—¡Ah, pero qué desagradecidos y estúpidos pueden ser los gachupines, José Joaquín! —clamó mi hermano Miguel desde el camastro donde rumiaba la indignación que nos provocara lo que habíamos presenciado en el Colegio de San Francisco Xavier, de Valladolid, durante la madrugada del día 25 de junio de 1767—. ¡Cómo se atreven a expulsar de la metrópoli y de todas sus colonias a los sacerdotes de la Compañía de Jesús! ¡Es tanto como mutilar la inteligencia del reino! ¿Qué no han aprendido nada desde que, en el siglo XVI, comenzaron a perseguir a los judíos hasta que los desterraron y perdieron los conocimientos acumulados a lo largo de ocho siglos? No, José Joaquín, parece que los Borbones no toleran pensamiento alguno que contradiga las ideas cuadradas del déspota en que se ha convertido el rey Carlos III.
—¡El virrey Carlos Francisco de Croix, marqués del mismo nombre, actúa igual que si fuese un borrico con una venda en los ojos! —aboné al enfado de mi hermano—. ¿Leíste el bando pegado en la puerta de la colegiata?
—Pero cómo no iba a leerlo, si es un monumento a la sinrazón y a la estulticia. Si en él, el virrey hace saber a todos los habitantes de la Nueva España que la expulsión de nuestros profesores jesuitas la dispuso Carlos III por razones que guarda en su real pecho, igual que si fuese una gallina culeca atacada por el mal de San Vito o, mejor aún, un cerdo iletrado que empolla en su barriga el huevo del absolutismo más abyecto que se haya dado en los últimos tiempos. Porque, fíjate lo que dice el papelucho, José Joaquín: «… de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los asuntos del gobierno».
—¡Cómo me gustaría restregarle en su real hocico la doctrina de Francisco Suárez que defiende las ideas de la soberanía popular, la desobediencia legítima e, incluso, del tiranicidio de cualesquier monarca que gobierne en forma despótica, por muy ilustrado que se crea, misma que aprendimos en las clases donde se discutieron algunas de las ideas de los jesuitas criollos Francisco Xavier Alegre y Francisco Xavier Clavijero!
—¡Sería magnífico! —recalcó Miguel con ánimo encorajinado—. Algún día, no muy lejano, deberemos sacudirnos el yugo que los españoles nos han impuesto para impedir que los habitantes de estas tierras puedan vivir como Dios manda y no se nos despoje de la riqueza y el bienestar a que tenemos derecho…
El sonido de unos golpes propinados con vigor en la puerta del cuarto vino a interrumpir la retahíla de rencores expresados con vehemencia. Doña Gerónima Ramos, tercera esposa de nuestro padre, don Cristóbal Hidalgo, y madre de cinco chiquillos que pululaban en la hacienda como si fuesen salvajes, estaba ahí para comunicarnos que era hora de comer y que si no nos apresurábamos, tendríamos que conformarnos con un caldo desabrido y unas tortillas quemadas.
Llegamos a tiempo. El puchero aún humeaba y su olor impregnado por la grasa de las lonjas de tocino y unas hojas de epazote era exquisito. La familia en pleno —papá Cristóbal, Gerónima y once hijos— estaba reunida alrededor de unos enormes tablones cubiertos con un mantel de cuadros amarillos, negros y anaranjados. En su centro estaban colocadas varias jarras que contenían agua de chía y de jamaica, y distribuidos al desgaire cinco tompiates repletos de tortillas y unos cestos con hogazas de pan recién hecho en el horno de la hacienda. Mariano, el tercero de nuestros hermanos, se arrimó junto a Miguel, a quien admiraba con una devoción perruna, y le preparó un taco de nopales. En cambio, José María fue a sentarse en un rincón, detrás de un molcajete lleno de salsa ranchera, que lo apartaba de las miradas de los demás y de la convivencia con quienes consideraba inferiores, pues él se sentía gachupín por cuyas venas circulaba una especie de champurrado de color azul, ¡nomás faltaba! Manuel, el menor de la primera camada de cinco hijos habida con nuestra madre, doña Ana Gallaga, y el Jiote —como llamábamos al único hijo que don Cristóbal tuvo con Rita Peredo, su segunda mujer, quien falleció de parto— hicieron mancuerna encima de un platón que contenía frijoles refritos con queso y comenzaron a devorarlos sin tomar en cuenta el hambre de los demás comensales.
—¡Guarden la compostura, muchachitos del demonio! —les recriminó mi padre—. ¡Si quieren tragar como puercos, pues váyanse para el corral a pepenar mazorcas!
Los chicos humillaron la cabeza en señal de respeto, retiraron del platón los totopos que usaban a manera de cuchara para comer los frijoles y musitaron una disculpa. No tardó Mariano en burlarse a sus costillas, al cantar con sonsonete taimado:
—… si una muchacha te mira y se agacha es que es de Pénjamo —lo que dio motivo para que los demás coreáramos—: Ya vamos llegando a Pénjamo, ya brillan allá sus cúpulas. Desde Corralejo parece un espejo mi lindo Pénjamo —y nos desternilláramos de risa. La comida transcurrió, como era nuestra costumbre, entre chanzas y guasas, hasta que quedamos solos los hijos mayores con don Cristóbal.
—La expulsión de los jesuitas es una desgracia mayúscula —expresó papá con la voz pausada que usaba para los asuntos graves—. Lamento que hayan visto suspendidos sus estudios en una forma tan desagradable…
—Fue horrible, papá —me atreví a interrumpirlo—. Nuestros profesores cargados con cadenas y resguardados por una runfla de soldados malencarados que vociferaban ajos y zetas, fueron tratados igual que si fuesen criminales. La mayoría con el rostro demudado y la mirada vacía, llevaban en las manos sus escasas pertenencias dentro de unos paliacates o fundas de almohada con las puntas anudadas.
—¡Más parecían una cuerda de abigeos y salteadores, que los sabios que nos habían enseñado la gramática latina y los cursos de retórica! —intervino Miguel—. Me dolió en el alma verlos en esa condición, papá. Tú sabes el cariño que siento por el padre José Antonio Borda. Él nos enseñó los principios que rigen la retórica, pero sobre todo la filosofía del padre Francisco Xavier Clavijero. Él fue quien nos habló de las culturas originales asentadas en la América española antes de la llegada de los conquistadores y nos hizo ver la importancia de sus civilizaciones. Gracias al padre Borda pude aprender muchas palabras en náhuatl y el significado de otras que yo había escuchado pronunciar por los labriegos, sin que pudiese entenderlos. También, nos ilustró acerca de la geografía de la Nueva España y de los vestigios que aún perduran de la grandeza mexicana.
—Apenas y pudieron despedirse con señas de nosotros, papá —dije con un nudo en la garganta—. El padre Nicolás, el mismo que le escribió a Miguel desde Querétaro una cartita en la que le deseaba «mucha salud, y gusto con el Verbum Aristotelis», que tanta risa te dio, y que cuando nos hablaba de las teorías de fray Servando Teresa de Mier elevaba su estatura, iba con los ojos arrasados en lágrimas. La gente que se congregó para verlos partir estaba azorada. No entendía qué sucedía y menos que se les diera ese trato.
—¡Una injuria inmerecida! —dijo don Cristóbal, al tiempo que golpeaba con su puño la mesa. Luego, miró a mi hermano e inquirió—: ¿Qué tanto adelantaron en sus estudios, Miguel?
—Bueno, yo ya presenté la segunda prueba del curso de Retórica, leí y traduje del latín al español ocho oraciones de Cicerón, expuse lo que entendí sobre las églogas del poeta latino Virgilio, en la versión latina del jesuita veracruzano Francisco Xavier Alegre, e hice una disertación en torno al texto de retórica del padre Pomes.
—Bien, algo es algo —dijo papá—. ¿Y tú, José Joaquín?
—Más o menos lo mismo, además de traducir un pequeño opúsculo de Santo Tomás y hablar acerca de las Sátiras de Horacio.
—O sea que vais bien encaminados, muchachos —expresó condescendiente. Enseguida, cambió de tono y ordenó—: Mientras permanezcan aquí, quiero que se apliquen en las tareas de la hacienda, que ayuden en los potreros y pastoreen el ganado. Tú, Miguel, encárgate de los frutales; y tú, José Joaquín, de los quesos y de la roza y quema de los pastos que crecen junto al río. Después, cuando hayamos levantado la cosecha de maíz, deberán decidir qué es lo que quieren hacer de sus vidas.
El verano se fue diluyendo de una forma por demás placentera. Todavía éramos unos muchachos sanos, fuertes y con una imaginación desbordada. Cualquier cosa o suceso era motivo para que nos transformáramos en héroes o villanos de historias inverosímiles donde caballeros y doncellas arriesgaban el honor y la vida para defender causas mancilladas por la inequidad y la injusticia. Éramos, a todas luces, desfacedores de entuertos en las copas de los árboles, en las areniscas del fondo de los arroyos, dentro de las parvas hacinadas para conservar la pastura de las reses, y en los techos y corredores del casco de la hacienda donde celebrábamos la salida del sol y gozábamos al empaparnos en medio de los aguaceros.
Sin embargo, no todo eran juegos y distracciones. Cumplíamos con nuestros deberes con la responsabilidad de un jornalero y nos dábamos tiempo para cultivar el espíritu y aprender todo lo que podíamos. Miguel se hizo un jinete notable y podía correr a galope tendido, mientras leía en voz alta algunos parlamentos de las obras de teatro de Molière —libro que le había deslizado en las manos el padre Borda, en el momento en que iniciaba su exilio— o hacía discursos en otomí o en tarasco, lenguas que hablaban los indígenas que vivían en los pueblos aledaños a Corralejo y que lo tenían fascinado. Yo, por mi parte, servía de monaguillo en todas las misas que se celebraban en los alrededores y leía con avidez una Historia de la Compañía de Jesús en la Nueva España del padre Francisco Xavier Alegre, a fin de conocer sus aportaciones en el campo de las humanidades e informarme de la fuerza política y cultural que había dado motivo para que Carlos III y su corte de aduladores justificasen su expulsión.
Gracias a esta Historia, que comenté y discutí con Miguel, nos quedó claro que la Compañía de Jesús era una institución renovadora en la educación, la filosofía y las ciencias, que contaba con las mejores bibliotecas. Que a ella habían pertenecido los mejores talentos de muchos países —Italia, Alemania, Francia, entre otros—, maestros que poseían una sólida formación y habían despertado en sus alumnos una insaciable sed de saber y una gran curiosidad por conocer los libros que contenían las versiones más inquietantes sobre los temas más diversos.
Miguel mostró, por entonces, entusiasmo e interés por un grupo de sabios asentados en la Nueva España, integrado por Rafael Campoy, Clavijero, Diego José Abad, Pedro José Márquez, Andrés Guevara, Juan Luis Maneiro, André Cavo y el mismo autor de la Historia, que habían comenzado a enseñar la filosofía moderna con principios que se oponían a la escolástica tradicionalista y que habían asimilado los valores de la modernidad y lo que la tradición tenía de positivo, todo ello impregnado de un sentimiento humanista cristiano.
—Las ideas de estos hombres van a cambiar el rumbo de la enseñanza de la filosofía y de las ciencias, José Joaquín —comentó con admiración—. Estos jesuitas criollos se sienten mexicanos y proclaman la excelencia de la patria. Además, se muestran preocupados por la forma en que los españoles han marginado, tanto de los asuntos de gobierno como del acceso a la riqueza, a criollos y mestizos, y cómo han maltratado a las castas y abusado de los indígenas. Su postura es revolucionaria, hermano, y no sabes cómo me gusta.
—Así es, Miguel, creo que el impulso a la cultura, en todas sus manifestaciones, liberará al país de sus cadenas espirituales, del yugo aplastante de la filosofía escolástica y del principio de autoridad que se ríe de los hechos y de la razón —dije en una forma contundente que Miguel aplaudió.
Por todos estos conocimientos, que platicamos y discutimos con don Cristóbal en la sobremesa y que dejaron entrever preocupaciones e inclinaciones en cada uno de nosotros, no fue una sorpresa para nuestro padre que, al llegar el mes de octubre y después de muchas pláticas que sostuvimos con nuestro tío, el sacerdote Vicente Gallaga, ambos insistiéramos en que deseábamos abrazar la carrera eclesiástica y volvernos sacerdotes.
—¡Curas ustedes! —exclamó don Cristóbal—. ¿Los dos? —con cierta incredulidad—. Bueno, bueno, al fin tengo muchos hijos que me llenarán de nietos.
Miguel sólo se carcajeó. Ya sabía, para entonces, que los reclamos de la perinola —como él llamaba a sus vergüenzas— eran perentorios e incontrolables y que, de su parte, no iban a faltarle nietos a don Cristóbal.
El Colegio de San Nicolás Obispo, en la ciudad de Valladolid donde habíamos vivido, nos recibió con los brazos abiertos. Fundado en el siglo XVI por el primer obispo de Michoacán, don Vasco de Quiroga, venerado por los purépechas de Michoacán con el apelativo de Tata Vasco, tenía un claustro soberbio provisto con una fuente de cantera en color terracota que prodigaba frescura, y varios naranjos alineados junto a los corredores cuyas columnas, gordas y abombadas, lo dotaban con la austeridad apropiada para la meditación y el estudio.
Nos instalaron en un dormitorio común que tenía varios camastros y unos taburetes pequeños para colocar los libros. Encima de los taburetes estaban colocados los cabos renegridos y gastados de unas candelas y, en un rincón de la habitación, estaba un aguamanil de hojalata pintada que deberíamos compartir con los demás compañeros. Afuera, en uno de los patios, un agujero en el suelo servía como excusado para descargar nuestras vejigas y otros menesteres incómodos y vergonzantes.
Las aulas, hechas con muros de una cantera llamada chiluca, con vetas de color café verdoso, sin encalar, eran de una austeridad monacal. Sólo un crucifijo y un par de pequeños ventanucos las adornaban. Los bancos y las mesas de trabajo eran duros, fríos, y nos obligaban a permanecer derechos y con la mente despierta. No se toleraba la holganza y menos las distracciones. Aunque, debo confesarlo, siempre nos la ingeniábamos, sobre todo Miguel, para hacer alguna travesura o un comentario procaz dirigido a fustigar las pocas entendederas de alguno de nuestros condiscípulos o resaltar las carencias o excesos de su fisonomía.
—Eusebio Escandón es tan bruto y anda tan confundido que siempre termina las frases en latín con el estribillo Ego sum qui sum (Yo soy el que soy), rime o no, como si no supiera quién es o pensara que su gordura es etérea y puede pasar desapercibido —solía decir entre carcajadas. O en medio de la clase de Artes, cuando el profesor nos explicaba las proporciones de los edificios griegos, que los hacían bellos y armónicos—: ¿Ya te fijaste en las piernas de Cervantes? Las tiene arqueadas como tirachinas. Seguramente tiene sangre de zambo2 o lo amamantó una cabra. —Hacía una pausa y arremetía—: Lo bueno de esa proporción, es que si lo pones de cabeza, puede servir de perchero.
Miguel se las pintaba solo para hacer bromas pesadas y a mí me hacía pasar muchos malos ratos, sobre todo cuando después de haber ofendido a algún grandullón de los cursos superiores, encorajinado al grado de molerlo a puñetes o darle de hostiazos y cagarse en la madre que lo parió —expresiones recurrentes entre los gachupines—, ponía carita de yo no fui y me exigía que lo defendiera.
—Tú eres el mayor, José Joaquín, a ti te toca salvaguardar la honra de la familia —y ahí me tienen rifándome el físico para que no golpearan a mi hermanito.
Las clases podían ser muy aburridas o fascinantes. Detestábamos el balbuceo tartamudo del padre Nemesio Balboa que nos hablaba de las vidas de santos y santas, todos tan buenos, cándidos y rozagantes, que más bien parecían idiotas proclives a ser martirizados. En cambio, escuchábamos arrobados al bachiller don José Joaquín Menéndez Valdés, quien impartía el curso de Filosofía conforme a la doctrina del angélico doctor Santo Tomás, pero sobre todo porque había incorporado a su curso las lecciones del jesuita michoacano Diego José Abad que habían renovado la enseñanza de la filosofía y cuyo poema latino en hexámetros De Deo, Deoque homine Heroica —compendio de la doctrina teológica seguido de una vida de Cristo—, influiría en mi hermano Miguel cuando él se rebeló contra la forma anquilosada como se enseñaba la escolástica y se propuso crear un método nuevo para estudiar la teología.
Nuestra vida era interesante y placentera, aunque un tanto rutinaria. Las cátedras que debíamos atender para cumplir con los cursos de Lógica, Artes, Filosofía y Física nos mantenían ocupados desde muy temprano hasta el mediodía. Luego, ocurríamos al refectorio para ingerir una colación abundante aunque desabrida, donde invariablemente se nos leían pasajes de la Biblia o de la Eneida de Virgilio. Después, participábamos en las oraciones vespertinas y, entre las siete y las nueve de la tarde, ¡oh maravilla!, contábamos con tiempo libre para hacer lo que se nos viniese en gana.
Era, durante esas horas, cuando podíamos hurgar en los libros prohibidos que escondíamos debajo de nuestros colchones y saborear bajo la fronda de los árboles desperdigados en los jardines y las huertas del colegio las obras de Racine o las fábulas de La Fontaine, en mi caso, y en el de Miguel, el teatro de Molière, en particular el Tartufo que ya comenzaba a traducir con la ayuda de un diccionario español-francés —lengua, esta última, que llegó a dominar a la perfección en una época en que pocos la entendían y menos hablaban—, o los Sermones de Jacques Bossuet que le había regalado nuestro tío Vicente. Hago un paréntesis para resaltar la admiración que siempre tuve por la facilidad de Miguel para aprender otras lenguas: náhuatl, otomí y tarasco, adquiridos en Corralejo y sus andanzas por los pueblos aledaños; latín, francés e italiano, en los colegios de Valladolid y mediante innumerables lecturas y discusiones con nuestros maestros.
A veces, sobre todo si el padre portero se había emborrachado y estaba durmiendo la mona, escapábamos para recorrer los callejones de la ciudad, visitar sus parques y atisbar, aunque sólo fuera eso, aquellos sitios —todavía se me pone el pellejo como carne de gallina— que presumíamos vedados porque —pura invención— en ellos deberíamos encontrar a esas mujeres exuberantes y obsequiosas, semidesnudas e incitantes, que pululaban en nuestras fantasías sexuales. También, asomábamos la cabeza en pulperías y cantinas para escuchar los improperios de la embriaguez y las majaderías, sabrosas, sonoras, dichas con una sintaxis de mecapalero por los borrachines, y que luego usábamos entre amigos y compañeros. La verdad es que en esa época nuestras transgresiones no iban más allá de comer unos pambazos de papa con chorizo bañados en salsa de chile piquín o una porción abundante de esos tamalitos hechos con maíz muy tierno que el pueblo llama corundas.
Fue tiempo más tarde, en un corrillo de alumnos y profesores, quizá cuando estábamos al final de los cursos del año 1769, cuando alguien mencionó al padre jesuita Juan de Mariana y trajo a discusión las palabras con las que argüía que la soberanía residía esencialmente en los pueblos y no en los reyes; que éstos la recibían de aquéllos con el pacto y condición indispensable de no ejercerla sino para su beneficio y utilidad, y que de lo contrario podrían deponerlos y aun hacerles la guerra por ser superiores al rey, e incluso matar al tirano.
—¿Derrocar y matar al tirano? —preguntó Miguel para estar seguro de lo aseverado.
—Así es, Hidalgo. Tal y como lo oyes —respondió el interrogado.
El semblante de mi hermano empalideció, mas contrariando su costumbre, no hizo comentario alguno. Sin embargo, yo me di cuenta del impacto que había recibido. Ya llegarían los tiempos en que esos temas se tratarían con desenfado en tertulias y conspiraciones. Por lo pronto, nos llegó la hora de prepararnos para los exámenes de fin de año y nos abocamos en el repaso de lo que se nos había enseñado.
Miguel salió más que airoso. El acto de física que sustentó mereció que el maestro lo distinguiera con el primer lugar de la clase y que, más adelante, nuestros compañeros lo nombraran presidente de las academias de los condiscípulos, hechos que a mí me beneficiaron y me llenaron de orgullo.
Para esas fechas, Miguel ya era reconocido tanto por los profesores como por nuestros compañeros como un estudiante que poseía un genio singular para captar los razonamientos más profundos de la lógica aristotélica, la escolástica medieval y los adelantos de la moderna teología. De él se decía que era sumamente astuto —un tal Lucas Alamán, vecino de Guanajuato, lo definiría mucho después y con muy mala leche como de carácter taimado— para presentar sus silogismos y replicar a sus contendientes, pues tenía un ingenio agudo que le permitía desarmarlos y además ponerlos en ridículo.
—Los argumentos que usa tu hermano y el vocabulario que utiliza para exponerlos, José Joaquín, son de una contundencia cojonuda —escuchaba constantemente—. ¡No se puede discutir con él ni de escolástica ni de teología, porque nos revuelca! Miguel Hidalgo es un tipo increíble, sabe penetrar en la médula de los autores que cita para defender sus hipótesis con tal profundidad y conocimiento de causa que nos deja pasmados y con la lengua trabada.
La fama de su talento se difundió como fuego sobre pasto reseco, de suerte que en algún momento comenzaron a nombrarlo con el apodo el Zorro, hecho que para nada me sorprendió pues, desde que éramos niños, Miguel me había ganado muchos pleitos con su malicia incisiva y sus retruécanos mordaces.
El Zorro por aquí, el Zorro por allá, iba a ser el mote que lo precedería, hasta que nos ordenamos como sacerdotes; sin embargo, nunca dejaría de ser un cura no sólo inquieto sino excéntrico, un hombre libre y brillante capaz de seducir a sus contemporáneos más ilustrados, pero que siempre incomodó a los más rígidos y conservadores.