Bert Oxman descendió del jeep, cerró con golpe seco la portezuela y atravesó la calle con paso elástico. Era un hombre alto, rubio, de rudas facciones curtidas por el sol. Tendría treinta años, si bien, dada la rudeza de su persona, aparentaba más. Sus ojos eran azules y de mirada penetrante; su boca cuadrada, de sensual dibujo; vestía una zamarra de cuero sobre la americana de color indefinible. Al llegar a la mitad de la calle, se detuvo en seco y volvió sobre sus pasos. Se quitó la zamarra, la enrolló y la tiró dentro del jeep; luego metió las manos en los bolsillos del pantalón, y esta vez atravesó la calle y empujó la verja verde con el hombro.
Había algunos coches alineados a lo largo de la verja. Eran coches elegantes, de todos los colores. Bert Oxman los contempló con mirada vaga y esbozó una indefinible sonrisa. Los dueños de aquellos coches estarían ya dentro de la elegante morada de Bessie Kiddle, y se imaginó a Bessie haciendo los honores a los invitados. Era... divertido aquello, muy divertido. Bessie era una dama formidable. La única persona que Bert admiraba. La única de Rhondda, y en Rhondda había unos ciento trece mil habitantes. Pues de aquellas ciento trece mil personas, era Bessie Kiddle la única que merecía la pena mencionarse.
La gran puerta estaba abierta y tras ella un criado vestido de negro, recogía a los invitados sombrero y gabán. Bert no llevaba ninguna de ambas cosas.
—Buenas tardes, Ciril.
—Muy buenas, señor Oxman —replicó el criado con voz gangosa.
Bert avanzó, atravesando el vestíbulo y recostó su alto talle en el umbral del salón. Había en aquel unas treinta personas. «¡Los siervos de Bessie!», pensó Bert, bailando en su atezado rostro una risita burlona. «¡Los... ridículos siervos de Bessie!»
—¡Bert! —exclamó esta como si viera a un ángel—. Querido Bert.
—¿Qué hay, Bessie?
—Ya temía que no vinieras.
—No puedo despreciar tus sinceras invitaciones, querida amiga.
La querida amiga movió su pañuelo de encaje en las mismas narices de Bert y le dijo suavemente, al tiempo de colgarse de su brazo:
—Sin ti, no concibo estos viernes.
Bert pensó que tal vez fuera cierto. Bessie era una mujer sincera, como él; una mujer que se casó joven, muy enamorada de su marido. Y siempre decía: «Te admiro, Bert, porque me haces recordar a. Sam Blu». Y Bert adivinaba lo que quedaba por decir: «Era tan bruto y sincero como tú».
—Ven. ¿Qué vas a tomar?
—Whisky escocés, si lo tienes.
—¿Cómo no? En mi casa siempre hay de todo —y bajando la voz—. Todo lo que le gustaba a Sam...
Bert era muy alto y Bessie muy bajita, con su pelo blanco, su vocecita tímida y su fragilidad. Bert hubo de inclinarse, sobre ella para decir:
—Me admira que lo hayas querido tanto.
—¡Oh!
—Hoy día, las mujeres no quieren así.
—Las que aman de veras, sí. Te serviré el whisky.
Se alejó con una sonrisa. Bert miró a un lado y a otro. Mucha gente y muy bien vestida. Él desentonaba. Su traje era vulgar y corriente y sus zapatos no brillaban, pero esto no era obstáculo para que todos le saludaran con una sonrisa. Bert correspondía con una mueca. Aquellas personas, por una causa u otra, todas le debían favores. La mayor parte vivían de crédito, la otra parte habían enriquecido sus arcas, las minas de Oxman...
—Tu whisky, Bert. Dime, ¿cómo has tardado tanto?
—Hubo un asunto de última hora que tuve que resolver por mí mismo.
—Luego, cuando se vayan los invitados, quédate. Cenas conmigo.
—Acepto.
—Siéntate ahí, y, como siempre, observa, pero no seas demasiado severo en tus observaciones.
—A veces, es imposible ser indulgente.
Y rio. Era su risa como una caricia. Era lo que más llamaba la atención de Bert. Aquella tibia sonrisa en aquel rostro duro y atezado.
* * *
El último invitado se había ido, y Bert se hallaba en el saloncito íntimo fumando su pipa y con un vaso de whisky entre los dedos.
Frente a él, hundida en una butaca, la frágil figura de Bessie lo miraba sonriente y, de pronto, dijo:
—Bert, si hubiera tenido un hijo hubiera dado algo porque fuera como tú.
—No lo has tenido.
—Esa es la pena. Sam deseaba un hijo y no pude dárselo... Fue la gran decepción de mi vida.
—No te pongas melancólica, Bessie —rio Bert, campanudo—. Sam ha muerto y te dejó una fortuna...
—¡Oh, oh, qué cruel eres!
—¡Diantre! ¿No es cierto?
—Lo es, pero... ¿Me la dejó Sam, o le ayudaste tú?
—Eso sí que no. Sam era uno de nuestros mejores ingenieros. Merecía ser admitido en la firma.
—No hablemos de eso, ¿quieres? Vamos a cenar los dos. ¿O tienes algún compromiso?
—No tengo compromisos, Bessie, tú lo sabes. En Rhondda se me teme, pero no se me ama.
—Creo que tú no necesitas cariño.
Bert cruzó una pierna sobre otra y balanceó un pie con rítmico movimiento.
—A veces, Bessie, pienso que no se es feliz sin cariños verdaderos, otras... ¡Qué sé yo! De todos modos no es cosa que me interese mucho.
—¿No piensas casarte?
—No pienso dejar el apellido Oxman sin continuador, pero aún no encontré a la mujer digna de ser mi esposa.
—Hay muchas chicas guapas en Rhondda.
—Por supuesto.
—Y deseosas de cazar al coloso de la libra esterlina.
—¡Jo, jo! —rio Bert sin responder.
—Te hablo en serio, Bert. Tal vez no haya en Rhondda persona que te aprecie más que yo.
—Estoy de acuerdo, pero también es cierto, Bessie, que hace solo veinte años, yo era un mocoso que llevaba la comida a mi padre y a Sam en una cestita de mimbre. No lo habrás olvidado, ¿eh? El que mi padre haya encontrado una mina en la colina y la haya explotado con fortuna, no impide que los habitantes de Rhondda recuerden al chiquillo miserable que con una cestita iba todos los días hacia las minas con la comida para su padre.
—Todas esas personas te deben favores, Bert.
Este agitó la mano y sonrió. Con la pipa apretada entre los dientes, dijo pensativamente:
—No me explico aún cómo hizo mi padre para apropiarse de todas las minas del país.
—Te lo diré yo.
—Sí, ya me lo has dicho muchas veces, pero no acabo de comprenderlo. Fue, o tuvo que ser, una lucha colosal.
—En efecto. Sam le ayudaba. Pero el propietario era tu padre. Pasó días y meses enteros en los pozos con seis obreros únicamente. Fueron años de lucha intensísima. La cadena de minas fue apareciendo una tras otra, y tu padre, con astucia, fue adquiriendo la propiedad. Todos vendían sin comprender que bajo aquellos arbustos se ocultaba el oro. Cuando tú cumpliste quince años, tu padre ya era rico.
—Si bien —dijo Bert con su cínico acento— ello no impidió que yo fuera siempre el hijo del miserable minero.
—Un minero a quien acuden los ricachos...
—¡Bah! Y luego te ven en la calle y hacen como si no te vieran. Oye, Bessie, ¿por qué gastas el dinero y el tiempo en estos viernes absurdos?
—¿Aún no lo has comprendido?
—Por supuesto que no.
—Pues te lo voy a decir. Hace treinta años, yo era una muchacha de servicio. Servía en una fonda.
—Eso ya lo sé.
—Allí conocí al ingeniero Sam Blu.
—Y se casó contigo.
—Exactamente. La gente no se lo perdonó. Le retiraron la palabra, a mí me ignoraron. Luego, Sam trabajó con tu padre. Los tacharon de locos. Ellos no hicieron caso.
—Y enriquecieron.
—Eso es. Cuando Sam murió, empezaron a notarme. Vinieron a condolerse, y yo juré que estarían bajo mis pies.
—Y lo están —rio, divertido, Bert.
—Muchos de ellos, sí. Presto dinero a crédito. Sé muchas cosas de esa gentuza, muchas basuras ocultas. Si se niegan a venir... Ya sabes...
—Eres una mujer inteligente, Bessie.
—Me han humillado; eso es todo.
* * *
—¿No está el señor Oxman?
—En las oficinas, señor Wilson.
Perry Wilson atravesó el patio y se adentró en las oficinas. Fue directamente al departamento central y empujó la puerta.
—¿Bert?
—Pasa, pasa, Perry. Estuve esperándote todo el día de ayer.
Perry era un hombre joven, alto y desgarbado. Pertenecía a una de las familias mejores de Rhondda y era abogado de Bert.
Se sentó frente a él. Bert fumaba su negra pipa y vestía pantalón oscuro y jersey de lana subido hasta el cuello.
—¿Lo has conseguido, Perry?
Este depositó la cartera de piel sobre la mesa y encendió un cigarrillo.
—No es nada fácil.
—Pagó el doble de su valor.
—Sí, sí, Bert, estoy de acuerdo. Pero tú no conoces a esa gente, prefieren pasar hambre que vender sus propiedades, e...
—Dilo.
—Bueno —se aturdió el otro—, al fin y al cabo...
—Sigue...
—Ejem..., ejem...
—Perry —bramó Bert, perdiendo la paciencia, tus vacilaciones me desquician y ya lo sabes. Eres de los suyos. Pero a la vez eres mi abogado. Estás aquí para defender mis intereses.
—Naturalmente, naturalmente —enrojeció, añadiendo—: Tío Edward...
—No me interesa que sea tu tío.
—Ya..., ya lo sé. Te iba a decir...
—¿Vende o no vende?
Perry Wilson, había sido hasta cinco años antes un holgazán con un título que guardaba en su despacho como objeto inservible. Un día se dio cuenta que ni su padre ni su tío Edward podían mantenerlo y decidió trabajar. Un amigo también abogado le habló del minero Oxman. Lo demás fue fácil. Trabajó para él y nunca sintió mayor satisfacción que en aquel instante, negándole el derecho a una compra que deseaba fervientemente.
—No vende.
Bert no contestó al pronto. Se repantigóse en la butaca y mordisqueó la pipa. Perry se creyó en la obligación de ampliar el informe...
—Mira, Bert. Mi prima Maude llega de Londres uno de estos días.
—¿Y qué me importa eso?
—A ti no. Pero a tío Edward, sí. Maude no posee fortuna. Yo no sé qué le pasa a mi familia.
—Habréis gastado demasiado —dijo Bert, aplastante.
El otro se limitó a sonreír, pero una rabia sorda lo invadió.
—Lo cierto es —dijo con serena voz— que tío Edward no quiere que su sobrina conozca el estado lamentable de su fortuna.
—Oye, Perry, yo le ofrezco una oportunidad. Le compro la pradera, le ofrezco por ella una fortuna...
—Sí, sí, Bert, pero —y una sonrisa curvó sus labios— mi tío no vende.
Bert no pareció enojarse. De repente se convirtió en una piedra. Con voz fría dijo:
—Ten en cuenta, Perry, que cuando él quiera vender yo no compraré.
—Tengo otros asuntos en cartera.
—Soluciónalos con el administrador. Lo encontrarás en su despacho. Buenos días.
Perry salió y cerró tras de sí. Bert apretó los puños y masculló:
—¡Los muy cerdos!
Él deseaba aquella pradera para ampliar su vivienda. Hacía años que luchaba por comprarla, pero Edward Wilson se había propuesto fastidiarlo. Tanto peor para él.
Empezó a firmar cartas. La secretaria entró y Bert dijo:
—Que las lleven al correo.
—¿Algo más, señor?
—Que venga el señor Coll tan pronto como pueda.
James Coll estuvo ante él media hora después.
—Siéntese, Coll. ¿Habló con Perry?
—Sí, señor.
—Tengo interés en esos terrenos. Mi casa está como ahogada.
—Lo sé, señor.
—Deseo ampliarla y los terrenos pertenecen a los Wilson. Entérese de cómo andan de fondos los Wilson, si tiene alguna hipoteca, si tienen deudas...
—Lo sabré esta tarde.
—Perfectamente, Coll. Puede retirarse.
Aquel anochecer, Bert le decía a Bessie:
—Los muy cerdos...
—Calma, Bert. Calma, mucha calma.
—No tienen contraídas deudas. No hay hipotecas. Se reducen los gastos dentro, pero al exterior... ni esto.
Y mostró una uña.
—Lo que no me explico es cómo tienes a Perry contigo.
—¿Quieres que te lo diga? Pues verás —añadió—. Fuimos niños a la vez. Él era el señorito, yo el pordiosero. Cuando murió mi madre y mi padre me vistió de negro, él me puso el apodo de Cuervo. Lo odié desde aquel instante. En cierta ocasión pretendió burlarse de mí, cuando yo pasaba con la cesta de la comida para mi padre, y el jugaba con otros niños distinguidos junto a la plaza central. Me volví hacia él y traté de propinarle una paliza. Los otros me tiraron la cesta y, con ayuda de un compañero, Perry me golpeó el rostro con una piedra. ¿Ves esta señal que tengo en la frente? Me la hizo él. Aquel día mi padre no pudo comer, pero recuerdo muy bien sus palabras. Me puso una mano en el hombro y me dijo: «Sé valiente, muchacho, algún día ese será tu criado».
—¡Bert! —susurró Bessie.
—Y lo es.
—Pero todos los días te hace recordar aquella escena infantil que quedó grabada en tu mente.
—Es... un placer.
—Y le ayudas a vivir.
—No lo creas. Servirme a mí, es... una agonía para él, pero no tiene más remedio. ¡Ya sabes que deseo esa pradera! He de conseguirla.
—No conoces a sir Edward.
—De vista, y tendrá que bajar los humos.
—Temo que prefiera morir de hambre. ¿No ves que no conoce a nadie en la calle? Si yo le invitara a mis viernes, se hubiera reído... Esa gente no está bajo nuestro yugo, Bert. Nunca podrás vencerlos.
Bert se puso en pie y empezó a pasear en el saloncito de su vieja amiga.
—Bessie —dijo de súbito—. Yo no soy malo. No deseo la caída de nadie, pero esa gente... me hizo demasiado daño. ¿Recuerdas lo que lucharon para despojar a mi padre de la propiedad de La Mina Sur?
—Lo recuerdo.
—Perdieron el pleito, y de ahí su ruina, pero yo he de lograr que esa ruina le aplaste para siempre.