experiencia de servicio en la calle.

La teoría del novato barbilampiño cayó. El comisario se levantó de la silla y abrió la puerta del despacho. Cambiando completamente de registro dio un bramido descomunal:

—¡López, avise a Garzón que venga!

En el pasillo nadie contestaba, el comisario se impacientó:

—Pero ¿dónde coño...? ¡¡López!!

Mientras yo pensaba qué pronto puede echarse por tierra una reputación de diplomacia, apareció un policía nacional con cara de asustado haciendo el saludo militar. El comisario desistió de averiguaciones y repitió su orden con cierto mal talante. Luego sonrió de nuevo y se volvió hacia mí:

—Está siendo una noche difícil, aunque no lo parezca.

Por fin entró Garzón. Enseguida pensé que, más que un individuo bragado, era un tipo necesitado de braguero o cualquier otro adminículo ortopédico debido a su edad. Casi sesentón, cincuenta y siete como mínimo. Me había equivocado en cuestión de años, pero la idea de no hacerme ilusiones servía igual. Estaba a punto de jubilarse, entrecano, tirando a paleto, barrigón. Me dio la mano remiso, como si nos hubiéramos peleado infantilmente y estuviéramos obligados a hacer las paces otra vez.

—Le presento a Petra Delicado, nuestra joya intelectual. Desde que ella entró en documentación todo está perfectamente fechado y organizado. Ha hecho gestiones y ahora recibimos revistas extranjeras y libros editados por la ONU, la Unesco, la Interpol y el FBI.

—Mmmm... —musitó Garzón.

—Y éste es Fermín Garzón, un hombre experimentado que trabaja de firme. Se entenderán.

Dije «Mmmm...» yo también. Aunque la apariencia permitiera esperar lo contrario, su mano no estaba húmeda y fláccida como la de un polizonte de provincias, sino tibia, seca y fuerte. Ambos nos quedamos callados.

—Ya se imaginan que no les he sacado a estas horas de casa para esto nada más —descubrió sus cartas el comisario—. Lo cierto es que quiero que se hagan cargo de un caso de violación. La víctima ya ha prestado las pertinentes declaraciones y habría que interrogarla de nuevo antes de dejarla marchar.

Como dos autómatas sincronizados Garzón y yo asentimos a la vez.

—El subinspector Garzón ya ha tenido ocasión de revisar el expediente y la informará de los hechos. Luego, les sugiero que tomen una cerveza juntos para empezar a conocerse.

Aquello era nuevo. El comisario Coronas se permitía ir un poco más allá en su estricto cometido profesional ocupándose de las cervezas de nuestro tiempo libre. No me gustó. Juraría que a Garzón tampoco le gustó. Lanzó hacia mí una mirada de reojo e hizo una mueca sonriente que era como el corcho viejo en una botella, difícil de extraer.

No tenía gran cosa que decirle a mi nuevo compañero cuando salimos al pasillo. Afortunadamente fue él quien empezó a hablar.

—Bueno, el caso no requiere muchas explicaciones. Una chica de diecisiete años ha sido víctima de una violación. Iba a recoger a su madre que es cocinera en un asilo de ancianos. Cuando estaba esperando en la calle, un hombre joven la abordó. Le puso la punta de una navaja en el cuello y la obligó a entrar en un portal.

—¿La maltrató?

—En cierto modo, aunque sólo tiene una herida en el brazo, ya lo verá.

—¿Fue una violación normal?

—Sólo penetración.

—¿Reconocería la chica a ese joven?

—¿Por qué no entramos a interrogarla?

Era poco comunicativo, o le incomodaba dar detalles cuando no existía necesidad acuciante. Eso resultaba, en principio, un dato esperanzador. Detesto la tendencia laboral de hablar sin ser sustancioso, la costumbre de repetir cien veces las mismas ideas con distintas capotas sinonímicas. No empezábamos mal.

En un despacho frío nos esperaban la víctima y su madre, una mujer bastante miserable con grasa maloliente impregnada en la ropa, que se enjugaba los ojos todo el tiempo. La chica era blanca y desvalida como un ratón de laboratorio. Se sentaba con los hombros desinflados y miraba al suelo. Formaban un conjunto extraño las dos, como si entre ellas no existiera la más mínima relación. Coronas, un hombre de edad media con ínfulas innovadoras, había logrado una dotación económica para cambiar los aspectos decorativos de la comisaría. Unos meses antes había aparecido ante nuestros ojos atónitos un camión de mudanzas. Se llevaron los antiguos y sombríos muebles de oficina, todos menos los archivos que, como no hubo dinero suficiente, se quedaron allí. Trajeron sillas geométricas y mesas de diseño barato, con patas de metal y mucho plástico coloreado. El resultado fue ambiguo y no logró borrar la sordidez, si bien el ambiente fúnebre de cualquier comisaría se vio hermanado con un cierto aire de consultorio de la Seguridad Social. Testigos del pasado quedaron los panzudos archivadores de madera con quemaduras de cigarrillo ancestrales y agujeros taladrados por generaciones de carcoma.

—Mi hija no ha hecho nada —fue lo primero que dijo aquella mujer al verme entrar—. Ella no lo provocó.

—Siéntese, por favor.

Hojeé de nuevo frente a ellas el expediente, miré a la chica y pregunté:

—¿Le has visto la cara?

—No.

—¿La llevaba tapada?

—Con un pasamontañas, sólo se le veían los ojos.

—¿Y cómo los tenía?

—No sé. Era delgado y alto, no sé nada más.

—¿Te habló?

—Dijo que si no me estaba quieta me mataría.

—¿Tenía algún acento, algo especial?

—No lo sé, el pasamontañas le tapaba la boca y hablaba en voz baja.

—¿Esperas a tu madre siempre en el mismo sitio?

Intervino la madre:

—No viene todos los días. Yo no quiero que vaya sola a esas horas, pero ella se empeña.

Ni siquiera la miré. Seguí dirigiéndome a la víctima.

—¿Le habías dicho a alguien que esa noche ibas a ir?

La madre volvió a inmiscuirse.

—¿Por qué iba ella a contar nada a nadie? Es una chica formal, lo que ocurre es que yo tengo que trabajar porque mi marido ya murió, ¿comprende?, pero ella no provocó a ese cerdo ni anda a esas horas por la calle.

Me puse de pie y subí ligeramente la voz.

—Si no deja de interrumpir tendré que echarla, señora.

Apretó la boca y dijo algo que no pude entender. Entonces me oí decir:

—Márchese y espere fuera.

Yo misma estaba sorprendida por mi arranque, pero no hubiera sido capaz de seguir soportando a aquella Gorgona empeñada en dejar bien clara su autoexculpación. Observé que mi nuevo compañero permanecía estático y boquiabierto, parado junto a mí. La madre hizo un gesto soberbio con la cara y, al salir, tocó imperceptiblemente a su hija en el brazo. Me fijé entonces en que lo llevaba vendado un poco más arriba de la muñeca.

—¿Es eso lo que te hizo el violador?

—Sí —dijo.

—¿Un navajazo?

—No. Cuando ya se marchaba y creí que no iba a hacerme daño acercó su brazo al mío, apretó fuerte y noté un dolor muy agudo.

—¿Podemos ver la herida?

Hubo un momento de estupefacción. El médico acababa de atenderla y la cura estaba terminada. El subinspector Garzón habló por primera vez.

—Hay un informe del forense y fotografías. Para verla ahora tendríamos que desvendarla.

—Da igual, prefiero verla con mis propios ojos, después puede volver al dispensario.

No esperé a que nadie me diera su consentimiento, se suponía que quien mandaba era yo. Fui deshaciendo el vendaje despacio, en medio de un silencio absoluto.

—Es interesante —exclamé.

Se trataba de algo muy extraño, una herida superficial con una forma curiosa, nada parecido a un rasguño o navajazo. Era en realidad un círculo perfecto hecho por minúsculos alfilerazos, unos junto a otros.

—¿Ha visto, Garzón?

Se acercó y miró por encima de mi hombro. Noté el roce y calorcillo de su potente barriga.

—Nunca me había encontrado con nada parecido —dijo.

—¿Te fijaste en cómo te lo hizo o si llevaba algo en la mano?

—Sólo sé que se me acercó, pero no vi nada.

—¿Qué movimientos hizo?

—Sólo presionó.

—¿Te habló, te dijo algo?

—Casi nada.

—¿Hablaba en voz baja?

—Como si gritara en voz baja.

—¿Dirías que la intentaba distorsionar para que no la reconocieras?

—No lo sé.

Recapacité. La cara impasible de la muchacha no me animaba a seguir ningún camino concreto.

—¿Tuviste en algún momento la sensación de que lo conocías?

—Ya le he dicho que no lo vi.

—Lo sé, pero pudo haber un gesto, su forma de andar...

—No.

—¿Ningún detalle que te resultara familiar, ni siquiera una remota sospecha?

—No.

Suspiré.

—¿Siempre esperas a tu madre en el mismo sitio?

—Sí.

—¿Y a la misma hora?

—Sí.

—¿Pasa mucha gente a esa hora?

—Muy poca.

—¿Habías visto días antes a algún hombre sospechoso, a alguien que te mirara o que se cruzara contigo repetidamente?

—No.

—¿Eres despistada? Quiero decir, ¿podía haber pasado un tipo cada día y tú no darte cuenta?

—A lo mejor.

—¿Estaba nervioso ese hombre cuando te atacó?

—No lo parecía.

—¿Tuviste miedo, la sensación de que podría matarte?

—Sí. Parecía muy seguro, no iba de farol.

La miré a los ojos.

—¿Lo pasó bien cuando te violó? Entiendes lo que quiero saber. Quiero saber si estaba excitado, suspiraba, o si parecía sólo una obligación.

Me miró con asco. Quizá pensaba que todo aquello me divertía, que sentía simple curiosidad malsana.

—Ya le he dicho que era frío y tranquilo.

Ella también era fría. Contestaba sin emocionarse, sin alteraciones. Resultaba muy evidente su pensamiento: mis preguntas no servirían para nada, era un interrogatorio inútil. Lo único que de verdad deseaba era marcharse.

—Está bien. Vuelve al médico, te pondrá la venda de nuevo.

Se levantó despacio, sujetándose un brazo con el otro, arrastrando un trozo de gasa por el suelo. Iba encorvada y estaba pálida. Cuando pasaba a su lado, Garzón le lanzó una sonrisa desmañada y dijo:

—No te preocupes, cogeremos a ese cabrón.

—Me da igual —respondió la chica, y sus ojos inexpresivos y lánguidos se fijaron en el cenicero vacío, que siempre estaría vacío porque en aquel despacho estaba prohibido fumar.

Salimos al pasillo. La madre de la víctima se levantó al vernos y preguntó ostentosamente a Garzón:

—¿Podemos irnos ya?

—Sí, señora, un coche celular va a acompañarlas.

Pasó por delante de mí, a pocos centímetros de mi cara, y me lanzó una furibunda mirada llena de desprecio y odio. Creí que de un momento a otro me escupiría, pero se controló.

—¡Vaya, parece que no le he caído bien! —le dije a mi compañero.

—Bueno, una violación es algo bastante grave y se trata de su hija, ¿comprende usted?

—¿Cree que mi actuación ha sido demasiado dura?

Fue como si un nido de avispas se hubiera precipitado sobre él azuzándolo a dar la réplica prevista.

—¿Si yo creo...? ¡Líbreme Dios de opinar!, quien manda, manda y en paz.

¡Vaya, tenía que ser!, probablemente el subinspector Garzón se sentía vejado por estar bajo órdenes femeninas. Hugo, mi primer marido, un hombre de inteligencia escéptica, siempre decía: «Espera lo esperable, lo más tópico, lo más vulgar, eso es lo que va a suceder, lo que sea habitual, lo que sea sólito: el inglés estirado y el francés llevando la baguette debajo del brazo, ése es el guión de la realidad.» Y parecía exacto.

—¿Tomamos ya la cerveza? —preguntó Garzón.

Era palmario que, aunque no le apeteciera, pensaba seguir al pie de la letra las indicaciones del comisario. Cruzamos la calle y fuimos al bar La Jarra de Oro, auténtica sucursal de la comisaría que no cerraba nunca antes de las tres.

—¿Cerveza usted también?

—Sí —murmuré—. ¿Por dónde vamos a empezar?

—Mañana peinaré todo el barrio. Voy a ver a los chorizos más notables, a los que estén en libertad provisional, a los que tienen antecedentes sexuales. Por la tarde nos reunimos y le digo si hay algún sospechoso.

—En ese barrio de la Trinitat está el centro de detención de menores.

—También habrá que ir.

La dueña del bar lavaba vasos canturreando. Se le escapaban algunas mechas del moño medio deshecho. Tenía ojeras y un aspecto cansado. Pensé que, a la mañana siguiente, se levantaría temprano para volver a empezar y me pregunté de dónde sacaría los heroicos ánimos. No se me ocurría ninguna conversación, pero estábamos allí para entablar conocimiento. Por fin solté lo más estúpido.

—¿Qué tal le va por Barcelona?

—Bien —contestó. Pareció que la incursión en la cordialidad iba a acabar ahí, pero tras una pausa añadió—: Lástima que tanta gente hable catalán.

—¿No entiende usted nada?

—No.

—Quizá debería hacer algún cursillo.

—A mi edad ya no estoy para aprendizajes. Es una edad mala y buena al mismo tiempo, en la que te das cuenta de que sabes muy pocas cosas, y también de que no te apetece nada aprender nuevas.

Quizá después de todo mi nuevo compañero no era tan convencional. Quizá tenía un faible por la filosofía.

—Todas las edades son malas —aventuré incidiendo en lo existencial.

—¿Ha visto a ese empresario italiano que fabrica coches? —dijo de pronto.

—¿Agnelli?

—Sí, pues a ese tipo ser viejo o joven le da lo mismo, lleva camisas de seda, está moreno, saludable, supongo que también le dará lo mismo aprender o no aprender.

—Pero tendrá sus problemas.

Me miró admirado por la magnitud de mi estupidez, la amplitud de mi vulgaridad.

—Ya. Perdone pero tengo que marcharme. La veré mañana. Dudo mucho que tenga los datos que le he dicho antes de las siete de la tarde. Ayudo también a la Guardia Civil en un caso de alijo.

—¿Drogas?

—Tabaco rubio. Ahora esas cosas vuelven a ocurrir.

Salió del bar con la americana haciéndole pico tras el cogote. No había consentido que yo pagara la cerveza. Las camisas de Agnelli. Era un poco desconcertante, tendría que esperar aún para formarme una idea aproximada de aquel hombre. Me costó arrancar el coche. Me enfadé. Al día siguiente debía madrugar, dejar ordenadas las cosas y las tareas preparadas para que hubiera continuidad durante mi ausencia en el servicio de documentación. Era tarde y hacía frío. Pero así era la vida arrastrada de un auténtico policía, largas noches en bares miserables, temperaturas extremas, violencia, desagrado y el intempestivo madrugón con la boca amarga de cigarrillos y café, mitología completa.

Había dejado de caer agua o nieve. El aire estaba inmóvil, como si el frío hubiera helado la vida entera. Salí al jardín trasero de mi casa, escarchado como un dulce. Una ducha caliente hubiera sido lo indicado, o escuchar a Chopin. Pero decidí acostarme enseguida. Difícilmente hubiera disfrutado de aquella refinada música después de haber visto los ojos vacíos de la chica violada cuando dijo: «Me da igual», la terrible marca en su brazo.