I
La ronda de las cabezas

Las cabezas de los insurgentes llegaron a mis manos envueltas en unos trapos asquerosos todavía pringados con su sangre seca y renegrida. Venían metidas, dentro de un guacal hecho con palos de huizache, en unos costalitos de yute, y más parecían hongos de cuitlacoche cubiertos con sal de grano que rostros humanos. Tuve que lavarlas con lejía y coserles los pellejos desprendidos para que fueran reconocibles y sirvieran, como ordenaron el virrey Francisco Xavier Venegas y el brigadier Félix María Calleja del Rey, de escarmiento para los rebeldes y la plebe que los sigue.

La primera que extraje fue la de don Juan Aldama. La reconocí por el mechón de pelos cobrizos pegosteados encima de su frente. ¡Uf, qué susto! Tenía los párpados abiertos y los ojos, cuajados en una especie de mica de color verdoso, me miraron con asombrado reproche, como si no supieran por qué estaban ahí desmembrados de su cuerpo y perdidos entre las brumas de su siglo. Una arcada sacudió mi estómago y tuve que retirarme a un rincón para vomitar la bilis.

¿Quién te manda meterte en estos trotes, José María Canseco?, rezongué, mientras limpiaba mis babas con el dorso de la mano. ¿Quién haberte venido a Guanajuato para, después de todo por lo que has pasado, entercarte en trabajar como herrero y llamar la atención por el arte que pones en tu oficio? ¿A quién, si no a ti, le iban a encargar hacer las jaulas para colgar las testas de los cabecillas derrotados?

No pude formular respuesta alguna. Creo que éstas las llevo incrustadas, igual que gemas malditas, en el horóscopo que, desde que nací, me marcó con el estigma de la mala suerte. Cuando, por fin, pude refugiarme en casa de don José Guzmán, clérigo indiferente que no había tomado partido por los realistas y menos por los alzados, y éste me permitió atizar el fuego de una fragua para que mis manos recobraran su destreza y volviesen a forjar los herrajes que los gachupines demandan para adornar las fachadas de sus palacetes de cantera, creí que ya me había salvado de los caprichos de mi cruel destino. ¡Ah, pero qué candidez la mía! Apenas comenzaba a correr el mes de septiembre de 1811, cuando un alguacil enviado por el intendente de la ciudad, don Fernando Pérez Marañón, se plantó frente al yunque donde yo salpicaba con sudor los pedazos de metal incandescente y gritó las órdenes que me sumergieron en esta pesadilla.

—¡Se os manda hacer cuatro jaulas de hierro forjado del mismo tamaño que ésta! —dijo de sopetón con acento torvo y machucado, al tiempo que me arrojaba una periquera sucia y desvencijada que alguien había usado para guardar una pareja de loros huastecos y que fue a caer, no sin estruendo, sobre la escoria amontonada.

Yo, sin proferir palabra, alcé las cejas y lo interrogué con la mirada.

—¡Sí, sí, Canseco o Modesto Pérez o como quiera que te llames! —rezongó haciendo alusión al nombre impostado con el que me había registrado en el gremio de los herreros para que no se me vinculara a mi padre—. Sólo te puedo decir que son para meter en ellas las cabezas de los facinerosos que iniciaron la revuelta y que fueron ejecutados en Chihuahua. Tienen que ser fuertes, robustas, tú sabes, para que aguanten el sol, la lluvia, el viento y todas esas zarandajas. ¡Así las quiere el intendente y guárdate de hacerlas rápido porque, según parece, ya vienen en camino!

El alguacil se largó y yo sentí cómo unas garras ardientes cercenaban mis entrañas, subían hasta mi garganta y la impregnaban con el sabor de la sangre. La cara del cura Hidalgo vino a mi mente. Supe, de inmediato, que una de las cabezas era la suya. Al fin había recibido su merecido y lo iban a exponer al escarnio público en el escenario donde tantas desgracias había provocado… Comencé a llorar a moco tendido, no porque lamentase su muerte sino debido a que con su imagen llegaron muchos de los fantasmas que tanto me atormentan. Mi padre, Joaquín Canseco, conocido entre los guerrilleros como Canseco el Viejo, con el rostro desencajado y los puños apretados para golpearme en una forma despiadada mientras me reclamaba: «¡Hijo de la chingada, cómo que no quieres participar en la guerra por la independencia con el grado de teniente coronel que te impuse para que la gente que mandas te respete! ¿No te sientes orgulloso de que el propio cura don Miguel Hidalgo y Costilla me haya nombrado coronel de las fuerzas insurgentes que comando? ¿No te das cuenta de que nos toca luchar por la libertad de nuestra patria? ¿Acaso eres marica o ya se te cayeron los güevos?» Sin que yo me atreviese a responderle que no quería pelear contra los realistas, que yo era tan español como los demás gachupines a quienes masacraban, que no simpatizaba con su causa y no me preocupaba otra cosa que el bienestar de mi santa madre y mis hermanas… «¡Cobarde!», gritaba. «¿Por qué la vida me dio un hijo de tu calaña? ¿Qué hice para merecerte?»

Yo ya no lo oía. No podía hacerlo. Otros espectros se sobreponían a sus reproches para reemplazarlo. El fraile franciscano Orcilles, comprometido organizador de los rebeldes en la región de Toluca y capellán de la gavilla de mi padre, quien fue aprehendido junto conmigo y mis hermanas en marzo de 1811, y que nunca dejó de reclamarme el haber aceptado el indulto del virrey y menos haber sobrevivido a las balas de nuestros enemigos… «¡Porque tú, José María, siempre te escondías y echabas a temblar a la hora de los machetazos! ¡Nomás oías el tronido de los cañones y ya te estabas zurrando en los calzones!» Mis hermanas, Pita y Azucena, muertas junto con Orcillas al caer en un barranco, cuando el destacamento realista que nos llevaba arrestados fue atacado por los insurgentes y nadie, más que yo, pudo salvarse. Sus gritos, sólo sus gritos han sido noche tras noche mi castigo, de suerte que jamás he vuelto a conciliar el sueño y una cierta locura me acompaña desde entonces.

Así como lo oye, generalísimo don Ignacio María de Jesús Pedro Regalado de Allende y Unzaga, digo a la cabeza que surge del costal como un pescado en salmuera. Pobre, aunque sus párpados están cerrados —un alma caritativa se apiadó de hacerlo—, tiene la mandíbula desencajada y aún lleva impresos en sus labios los sonidos que nombraron a Indalecio, el hijo que procreó con doña Antonia Herrera, asesinado por sus captores en las Norias de Baján al intentar resistirse a los esbirros del traidor Ignacio Elizondo, y quien murió en sus brazos.

Quito la sal que la cubre con una franela deshilachada y la coloco, con mucho cuidado, dentro de una jaula. Lo hago con respeto. No quiero que se lastime y sufra más de lo que ya le han hecho. Allende siempre me resultó simpático. Viril, valiente, arrojado como el que más pero sin descuidar nunca la estrategia trazada, la disciplina de sus batallones, la prestancia de sus Dragones de la Reina, la moral de las huestes que se le fueron agregando durante los escasos meses que, para él, duró la guerra. Guerrero de una pieza. Lástima que hubiese muerto en condiciones arteras y sin poder defenderse.

Unas canas brillan entre sus patillas de cabello negro y encrespado tras los barrotes, huella quizá de la última reacción de su hombría al verse irremediablemente perdido. Son, creo, pinceladas que le dio la angustia de ser traicionado por Manuel Rojuela, ex tesorero de Saltillo, y el capitán retirado del Ejército Realista Ignacio Elizondo, propietario de veintisiete sitios de ganado mayor en las proximidades del río Nadadores, y no poder defender a los suyos: ochocientos noventa y tres prisioneros y cuarenta muertos, entre éstos su vástago más querido y el general don Joaquín Arias. Venturosamente, cupo bien en la jaula y no tuve que darle una ayudadita, como hice con la del infortunado Aldama.

La cabeza del teniente general don José Mariano Jiménez, a quien mi padre llamaba el ingeniero —nunca supe si con la intención de mofarse de su dicción refinada y sus maneras mesuradas o porque le profesaba respeto debido a su capacidad como militar, demostrada con creces en la batalla del Monte de las Cruces, donde arrebató al general realista Torcuato Trujillo los cañones que estaban destrozando a los insurgentes, y a la confianza que siempre le manifestaron Hidalgo y sus correligionarios— ya había adquirido un tinte apergaminado semejante al de la piel de las momias, aunque sin estar acartonada. ¿Fue por el calor del desierto de Chihuahua, mi general?, me atreví a preguntarle. ¿O por el aire reseco?

«¡Porque así me vino en gana!», escuché y di un brinco soberano que me mandó de nalgas hasta donde estaban unas vigas pringadas con cagarrutas de gallina. Fue tal el golpe que me propiné en la rabadilla y tan enorme el dolor, que ya no pude ocuparme del miedo que me había hecho reaccionar igual que si se hubiese presentado de improviso mi progenitor. «¡Ay, mi general Jiménez, no me lo tome a mal que no quise ofenderlo!», expresé en tono de excusa ante una cabeza impertérrita que, obvio es decirlo, no había pronunciado palabra alguna.

Es tu imaginación, Canseco, pensé mientras volvía a mi tarea, tomaba la cabeza y soplaba el polvillo que se había acumulado por encima de sus cejas, por cierto negras y espesas como bigotes de artillero. No puedo decir si Jiménez fue un hombre guapo o más bien uno de esos mestizos del montón. Sí, algo de casta tenía, quizás un poquito de lobo o una pringa de coyote1 —pero nada que lo amulatara como en el caso del cura Morelos—, lo que cuando estaba en vida le daba cierto atractivo. Su cabeza era la más redondita, no como la de Aldama que tiraba a piloncillo, aunque desafortunadamente una de las balas que le dieron por la espalda le había abollado uno de los huesos de la nuca. Quise arreglarlo con un pedazo de lámina que estaba por ahí tirado, pero nomás le puse el recorte sentí que un extraño cosquilleo se me metía por el brazo y escuché una voz profunda que, a mis espaldas, decía:

—¡No la chingue, Canseco; deje en paz a ese muerto que ya bastante le ha de doler andar escaso de cuerpo!

El cura José Guzmán se había colado en la herrería sin que yo advirtiera sus pasos, pues siempre estaba descalzo. Una actitud sigilosa se le había vuelto costumbre desde el día 14 de diciembre de 1809, cuando la conspiración de Valladolid fue delatada por Agustín de Iturbide, y él por su afición a los argüendes se encontraba en la casa del licenciado José Nicolás de Michelena y Soto, donde había sido aprehendido junto con José María García Obeso y el fraile Vicente de Santa María, sin poder deshacerse del libro de un tal Juan Jacobo Rosó que llevaba escondido entre la pelambrera de sus sobacos.

«¡Gracias a mi buena estrella, Canseco —me había contado—, llevaba quince días sin bañarme y el tufo que exhalaba mi cuerpo era nauseabundo; así que ningún soldado tuvo los arrestos para hurgar entre mis huesos y encontrar el libro prohibido. Me libré por un pelito de ser enviado por la Audiencia y la Inquisición a las mazmorras de La Habana. Dos días estuvimos presos, hasta que llegó la orden del arzobispo virrey Francisco Javier de Lizana y Beaumont para que nos dejaran en libertad, pues había decidido cancelar la causa, convencido de que la violencia precipitaría la revolución que, todo mundo presentía, se avecinaba.»

El reclamo de don José Guzmán me hizo tomar la cabeza de Jiménez por los cabellos a fin de mostrarle el agujero.

—¿Le parece bien que la deje así? —todavía alterado por el susto.

—¡Qué más da, Canseco! —respondió con un chasquido—. Pronto va a estar colgada en la Alhóndiga de Granaditas y nadie se va a preocupar de su aspecto.

Me dejó desarmado. Tenía razón. El hombre que había sido miembro distinguido del Real Seminario de Minas y que había derrotado a la nutrida guarnición realista de Saltillo para franquearle a Hidalgo el paso hacia la provincia de Texas, ya no era otra cosa que un patético despojo. La metí dentro de la jaula, no sin dejar de mascullar una excusa.

La testa de don Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla apareció entre mis manos. Venía inmaculada, preservada en una forma asombrosa. El comandante de las Provincias Internas, general don Nemesio Salcedo, el auditor militar Rafael Bracho —que había insistido en que la ejecución debía ser de carácter muy cruel—, el fiscal de la causa Ángel Abella —que había orquestado a los verdugos comandados por Pedro Armendáriz, teniente del presidio del Hospital Real de la Villa de Chihuahua donde lo fusilaron—, así como el gobernador intendente de Zacatecas, Martín Medina, y el subdelegado José Antonio Gausen, responsable del traslado de las cabezas hasta entregarlas al mariscal de campo Félix María Calleja, habían puesto especial empeño para que la del Cura de Dolores no sufriese daño alguno. «¡Hacedla llegar a Guanajuato como si el facineroso aún estuviese vivo!», estaba escrito sobre un margen del oficio que acompañaba el cajón donde me las habían entregado, en el que Martín Medina explicaba: «Se halla en mi poder la cabeza de don Miguel Hidalgo, cura que fue del pueblo de los Dolores, que sufrió la pena del último suplicio, y la dirigiré al señor mariscal de campo don Félix Calleja como me tiene prevenido y v.s. me advierte en su oficio de cinco del corriente a que satisfago. Dios. Zacatecas, agosto 20 de 1811. Martín Medina. Señor Brigadier General Don Nemesio Salcedo».

—¡Hostia que si lo lograron! —comentó el padre Guzmán—. ¡Déjeme verla bien, antes de que la confine en barrotes! —exigió. Y sin más, la tomó en sus manos—. ¡Vaya, vaya, tal y como lo conocí cuando pasó por Celaya y quiso sumarme a su causa! Una persona de mediana estatura, cargado de espaldas, de color moreno y ojos verdes vivos, hermosos, la cabeza algo caída sobre el pecho, bastante cano y calvo. Pero qué le cuento, Canseco, si usted sirvió en una de sus gavillas… ¿o fue su padre? ¡Ah, ya me hago bolas con tanta cosa que ha pasado…!

No lo dejé continuar. Le arrebaté la cabeza y le pedí que me dejara solo. La mención de mi padre me sumergió en un rapto de locura y comencé a reclamar a Hidalgo, de frente y a viva voz, con una retahíla de palabras, llenas de rencor y amargura, que había escrito en mayo a don Joaquín Canseco: «… pues no mueve a compasión ni a caridad al corazón de usted ni mis súplicas ni la consideración de la prisión mía… pues bien sabe que si yo lo acompañé no fue sino por seguir a mi querida madre y a mis amadas hermanas y bien sabe lo que le costó el conseguir que yo lo volviera a seguir cuando me había retirado a la Hacienda de Génguaro, que dio usted la orden de que si no quería ir por bien que me dieran un balazo y que vivo o muerto me llevaran», terminé con los ojos arrasados en lágrimas y con mis labios venerando la frente de quien encarnara la fatalidad que había destruido mi vida y que, sin embargo, había encandilado a decenas de miles de personas para precipitarlos, con su frenesí alucinado, a las llamas de la vorágine.

Terminé con mi encomienda hecho un guiñapo. Ahí estaban las cabezas en sus respectivas jaulas, igual que si fuesen trofeos para celebrar la iniquidad y la ignominia que preñan a la intolerancia del llamado mal gobierno. Sí, ahí estaban listas para ser trasladadas a la Alhóndiga de Granaditas y ser fijadas en la población donde ejecutaron sus principales crímenes, o brotó la insurrección. Yo quedé engarrotado, preso de un cúmulo de emociones que jamás lograría resolver. Un cuerpo entero, sí, mas con el corazón hecho pinole.

Las campanas de todas las iglesias y conventos de Guanajuato tocaron a rebato para congregar al pueblo alrededor de la alhóndiga. Unos gañanes provistos con unas escaleras larguísimas treparon a las cuatro esquinas del imponente edificio y engancharon las jaulas en unas enormes alcayatas incrustadas en los bloques de cantera. Ahí quedaron colgadas las cabezas, cada cual mirando hacia el punto cardinal que se le había asignado. Unos zopilotes comenzaron a revolotear por encima de las azoteas. Los gritos de la plebe, animada por unos ensotanados provistos con sahumerios y por la presencia del brigadier comandante general de los ejércitos del rey, don Félix María Calleja del Rey, algunos militares de su Estado Mayor y las autoridades del gobierno de Guanajuato, fueron atronadores, aunque breves. Nadie, que no fueran los generales del virrey Francisco Xavier Venegas de Saavedra y los prelados del alto clero, estaba de humor para celebrar esa zarzuela por demás macabra.

Yo tuve que quedarme hasta que el intendente de la ciudad, Fernando Pérez Marañón, hizo colocar en la puerta de la alhóndiga una tabla, preciosamente burilada, en la que se había grabado y pintado con letras de oro una leyenda infamante: «Las cabezas de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, insignes facinerosos y primeros caudillos de la revolución; que saquearon y robaron los bienes del culto de Dios y del Real Erario: derramaron con la mayor atrocidad la inocente sangre de sacerdotes fieles y magistrados justos; y fueron causa de los desastres, desgracias y calamidades que experimentamos, y que afligen y deploran los habitantes todos de esta parte tan integrante de la Nación Española.

«Aquí clavadas por orden del Sr. Brigadier D. Félix María Calleja del Rey, ilustre vencedor de Aculco, Guanajuato y Calderón, y restaurador de la paz en esta América. Guanajuato, 14 de Octubre de 1811.»

La ceremonia terminó con un grito surgido de entre la multitud: ¡Eso no es cierto, malditos gachupines carajos! ¡Son puras invenciones!; mientras, yo recibía de manos del intendente un puñado de monedas acuñadas con el oro de la mina de La Valenciana que llevaban impresa la efigie prognata y blandengue del reyezuelo español Fernando VII.