IV
De lauros y tentaciones

En Corralejo se nos recibió con los honores que se destinan a los guerreros victoriosos. La peonada comenzó a arrojar cohetes y triquitraques tan pronto como divisaron la polvareda que levantaba la volanta conducida por Macario. La familia en pleno, encabezada por papá Cristóbal, nos esperaba bajo el portón de la hacienda.

—¡Vivan los bachilleres en Artes! —gritaron a coro, mientras nuestra media hermana Guadalupe entregaba un ramo de flores a Miguel y Vicentita hacía otro tanto conmigo.

Los demás no se aguantaron las ganas y pronto estuvieron a nuestro lado para abrazarnos y darnos los parabienes, sobre todo Mariano y Manuel, quienes se emocionaron al grado de echar unas lagrimillas. Sólo José María se mantuvo apartado con una cara de envidia que no pasó desapercibida a nuestro padre y le mereció un coscorrón que lo dejó turulato.

Luego, se nos ofreció una gran comilona.

—¡Para que se repongan de las porquerías que se han de haber visto obligados a comer en la capital! —sentenció doña Gerónima—. ¿A que allá no comen unas tortillas como las nuestras, ni un mole de olla tan picante y sabroso, y menos, estoy requete segura, chicharrones como estos que crujen con una alegría que se derrama en la boca?

Más tarde, papá Cristóbal nos invitó a su despacho y nos ofreció —por primera vez y contrariando sus costumbres— una copita de anís.

—¡Para que se les afloje la lengua, muchachos! —dijo y soltó una carcajada—. A ver, cuéntenme todo lo que vieron e hicieron en México. No escatimen nada, que mi dinero costó y además tenemos todo el tiempo que sea necesario.

Miguel y yo nos turnamos para hacerle una relación minuciosa de lo que habíamos visto en la ciudad y de los pormenores de nuestros exámenes, hasta que quedó satisfecho y exclamó:

—¡Muy bien, hijos míos, quedo orgulloso y complacido! ¿Y ahora, qué sigue?

—¡Mañana nos vamos a Valladolid, padre! —contestó Miguel de manera tajante—. José Joaquín y yo queremos continuar nuestros estudios de Teología en el Colegio de San Nicolás, hasta obtener el grado de bachilleres en esa disciplina.

—¡Sí, sí, está bien, Miguel! —interrumpió papá—. Tu tío Gallaga me ha dicho que necesitan esos conocimientos para llegar bien preparados al sacerdocio. Cuentan con mi bendición y mi ayuda; así que a darle duro, muchachos.

¿Duro? Papá Cristóbal se quedó corto. Tres años intensos de estudio en los que mi hermano y yo, sobre todo Miguel, tuvimos que enfrentarnos a las teorías anquilosadas y obtusas que animaban el espíritu de los textos de teología, escolástica y moral cristiana que se nos permitía estudiar de acuerdo con las restricciones impuestas en materia religiosa y política—¡gran paradoja! —por el despotismo ilustrado de los Borbones —que había propiciado un progreso humanista y científico notable—, que aún mantenía la censura aplicada a la imprenta y la consigna —que se alargó hasta 1794 durante el gobierno del virrey Miguel de la Grúa, marqués de Branciforte— de que en América no se debía dar más instrucción que el Catecismo y exposición breve de la doctrina cristiana, del padre Jerónimo Ripalda, para mantener a la población en una estupidez dogmática.

Así, de entrada tuvimos que enfrascarnos en la lectura y análisis de los cinco tomos que contienen la obra teológica del dominico francés Juan Bautista Gonet, Clypeus Theologiae Thomisticae, y fui testigo de la ira elocuente de mi hermano.

—¡Esta obra es una porquería, José Joaquín! —exclamaba Miguel constantemente mientras pasaba las páginas—. ¡Cómo es posible tanta ignorancia! ¡Esta obra está llena de errores y patrañas! —al tiempo que arrojaba el tomo contra la pared y luego le daba de pisotones—. ¡Con razón los estudiantes salen de aquí peor que los burros que, al menos, cuando rebuznan saben dar el tono!

Yo guardaba un prudente silencio. La inteligencia de Miguel era proverbial y su sarcasmo tan agudo, que uno tenía que andarse con cuidado para no recibir una de sus mordidas zorrunas.

De pronto, mientras mi hermano se quemaba los ojos a la luz de una candela que tenía que arrimar a sus cachetes para descifrar las letras impresas en un tipo minúsculo, lo oía mascullar con iracundia: «Esta obra contiene defectos que, para un teólogo me parecen substanciales, y mucho más habiendo de servir como cartilla a los principiantes […]; la introducción de muchas cuestiones filosóficas inútiles […]; la falta de historia y los pecados o faltas contra la verdad histórica, que llevan al estudiante a admitir fábulas como aquella de que César ofreció al oráculo de Apolo un sacrificio de cien víctimas, cuando la verdad es que César jamás fue a Grecia y, por lo mismo, no pudo consultar el oráculo personalmente; y la falta de crítica, que lleva a Gonet a admitir como genuinos libros que según todos los críticos son apócrifos, más falsos que una moneda de azogue; así, todas las pruebas históricas que el autor presenta para demostrar que Cristo instituyó en la noche de la cena el sacramento de la confirmación y que es nula la consagración de un obispo si no concurren otros tres están tomadas de libros apócrifos».

—¡Mira —gruñía—, si no será pendejo este monje! ¡Este texto debe ser sustituido por otros mejor documentados y en los que sus autores fundamenten los principios teológicos que postulen!

Luego, dejaba la lectura, guardaba un prolongado silencio, y una vez que su rostro adquiría un tinte que subía del verde hasta el morado, arremetía colérico contra la vigilancia que, desde la metrópoli, se ejercía en los libros que eran expurgados en Sevilla y revisados a su llegada a Veracruz para un control ideológico extremo en la Nueva España; famosos eran, entre los intelectuales, los edictos de la Inquisición condenando a los autores de textos políticos «peligrosos» y prohibiendo su lectura.

—Si esos palurdos supieran que, a pesar de su aduana espiritual, circulan entre nuestras manos las obras de Descartes, acusado por fray Antonio de San Miguel de haber autorizado las herejías y abrir la puerta al ateísmo, al afirmar que el filósofo no sólo debe creer sino pensar; de Diderot, persuadido de ahogar al último de los reyes en la sangre del último de los sacerdotes; así como el Discurso sobre la desigualdad y El contrato social, ambos de Juan Jacobo Rousseau —y no Rusó o Rosó como le nombran los gachupines ignorantes—; si ellos así lo supieran —y levantaba el dedo índice de su mano derecha para poner énfasis en sus palabras—, se darían cuenta de que nada puede detener el avance de las ideas libertarias, de que sus dogmas y telarañas metafísicas no sirven más que para exacerbar el odio, y comprenderían que el pueblo más ignorante es también el más supersticioso, el más malvado y el más cruel.

Las diatribas de Miguel, la verdad sea dicha, a veces me dejaban perplejo y me costaba trabajo asimilar el ritmo de su pensamiento, que podía ser alucinado e incontrolable. Sin embargo, yo alcanzaba a vislumbrar que mi hermano se preparaba para, en su oportunidad, sorprendernos.

En algún momento, no recuerdo bien la fecha exacta, Miguel comenzó a recibir algunos ejemplares sueltos de los periódicos El mercurio volante y La gaceta literaria, que contenían los artículos del científico guanajuatense Ignacio Bartolache y de don José Antonio Alzate, a los que se agregaban las doctrinas científicas de don Antonio de León y Gama, y Joaquín Velázquez de León —miembros del Cuerpo de Minería que congregaba a los mineros más importantes en torno del Real Tribunal de Minería—, que mi hermano devoraba y comentaba con fervor con otros de nuestros condiscípulos o amigos de tertulia, entre los que se contaban Ignacio Guridi y Alcocer, José Sixto Verduzco y José María Liceaga, y que lo hacían proclamar, de pie y con la voz infatuada:

—Haremos uso libre de las riquísimas producciones de nuestro país y a la vuelta de pocos años disfrutarán sus habitantes de todas las delicias de este vasto continente.

—Si es que lo permiten los gachupines, Miguel —reviraba Verduzco con voz mesurada—. Sólo te recuerdo que ellos son los dueños de las minas más ricas en oro y plata, y de las haciendas donde se benefician los metales. Además, controlan la importación del azogue que se utiliza para depurar el metal extraído de los veneros y las vetas e, incluso, los bosques que talan para hacerse de la leña con que calientan los hornos.

—¡Tienes razón, José Sixto! —tronaba Miguel y dejaba la frase en suspenso—. Mas, mi querido amigo, en el último número de El mercurio volante, don Fausto de Elhúyar propugna por la formación valiosa, pero también riesgosa, de mineros empíricos, con lo que se abrirán las puertas del conocimiento a los criollos y la minería dejará de ser una atribución exclusiva de los gachupines.

Después de una parrafada, Miguel solía hacer una pausa para concentrar la atención en su persona y, antes de que su interlocutor tuviese tiempo para reaccionar, citaba de memoria lo que había leído y dejaba a quienes lo rodeaban boquiabiertos:

—Elhúyar está proponiendo la creación de una escuela o seminario de minas destinado a la formación profesional de mineros en donde puedan estudiar a fondo y de acuerdo con los lineamientos científicos más avanzados, matemáticas y física, con sus especialidades: mecánica hidráulica e hidrostática, química, mineralogía, metalurgia y dibujo. ¿Cómo te quedó el ojo, Verduzco?

—¡Sin legañas, Miguel; ahora veo más claro! —respondía el aludido, provocando nuestra risa—. Ojalá se instale ese seminario. Empero, lo que se debe evitar es que toda esa riqueza vaya a parar a las arcas de la Corona en vez de que se destine a mejorar las condiciones de vida de los habitantes miserables que pululan por toda la Nueva España…

—¡Bien dicho, José Sixto! —interrumpía Miguel con una mirada desmesurada—. Veo con alegría que asimilas bien el pensamiento de Condillac, Rousseau y Montesquieu, que transitan de lo puramente filosófico a lo político y nos permiten entrever hacia dónde debemos enfocar nuestras baterías. Por cierto, supongo que los has leído en francés.

—¿En cuál otra lengua, si no? Y a riesgo de que me torture el Santo Oficio de la Inquisición, «defensora del altar y del trono», me chamusque en el Quemadero o, en el mejor de los casos, me destierre de por vida.

—¡Eres valiente, Verduzco! —reconocía mi hermano—. Todos arriesgamos la libertad y la vida cuando transgredimos las órdenes de los inquisidores apostólicos contra la herética parvedad y apostasía en la ciudad de México, estados y provincias de esta Nueva España que, dizque bajo la encomienda del papa Clemente XI, expresan: «Sabed, que a nuestra noticia ha llegado haberse escrito, impreso y divulgado varios libros, tratados y papeles que pueden ocasionar la ruina espiritual de vuestras almas, los cuales mandamos prohibir y expurgar respectivamente», para, enseguida, arremeter contra El contrato social de Rousseau y dejar muy en claro para que nadie se les salga del guacal, que «prohibimos cualesquiera libros y papeles, de cualquier doctrina que influya o coopere de cualquier modo a la independencia e insubordinación a las legítimas potestades, ya sea renovando la herejía manifiesta de la soberanía del pueblo o…»

—Con lo que nos quieren dejar en babia y, por demás, jodidos. ¿O no, Miguel?

—Como ellos mismos han dicho, Verduzco, no tengo otro comentario que decirles: ¡Sus prohibiciones son tan viles que forman parte de un cerebro desconcertado, o de algún corazón maligno!

—Tenías que ser tú, Zorro, para darles una sopa de su propio chocolate.

Las carcajadas se escucharon en el claustro igual que el tañido de campanas desportilladas, mientras nos separábamos y cada cual se dirigía hacia su celda.

Estas conversaciones las sosteníamos a menudo, en especial desde que el doctor José Pérez Calama, deán de Michoacán, instauró las tertulias en Valladolid y éstas pasaron a formar parte importante de nuestra vida estudiantil y abrevadero para nuestros conocimientos. Todos los jueves, a las ocho de la noche, Miguel y yo, vestidos con nuestros mejores trapos, acudíamos no sólo para entretenernos con juegos de naipes —mi hermano era una fiera—, billar —yo no tenía oponente digno de mi pulso certero y contundente—, o trucos y malilla —en los que sobresalían el doctor Pérez Calama y el señor prebendado, licenciado Cuvilano; aunque el segundo temía, no sin razón, que Miguel participara, ya que además de ser muy hábil en los retruécanos de palabras, no perdía la ocasión para, en la sección de malilla, hacer alguna broma procaz con las sílabas de su apellido—, sino también para escuchar las lecturas de los Santos evangelios, traducidos al castellano por el maestro benedictino Petite; el Compendio de España de Dúchense, traducido por el padre Isla; y las célebres Instituciones del barón de Bielfeld, traducida por Mollinedo, textos reconocidos y, lo mejor, no censurados, que vistos con ojos agudos y de mirada profunda dejaban traslucir nuevas interpretaciones en el análisis de la religión, la historia y la política.

Las tertulias —donde por cierto se nos permitía chupar o fumar tabaco, hábito al que me aficioné igual que si fuera un chacuaco o una dama de postín, y que Miguel aborreció desde la primera chupada— se convirtieron al paso del tiempo en atractivos centros de discusión sobre los temas culturales más interesantes que llamaban nuestra curiosidad. Fue en ellas donde escuchamos hablar por primera vez de las obras del oratoriano Juan Benito Díaz de Gamarra, Elementa Recentoris Philosophie —cuyos párrafos tradujo del latín el señor chantre, doctor Tapia— y Errores del entendimiento humano, que planteaban una apertura al moderno estudio de la filosofía, cuyos textos inspirarían en Miguel las ideas para reformar el estudio de la teología escolástica.

Así, estas reuniones —en las que, muchas veces y a pesar del recato que imponía nuestra condición de intelectuales, nos comportábamos como conspiradores— dieron pábulo para que Miguel y yo aprendiéramos, además de los asuntos relativos al espíritu, infinidad de cosas concernientes al gobierno y la administración de pequeñas industrias que, años más tarde, Miguel llevaría a cabo en los negocios familiares y en los suyos propios.

—¿Ya se enteraron de la plaga que azota los plantíos de tabaco en el sur de Veracruz? —podía ser la pregunta que, formulada por el señor contador del tabaco y flotista Agustín Medra, desatara los comentarios de los demás contertulios para hacer un diagnóstico veraz, por parte del señor regidor, don Isidro Duarte, y del señor contador de los diezmos o del administrador del correo o del señor Cuesta, oficial de la contaduría de diezmos, de la situación económica en que se encontraba la Nueva España y sobre los aciertos y errores de la burocracia virreinal, y de cómo deberíamos actuar para evadir estos últimos y hacer progresar nuestras empresas.

Miguel era igual que una esponja. Todo lo aprendía y almacenaba en su cerebro. Sus preguntas, cuando las formulaba sobre temas que desconocía —la fabricación de cerámica o el cultivo de la morera, por dar un par de ejemplos—, siempre eran oportunas e iban al meollo del asunto.

—¿Por qué le preguntaste al prebendado, doctor Rubí, cómo se fabrica la emulsión de cinabrio para obtener el esmalte de color azul que llevan los azulejos? —lo cuestionaba, una vez que terminaba la tertulia y nos íbamos a cenar al mesón más cercano.

—Hummm, es el color que más me gusta y el que más aprecia la gente, José Joaquín —contestaba entre uno y otro bocados—. Y porque algún día pienso poner una fabriquita.

—¿Tú, que vas que vuelas para dedicarte a la docencia o ser un sacerdote con ínfulas? No me lo imagino.

—¡Ah, pues ya lo verás, hermano! La vida da tantas vueltas, que uno puede acabar espulgándole las tripas a los becerros.

De todo eso y mucho más se trataba en las tertulias. Sin embargo, quien les infundía un vigor intelectual permanente, era el deán de la Catedral de Valladolid, doctor don Joseph Pérez Calama, quien adoptó a Miguel como su discípulo predilecto y puso todo su empeño en hacer de él un hombre ilustrado que destacara por su inteligencia y por sus luces.

—Vamos, ahora, señor bachiller Miguel Hidalgo y Costilla —siempre lo trató con una deferencia especial—, a leer el Verdadero método de estudiar, de Luis Antonio Verney, a quien todos llamamos por afecto El Barbadiño, porque quiero que usted aprenda los preceptos de la filosofía moderna que le van a servir de mucho en el examen que se avecina y para que luzca entre esos monstruos universitarios, esa fauna de sabios de muceta y capucha, de pasmosa memoria y de no menos pasmosa erudición, como el mejor aspirante al grado de Bachiller en Teología de su generación.

Miguel se bebía, literalmente, las palabras del padre Calama y lo escuchaba como si fuese un oráculo. Dedicaba horas y días al estudio de los libros que el deán le proporcionaba. Pronto —yo estaba presente— pudo manifestarle que para él la cultura, el saber, el conocimiento adquirido tenían una misión, un destino: contribuir al perfeccionamiento del hombre y de las instituciones que sirven al hombre; transformar y perfeccionar la sociedad y la patria en donde se nace y se vive.

No puedo borrar de mi memoria la sonrisa de don Joseph ni las palmadas que dio en la espalda a mi hermano.

—¡Bravo, señor bachiller, veo que va bien encaminado! —le dijo—. Concuerdo con usted, y el Señor me salve de que mis palabras lleguen a oídos del Santo Oficio, en que la enseñanza debe orientarse conforme a la doctrina de Guillermo de Ockham, para quien la razón humana ya no es capaz de demostrar la existencia, ni mucho menos los atributos de Dios. Ha comprendido lo que propone El Barbadiño en su libro y va a ser capaz de reformar los principios que rigen en el mundo académico.

Mi hermano no podía estar más satisfecho. Salió de esa entrevista como si fuese un ángel que flota en el éter. Fue entonces cuando advertí en sus ojos verdes un brillo peculiar capaz de hipnotizar a las personas y convencerlas de hacer lo impensable, aunque en ello se jugasen el pellejo y lo que guarda por dentro.

Duro y escabroso, pero el tiempo se nos fue volando. Aprobamos las doce materias obligatorias sin mayor esfuerzo y estábamos listos para volver a la Real y Pontificia Universidad de México para presentar nuestros respectivos exámenes. Pero, újule, nunca falta una mosca en el arroz. Miguel discutió acremente con el profesor de Filosofía, lo tildó de sofista mentiroso, y el claustro de profesores decidió imponerle una sanción que debería purgar encerrado en su celda, con estricto ayuno, durante dos semanas. Ah, se me olvidaba, y mostrar arrepentimiento.

Ahí se estuvo los quince días enclaustrado, mismos que yo dediqué para ir a Corralejo, visitar a la familia e interceder frente a papá Cristóbal para que perdonara el desacato de mi hermano y nos ayudase otra vez para viajar a México.

—¡Muchacho cabrón! —gruñó papá—. Es lo malo de que sea tan inteligente. No puede andarse cagando encima de todas esas personas importantes sólo porque son un poco pen… digo, ignorantes. Pero, pues qué se le va a hacer, José Joaquín. Así es que concedido, muchacho. ¡Llévense a Macario con la volanta nueva y las mulas que compré al señor obispo! Como anduvieron con él, deben ser requetebién mulas— y soltó una carcajada.

En Valladolid me encontré con que Miguel había adelgazado y ostentaba unas ojeras marcadas en su rostro, ya de por sí pálido y enjuto.

—¿El ayuno? —pregunté, preocupado por su salud.

—No precisamente, hermano. Verduzco me pasó por debajo de la puerta unos pasquines con dibujos de mujeres exuberantes y, la mera verdad, no pude contener los aleteos de mis manos sobre el pajarraco que se mece entre las piernas.

No quise saber más sobre su manera de matar el tiempo y, por ello, nunca supe si Miguel demostró arrepentimiento. El caso es que a mediados de marzo de 1773 ya estábamos en la ciudad de México y, mal que bien, instalados en el Mesón del Caballo Verde.

Los exámenes fueron lo que se dice una ganga. El día 24 de mayo de 1773, Miguel y yo madrugamos a fin de podernos dar un baño y acicalarnos con la pulcritud y decoro que se exigía a quienes iban a sustentar el examen para obtener el grado de Bachiller en Teología de la Real y Pontificia Universidad de México.

Dos días antes, gracias a las pesquisas que había hecho el bueno de Macario, nos aposentamos en el local de don Pantaleón Argumedo, en la calle de Moneda, a unos pasos de la calle de Vergara, que ostentaba la leyenda: «Ropa de segunda mano, descosida, cosida y puesta a punto por don Panta, el León de los sastres remendones»; donde por unos cuantos reales nos hicimos de unos jubones que presumían ser de lino negro de Flandes, aunque estaban tan gastados, sobre todo en las hombreras, que daban el charolazo —mas, eso sí, adornados en las mangas con labores bordadas con hilo de plata—; unos calzones confeccionados con paño de primera de la Bribila, que costaron cuatro reales; un par de bonetes de damasco negro (a dos reales y cuatro céntimos cada uno); y unas calcetas de brocado que, como no había unas que se ajustaran al tamaño de mis pies, me quedaron apretadas y, a los siete días de uso, me produjeron juanetes y unos callos pavorosos.

—¡Os veis como el conde de Santiago y el marqués de Torre Cosío! —exclamó don Pantaleón, gachupín venido a menos, mas no falto de salero, una vez que estuvimos embutidos en sus prendas—. Pasen acá, señoritos, y mírense en el espejo.

—¡Óigame —gritó Miguel como un gallo destemplado—, parezco un espantapájaros! ¡El bonete me queda chico y el jubón está ladeado!

—Es que Vuestra Excelencia está medio contrahecho, un tanto giboso como dicen que era el célebre dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón— soltó el sastre sin perder la compostura.

—¿Giboso, yo? —ladró mi hermano en el colmo de la ira—. Pero ¿por quién me toma usted? ¿Un petimetre deforme? —y, sin medir las consecuencias, levantó el brazo amenazante.

Don Pantaleón nos miró a ambos con ojos acostumbrados a los dislates de los estudiantes pobres que pasaban por sus horcas. Reculó un par de pasos e hizo uso de una frase que nos dejó boquiabiertos:

—Aquí no se golpea, ni se grita, ni se hace acción alguna, que cualquiera le cuesta a Vuestra Merced la vida.

El efecto fue instantáneo. Quedamos pasmados, turulatos. No vimos otra opción en el horizonte que pagar y tomar las de Villadiego.

Mal que bien, salimos hacia la universidad vestidos con cierto garbo, por más que Miguel iba refunfuñando. En la calle, muchos individuos de la plebe —la mayoría sin calzones y sólo embozados con mantas, tilmas o ayates— se codeaban con clérigos de severa catadura con lucientes sotanas y capas negras. Como habíamos hecho convite entre algunos grupos de estudiantes de la universidad, los dueños, sirvientes y galopinas del Caballo Verde, y Macario, por su parte, con cuanto mozo se topaba, amén de las «muchachas» con las que sostenía romances embriagadoramente tórridos, pronto nos vimos rodeados de alegre turba estudiantil que, con los vestidos habituales —mantos y becas— o disfrazados con máscaras y vestimentas más o menos ridículas, hacían reír a los vecinos y a las recatadas doncellas que asomaban sus rostros por las celosías de las ventanas o a las beatas melindrosas, con caras avinagradas, que salían de los templos musitando rezos.

Entramos al claustro universitario como si fuésemos Jesuses en Domingo de Ramos, pero una vez que cruzamos el patio principal y comenzamos a subir la escalinata que conducía al salón de exámenes, la plebe, desconcertada y con la certeza de estar fuera de lugar, se retiró por donde había venido.

Otra vez los sinodales, doctores y prebendados, con el porte rígido y estirado acorde con la dignidad de sus ínfulas —sin que faltasen las cruces de Santiago o de Calatrava bordadas en sus capelos—, aunque algunos con barbas acicaladas y otros con la tonsura sacerdotal, entre los que destacaban un par de sabios —monosabios, debería decir— que tenían fama de cicerones: don Pedro de Paz Bazconcelos, porque a pesar de ser ciego de nacimiento, había aprendido sólo de oídas Retórica, Filosofía, Teología y Jurisprudencia, con tal perfección que citaba con oportunidad autores, lugares y aun las páginas de sus libelos; además de que sabía distinguir con el olfato, bueno eso decían, si una mujer era virgen o ya le habían calzado el chamorro; y don Antonio Adar de Mosquera, porque en un concurso predicó repentinamente en castellano, mexicano, coconeco y angolano, lo que a Miguel causaba risa porque él, para esas fechas, ya dominaba seis lenguas y había traducido del latín la Epístola del doctor Máximo san Jerónimo a Nepociano, añadiéndole algunas notas para su mayor inteligencia, algo de lo que jamás se ufanaba.

—¿Te imaginas, José Joaquín, en cuál país pueden hablar coconeco? Como no sea arriba de las palmeras con los simios, a la manera de un Barón Rampante, no me lo puedo imaginar. Es tanto como si tú o yo declamásemos en datileño los versos de Tomás de Iriarte frente a un cenáculo de cacomixtles.

Miguel apabulló a los doctores con sus conocimientos y con sus réplicas, más cuando en respuesta a una incógnita teologal, les recordó:

—Es la teología una ciencia que nos muestra lo que es Dios en sí, explicando su naturaleza y sus atributos, y lo es en cuanto a nosotros, explicando todo lo que hizo por nuestro respeto y para conducirnos a la bienaventuranza. —Hipótesis que los hizo revolverse en sus sitiales, sobre todo cuando remató su discurso con un párrafo que cuestionaba la forma como se enseñaba la escolástica—: Para una perfecta inteligencia de las Sagradas Escrituras hace falta conocer la doctrina de los Padres, la doctrina de los Concilios, la historia, la cronología, la geografía y la crítica.

Bueno, los aplausos fueron nutridos y el reconocimiento a sus conocimientos de tal magnitud que, a propuesta de don Francisco Naranjo, que se sabía de memoria la Suma Teológica de Santo Tomás, se le otorgó la distinción de replicar al día siguiente —hecho que a mí me benefició notoriamente— a los compañeros que presentaríamos el examen con el mismo propósito.

Al día siguiente, 25 de mayo, los dos fuimos laureados con el grado de Bachiller en Teología, apenas unos días después de que Miguel hubiese cumplido, el 8 de mayo, los veintiún años. Abandonamos la universidad entre exclamaciones y vítores, y, al pisar el empedrado de la calle, tuvimos que pagar el bolo que se acostumbraba dar a los mendigos ciegos, cojos y mancos que pululaban en las inmediaciones.

Esa noche nos corrimos una parranda de padre y señor mío. La primera providencia que tomamos fue librarnos de Macario, y para ello le hicimos saber que queríamos ir a un lugar elegante donde pudiésemos departir con señoras del bello sexo que tuviesen disposición para los devaneos amorosos.

Macario puso cara de torta ahogada —famosas en Guadalajara— y manifestó:

—¡No, jóvenes Hidalgo, pos yo no sé nada de eso! ¡Es más, ni intelijo qué es lo que quieren; así que ahí los dejo a la buena de Dios, que yo me voy a visitar a unas putarracas que me tienen harto afecto!

Ya desembarazados del chaperón que nos había enjaretado papá Cristóbal, Miguel y yo nos trepamos en un chirrión que jalaba un Sansón forzudo, de esos que se desempeñan como mecapaleros en los mercados, y le pedimos que nos acercara a la Plazuela y Calle del Puente de Villamil, donde se encontraba una mansión enorme que, en algún momento, había sido destinada para albergar lo que se llamó popularmente Colegio de la Bonitas, fundado por el padre Manuel Bolea con el fin de recoger y educar a las jóvenes criollas que por su hermosura pudieran perderse.

Esa casona, sobre la cual Miguel había indagado todo lo que podía ser conveniente para satisfacer nuestros apetitos sexuales, contaba con innumerables accesorias, todas provistas con recámaras decoradas con muebles de estilo afrancesado, brocados y damascos en los muros, cantería y planchas de cedro sobre techos y suelos, y, para provocar sombras y siluetas delicadas y perversas, espejos sobre cuyas lunas irradiaban los haces de luz que se desprendían de velas, candelas y veladoras desperdigadas con prodigalidad en rincones, nichos y pollos. Además, a manera de almendra de la manzana prohibida, había una vivienda con siete piezas y tres grandes salas, donde una matrona que se presumía descendiente de su primer propietario, don Fernando Antonio de Villar Villamil, caballero de la Orden de Calatrava, teniente de capitán general y gobernador de las costas del Mar del Sur, regenteaba el mejor y más notable prostíbulo de la ciudad en el que prestaban sus servicios —así se lo habían asegurado a Miguel los pícaros que se lo recomendaron— algunas de aquellas bonitas que, por no encontrar marido o un buen partido que las mantuviera, se entregaban con suma facilidad a cualquiera que estuviese dispuesto a pagar con generosidad sus efervescentes servicios.

—¡Aquí vamos a coger como los perros de la Alameda! —dijo en voz baja Miguel, tan pronto nos vimos frente al portón del zaguán.

—¿Qué dices? —pregunté sorprendido por la vulgaridad de mi hermano.

—Que nuestras fornicaciones van a ser prodigiosas, José Joaquín —respondió con rapidez para rectificar su soez vocabulario—. Vamos a perder la virginidad con alguna de esas damas de la primera distinción que no pueden vivir sino de las adoraciones que reciben y de los perfumes que se queman en sus altares.

—¡Ah, pues qué bien! —exclamé al tiempo que me persignaba.

Doña Tulita nos recibió enfundada en tafetanes y gasas. Extendió su mano regordeta para que la besáramos y viésemos el anillo episcopal que algún prelado de linaje —no por debajo de un obispo— le había obsequiado en sus años mozos, antes de que los jamones se instalaran en su esbelto talle.

Ni tarda ni perezosa, nos informó que, por razones de una precoz orfandad, había servido como dama de compañía a doña María Ignacia Rodríguez de Velasco y Osorio Barba, la famosa Güera Rodríguez por su hermosura y su talento, y que ya empezaba a cobrar celebridad en la historia galante de aquellos tiempos, debido a los dares y tomares que había tenido con el canónigo Beristáin, amén de sus conquistas entre los dragones de varios regimientos y un par de maridos muertos que habían obsequiado su viudez con la escarapela de dinero y propiedades, mucho más valiosa que varias cruces de Calatrava.

—¡He aquí, niñas, dos bachilleres que aspiran a iniciarse! —exclamó doña Tulita, dando palmadas y mirando alrededor—. Miguel y José Joaquín de apellido reservado.

Las «niñas» ya no eran tan niñas, pero ello no fue óbice para que mi hermano y yo apechugáramos con unas lagartonas que tenían mañas suficientes para servirse a placer de nuestras ganas reprimidas y que, después de una buena cantidad de polvos, algo nos enseñaron.

Miguel salió de ahí embobado. Para él, esa experiencia valía más que ganar muchos laureles en los claustros universitarios. Su rostro estaba encarnado y sus manos temblaban de placer.

—¡Qué mujer, hermano! —exclamaba a cada tranco, relamiéndose los labios—. ¡Cuánta destreza en sus meneos, manoseos y lengüetazos! ¡Una hembra de modales dulces, suaves, comedidos y atractivos! ¡La gallardía de su talle y lo hermoso de sus formas no tiene parangón en Pénjamo y ni hablar de Corralejo!

Yo no le hice mucho caso, porque él, como tarabilla, podría haber continuado durante varios días. Opté, entonces, por pararlo en seco con una observación que, me pareció, podría hacer que reconsiderara las virtudes que atribuía a esas damiselas de la «vida airada»:

—¿No te pareció frívola en su conversación, con un cierto aire desdeñoso que la hace fastidiosa?

—¡Ay, José Joaquín, sólo a ti se te ocurre ponerte a platicar en los momentos en que deben actuar nuestros sentidos para saborear las delicias de la carne! —respondió, dejando entrever su enojo—. ¡No te digo, no tienes remedio! La próxima vez te llevo a escuchar sermones a la catedral para que te hagas unas cuantas puñetas. ¡Puff, qué desperdicio!

La irritación de Miguel se disipó durante el resto de la noche. Apenas nos despertamos, me dijo con el mejor de los humores:

—José Joaquín, creo que antes de regresar a Valladolid debemos comprar algunos libros, cuya lectura nos puede resultar conveniente.

—¿Cuáles, se puede saber? —inquirí contento al ver que mi hermano encauzaba sus energías a propósitos más nobles.

—¿No te gustaría tener algún ejemplar de la Biblioteca mexicana de don Juan José de Eguiara y Eguren o, quizás, un volumen de la Idea de una nueva historia general de la América Septentrional, de Lorenzo Boturini, que yo podría traducirte del italiano?

—¿Directamente del italiano?

—¡Sí, hermanito! ¡A estas fechas, deberías saber que lo domino!

No quise perder el tiempo con comentarios banales. Su proposición, como casi todas las que hacía, me sedujo de inmediato. En menos de lo que canta un gallo, estábamos en la calle de San Agustín donde Macario mostró una particular diligencia para encontrar la imprenta de la viuda de Bernardo Calderón, que ocupaba una accesoria que daba a un patio interior. Ahí, fuimos informados de que la imprenta había dejado de operar hacía varios lustros y que lo mejor que podíamos hacer, era dirigirnos a la calle del Empedradillo donde los descendientes de don Hipólito Rivera, mercader de libros, mantenían un expendio con un catálogo más o menos respetable.

—Creo que tengo unos tomillos de la Biblioteca… —aseguró un vejete mal encuadernado y con tipos deslavados rondándole las facciones—. Déjenme buscarlos. No me tardo —afirmó, al tiempo que se desvanecía entre una espesa neblina que olía al polvillo que se desprende de los tomos que han estado mucho tiempo encasillados.

Media hora más tarde, vimos salir de la penumbra unas manos que sostenían los ejemplares prometidos.

—¡Aquí están sus libros, señores! Lo que no pude encontrar fue la obra de ese tal Boturini; pero creo, sólo eso y no me pidan más, que es posible, nada más posible, eh, que en la imprenta del Colegio de San Ildefonso…

Pagamos un precio que me pareció irrisorio y salimos en pos de Macario, quien con gestos y silbidos nos encaminaba hacia el antiguo colegio.

La edición de la Idea de una nueva historia… que adquirimos en diez pesos oro (ochenta reales) —un precio exorbitante para nuestras finanzas y que, seguramente, papá Cristóbal nos obligaría a pagar en abonos— era de una gran belleza. Tanto el papel —que imitaba folios hechos con papiro— como las hermosas capitulares —dibujadas con una caligrafía preciosa, en colores rojos, verdes y azules puros, realzados con hoja de oro— que iniciaban la primera frase de cada capítulo, eran elegantes y soberbios. Además, y ello fue lo que elevó su precio, estaba dedicada a don Alonso Núñez de Haro y Peralta —arzobispo que ejercería interinamente el cargo de virrey en 1787— por un tal Teodoro Guerrero, barbero de la cámara del virrey, quien le agradecía que le hubiese dado permiso para extraerle una «muela matriculada»; dedicatoria que, junto con el ejemplar, había sido rechazada con una nota del prelado que decía: «¡Bárbaro desgraciado, cómo te atreves a hacerme un presente herético, criollo de mierda habías de ser!»

—¡Vaya con el señor arzobispo! ¡No cabe duda de que odia a los criollos y todo lo que esté por debajo en la escala social —mestizos, indios y castas—, como si fueran una plaga mortífera! —fue nuestro comentario, mas nos llevamos el libro.

Así, armados con estas obras insignes, con nuestros grados de bachilleres en Teología y con un rescoldo, sabroso y picante, en la entrepierna por las aventurillas que nos habíamos corrido, retornamos a Valladolid una tarde lluviosa y relampagueante del mes de junio de 1773.