Vi Ullanor por primera vez desde la cubierta de la tripulación de la nave de desembarco de la flota, Optativo XII. Para entonces, solo hacía tres meses normales que los combates habían finalizado, y el espacio local seguía atestado de acorazados. Descendimos rápidamente por entre aquellos enormes gigantes flotantes, y la oscura extensión de la superficie del planeta ascendió veloz para ocupar nuestros portales de visión real.
Resultaba curioso verlo con mis propios ojos por fin. Ullanor había ocupado durante tanto tiempo cada uno de mis pensamientos vigiles. Podía recitar de un tirón las estadísticas: cuántos miles de millones de hombres habían sido transportados en cuántos millones de transportes de tropas, cuántos cajones de suministros en bruto habían descendido desde qué número de transportadores de carga, cuántas bajas habíamos tenido (datos reales) y cuántos xenos habíamos matado (cálculo aproximado). Sabía datos que casi nadie más en el ejército conocía, datos inútiles por completo, como la calidad del plastiacero utilizado en las cajas estándar de raciones, y otros absolutamente esenciales, como el tiempo que se necesitaba para transportar esas cajas a primera línea.
Algunas de aquellas estadísticas jamás me abandonarían. Imaginaba que otras personas lamentaban no ser capaces de retener información; yo lamentaba no ser capaz de olvidarla.
De joven había considerado mis hábitos eidéticos como una maldición, pero resultó que el Ejército Imperial valoró mis aptitudes. Había llegado al rango de general con ellos, y por lo tanto me había convertido en uno de esos innumerables miembros anónimos, canosos y olvidados de la maquinaria bélica. No recibíamos demasiados elogios una vez finalizados los combates —y sí gran cantidad de improperios por parte de comandantes de campaña estresados mientras tenían lugar—, pero si nosotros no hubiéramos existido no habría habido victorias que celebrar. La guerra no se limitaba a suceder según el capricho de los guerreros; se planeaba, se organizaba, se alimentaba con suministros y se posibilitaba gracias a sistemas de transporte.
Fuimos el Cuerpo Logisticae durante un tiempo, luego una división dentro de la administración naval, después —brevemente— fuimos supervisados por la gente de Malcador. Tan solo un poco antes del nombramiento del señor de la guerra se nos escindió en forma de departamento completo, con todas las ventajas burocráticas que ello nos trajo.
El Departamento Munitorum. Un nombre adusto para una tarea necesaria.
Se habían cometido errores, sin lugar a dudas. Confusiones respecto a coordenadas planetarias, aprovisionamiento no estándar que iba a parar a las legiones. Durante un tiempo incluso tuvimos a dos flotas expedicionarias operando bajo la misma designación numérica en puntos opuestos de la galaxia.
Intenté relajarme en mi angosto asiento, sintiendo el zarandeo de la entrada en la atmósfera. No esperaba con impaciencia lo que iba a suceder una vez que aterrizáramos en el planeta, de modo que me esforcé por apartarlo de mis pensamientos contemplando el panorama.
La superficie de aquel mundo tenía un aspecto devastado. Nubes oscuras discurrían raudas por su superficie, irregulares y dispersas como lana de acero. El terreno situado abajo era una masa arrugada de barrancos y desfiladeros que reptaban a través de continentes como masas de diminutos pliegues craneales.
Aquel desorden únicamente había sido domeñado en una zona de Ullanor. Antes de partir, había oído historias por boca de contactos en el Mechanicum sobre lo que se había hecho con los restos de la fortaleza de Urrlak, y por entonces no les había creído del todo; les gustaba alardear de lo que podían hacerle a los mundos una vez que posaban sobre ellos sus manos augméticas.
Mientras miraba por el portal en dirección al suelo y contemplaba lo que habían hecho, les creí. Vi la ruta del desfile de la victoria, una cicatriz de rococemento con una longitud de cientos de kilómetros, e intenté calcular qué anchura podía tener la explanada ceremonial que contemplaba: ¿doscientos kilómetros cuadrados?, ¿el doble? Refulgía bajo la capa irregular de nubes igual que ébano bruñido, una llanura colosal de piedra alisada con el único propósito de proporcionar al Emperador un emplazamiento apropiado para su triunfo.
«La humanidad es una creación excepcional», pensé en aquel momento. «Nos hemos otorgado facultades infinitas».
El trasbordador se zambulló en dirección a la capa de nubes. Empecé a sentir náuseas y desvié la mirada.
Sabía que el Emperador había marchado hacía ya tiempo, de vuelta a Terra, según decían. También sabía que el señor de la guerra —como teníamos que considerarlo entonces—, seguía a bordo de su nave insignia, pero desconocía cuánto tiempo planeaba quedarse. Habría sido provechoso saberlo para así poder empezar a pensar en el reabastecimiento de la 63.ª Expedición, pero carecía de sentido intentar que un primarca se concentrara en detalles concretos, en especial ese primarca.
En cualquier caso, mi misión no incumbía al señor de la guerra. Afectaba a uno de sus hermanos, uno del que yo sabía muy poco, incluso de oídas, y que tenía fama de ser difícil de localizar, entre otras cosas.
Todo aquello me olía muy mal. No me atraía la idea de pasarme semanas esperando una audiencia, y que me la concedieran todavía me gustaba menos.
Cerré los ojos, percibiendo cómo la estructura de la nave de desembarco empezaba a dar sacudidas.
«La de cosas que hacemos por el Emperador», pensé.
Heriol Miert parecía cansado, como si no hubiera dormido durante días. Su uniforme verde oscuro estaba lleno de arrugas y tenía unas ojeras muy marcadas, como dibujadas en tinta.
Me dio la bienvenida a su improvisado cuartel general con la expresión desmañada y levemente vidriosa de un hombre que de verdad necesitaba dormir sin más dilación.
—¿Es la primera vez en Ullanor, general? —preguntó mientras subíamos la escalera que llevaba a su despacho privado.
—Así es —respondí—. Y me he perdido toda la acción.
Miert lanzó una carcajada…, una risita cansada.
—Como todos —dijo—. Somos los que seguimos en pie.
Entramos en su habitación: una modesta estructura metálica cuadrada colocada en lo alto de una columna de módulos administrativos prefabricados (de origen terrano, imaginé, por las signaturas de la estructura). Estábamos muy lejos del lugar donde se había celebrado la ceremonia de investidura del señor de la guerra, pero a través de las ventanas podía vislumbrar las imponentes torres en el horizonte. Unos pocos titanes solitarios todavía recorrían el enorme espacio de piedra, sus contornos inmensos neblinosos se veían bajo las nubes a la deriva.
Me puse a catalogar mentalmente los modelos —Warlord, Reaver, Némesis— y tuve que obligarme a parar.
—¿Cómo te va, coronel? —pregunté, sentándome en una silla de metal y cruzando las piernas.
Miert tomó asiento frente a mí y se encogió de hombros.
—Las cosas se están calmando ahora —dijo—, creo que podemos estar orgullosos, dentro de lo que cabe.
—Estoy de acuerdo —le contesté—. ¿Cuál es tu nuevo destino?
Miert sonrió.
—El retiro —contestó—. Licenciamiento con honores, luego a casa, Targea.
—Mis felicitaciones. Te lo has ganado.
—Gracias, general.
Envidié un poco a Miert. Había cumplido con su deber y lo había dejado mientras las cosas iban bien. A aquellas alturas, faltando aún varios años para mi retiro, no tenía ni idea de qué papel me aguardaba. Lo que se chismorreaba por toda la jerarquía del ejército tenía que ver con una desmovilización a gran escala. Después de todo, nos estábamos quedando sin planetas que conquistar.
No es que no fuera atractiva la idea de abandonar el servicio activo. Otros lo habían hecho, y yo había visto la clase de vida que podía llevarse una vez finalizada la lucha. No quería estar siempre a vueltas con las cifras; la idea de seguir con ello indefinidamente, de que el servicio finalizara solo al morir, era algo que me resultaba deprimente hasta casi lo indecible.
—Así que deseas saber cosas sobre los White Scars —dijo Miert, recostándose en la silla.
—Me han dicho que sabes tanto como cualquier otra persona aquí.
Miert volvió a reír, con cinismo.
—Es posible. No asumas que eso signifique gran cosa.
—Cuéntame lo que sepas —repuse—. Todo será de ayuda.
El coronel cruzó los brazos.
—Hacer de enlace con ellos ha sido una pesadilla —contestó—. Una pesadilla. En su mayoría ha habido Luna Wolves, y son una maravilla: hacen lo que dicen que van a hacer. Nos mantienen informados, efectúan requisas razonables. Los Scars…, bueno, nunca sé dónde están o qué quieren. Cuando por fin aparecen son muy, pero que muy buenos…, pero ¿de qué me sirve eso a mí? Para entonces tengo a batallones de reserva que se están quedando sin alimentos y pertrechos sin utilizar ocupando almacenes a través de medio sector.
Negó con la cabeza.
—Resultan frustrantes. No escuchan, no consultan. Hemos perdido hombres por ello, estoy seguro.
Miert me dirigió una mirada de soslayo, entonces.
—¿Es por eso por lo que estás aquí? —preguntó—. ¿Es por eso que quieres verle?
Sonreí con indulgencia.
—Cíñete a los hechos, por favor —dije.
—Lo siento. Por lo que tengo entendido, no tienen vínculos estrechos con las otras legiones. No son hostiles exactamente, es solo que… no intiman. Han mantenido demasiadas costumbres de Mundus Planus.
—Chogoris.
—Como se llame. En cualquier caso, es un lugar extraño. No utilizan designaciones de rango comunes. Ni siquiera usan compañías ordenadas; es todo «del halcón» esto y «de la lanza» aquello. Ya puedes imaginar lo mucho que eso dificulta coordinar cosas con alguien más.
—¿Qué hay del primarca? —quise saber.
—No sé nada. Lo que significa, literalmente, que no sé nada. Los demás le llaman «Khan», pero a todos los capitanes de los White Scars les llaman así, de modo que no ayuda. Ni siquiera sé dónde combatía al final. Le vieron, según me dicen, en el palco de los primarcas cuando el Emperador estuvo aquí, pero cuesta conseguir informes fidedignos sobre lo que sucedió antes de eso.
Miert sonrió para sí; fue la expresión que alguien muestra cuando ha pasado demasiado tiempo lidiando con tareas imposibles pero pronto se librará de ellas.
—Y ¡están obsesionados con la cortesía! —siguió—. Cuando te encuentres con ellos, asegúrate de aprender sus títulos y utilizarlos correctamente. Ellos estarán al tanto de todos los tuyos. Si llevas armas ceremoniales, cualquier cosa de valor, también querrán saber cosas sobre eso.
Yo no llevaba nada de valor. Mi vida era demasiado organizada y precisa para prestar atención a espadas antiguas. Me pregunté si debía intentar averiguar algo al respecto.
—¿Qué hay de los videntes de las tormentas? —pregunté.
—Desempeñan un papel —respondió él—. Pero no sabemos cuál es. Existen diferentes teorías: que son simplemente como bibliotecarios; que son del todo distintos. Existe el rumor de que Magnus el Rojo los tiene en alta estima. O tal vez no.
Extendió las manos, admitiendo la derrota.
—¿Lo ves? —dijo—. Es imposible.
—Este vidente de las tormentas, con el que me has organizado una reunión, ¿ocupa un puesto superior? ¿Goza de la confianza del Khan? —pregunté.
—Eso espero —replicó Miert—. Ya resultó bastante difícil de localizar, y tuve que recurrir al cobro de unos cuantos favores. No me culpes si no es lo que esperas, sin embargo; de verdad que hemos hecho lo que hemos podido.
No me dio la impresión de estar averiguando muchas cosas.
—Seguro que sí, coronel —respondí—. Tendremos que apañárnoslas y esperar que la suerte nos acompañe. A menos que hubiera cualquier otra cosa.
Miert me dedicó una mirada levemente pícara.
—Puede que haya advertido un parecido superficial con la VI Legión, los Lobos de Fenris —dijo—. Ya sabes, toda esa cosa bárbara.
Puso los ojos en blanco.
—No lo menciones —advirtió—. Eso nos ha procurado más de un problema. Les molesta sobremanera.
—¿Por qué?
—No lo sé. ¿Envidia? Te lo digo en serio, no toques el tema.
—En ese caso así lo haré, coronel —respondí, sintiéndome más pesimista con respecto al inminente encuentro con cada dato ambiguo que surgía. Necesitaba más, detalles. Esas eran las cosas que me hacían funcionar—. Gracias. Has sido de mucha ayuda.
Cogí un tractor oruga —un Augean RT-56, de la variante Enyiad por el diseño de la oruga—, de la llanura triunfal al interior de las tierras baldías situadas más allá. Fue incómodo y caluroso. El aire sabía a arenilla, y era imposible no imaginar el hedor del rastro de los orkos acechando bajo todo ello.
Él no lo puso fácil para que lo encontraran, tal y como Miert había advertido, aunque en ningún momento tuve la impresión de que deseara causar problemas de un modo deliberado, era solo que no le preocupaba en absoluto si yo daba con él o no. Su baliza de localización se encendía y apagaba mientras viajábamos, bloqueada por las filas compactas de roca ondulante que nos rodeaban. Cuando por fin la localicé y me dirigí hacia ella, llevábamos viajando más de cuatro horas y tres cuartos.
Hice todo lo que pude para tener un aspecto presentable antes de desembarcar: me alisé los cabellos canosos y eliminé en lo posible las arrugas del uniforme. Quizá debería haberme esforzado más. El aspecto físico siempre ha sido la menor de mis preocupaciones, una característica que la edad no ha hecho más que acelerar.
Ya era demasiado tarde. Tomé un trago de agua caliente de mi cantimplora y me pasé un poco por la sudorosa frente.
Debió de vernos venir, pero con todo no hizo el menor esfuerzo para acudir a nuestro encuentro, permaneciendo en lo alto de una larga cresta que era demasiado empinada para que el tractor oruga pudiera salvarla. Lo detuve al pie y salí a la polvorienta superficie —la auténtica superficie— de Ullanor por vez primera desde que había aterrizado en el planeta.
—Quedaos aquí —indiqué a la tripulación del vehículo, incluyendo al destacamento de seguridad que Miert había enviado a acompañarme.
Me inquietaba muy poco mi propia seguridad, pero sí que me preocupaba ofenderle de algún modo subiendo todos en masa.
Luego inicié la ascensión. No estaba en demasiada buena forma; años llenando informes en sótanos del Administratum no me habían proporcionado un cuerpo aguerrido, y nunca había prestado mucha atención a los tratamientos de rejuvenecimiento.
Me preguntaba qué pensaría de mí cuando me viera; una mujer menuda de rostro severo en uniforme de general. Volví a sentirme sudorosa mientras ascendía penosamente, y las arrugas que había alisado en el uniforme volvieron a aparecer más marcadas. Le parecería frágil, posiblemente ridícula.
Tropecé al llegar a lo alto. Mi pie resbaló en unos guijarros sueltos y trastabillé contra la roca. Alargué la mano derecha, con la esperanza de sujetarme al borde de la cresta, pero en lugar de piedra, los dedos se cerraron con fuerza sobre una mano acorazada, que me sujetó con firmeza.
Alcé los ojos, sobresaltada, y me encontré contemplando dos ojos dorados en un rostro oscuro como el cuero.
—General Ilya Ravallion, Departamento Munitorum —dijo el dueño del rostro, inclinando la cabeza cortésmente—. Ten cuidado.
Tragué saliva, sujetándome con fuerza al guantelete.
—Gracias —respondí—, lo haré.
Se llamaba Targutai Yesugei. Me lo dijo en cuanto me hube sacudido el polvo y recuperado el aliento. Estábamos de pie en la cresta, y los barrancos y desfiladeros de Ullanor se perdían de vista ante nosotros en todas direcciones, en un laberinto de escombros y grava calcinados. En lo alto, nubes oscuras recorrían el cielo.
—No es gran cosa como mundo —dijo.
—Ya no —convine.
Su voz era como la de todos los Space Marines que había conocido: queda, retumbante, contenida, resonando desde el fornido pecho igual que crudo chapoteando contra los lados de un pozo profundo. Si en algún momento él decidía alzarla, yo sabía que podría ser aterradoramente fuerte. En aquel entonces, sin embargo, su sonido resultaba curiosamente tranquilizador, allí fuera tras toda aquella devastación.
No era tan alto como algunos que había conocido. Incluso ataviado con la armadura, tuve la impresión de que era enjuto; tenía un cuerpo compacto y delgado, bajo carne endurecida por el sol. La cabeza calva estaba coronada por una larga cola en forma de copete que descendía hasta serpentear alrededor del cuello. Llevaba tatuajes en las sienes. No conseguí descifrar qué significaban; parecían letras de un idioma que no comprendía. Sostenía un bastón rematado por un cráneo y lucía una brillante capucha cristalina sobre los hombros de la armadura.
En medio de un entramado de otras cicatrices rituales, tenía una amplía marca irregular que descendía por la mejilla izquierda, desde justo debajo de la cuenca del ojo hasta casi la barbilla. Yo sabía lo que era. Durante mucho tiempo aquella costumbre había sido lo único que había sabido sobre ellos. Se la hacían ellos mismos una vez que habían sido reclutados; se hacían las cicatrices que daban nombre a su legión.
Sus ojos parecían dorados. Los iris eran casi color bronce, y el blanco de un amarillo pálido. No lo había esperado. Entonces no sabía si todos ellos eran así, o si era solo él.
—¿Peleas en este mundo, Ilya Ravallion? —preguntó.
Hablaba el gótico de un modo poco fluido, con un fuerte acento gutural. Tampoco me había esperado eso.
—No he peleado —contesté.
—¿Qué haces aquí?
—Me han enviado a pedir una audiencia con el Khan.
—¿Sabes cuántas concede?
—No lo sé.
—No muchas —dijo.
Una media sonrisa aparecía en sus labios marrones cuando hablaba, y la tez se arrugaba con cada sonrisa, frunciéndose en los ojos. Daba la impresión de que sonreía a menudo y con facilidad.
En aquel primer contacto, no supe discernir si jugaba conmigo o si hablaba en serio. El modo cortado en que hablaba hacía difícil adivinar lo que quería decir.
—Tenía la esperanza, señor, de que pudieras ayudarme.
—Así que no quieres hablar conmigo. Me usas para llegar a él.
Decidí ceñirme a la verdad.
—Correcto —contesté.
Yesugei lanzó una risita. Fue un sonido tirante, duro y reseco, aunque no carente de humor.
—Bien —dijo—. Yo soy… intermediario. Eso es lo que hacemos, los zadyin arga: hablamos del uno al otro. Mundos, universos, almas…, es muy parecido.
Yo seguía en tensión. Me era imposible saber si las cosas iban bien. Mucho dependía de la reunión que me habían enviado a concertar, y sería duro regresar sin haber conseguido nada. Como mínimo, no obstante, Yesugei seguía hablando, lo que tomé por una buena señal.
Al mismo tiempo, iba observando detalles, almacenándolos; mi mente trabajaba de un modo automático. No podía evitarlo.
«La armadura que lleva es Mark II. ¿Indica conservadurismo? El cráneo del bastón es imposible de identificar; fauna chogoriana, sin duda. ¿Equino? Lo comprobaré con Miert más tarde».
—¿Si tuvieras audiencia, qué dirías? —preguntó.
Había temido esa cuestión en concreto, aunque era inevitable que surgiera.
—Discúlpame, señor, pero eso solo puedo decírselo a él. Tiene que ver con asuntos entre la V Legión y el Administratum.
Yesugei me dedicó una mirada perspicaz.
—¿Y qué dirías si penetrara en tu mente, ahora, y cogiera respuesta? No creas que estás protegida de mí.
Me puse en tensión. En cuanto hizo dicha sugerencia, supe que podía hacerlo.
—Te lo impediría, si pudiera —dije.
Él volvió a asentir.
—Bien —contestó—. Aunque, por si acaso te preocupa, no haría.
Volvió a sonreírme. Contra todo pronóstico, descubrí que empezaba a relajarme. Eso era extraño, estando como estaba junto a una máquina de matar imponente, acorazada, mejorada genéticamente y con una carga psíquica.
«Su gótico hablado es sorprendentemente pobre. ¿Será un motivo de la comunicación poco satisfactoria con el centro? Había dado por supuesto su aptitud lingüística; puede que tenga que efectuar una revisión».
—Admiro perseverancia, general Ravallion —dijo Yesugei—. Trabajas duro para encontrarme aquí. Siempre trabajas duro, desde que empiezas.
¿Qué quería decir con eso? No había esperado que me hubiera investigado. En cuanto lo pensé, sin embargo, me reprendí; ¿qué pensaba, que eran realmente salvajes?
—Te conocemos —prosiguió—. Nos gusta lo que vemos. Me pregunto, no obstante, ¿cuánto nos conoces? ¿Sabes a qué te expones, tratando White Scars?
Por vez primera, en su sonrisa flotó algo parecido a la amenaza.
—No —contesté—. Pero puedo aprender.
—Tal vez.
Me dio la espalda para volver a contemplar el paisaje de rescoldos ennegrecidos. No dijo nada. Yo apenas osaba respirar. Permanecimos el uno junto al otro mientras las nubes cruzaban raudas en lo alto, ambos sumidos en un silencio total.
Tras un buen rato de esta guisa, Yesugei volvió a hablar.
—Algunos problemas son complejos; mayoría no —declaró—. El Khan no concede muchas audiencias. ¿Por qué? No mucha gente pide.
Se volvió de nuevo hacia mí.
—Veré qué puedo hacer —dijo—. No abandones Ullanor. Si buenas noticias, hallaré modo de contactar.
Me esforcé por ocultar el alivio que sentía.
—Gracias —dije.
Me dirigió una mirada casi indulgente.
—No me des gracias aún —contestó—. Solo digo que intentaré.
Un humor profundo y tosco danzó en aquellos ojos dorados cuando me miró.
—Dicen que es esquivo —siguió—. Oirás eso muchas veces. Pero escucha: él no es esquivo, está en centro. Esté donde esté, ese es centro. Parecerá que ha roto círculo, que ha vagado hacia borde, justo hasta final, y entonces verás que mundo ha ido a él, y él ha estado esperando todo el tiempo. ¿Lo comprendes?
Le miré a los ojos.
—No, khan Targutai Yesugei de los zadyin arga —contesté, ciñéndome a mi política de ser honesta a la vez que esperaba haber acertado con los títulos—. Pero puedo aprender.