3

 

Wulkan acabó de rasurarse. Dejó la daga, se secó el rostro con un paño y suspiró con deleite mientras se pasaba la mano por el mentón. La barba crecida había sido un suplicio y ahora se sentía más cómodo y a gusto consigo mismo. No entendía cómo los sajones se empecinaban en llevar barba y el pelo largo cuando resultaba mucho más cómodo ir afeitado y llevar el pelo corto.

—¿Has terminado?

Se volvió a mirar al que ya había catalogado de siempre malhumorado Jacky. El jovenzuelo era terco como una mula y, aunque había atendido cada una de sus necesidades desde que despertara, jamás le había visto sonreír. No, eso no era cierto del todo. Jacky había dejado traslucir una sonrisa traviesa la primera vez que él intentó afeitarse. Su trémula mano le procuró un corte en la mejilla y soltó una maldición apagada. Después de eso, nada, casi mutismo absoluto, monosílabos y miradas de soslayo.

—Sí, gracias.

Jacky tomó la palangana y el paño. Pensaba irse, pero agarró de un manotazo la daga prestada por John. Luego salió de la casa y regresó con la palangana limpia, que dejó en su lugar. Por descontado, no así la daga. Wulkan se recostó en la silla en la que estuviera postrado aquellos días, divertido por el detalle. La fiebre había remitido y aunque la herida del pecho le seguía doliendo enormemente la pierna respondía bastante bien. Nada habían hablado sobre su marcha, aunque John aseguraba que su semental estaba en perfectas condiciones. Al parecer, el corte del cuello había sido aparatoso, aunque no grave.

—Escucha muchacho... —llamó.

Jacqueline se volvió y se caló más el sombrero.

—¿Qué haces aquí?

Por los ojos violeta pasó un relámpago de alarma.

—Trabajar, como los demás.

—¿Ellos son tu familia?

—Podría ser.

—¿Tus abuelos?

—No.

—¿Tíos?

—No.

—No hablas demasiado, ¿verdad? —Wulkan sonrió.

Jacqueline le dio la espalda. Aquel maldito normando sonreía como un demonio. Cuando lo hacía, parecía que un fogonazo atravesaba su rostro tostado, confiriéndole un encanto especial.

—Según con quien —respondió, enfadada.

—¿Quieres decir que no te gusta hablar conmigo?

—Quiero decir que me desagrada hablar con cualquier maldito normando —cortó ella.

Wulkan dejó caer su cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas. Ella se giró para mirarlo de nuevo, con la rabia en cada poro de su piel.

—De modo que me odias por ser normando, ¿eh? Sin embargo, me has cuidado todos estos días.

—Eso fue idea de Hellen.

—Mira, chico...

—¡Mi nombre es Jacky!

—Lo siento..., Jacky. No quería ofenderte.

—¡Bah!

Jacqueline escapó de la cabaña, acalorada. Fuera se cruzó con Hellen, quien observó aquel rictus furibundo. Cuando entró en la casa, su huésped lucía una sonrisa divertida. Estaba perfectamente rasurado y parecía mucho más joven. Depositó el cesto de la ropa que acababa de recoger sobre la mesa.

—Parece que os encontráis mejor.

—Lo suficiente para emprender el camino.

—Me alegro. Por un tiempo pensamos que deberíamos cavar vuestra tumba.

Wulkan se incorporó ahogando un gemido. No era cierto que estuviera tan recuperado como para montar y marcharse. Además, se encontraba a gusto allí, en medio de la nada, flanqueado por el bosque a un lado y el río al otro. Pero no podía seguir incordiando a aquella gente. Y tenía obligaciones. La primera, averiguar si Gugger y el resto de sus hombres seguían con vida.

Se levantó con cuidado y apretó los labios para no soltar un juramento, pero ella se dio cuenta de su estado.

—Si os empecináis en montar a caballo, la herida volverá a abrirse.

—No puedo quedarme más tiempo.

—Un par de días más y estaréis recuperado del todo.

—Imposible. Tengo que saber si un amigo sigue vivo.

—¿Peleó a vuestro lado?

—Sí.

—Entonces es difícil que le encontréis sano y salvo. Vos llegasteis en un estado lastimoso.

—Fue una emboscada.

—¿Emboscada?

—Mercenarios sajones —aclaró.

Hellen dejó de doblar la ropa y le miró con más interés. No lo había dicho con odio, simplemente estaba informando. Era un joven extraño su huésped. No sabían nada de él, salvo que se llamaba Wulkan y vivía en las tierras de Kellinword.

—Entiendo —musitó ella—. Puede que algún día sajones y normandos podamos vivir en paz.

Cuatro días después, Wulkan, vestido con ropas prestadas que, según le dijeron, eran de un sobrino muerto en la cruzada, montó sobre su caballo. Había añorado la potencia del animal entre sus muslos. Colocó sobre la silla el pellejo de vino que John le proporcionó y la bolsa de comida que preparase Hellen para él.

—Prometo pagar todos y cada uno de los cuidados que me han sido dispensados en esta casa —dijo al estrechar la mano del anciano.

—Volved a vuestra casa y acabad de recuperaros —rio el campesino, rascándose la barba, un tanto incómodo—. No os hemos pedido nada.

—Cierto. Pero tengo en bastante aprecio mi vida y me la habéis devuelto.

Luego se inclinó, tomó a Hellen de la cintura y la alzó hasta su altura, haciéndole dar un gritito de asombro. La besó en la mejilla y volvió a depositarla en el suelo. La anciana, sonrojada, se atusó la canosa melena.

—Gracias por todo, Hellen.

Jacqueline permanecía alejada del trío, recostada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada oculta bajo el sombrero.

—Hasta la vista, Jacky —se despidió Wulkan—. Espero que cuando volvamos a vernos, tu humor haya mejorado.

Ella dio media vuelta y se internó en la cabaña. Sin embargo, a través de la ventana siguió el lento cabalgar de jinete y caballo hasta que se perdieron en el bosque. Sólo habló cuando John y Hellen volvieron a entrar en la cabaña.

—Para ser normando, no parece demasiado hijo de perra —dijo con voz ronca.

 

 

El castillo de Kellinword estaba rodeado de un foso de doce metros de anchura en forma de «V». Los gruesos muros y las altas torres le daban un aspecto rotundo e intimidatorio.

Wulkan admiró una vez más la fortificación, aunque sin orgullo. No había sido él quien la levantara, y la recibió como premio a su trabajo y desvelos junto a Ricardo. Pero le gustaba desde la primera vez que la vio, orgullosa y serena, como si retase al mundo a que la asaltasen para, después, rechazar a los invasores lanzándolos más allá de los terraplenes y las empalizadas de espinos. Los cimientos se hundían en la tierra y sus muros, en talud, fortalecían la construcción. En caso de asalto, haría rebotar los proyectiles lanzados desde lo alto de las murallas. Era un trapecio perfecto de trescientos metros de lado, con murallas de más de ocho metros de alto y dos de espesor, con torres poligonales, más altas que la muralla.

Wulkan intuyó la mirada vigilante de los hombres a su servicio a través de las aspilleras, sobre el adarve o camino de ronda protegido por el parapeto almenado.

Apenas los cascos de su semental tocaron la barbacana, escuchó un bramido. Miró hacia arriba y distinguió a alguien haciendo frenéticas señas desde una de las almenas. Continuó hacia el puente levadizo, siempre bajado, siguiendo sus instrucciones, para que cualquiera pudiera entrar con libertad en el castillo, y llegó al patio de armas, esquivando a los canes que correteaban a su encuentro. Las pezuñas del animal resonaban en la piedra cuando un torbellino de despeinada cabellera rubia corrió hacia él, y Wulkan estalló en carcajadas viendo a Gugger sonriendo y a medio vestir, luchando aún por colocarse los calzones. Se bajó del caballo con cuidado y fue a su encuentro para fundirse en un fuerte abrazo.

—¡Maldito bribón! —rio Gugger de Montauband—. Estábamos ya diciendo misas por tu alma. ¿Dónde has estado? ¡Y esas ropas! ¿Las has robado? ¿Puede saberse qué...?

Wulkan tapó la boca a su amigo y lo hizo callar un instante.

—Si dejas de graznar, Gugger, puede que te lo explique. Y no me estrujes como si fuera tu amante... Estoy herido y aún convaleciente.

El rubio le miró de arriba abajo. Ladró una orden y alguien se hizo cargo de la montura del señor del castillo y casi le arrastró hasta la torre de homenaje. Wulkan no se encontró a salvo hasta que pudo sentarse a cierta distancia de su fogoso amigo y los hombres a su servicio comenzaron a asaetearle a preguntas.

Narrar que despertó en una cabaña, más muerto que vivo, que le curaron y le prestaron ropas para regresar a Kellinword, apenas le llevó unos minutos. Luego quiso enterarse de lo sucedido en Caberdin, y Gugger le puso al día.

—La trampa era perfecta —dijo, ofreciendo una copa de vino—. Perdimos seis hombres. —Rascó distraídamente las orejas de uno de los perros que se le acercaron—. Yo recibí la caricia de una flecha en el hombro y tú habías desaparecido como tragado por la tierra. Pude ver que te herían. Creíamos que habías muerto. Te buscamos por todos lados, pero tus huellas se encaminaban hacia las corrientes del río y... Por fortuna, Guillermo de Bruswich llegó en el momento preciso.

—¿Qué pasó con los mercenarios?

—Eran veinte.

—¿Eran? —Wulkan enarcó una ceja.

—No puedo decir que sienta haber acabado con ellos.

—¿No se te ocurrió tomar algún rehén que nos permitiera llegar a quien nos tendió la trampa?

—Francamente, nos cegó la ira —repuso Gugger torciendo el gesto—. Cuando te vi caer, herido de muerte, sobre el cuello de tu caballo, se me nubló la mente. No pensé más que en vengarte, Wulkan. Lo lamento.

—No importa.

—Los hombres han pasado varios días peinando el territorio sin resultados. Incluso se puso manos a la obra a parte de esos cuarenta muchachos que Gilbert entrena. La tormenta borró las huellas de tu caballo junto al río. Acabamos aceptando que habíais caído al agua y la corriente os arrastró.

—Plowman vive a varias millas de distancia, al otro lado. De algún modo, Arrogant se las ingenió para cruzar. Por lo que sé, el río separa el feudo de Enric de Lynch del mío.

Un hombre rubio de ojos claros, vestido con un brial rojo y dorado, se distinguió entre el resto de los caballeros. Llevaba unos meses junto a Wulkan pero cumplía bien y peleaba mejor.

—¿Esas personas eran siervos de Lynch?

—No. Son vasallos libres. Campesinos. Quiero traerlos a Kellinword, ahora que he visto que sigue en pie y Gugger no lo ha demolido. —Sonrió—. Tienen apadrinado a un mocoso terco que muy bien podríamos convertir en un hombre, si se deja llevar.

—Parece que te cae bien —dijo Gugger.

—Es un descarado y un cabezota. Odia a todos los normandos. Pero creo que merece algo más que envejecer entre gansos y coles. Gilbert, te encargarás de traerlos al castillo lo antes posible. Viven hacia el sur, justo después de la aldea de Barrington, tras un bosque de abedules. Toma un par de hombres y parte mañana mismo.

El aludido asintió, dio media vuelta y se encaminó a la salida.

Wulkan se olvidó de Plowman y su familia porque Gugger comenzó a recriminarle su intempestiva aparición justo cuando estaba enredado con una damisela. Entendió entonces que su amigo saliera a recibirlo a medio vestir, y estalló en carcajadas que fueron coreadas por el resto.

 

 

Jacqueline se estiró sobre la paja amontonada en el granero situado junto a la cabaña, al que se ascendía por la carcomida escalera exterior. John siempre hablaba de hacer una nueva, pero sus huesos ya no eran jóvenes y lo iba dejando de un día para otro.

Se desperezó y alcanzó un horcón. Lo agarró y jugueteó con él dejando volar su imaginación, como tantas veces, recordando su vida en la casa de Lynch y a su abuelo y hermana. Rememoró lo que les había separado y masticó con rabia la pajita que tenía entre los dientes. Tiró el horcón a un lado y se incorporó para echar una mano a Hellen en la cocina, justo cuando escuchó cascos de caballos. Boca abajo, reptó sobre la paja y llegó hasta la puerta. Eran cuatro hombres armados, pero no reconoció sus escudos.

Se trataba de normandos.

Desde su escondrijo, les vio llegar a la puerta de la cabaña, escuchó el ruido de la madera al abrirse y la voz ronca de John dando la bienvenida. Lo que vino después hizo subir la bilis a su garganta. El que parecía comandar el grupo estaba dando órdenes a John para que tomase alguna de sus pertenencias y les acompañasen. John preguntó sobre el motivo, y el rugido del caballero la dejó atónita. La voz airada de Hellen se unió a la de su esposo, y Jacky estiró el cuello cuanto pudo para no perderse detalle.

Jacqueline nunca fue cobarde. Tampoco prudente, todo había que decirlo. Y no lo fue en esos instantes, cuando vio la mano enfundada en un guantelete que agarraba a Hellen por el brazo.

No pensó que estaba en aquella casa ocultándose. Ni en las consecuencias de sus actos. Se recogió el cabello, lo cubrió con el sombrero, tomó el horcón y saltó desde el granero. Apenas sus pies tocaron suelo saltó como un gato, atacando, dispuesta a brindar su magra protección a los dos ancianos.

Gilbert de Bayard se hizo a un lado para esquivar el terremoto que se le venía encima. Otro de los caballeros no fue tan rápido y el golpe propinado por Jacqueline en plena rodilla le hizo caer sentado.

Ciertamente, fue un intento absurdo. En menos de quince segundos, se encontraba reducida por los brazos de otro de los soldados y su estúpida bravuconada enfureció al caballero. Gilbert ladró cuatro órdenes en francés y tanto John como Hellen, y luego ella misma, fueron arrastrados hasta el carro del anciano. En un suspiro, ataron la mula y su medio de transporte quedó listo. Les hicieron montar en el carro a empujones y quedaron rodeados y sin posibilidad de escapatoria.

—Viejo, haz que la mula camine.

—¿Podemos saber al menos hacia dónde vamos? —le preguntó Hellen, tratando de mostrar entereza.

Tenía que ser un error. Un odioso error. Ellos eran libres y les estaban tratando como a prófugos. No debían nada a nadie y apenas tenían conocidos, así que era absurdo pensar que se trataba de una venganza. ¿Quién iba a contratar a hombres armados para desquitarse de unos pobres campesinos?

—Lo sabrás cuando llegues, mujer.

—Pero esto no es...

—¡Calla de una vez!

Jacqueline trató de saltar del carromato, pero una espada le cerró el paso. Sus ojos violeta echaron chispas de indignación, pero acabó recostándose en el tosco carruaje, junto a Hellen, mientras John tomaba las riendas y azuzaba a la mula. Los tres comprendieron que discutir con aquellos hombres era inútil. Lo único que podían hacer era esperar para aclarar el malentendido cuando llegasen allá donde fuera que se dirigían.

La preocupación de Jacqueline por su destino desapareció cuando sus huesos comenzaron a sufrir el constante traqueteo de la destartalada carreta.

Las horas pasaron monótonas mientras las ruedas del carro les alejaba de la cabaña.

Jacqueline conocía lo suficientemente bien aquellos parajes como para cerciorarse de que hacía un buen rato que se habían internado en tierras de Kellinword, aunque eso apenas importaba. La espalda le dolía de forma intermitente y tenía el trasero acorchado por el trajín de los botes del carromato rodando sobre piedras y hoyos de un camino apenas transitado. Trató de acomodarse mejor y apiló bajo el viejo cuerpo de Hellen la paja que John, por fortuna, no había descargado. Ella se lo agradeció con una sonrisa preocupada.

—¡Tenemos que parar! —gritó al que capitaneaba el grupo.

Gilbert la miró y ella le retó con una mirada de frente, airada y altanera. El caballero captó el descaro de aquel mocoso que le observaba de tú a tú. Poco imaginaba Bayard que en la cabeza de quien él creía un mozo atrevido bullían mil y una maneras de despellejarle en cuanto la ocasión le fuese propicia.

Pararon aquella sola vez. Les permitieron retirarse un poco para atender sus necesidades y les proporcionaron luego un trozo de queso duro y un poco de agua. Los soldados comieron por turnos, mientras les vigilaban.

Luego, vuelta al traqueteo y la incomodidad. Jacqueline se juró que alguien pagaría por ese abuso.

Al pensar si tal vez ella fuera la causa, se imaginó saltando del carro, arrancándose el sombrero y dándose a conocer para evitar el sufrimiento de los dos ancianos, cuando divisaron Kellinword.

Se quedó atónita. Había escuchado tantas veces a su abuelo hablar sobre el castillo... y su descripción coincidía plenamente con lo que recordara.

Hellen la miró con terror y ella le hizo una seña para que guardara silencio. Notó un nudo en el estómago, preguntándose si no habrían descubierto su identidad y dónde se escondía. ¡Por el amor de Dios, se estaban metiendo en la boca del lobo!

Si el recinto exterior del castillo de Kellinword era majestuoso, apenas traspasar el puente vio que el interior era inmenso. Dentro del castillo en sí existían otros dos, de dimensiones más reducidas, pero construidos siguiendo los mismos principios de fortificación. Había fosos, empalizadas, torres, murallas, parapetos, puertas y puentes. La distancia que separaba los muros exteriores de aquellas fortificaciones era enorme, convirtiéndolo en una plaza fuerte. El patio interior era una verdadera aldea: casas de campesinos, talleres, habitaciones para los trabajadores domésticos, carpinteros, albañiles, canteros, cuidadores de las granjas y los establos. El horno, el vivero, el lavadero y varios puestos de mercaderes. Edificaciones desordenadas y un incesante ir y venir de gente.

Antes de poder asimilar todo aquello, les hicieron bajar del carro. Uno de los hombres hizo señas a un criado y la mísera propiedad de John desapareció en el recodo de una callejuela. Siguieron a pie y alcanzaron la segunda construcción, en la que se hallaban las habitaciones de la guarnición, la capilla señorial, las caballerizas, las perreras, los palomares y las halconeras, los almacenes de alimentos, las cocinas y los aljibes.

Detrás de su camisa, la torre de homenaje se alzaba imperiosa. De difícil acceso, la residencia del señor y el corazón militar de la fortaleza dominaban el conjunto desde la altura. Jacqueline calculó unos treinta metros. Era octogonal y no debía tener menos de veinticinco metros de diámetro.

Siempre con sus guardianes a la espalda, excepto el que les precedía, la muchacha y los dos ancianos entraron en la torre tras ascender por la pasarela que llegaba a la única puerta.

Momentos después, se encontraban en el gran salón.

Jacqueline casi sintió envidia de la grandiosidad del mismo cuando la comparó con la del castillo de su abuelo. Pero sabido era que los normandos se habían adueñado de los mejores feudos, de los mejores castillos y de todo cuanto pudiese beneficiarles. Al disgusto de aquel pensamiento se unió el temor a conocer al nuevo señor de Kellinword, el hombre del que estaba escapando y a cuyos dominios habían ido a parar tan estúpidamente. Volvió a peguntarse si él se habría enterado de su paradero y había decidido raptarla con el fin cumplir las órdenes de Ricardo. El estómago comenzó a encogérsele, pero desechó la idea con la misma rapidez con que llegara. Nadie, salvo su abuelo, sabía dónde se encontraba. Y el viejo Enric moriría antes que delatarla.

El gran salón era abovedado, de techo alto. El centro vital de la residencia del señor. Allí el normando se comía, se divertía y recibía a sus huéspedes... o a sus prisioneros, como era ahora el caso. Soportaba las quejas de los hombres de su feudo. Administraba justicia, siempre y cuando un normando supiese siquiera qué era la justicia.

La apagada exclamación de Hellen. Luego, la intrigó aquella voz... aquel tono profundo, ronco y aterciopelado a la vez... ¿Dónde lo había escuchado antes? Siguió la mirada de la sorprendida Hellen y sus ojos se achicaron centrándose en el hombre sentado en un extremo de la sala. Parecía concentrado, pues no levantó la vista cuando ellos entraron. Tenía el ceño fruncido y se tironeaba del lóbulo de la oreja con gesto nervioso, absorto en el tablero de ajedrez que le retaba. Mientras, su mano derecha era lamida por uno de los seis hermosos canes que el dueño de todo aquello alimentaba. Sentado frente a él, un individuo de cabello tan rubio que parecía casi blanco, sonreía de oreja a oreja, retrepado en su asiento, las piernas estiradas, los brazos cruzados, acaso seguro de ganar la partida.

—¡Por San Judas! —soltó Wulkan, con voz potente, volcando la talla del rey. El perro, asustado, gimió y se escabulló con el rabo entre las patas—. Maldito seas, has vuelto a darme jaque.

—Mate —especificó el de Montauband.

—Piérdete en un pozo —protestó Wulkan.

Gilbert de Bayard se inclinó sobre su hombro y susurró algo en voz baja. De inmediato, el normando perdió interés por la partida y miró a los recién llegados. También el rubio prestó atención al trío que acababa de irrumpir en el salón.

Wulkan sonrió, complacido, al ver de nuevo la regordeta cara de Plowman y atravesó el salón a largas zancadas, estrechando con fuerza su mano.

—¡John! ¡Hellen! —Se inclinó cortésmente hacia ella en una reverencia digna de una dama—. ¡Por Cristo que me alegro de teneros aquí! —dijo. Se fijó luego en el escuálido Jacky y se echó a reír—. Muchacho, parece que acabes de ver al diablo —bromeó, tendiéndole la mano.

A Gugger, a espaldas de Wulkan, no le pasó desapercibida la zozobra de los dos ancianos. Tampoco la nube de tormenta que atravesó los ojos violetas de aquel muchacho.

Ni Wulkan ni él estaban preparados para lo que sucedió un segundo más tarde.

En lugar de estrechar la mano que le tendían, Jacqueline dio un paso hacia el normando, alzó el brazo y le golpeó en el mentón con todas sus fuerzas. De inmediato sintió el brazo electrizado hasta el codo, aunque se mordió la lengua para no gritar.

Hellen gimió y Gilbert echó mano de su espada. Wulkan le detuvo con un gesto, sin dejar de observar a Jacky. Había desaparecido la sonrisa del rostro, tenía las mandíbulas encajadas y, curiosamente, sus ojos ya no eran oscuros, sino de un color verde furioso. Con deliberada lentitud, se pasó los nudillos por la zona golpeada.

—Supongo... —musitó muy bajo, arrastrando las palabras— que me debes una explicación antes de que te corten la cabeza de alcornoque que tienes sobre los hombros.

—Ponme una mano encima y sacaré tus asquerosas tripas normandas para que se sequen al sol —amenazó Jacky, si bien retrocedió un paso.

Wulkan lo miró con interés. Demonio de muchacho... No parecía amilanarse ante nada ni nadie y no cesaba de mostrar su profundo odio a los normandos. Sin embargo, le pareció descubrir un ligero atisbo de temor en aquellos ojos y aprovechó la baza.

—Tienes un segundo, insensato. Un segundo para explicarte antes de que ponga tu estúpido culo sajón tan rojo como el brial de Gilbert.

—Entonces escucha: ni tú ni nadie tiene derecho a mandar hombres armados para arrancarnos de nuestro hogar sin consideración alguna y arrastrarnos hasta aquí. No pertenecemos a nadie. No somos siervos, sino vasallos del señor sajón de Lynch, a quien guardamos pleitesía. ¡Puedo asegurarte que sabrá de este abuso!

A Wulkan no le gustó lo que dijo y miró a su hombre.

—¿Gilbert?

—Nada dijiste sobre el modo de tratarlos —se disculpó el aludido, incómodo ante aquella mirada helada. Conocía a su señor y sabía de su cólera.

—Dije que me salvaron la vida.

—Y todos lo agradecemos, Wulkan, pero no estoy dispuesto a perder la mía a manos de un mocoso que trata de insertarme en un horcón. —Señaló a Jacky con la barbilla.

Los ojos de Wulkan brillaron alternándose entre su hombre y Jacky. El chico no había bajado ni un ápice la guardia, y casi estuvo seguro de que le hubiera encantado entablar una pelea allí mismo. Desde luego, creyó que era muy capaz de haberse enfrentado con Gilbert. Volvió a pasarse la mano por el mentón y sonrió dando la espalda a los recién llegados. Gugger no entendió nada, pero le divertía haber visto cómo un chaval le asestaba un buen golpe a su amigo.

Al cabo de unos segundos, Wulkan se dirigió de nuevo a Plowman.

—Me parece, John, que os debo disculpas por su comportamiento.

—Bien, yo... —dudó el anciano.

—¡Es lo mínimo! —saltó Jacqueline—. Y proporcionarnos de nuevo nuestra carreta para marcharnos de aquí. Huele a algo extraño —insinuó.

—¿Tal vez a normando? —se burló Wulkan.

Ella hubo de sonreír a su pesar y bajó la cabeza.

—Vos lo habéis dicho.

Gugger no lo pudo soportar más y estalló en carcajadas. Aquel acceso le llevó a sentarse, alternando las convulsiones de la risa con los golpes de su mano en la rodilla derecha. A Jacqueline le cayó bien.

—Es muy tarde —dijo Wulkan—. Pasaréis la noche en Kellinword y mañana hablaremos con más calma. Os daré una satisfacción. Me sentiría honrado si esta noche compartís nuestra mesa.

—Preferimos regresar.

—¡Por favor, Jacky! Ha sido un malentendido. Aceptaremos con gusto quedarnos esta noche en el castillo.

—Estupendo. Gilbert, avisa que seremos tres más a la mesa.

Éste asintió y salió de la sala mientras Wulkan les ofrecía asiento. Gugger se acercó y se presentó a sí mismo.

—Soy Gugger de Montauband.

Un criado vestido de oscuro hizo su aparición para servir vino, mientras Jacqueline se acomodaba sin dejar de observar al sujeto que John encontrara medio muerto. Lo catalogó de inmediato: peligroso, con un arma en la mano, seguro de sí mismo, arrogante, orgulloso, insolente, posiblemente pendenciero y, desde luego, mujeriego. Sí, su rostro y su prestancia le permitirían saltar de falda en falda. Y con toda seguridad, protegido del señor de Kellinword, a costa del cual comería, se divertiría a placer y batallaría sin duda. Había muchos caballeros de aquella índole en Inglaterra. Hombres atados a otros más poderosos de los que se procuraban la mejor tajada, ya que no poseían fortuna propia o ésta no era lo suficientemente consistente como para costearse sus armas y sus atuendos de guerra. Le satisfizo sentir no sólo odio hacia el normando, sino desprecio, sabiéndole una especie de parásito al servicio del hombre con el que Ricardo quería casarla.

En ese momento, varios criados más hicieron su entrada en el gran salón y comenzaron a colocar caballetes sobre los que asentar grandes tablones para conformar las mesas. Una mujer de formas rotundas se acercó a Wulkan.

—Milord...

Aquella palabra le estalló en la cabeza a Jacqueline. Pero también a John y Hellen. El anciano se atragantó con un sorbo de vino y Jacky notó que se mareaba.

—¿Mando a Henry por un par de jarras del vino que trajeron ayer, milord? —preguntó la criada, sonriendo a los recién llegados—. El señor de Bayard me dio a entender que vuestros invitados eran especiales.

—Gracias, Shanya. Claro que sí. —Sonrió Wulkan.

Plowman se esforzó por hablar cuando se dirigió a Wulkan.

—¿Milord? —preguntó.

—Creo que no me estoy comportando como un buen anfitrión —se lamentó—. Debí haberme presentado adecuadamente. Soy Wulkan, lord de Kellinword.