Miguel Hidalgo, mi hermano, se comportaba igual que un cometa. Por donde quiera que fuéramos su cola deslumbraba a propios y extraños, tal como sucedió el 30 de marzo de 1770.
—¡Los felicito, hijos míos! —la frase con que papá Cristóbal se llenó la boca en el momento que lo enteramos de los resultados que habíamos obtenido. Luego, metió sus dedos gruesos y callosos entre la cabellera, se rascó la coronilla con un placer innegable y dijo—: Se han ganado mi voluntad para que vayan a la ciudad de México y obtengan el grado de Bachiller en Artes. Macario los conducirá en la volanta que tengo arreglada con asientos y un toldo nuevecito. Si van a buen paso, llegarán en tres jornadas.
Las yeguas percheronas La Cuca y La Racha, enganchadas al carruaje, machacaban con sus cascos los tréboles que crecían entre el empedrado del patio frontal de la hacienda. Macario, el mayoral de confianza de papá, ya había subido nuestros bártulos y sujetaba las riendas con la indolencia de quien sabe lo que se trae entre manos. Miguel llevaba puesto un jubón gris y chamagoso y un paliacate en el cuello. Mariano lo seguía colgado de sus faldones.
—¡No me dejes, Miguel! Llévame contigo, no seas mula. Te prometo que me voy a portar bien y no haré ninguna tiznadera. ¡Ándale, no seas malo! —gemía como si fuera a quedarse huérfano.
—¡Estáte quieto, chamaco! Nada más crezcas, te vienes conmigo. En México no podré cuidarte. Anda y suelta ya mi saco que me lo estás arrugando —respondió Miguel y soltó una carcajada. Trepó y dijo—: ¡Ah pero qué necio, el chingao Mariano! ¿No te parece, José Joaquín?
—Te idolatra, Miguel —respondí—. ¿Qué quieres que haga? Ese chiquillo te va a seguir hasta la muerte —comenté y, no pude explicarlo, me quedó en la boca un regusto con sabor a sangre.
El camino nos condujo a Pénjamo, donde nos detuvimos para echar un taco. Vimos algunas muchachas que nos miraban y aluego se agachaban.
—No, pos sí es cierto —exclamó Macario cuando nos vio poner jeta de pazguatos.
Enfilamos rumbo a Querétaro. Llegamos al atardecer del día siguiente. Mis ojos estaban preñados por el cúmulo de nubes que nos habían acompañado; por el follaje brillante de los encinos, oyameles y las agujas de pinos y ocotes que plagaban los montes por los que conducía el camino. El fulgor dorado de las acequias y los aljibes durante el ocaso. Nopaleras y magueyes. Los campos de maíz y alfalfa en los planos. La cintura de los trigales enmarcada por terrenos húmedos sembrados de hortalizas. Tierras de temporal que hacían equilibrios al filo del agua. Abrevaderos para el ganado mayor y decenas de manadas de carneros, borregos, chivos que se restregaban contra los palos y los huizaches para dejar botones de lana prendidos en los cardos y en las ramas. Todo nuestro campo estaba por ahí y yo no tenía palabras para agradecerle a Dios el habernos dado un país tan pródigo y tan hermoso.
Miguel, de vez en cuando, hacía comentarios acerca del paisaje no exentos de jiribilla.
—¡Mira nomás el tamaño de esa hacienda, Joaquín! Deben tener varios miles de cabezas de ganado y cientos de hectáreas de buen cultivo. En cambio, fíjate en las chozas de los peones, esos jacales donde se apiñan muchachitos lombricientos que ignoran, mientras se están muriendo de hambre, quiénes son sus padres y por qué unos tienen piel negra y facciones de chino cambujo, otros parecen pitahayas coloradas llenas de granos y uno que otro tiene los ojitos azules o la nariz prominente, parecidos casualmente a los del patrón o a los de los demás gachupines que trabajan como mayordomos o que nada más andan recorriendo el campo a ver qué prieta se les pone al tiro. ¡Eso está mal, muy requetemal!
Entramos a la capital del virreinato a través de una amplia calzada hecha con piedras bola, que desembocaba en una garita donde varios soldados vigilaban el paso de los transeúntes encorvados bajo el peso de grandes bultos que contenían los productos más variados que uno pueda imaginar, y quienes usaban el puente de los Gallos para cruzar la acequia de Santa Ana y, según oímos, dirigirse hasta la compuerta de Tepito. Los perros se arremolinaron alrededor de las yeguas para ladrarles y enseñar los dientes. Macario los insultó con insolencia:
—¡Sáquense mierdas o les rompo los hocicos! —fue lo más delicado que dijo; y luego hizo restallar el látigo para que mendigos y léperos se alejaran y nos abrieran el paso.
—¡Uh, pero qué magnífica ciudad! —escuché decir a Miguel, mientras avanzábamos por las calles de Plateros y San Francisco, y veíamos deslumbrados la plazuela de Guardiola, la Casa de los Azulejos del conde don Andrés Diego Suárez de Peredo, la casa del marqués de Moncada y muchos otros palacios de singular hermosura que habían construido las familias pertenecientes a la nobleza novohispana durante sus épocas de esplendor y que ostentaban con orgullo en sus fachadas escudos y morriones, amén de unas farolas portentosas de bronce, que daban fe de su estirpe y abolengo; los templos —el de San Francisco hermosísimo— y la capilla de San Sebastián de la Profesa, en cuyo atrio muchas indígenas vendían ramos de rosas, amapolas y claveles blancos que eran comprados por señores estirados, de empolvada peluca, calzón corto, casaca y chinela con hebillas, que provocaron nuestra risa maliciosa y el comentario burlón de Miguel—: ¡Venga, José Joaquín, fíjate en esos payos para que nunca permitas que me vista a su imagen y semejanza!; hasta llegar al tristemente célebre Quemadero, situado entre el convento de San Diego y la Alameda, donde la Santa Inquisición, en forma esporádica, había tatemado a herejes y judaizantes.
Miguel y yo no sabíamos hacia dónde mirar con tantas novedades que nos llamaban la atención. Ahí, a nuestro lado, rodaban los carruajes de magnífica prosapia conducidos por cocheros ataviados con libreas cortadas en raso de seda azul pálido y bordadas con hilo de plata, encajes en puños y cuellos, alamares de marfil en los calzones hechos con paños provenientes de Flandes y un lacayo en el pescante, ambos con peluquín y una especie de tricornio, y se abrían paso igual que si fuesen cofres en cuyo interior se guardaran los tesoros reales. ¿Y cómo no, si dentro llevaban, con diversos atavíos y ropas, damas encopetadas, canónigos estirados, oidores desdeñosos, virreyes venerados o tiranos, y obispos y arzobispos, ya por estos tiempos, aunque no todos, de capas y mitras deslumbrantes por sus valiosos bordados de oro y pedrería?
También, y sin que Macario pudiese hacer algo por evitarlo, éramos rebasados por calesas ligeras y elegantes y por coches de sopandas que brillaban como espejos debido al barniz de su pintura y los adornos metálicos que reverberaban con la luz del sol, tirados por jacas enjaezadas con arneses de cuero negro o café encerados con muñecas de trapo por sirvientes diligentes que sabían que, en ello, iba en juego el prestigio de sus amos. Otro tanto nos sucedía con los jinetes vestidos con casacas cortas de suave piel de antílope o gamuza, llegadas desde la metrópoli, calzón ceñido de paño y una bandolera en la cintura, botas lustrosas de las que pendían espuelas recamadas de oro o plata, y que, de vez en vez, hacían caracolear sus corceles con destreza, mientras atisbaban ventanas y balcones a sabiendas de que eran codiciados por mujeres que se confundían entre el arrobo de sus mejillas y el pálpito de sus senos perturbados.
Los paseantes no por ir a pie eran menos llamativos. Unos, con chistera en mano, dejaban ver sus bucles y coletas en franco desafío a los rectores de la moda, quienes podían alabar su elegancia o tildarlos de extravagantes, dependiendo de su posición social. Otros, con los trajes cuajados de bordados y condecoraciones, y con grandes bandas sobre el pecho, semejaban monedas de oropel que, puede decirse, rodaban sobre los adoquines como si fuesen onzas flamantes o escudos nuevecitos con el busto de Carlos IV. No podían faltar, por supuesto, los que ya vestían a la moda francesa, introducida en España por la Casa de Borbón, y que iban embutidos en grandes casacas y chupas muy bordadas, y medias y calzón corto y chinelas con hebillas, que amén de parecernos distinguidos nos dejaban percibir el tufillo de los tiempos que corrían. Caballeros gachupines de fina estampa que miraban con desprecio todo lo que los rodeaba, pues.
—Esplendor y lujo como jamás había imaginado —comentó mi hermano—. Lástima del contraste que hace con la miseria y desnudez de criollos arruinados y de indios y de castas envilecidos por la esclavitud o por los vicios, que arrastran sus hilachas por las calles y dejan ver sus carnes sucias y morenas, como los que hemos visto por todos lados desde que salimos de Corralejo.
No pude contestarle en ese momento. Yo iba mareado, encandilado igual que palomilla de San Juan, cuando llegamos a la enorme Plaza Mayor donde están el Real Palacio, la catedral y otros palacios —como el que alberga el Monte de Piedad— construidos con recinto negro y tezontle colorado que sólo pude ver de soslayo, debido a que Macario metió la volanta por la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo, y siguió hasta la calle de las Rejas de Balbanera, en los bajos de la ex Universidad, y apenas tuve ánimo para cruzar el enorme zaguán del mesón donde podíamos encontrar albergue, cercano más o menos de la Real y Pontificia Universidad de México. Macario nos dejó instalados en una habitación holgada y de techos altos y se fue a buscar alojamiento en una de las pensiones de la calle de la Moneda, donde le aseguraron podían dar pienso a nuestras yeguas.
El sol comenzó a ocultarse y no tuvimos valor para salir del Mesón del Caballo Verde y echarle cuando menos un vistazo a lo más inmediato de ese mundo que nos pareció prodigioso.
—¡Qué ciudad, hermano! —reiteró Miguel, al tiempo que encendía el pabilo de una vela—. Valladolid parece un pueblito comparada con ésta.
—Para mí ha sido como entrar a un laberinto lleno de tentaciones donde no creo tener cabida, Miguel —dije con la reserva propia de un timorato.
—¿A pesar de la manzanas prohibidas que se adivinan detrás de portones y vidrieras, de rejas y celosías? —reviró de inmediato con energía—. ¿Te imaginas, los placeres que pueden ser gozados en esta ciudad y que nosotros, por pueblerinos, ignoramos? ¿No se te antoja visitar la Plaza del Volador y ponerle unos cascabeles al mismito diablo?
No supe qué contestarle. Miguel era una chinampina y un provocador desde que nació. Papá Cristóbal contaba, con la gracia que le salía cuando estaba de buen humor: «¡El día que lo bautizamos allá en Cuitzeo de los Naranjos, el 16 de mayo de 1753, este muchacho del demonio no tuvo otra ocurrencia que orinarse en la pila bautismal! ¡Hubieran visto la cara del cura Donaciano! ¡Por poco y le da un soponcio!»
—¿Qué, no te gustaría correrte una buena juerga antes de regresar a Valladolid? —insistió. Y desde ese momento tuve que aceptar que, tarde o temprano, Miguel me arrastraría consigo para cometer, aunque Dios no lo quisiera, algún pecado de esos cuya penitencia conlleva muchos días de rezos, jaculatorias, ayunos, buches de agua bendita y una larga retahíla de rosarios.
Esa noche cenamos frugalmente. Un tazón de chocolate acompañado de varias piezas de pan y, por primera vez en mi vida, unas tostadas con cueritos de puerco, curtidos en vinagre, tan picantes que me hicieron estornudar y a Miguel le provocaron flatulencias de una sonoridad francamente irrespetuosa.
Entramos a la Real y Pontificia Universidad de México con la cola entre las patas.
—¡No le saques, hermano, que sólo vamos a presentar un examen! —nos empujábamos uno al otro.
El portal saturado de filigranas labradas en cantera con un preciosismo impensable, las columnas barrocas, los arcos señoriales, las escalinatas y los patios eran de una exuberancia magnífica. No en balde corría fama de que esa universidad, fundada por real cédula del emperador Carlos V el primero de septiembre de 1551, distinguida por los reyes de España con todos los privilegios que tenía la de Salamanca y muy favorecida por los virreyes, era notable por la belleza de sus aulas y sus claustros, así como por el prestigio de los filósofos, humanistas y científicos que en ella impartían sus cátedras, entre los que se mencionaban los nombres de José Ignacio Bartolache, José Antonio Alzate, Juan Benito Díaz de Gamarra —erudito, humanista y científico, autor del Nuevo mapa geográfico de América Septentrional— y otros muchos criollos ilustrados, cuya reputación significaba excelencia, y que despertaban en nosotros una necesidad imperiosa de leerlos, emularlos y cuantimás conocerlos.
Por fin, un bedel vino a mostrarnos el camino para llegar al salón donde se celebraban los exámenes de grado. El recinto, entablerado con una elegancia soberbia, todavía estaba vacío. Miguel avanzó unos pasos y se detuvo para contemplar la mesa de roble donde debería sentarse y los sitiales de los tres sinodales. Algo masculló en voz baja y luego me echó una mirada cargada de simpatía.
—¡No te arredres, José Joaquín, que vamos a salir avante! —dijo con seguridad. A continuación, se puso a caminar con las manos enlazadas en la espalda y a enunciar, con voz tonante, un caudal de latinajos que me dejaron perplejo.
Los sinodales llegaron precedidos por un personaje chaparro, vestido todo de negro, que portaba un grueso bastón con una esfera dorada en el extremo superior. Golpeó el suelo tres veces y pronunció con zetas, haches y algunos gargajos los nombres de los profesores, para señalar el inicio del examen.
Tocó a Miguel ser el primero. Situado frente a los sinodales —ataviados con toga en color cárdeno y una Cruz de la Orden de Calatrava, autorizada por Carlos III, bordada en el pecho, en cuyo cuello asomaba una golilla amarilla, y birrete azul con borla negra—, éstos le formularon las nueve preguntas reglamentarias. La primera de ellas relativa a los libros de Súmulas; la segunda en relación con los Universales; la tercera de los libros de Predicamentos; de la cuarta a la séptima acerca de los textos de Física; la octava, de los libros de Generatione; y la novena relativa a los libros de Ánima.
Miguel se comportó con aplomo. Nunca manifestó titubeo alguno. Sus respuestas fueron claras y concisas, y, en un momento dado, hasta se atrevió a adornar una de sus reflexiones con una frase de la Eneida, «Ab uno disce omnes» (por uno solo se conoce a los demás), que los sinodales aplaudieron.
Mi hermano fue aprobado por unanimidad, tal y como él esperaba, y se permitió el desplante de pronunciar en latín el juramento, no sin omitir agregar —creo que para que los presentes pudiesen admirar su cola de Zorro— una frase impertinente cargada con doble intención: Hoc volo, sic jubeo, sit pro ratione voluntas (Lo quiero, lo mando, sirva mi voluntad de razón). Bueno, Miguel siempre ha sido así.
Al día siguiente, me tocó a mí padecer el suplicio. Lo pasé con decoro. Ambos, en una ceremonia breve y sin aspavientos, recibimos el grado de Bachiller en Artes. Por la tarde, nos fuimos a festejar, en compañía de Macario, a una fonda situada en la plaza del convento de Santo Domingo, en contraesquina del palacio que albergaba la sede del Santo Oficio de la Inquisición.
—¡Cada uno puede beber un vaso de vino! —soltó Macario—. El patrón, don Cristóbal, así lo autorizó.
Miguel contaba con diecisiete años y yo con dieciocho, sin embargo papá nunca nos había permitido probar ninguna bebida embriagante. Sí algunos vasitos del aguamiel que se fermentaba en la hacienda y que se curaba con frutas de nuestras huertas: durazno, manzana, ciruela, guayaba o lo que más estuviese a mano y dependiendo de la estación, mas nada que pudiera marearnos. Brindamos y bebimos el vino despacio, a fin de gustar de su sabor y no caer —imaginábamos— en desfiguros. La comida estuvo muy sabrosa y la charla amena y ocurrente. Todo marchaba muy bien. Los hermanitos Hidalgo se comportaban como Dios manda. Sólo que Macario no estaba sujeto a las reglas de papá y el tinto, bebido con exceso, comenzó a enturbiar sus entendederas. No tardó en incitarnos para que pidiéramos otros tragos e insinuar que él sabía de un lugar donde las señoritas… «¡Ustedes saben, muchachos!»
Miguel no lo pensó mucho y no le costó trabajo convencerme. Medio tambaleantes, dando traspiés, fuimos detrás de Macario por unas callejuelas con recovecos sospechosos, donde pululaban sujetos malencarados que nos miraron con sorna, hasta recalar en una casa de dudosa honestidad donde fuimos recibidos por una matrona de rasgos negroides —con el aspecto físico propio de los llamados tente en el aire, más feos y repulsivos que los chamizos o los albarazados3—, que al vernos gritó:
—¡Uy, uyuy, dos gachupincitos vienen a estrenarse en la casa de madama Zapote! ¡Milagro, muchachas!
Las «muchachas» no se hicieron del rogar. Se presentaron unas diez putillas, cada cual más flaca y desgarbada, que apenas y lograban tapar sus partes pudendas con los harapos con que iban cubiertas, que comenzaron a tocarnos y a decirnos no sé cuántas lindezas, y, no me da pena confesarlo, quedamos petrificados. El olor que exhalaban, las muecas de sus rostros pintarrajeados, los movimientos de sus cuerpos que pretendían ser lascivos y resultaban grotescos, nos llenaron de horror.
La primera reacción de Miguel fue salir corriendo. Dio varias zancadas en dirección a una esquina, pero al ver que yo no lo seguía se detuvo y regresó a encontrarme. Yo estaba prendido de un brazo de Macario, sin decir palabra y con los ojos desorbitados.
—¡Vámonos de aquí! —gritó para hacerme reaccionar—. ¡Este lugar es una pocilga y las mujeres se ven tan enfermas que deberían estar confinadas en el Hospital de la Limpia Concepción! ¡Anda, suelta el brazo de Macario y sígueme!
Yo me sentía débil y con una náusea terrible. Sin embargo, hice acopio de voluntad y logré soltar el brazo del mayoral. Me colgué del cuello de Miguel y aventuré algunos pasos.
—¿Y Macario? —dije de pronto.
—Macario está más borracho que una cuba —dijo Miguel con brusquedad—. Además, se siente a sus anchas y no se va a perder la fiesta por cuidar de nosotros, José Joaquín.
No tardé en darme cuenta de que Miguel estaba en lo cierto. Macario, con el pecho echado pa delante y una mueca sonriente en la boca con la que hacía ostentación de que era más macho que Juan Charrasqueado, ya entonaba a grito pelado unas coplas que decían:
Tengo la salsa compuesta
Y me falta el perejil:
Dámelo perejilera,
Que te lo vengo a pedir.
Las mujerzuelas lo rodearon al instante y lo saturaron con lisonjas. No estaban conformes con perder un cliente tan fogoso y predispuesto. Macario, quizá por primera vez en su vida, se sintió deseado, rey en la corte de los milagros, y quiso aprovechar la ocasión para que los hijos de su amo supieran de una vez por todas que él sí que tenía las verijas muy bien puestas. Nos miró de lado y pronunció: «Ah, qué los niños Hidalgo»:
No son todos cazadores
Los que por el monte van:
Unos cazan las perdices
Y otros las hijas de Adán.
Coplilla que fue coreada por las putas y que, a pesar de la afrenta, nosotros festejamos con sonoras carcajadas, bálsamo mágico que en el acto hizo que se nos cortara el miedo, mas no las ganas de irnos con nuestras chivas a otra parte.
Ahí dejamos a Macario. Volvimos al Caballo Verde pasada la medianoche, guiados por unos guardafaroles que llevaban prendidos en el pecho los números 19 y 66 —tal lo prescribían las ordenanzas de policía—, que nos hicieron pasar frente a la Cruz de los Tontos, contigua a la cerca de la catedral, y rezar unos padrenuestros con la finalidad, según ellos, de hacernos sufrir un escarmiento.
—¡Para que no vuelvan a irse de calaveras con mujeres de la mala vida y honren a sus santos padres! ¡Muchachillos jijos de la tiznada!
Entramos al mesón con la cola entre las patas y fuimos a refugiarnos en nuestro cuartucho. Yo con una cruda tremebunda y Miguel masticando la indignación de haber sido cogido en falta por los jenízaros del virrey.
—¡Yo, el Bachiller en Artes, Miguel Hidalgo y Costilla, hincado frente a la Cruz de los Tontos! ¡Si se lo platicas a alguien, te mato José Joaquín! ¡Ah, pero mañana me voy a desquitar en la Plaza del Volador! ¡No me pierdo la corrida de toros, aunque me cueste la vida!
Serían las doce horas cuando tomamos un coche de sopandas para trasladarnos a la Plaza del Volador. Ceremonioso, el cochero abrió la portezuela, bajó el estribo, desdoblándolo como biombo, y, con una reverencia, nos indicó que lo ocupáramos. Miguel se sentó a la testera y yo pegado al vidrio. Llegamos en un santiamén, pues no estábamos lejos, a pesar de que el cochero para ganarse un escudo de propina dio una vuelta completa por las calles de la Universidad, Porta Coeli y Flamencos.
El coso estaba abarrotado de aficionados. Parecía que todos los habitantes de la ciudad se habían dado cita para presenciar la corrida de toros. Miguel, cuya afición por la lidia era desmesurada, no tuvo empacho alguno en gastar cuatro reales de oro que llevaba en su faltriquera, a pesar de que yo le recriminé un gasto tan excesivo.
—¡Cuatro reales es mucho dinero! —reclamé al revendedor con facciones de coyote que había abordado a mi hermano.
—No es tanto, señorito —me contestó el mequetrefe timador, haciéndose el remolón—. Mire, una cuarta parte se destina para pagar las lumbreras del juez conservador del Marquesado del Valle, quien se lo da al duque de Monteleone, dueño del predio. Otra porción se la llevan, nomás por sus lindas caras, el gobernador y los demás empleados en señal de Dominio. A mí sólo me quedan un par de escudos. Como ve, no es mucho. Además, hoy torea el criollo Benigno Luna, quien alterna con el Chicuelo de Triana, gachupín de pura cepa y triunfador en la Plaza de Linares. No, amiguitos, la corrida va a estar buena.
Ya no escuchamos más. La chusma nos arrastró hasta la entrada. El circo taurino estaba adornado en los tablados de ricas colgaduras, preciosas alcatifas y vistosos tafetanes. Quienes pudieron, dada su juventud o la ligereza de sus piernas, asaltaron las lumbreras. Miguel y yo fuimos a quedar situados en medio del tendido donde pegaban los rayos del sol y, una vez ahí, tuvimos que forcejear con algunos léperos para que nos dejaran ocupar los asientos que, supuestamente, habíamos pagado.
Miguel estaba exultante. Todo lo miraba con la veneración de un prosélito. Rugía y suspiraba emocionado. De pronto saltaba para señalar con el dedo a las personas, hombres y mujeres, vestidos con los mejores trajes y engalanados con las más valiosas joyas, que ocupaban las barreras de primera fila o los palcos destinados a la nobleza.
—¡Mira esa rubia, José Joaquín! —exclamó de pronto—. ¡Es un ángel bajado del cielo, hermanito! ¿Te fijaste en el color de sus ojos?
—Pero, Miguel —le respondí con la intención de que recobrara la cordura—, está tan lejos que no es posible mirarle la cara, mucho menos los ojos.
Mas él no me hacía el menor caso. Ya estaba puesto a criticar a un mancebo acompañado de dos damiselas:
—¡Mira nada más, ese gachupín atildado como bufón, con la cara llena de polvos y los cachetes carminados, flanqueado por dos esculturas de la Venus rediviva. ¡No es justo, hermano! ¡No!
Un clamor que surgió de la multitud, aunado al sonido estridente de unas trompetas, nos dejó sordos. Los granaderos del Comercio ingresaron para partir plaza y obtener del juez el permiso para que iniciase la corrida. En los toriles, situados debajo de donde nos encontrábamos, brutos y valientes toros, de nobles castas y alcuña conocida, por ser todos de los Brabos, mugieron y comenzaron a revolverse y a golpear con sus cuernos y pezuñas las tablas que los contenían.
—¡Bravo toros valientes que van a ser sacrificados! —gritó a nuestro lado un lépero que apestaba a pulque y agitaba su sombrero.
—¡Olé! —gritamos todos quienes lo rodeábamos.
Dieron las tres… y aquí debo dar la palabra a don Joseph Gil Ramírez, quien, al día siguiente, publicó la crónica en un folleto impreso en el taller de la viuda de Miguel de Ribera, en la calle del Empedradillo, que mi hermano compró y guardó junto a su pecho: «Dieron las tres, y creciendo el fervoroso rumor de la gente, al sonoro aliento de los templados clarines, esperaban ansiosos los matadores Benigno Luna y el Chicuelo de Triana —ambos vestidos de luces con ternos de seda azul y carmesí, respectivamente, bañados de lentejuelas oro y plata— el principio del certamen. Hizo seña el Alguacil de la guerra al torilero, que tan presto como obediente abrió la puerta del coso, y al punto de su oscuro vientre, como de nube preñada se abortó un rayo animado que encendió colérico los relámpagos de sus ojos, formando en sus bramidos el trueno; no bien había hollado la caliente arena el animado bruto, cuando valiente cuadrilla de rejoneros, y ligera tropa de toreadores de capa, Luna y Chicuelo a la cabeza, acordonándole el sitio, le habían embarazado los pasos; provocábanle con señas y silbos, que atendía furioso al estímulo de su enojo, y airado escarbaba la arena, temerosas señas de sus mortales iras».
Olés, bravos e innumerables picardías, cada una más procaz que la anterior, se convirtieron en la música de fondo para arrullar la euforia de Miguel. Benigno Luna lo dejó trastornado. Chicuelo recibió sus insultos a granel. No se diga los picadores, gordos y azafranados, que hacían destripar a sus caballos entre los cuernos de los astados. Esa tarde se lidiaron catorce bichos. Sí, y en el quinto y el sexto toro, ambos toreados al alimón por Luna con la muleta y el majo de Triana con el capote, Miguel entró en frenesí y, no sé con qué artes, se lanzó al ruedo en compañía de otros espontáneos —había en el coso cerca de diez mil personas— y se enfrentó a los buriles con los harapos de su jubón y les dio, a cada uno, un trapazo que fue ovacionado, en su momento, por decenas de léperos, a esas alturas con el cacumen obnubilado, pues ya se habían metido entre ombligo y espaldar media botija de tinto.
—Ahora sí, ya podemos regresar a Valladolid, hermano —me dijo con arrebato tan pronto como pudimos reunirnos, mientras blandía frente a mis narices un clavel bermejo que una damisela le había arrojado, ¡acompañado de un beso!
Me contagió su entusiasmo. Miguel se las pintaba solo para infundir pasión en los demás por los asuntos que a él le interesaban. Saludamos de mano a mucha gente que no hubiésemos advertido en nuestros cinco sentidos, y Miguel abrazó a cuanto petacón se le puso delante y prodigó piropos y besos soplados con los dedos a todas las jóvenes del bello sexo que pasaron a nuestro lado.
Ya más sosegados, nos fuimos al palenque instalado en el Volador para presenciar las peleas de gallos —«Aves del sol» las llamó Miguel— y entretenernos con los retortijones de Macario, quien en cada apuesta se jugaba el jornal de varios días, se santiguaba y pedía perdón a don Cristóbal, nuestro padre.
—¡No vayan a decir nada, muchachos! —suplicaba—. ¡Si don Cristóbal se entera, me va a trasquilar las posaderas a punta de fuetazos.
—¿Y cuánto llevas perdido, Macario?
—Perdido, lo que se dice perdido, no sé, joven José. Pos apenas sé contar con las monedas grandotas, pero de las chiquitas llevo un titipuchal.
Miguel, entonces, le regaló unos escudos y espetó:
—¡Toma, mayoral, juégatelas en nuestro nombre! ¡Apuéstale al colorado!
¡Y ganó el desgraciado!
—¡No, pos ya me recuperé! —afirmó con una sonrisa pringada de babas—. ¡Vámonos de aquí, antes que nos despeluquen!
Salimos en la madrugada. Las patas de la Cuca y la Racha ya se sabían el camino.