I

DIARIO EN DESORDEN

El curso del tiempo está ahí, mano de uñas finas, pequeña garra de pájaro, que tanto odié. ¿Por qué se marchita el odio, también? El odio era fresco, ácido, como ciertas frutas. Sin duda alguna la mano es vieja, pero los dedos no tiemblan mientras mondan cuidadosamente los albaricoques. Yo siempre como enteros los albaricoques, con su piel, con dentera y placer, con cierta ingenua crueldad. Entonces, hace tiempo, ella decidía lo que era o no era correcto, tanto en la mesa como en el mundo que me destinaba. Sin embargo, una vez, ensartó en la punta del cuchillo tres o cuatro pepinillos en vinagre, y se los comió. Aséptica, implacable, soez y olímpica. La recuerdo, en ristre el cuchillo, gastado y afilado por el uso, más sutil que una navaja; la recuerdo contraviniendo sus códigos, sus amonestaciones, su ley. La vuelvo a ver, ahora, y sigue pareciéndome, igual que entonces, delincuente y ejemplar.

Monda los albaricoques, esta noche cálida de junio. Pulcra y feroz, yo no sé si es o no es ortodoxo lo que hace. Sólo que presencio algo parecido a ver despellejar la primavera. Dentro de unos días celebrará, una vez más, el fasto, el extraordinario día en que dio un grito (el primero y posiblemente el último) sobre la faz del mundo: porque ella es lo único que verdaderamente, tangiblemente, existe.

A veces —ahora, por ejemplo— me digo si será cierto que sólo ella está viva, prolongando indefinidamente la hora del postre, en vísperas de su gran conmemoración. Porque esa conmemoración es lo único indudable de cuanto nos rodea en esta casa, en esta isla dentro de la isla.

¿Cómo es posible que lo haya conseguido? ¿Cuáles fueron sus artes, para reunirnos así, dispares y distantes, sólo porque se prepara a cumplir el año decisivo, el sorprendente, sarcástico año con que nos amenaza desde hace...? No sé. No tiene edad, ella es el tiempo. Siempre igual, viva y mortal, eterna paradoja. Ya no se levanta la ola blanca encima de su frente. Hacía tanto tiempo que no la veía, que no la oía, y de golpe la distancia se ha fundido, todo lo acapara ella: el mundo es ella. Los demás, a su lado, parecemos excluidos del mundo. No la vi envejecer, pero sé que ha pasado mucho tiempo, muchos años sobre aquel año, el último en que la vi.

Forzosamente, debe envejecer. Aunque sea internamente, como los árboles. La muerte trepará por sus arterias, asomará un día al gris de sus ojos: aunque sea en calidad de desafío, o epigramática promesa. Es preciso decirle: «No has cambiado, los años no pasan para ti.» Y es verdad. El calendario, el curso del sol y de la luna, los equinoccios y solsticios no tienen nada que ver con ella. Tampoco en el gran día, doce meses antes de su auténtico centenario. Ni dentro de ocho días, cuando paladee la gula de su noventa y nueve aniversario; cuando asistamos todos a ese nuevo año, irónico, burlón, con que parece azotarnos por puro y melancólico escarnio. Porque la tristeza —yo empiezo a llamarla melancolía— nunca la abandonó, estuvo siempre en ella desde el primer día en que la vi. A veces, en el recuerdo (al tiempo que yo envejecía), su gesto despectivo se volvió simple tristeza. Puede que sea éste el secreto, la razón de que mi odio se agostara.

Nadie sabe, como sé yo, por qué anticipa un año la celebración del centenario. («Necesito adelantar la fecha; si aguardo a celebrar la fiesta de los cien años, ese año no se cumplirá.») Yo conozco el curso de sus pensamientos porque no es misteriosa, es como una copa vacía, para mí. Sabe a la vida caprichosa, cruel y aguafiestas. Ella teme que el verdadero centenario no se cumpla. Que el gran capricho le arrebate al lugar mísero y fastuoso donde los muertos aguardan, estáticos, algún recuerdo, alguna palabra capaz de renacerlos fugazmente, entre frases vagas, ajenas. Palabras que ya no entenderían, aunque resucitasen.

Sentada en su sillón-portátil (no es sillón de inválidos, esa palabra no le gusta: es simplemente portátil, como una máquina de escribir o un transistor) triunfará una vez más sobre nosotros: los que vivimos, y los que murieron, Tío Álvaro, Jorge de Son Major, el Gran Abuelo, mi madre... Nosotros crecemos, nos agostamos, morimos. Ella triunfa, quieta y solemnemente, sin asombro ni regocijo, sin aparente bienestar. Triunfa, porque siempre triunfó: en el instante de su nacimiento, en juventud, en vejez. Porque sus palabras arrastran el silencio, como algunos barcos una cola espumosa, esperanzadamente seguida por los tiburones, prestos a devorar los restos que algún pinche lance por la borda. Posee el don de fabricar silencio, de hacerlo manar, como una fuente. Provoca confusión, recelo, miedo, admiración, odio... ¿qué importa? Provoca, sobre todo, sentimiento, silencio. Cuesta romper a hablar, detrás de sus palabras: aun cuando esa frase sea una pregunta. Es terroríficamente prevalecedora.

Y pasará este cumpleaños, y posiblemente alcanzará, sin mayores dificultades, el centenario. Tal vez, observándola bien, a través de la conversación que pálidamente la secunda, puedo descubrir la carcoma. Desde mi puesto en la mesa —el puesto de siempre—, callada, quizá regrese a mi perdida infancia. Mirándola y en silencio, como en el tiempo en que ambas cosas me reprochaba. Así procuro, como entonces, «que nadie se fije en mí, ni se acuerde de mí». En esta apacible y seguramente cordial cena familiar, viendo cómo devora tiernos y dorados albaricoques, mientras asisto al curso de sus interminables postres, descubriré la carcoma.

Pero la carcoma no ha llegado con los años. Como la tristeza (o melancolía) siempre existió. Ahí, en esta gruesa columna entre ruinas, abrazada, por toda clase de plantas salvajes y restos de yedra, a las que sobrevive, primavera tras primavera, albaricoque tras albaricoque, manzana tras manzana. Imagino la columna en el largo invierno; impúdica y fría desnudez, hollada por las lluvias, profanada por remotas inscripciones de muchachitos obscenos, vagamente apresada por esqueletos de hojas, espinosos tallos, ensortijados fantasmas de flores. En otro tiempo...

Nunca dará la sensación de sentirse apresada. Ni por la propia vejez, ni por la muerte de sus allegados, ni por la de sus enemigos, ni por los nacimientos que, más o menos lícitamente, puedan llevar su sangre. Es como un estacionario escarnio a la vida y a la muerte. Una injuria sedentaria, sin emoción alguna, ante la vida y ante la muerte. Estremece pensar cómo se niega a perecer, impávida e irracional, poseedora de considerables bienes terrenos, espectadora de la ruina y la ceniza que rodean a su cuerpo terco. Testigo incólume del efímero reino de las campanillas azules, de las bugambilias, de aquellas humildes y espumosas cabezas de lúpulo. Tiranizando toda vida en torno, con la golosa promesa de su muerte. Como si en cada uno de sus espesos silencios dijera (y ahora pienso en ti, Borja): «Paciencia, serenidad. Después de todo, algún día me moriré.»

Ha terminado los albaricoques, los huesecillos húmedos relucen en el plato como oscuros ojos de niña. Me acuerdo de la estampa de Santa Lucía, que me angustiaba en tiempos. Antonia retira suavemente el sillón portátil de la mesa, lo acerca a la salita, donde el café humea. No guarda ningún régimen alimentario, ni siente otra molestia que la de no poder —sospecho que más bien se trata de no querer— avanzar sobre sus diminutos e hinchados pies.

Su taza, negra y llena, insulta a la pálida infusión de manzanilla de tía Emilia, humillada por dietas y prohibiciones. Tía Emilia se priva, ya —ella sí desmoronada, lacio manto en una alfombra—, de los pocos y míseros goces que aporta la vejez: gula, avaricia, pereza... Tal vez, le quede la pereza. Pero según me dijo antes, padece insomnios. Triste recompensa a su obediente y castigado cuerpo. Tía Emilia da sorbos resignados al borde de la tacita, porque —lo recuerdo bien— no soporta las bebidas excesivamente calientes. (¡Oh, aquella botella de coñac, aquella copa de rojo cristal, que guardabas en la cómoda de tu cuarto! No es justo que lo hayas pagado a tan alto precio, mientras ella, la gran degustadora, ignora vísceras y alifafes.) Injusticia sobre injusticia, esta casa continúa edificada sobre la arbitraria repartición del bien y el mal que la caracterizó. Siento una difusa irritación —sigue la injusticia, puesto que el odio, en cambio, está apagado— hacia tía Emilia. Marchita muñeca rubia, hubiera deseado convertirse en una abuela plácida, golosa; de esas que llevan caramelos en el bolso y se duermen sobre el periódico. Pero la vida ha huido, y le sigue negando cuanto podría hacerla modestamente dichosa —incluso la orfandad—. Habría sido una abuelita fofa y buena, con cutis de aún excelente calidad: amarillento terciopelo, caídas y bondadosas mejillas junto a su boca todavía glotona, burguesamente sensual. Habría regalado bicicletas por época de exámenes, y contado de vez en cuando la historia de Repuncel (único cuento que sabía). Pero ahí está, sin nietos, sin café, sin dulces, sin coñac ni Marie Brizard. Sin cigarrillos, con lentes, con insomnio. El cuerpo le resbala, como un traje de su percha. Sólo conserva su eterno asentimiento. Día tras día admite su carácter irresponsable, sus cortas luces, sus excesivas indulgencias para el hijo solterón y dilapidador. Admite, año tras año, la absoluta carencia de energía con que debiera sostener su digna viudez de héroe nacional.

Tengo la sensación de que su marido, desde esa fotografía que antaño me desasosegara, la mira despechado. Pienso que los hombres como tío Álvaro nacieron para morir violentamente. Su larga cicatriz, su rostro enjuto, sus ojos aferrados a una idea rígida y escueta del mundo. De niña se me antojaba remoto, brutal y misterioso. Ahora, ese viejo retrato, en su lugar, en la mesita de siempre, me ofrece un rostro insulsamente obvio. Y su gran justificación: no era verdad, no tenía apenas dinero. Este hombre de quien siempre oí feroces virtudes (tanto castrenses como civiles), estaba medio arruinado. Por lo visto (aunque en aquel tiempo nadie lo decía), le gustó mucho jugar al póquer. Ahora sé de quién heredó Borja la misma afición y debilidad. Borja, querido, tú te encargaste de alegrar, con los últimos bienes heredados, tu poco respetuosa —verdad es confesarlo— orfandad. Borja, tú tampoco has cambiado. Por contra, ay, aquel hombre que hacía fusilar a quien quería, ¿existió alguna vez?... Lo cierto es que murió consecuente consigo mismo. En el suelo (como es de rigor), y a las puertas de Teruel. Contrariamente a los ejemplos de su vida, no hay nada atroz en esa muerte. Resulta una muerte natural, razonable. No hay gran violencia, a decir verdad, en esa muerte. No creo que dejara condecoraciones, aunque se las concedieron. Es evidente que, salvo en el juego y para el juego, fue de una austeridad rayana en la avaricia. Ahora, en el retrato, únicamente parece decepcionado. Como si le hubiese fallado una última baza, en la que confió. En mi recuento de esta noche, aún puedo reconstruir el silencio que se desplomó detrás de su muerte: sobre hipotecas, deudas y penurias. Sobre tía Emilia, obediente a la sutil orden que a su lado flotaba: ella no debía enterarse de nada. Era, al parecer, su misión en este mundo. Ser, según le correspondía, tonta, buena y resignada. Así, nada alteró el orden natural de las cosas.

Pero la vieja columna siguió dominando entre las ruinas. Ordenando, clasificando, vendiendo, pagando, decidiendo. ¿Qué importancia tiene para ella el curso de los humanos acontecimientos, los espacios vacíos donde el tiempo se vierte como en vasija desfondada? Nada. Nada importa. La ruina nunca es su ruina. La muerte nunca es su muerte. La desgracia nunca es su desgracia. Lo que no le ocurre a ella, no le ocurre a nadie. En este aspecto, no reconoce hijos, padres o hermanos. Nada importa, pues. Ella, después de todo, es el mundo. Todo el mundo conocido (como los mapas de la antigüedad). Todo regresa a ella y en ella se cobija; acepta o rechaza, según su entender y conveniencia. Sospecho, pues, que nunca esperó ni deseó otra cosa: ni de tío Álvaro, ni de su hija, ni de su nieto. Que todo sucedió tal y como ella previó que debía suceder. Su casa, su familia —su mundo— siguió como siempre; nada cambió.

Y tú, Borja —acaso te acuerdes alguna vez de estas cosas—, habías olvidado ya la vieja playa; estabas asombrosamente entregado a crecer, dulcemente insumiso, educadamente díscolo, lisonjeramente egoísta. Borja, querido amigo, querido hermano, a veces he pensado que estas dos mujeres que te amaban, y te aman aún —cada una a su modo—, no esperaban de ti una conducta diferente. Es fácil entender, en esta noche, en esta casa, que fuiste fiel. No rompiste moldes, procediste conforme a usos y costumbres. Y había (y hay, aún) una dulce promesa en el aire, que roza tus oídos, tu mirada, tu esperanza: «Paciencia, un día cualquiera me moriré.» Ella nunca se ha indignado ni quejado de tu vida, Borja, como tú te indignas y consumes por la tardanza de su muerte. Muerte que escarnecerá mañana con festejos familiares, al apilar un año más de vida sobre noventa y ocho años de vida (aunque ella finja que se trata de su centenario). La última vez que te vi, Borja, te habías vuelto un poco rígido: adiviné la impostura de tu abandono, en el fondo del sillón. Yo te conozco, Borja, puedo aún reconocer mil lanzas alertas bajo tus hombros de falso muchacho. Ya no existen los ojos de aquel niño que lloró, una vez, cierta madrugada. Con los años, se han vuelto amarillentos. Ya nadie podría creerlos dorados, o verde pálido, como este cielo de junio.

También ella te espera, impaciente. Hace dos noches que te espera. Mira furtivamente el reloj, mientras desgrana palabras. Ella sabe, y supo siempre, hablar de una cosa y pensar en otra. Piensa en ti. Las dos pensamos en ti, esta noche. Más que tu madre en ti. Más que en mi hijo, yo. Aunque los dos os retraséis lo mismo. Y ahora sé por qué ella y yo coincidimos, casi siempre. Estas cosas no tienen nada que ver con el amor, ni con el interés humano. Estas cosas son hechos irremisibles en el tiempo, en nuestra corta vida (en la porción de egoísta, mezquino tiempo, que nos ha tocado a cada uno). Se puede mentir —se suele mentir— sobre estas cosas. Pero nadie las cree.

Y vuelvo a repetirme y a constatar que, después de todo, ya no se levanta aquella ola blanca en su frente. Ahora, su frente me recuerda la arena donde va a morir el mar: como si muriera de verdad, y para siempre. Pero sé que irán continuándose, desfallecidas o encrespadas, una tras otra, todas las olas. Ondas agónicas, ahora, sobre un remoto resplandor de oro (aquellas que fueron buscadas caracolas, caparazones marítimos con que ensartar collares y brazaletes de princesa oceánica; borrosos espectros de alguna criatura que poseyó un jardín en forma de sol, en lo más hondo del mar; un jardín surcado de sombras, reflejos errantes de naufragios; un mar hondo, de barro y esmeralda, donde flotan ya, en un viento sonoro, esqueletos de barcos; mar casi mineral, simas por las que descienden, girando sobre sí mismos, torpes y lentísimos, barcos y marineros muertos. Se parecen a ciertos molinos de papel, que ya no se fabrican. Misteriosos descensos con suavidad de pluma, que recuerdan la última nevada dentro de una desusada bola de cristal).

Medito en esa cabeza forzosamente anciana, y sé cuán inútil es vagar con un gancho en la mano, como quien busca despojos en la arena. Esa cabeza me devuelve el espejismo de mi infancia, pero el mar está lejos, lamiendo las costas de una isla que nunca logré entender.

Esta noche ya no alcanzo muchas cosas. Cosas que me hicieron sufrir, reír, pensar, crecer. Ya estamos crecidos, Borja. Y olvidados. De nuestro errabundo caminar de niño, de nuestro perverso, agridulce corazón de niño. Aunque alguna vez —ayer, hace diez años, tal vez mañana— lo creamos conservado en algún lugar (como cuando se abre una caja, inopinadamente hallada, y en el envés de la tapa, en el menudo y moteado espejo, nos asusta el fantasma de unos ojos que no volverán). En todos nuestros actos hay algo parecido a un acecho, apartado y constante.

Así es, imagino (de manos de la soledad), como se llega a la edad de la razón. Puedo reconstruir, en esta noche, la primera soledad: una dramática separación del mundo, una dulce, temerosa e impaciente distancia del mundo circundante. La última soledad —la actual— es una patética e irrefrenable inmersión en el mundo. No existe otra diferencia notable, entre aquel tiempo y este tiempo. Por lo demás, la gente adquiere vicios, virtudes más o menos convencionales. Una actitud comprensiva y silenciosa ante la inbecilidad, la injusticia o la fealdad. Una mayor tendencia al silencio. De todos modos, pienso que si la primera soledad se parece un poco a una isla, la última soledad —la última isla— pertenece a un nutrido archipiélago. Si me preguntase por qué razón he venido hoy a esta casa, otrora aborrecida, me costaría confesar: porque lo deseaba. Pero es así. Una vez vi un mendigo muerto, a las afueras de un pueblo. Estaba muy pegado a la tapia del cementerio, por donde asomaba una rama florecida, blanca. En otra ocasión, vi a un hombre asesinado, pegado al lomo de una barca.

Yo sé perfectamente por qué he venido aquí. Yo sé muy bien por qué razón no puedo desprenderme, ni me sabré ya desprender de la tiranía. He nacido en la tiranía, y en ella moriré. Tal vez, incluso, con cierta confortabilidad, suponiéndome exenta de toda culpa. Acaso estoy ya demasiado inmersa en la última etapa de la soledad, o aún soy un punto más indiferente que el año pasado, y no obstante...

Sé, de forma clara aunque invisible, que algo se abre bajo el suelo. No sé si bajo mis pies: en todo caso muy cerca de mí. Desde que volví a la isla, la sensación de cepo oculto no se me aparta, y creo adivinar, por gratuito que parezca, algún grito inaudible entre estos muros, como si alguien acabara de ser atrapado. Aquí mismo, ahora, en este instante. Es una adivinación fugaz, apenas formulada, ya desaparecida. Pero, ya sin creer en ella, me sorprendo volviendo la cabeza, mirando con recelo alrededor.

Nunca debí volver aquí. Hacía mucho tiempo, mucho, que no pensaba en estas gentes, ni en mi infancia; que no pensaba en ninguna de estas cosas; ni en esta casa, ni en esta habitación. Tampoco en la isla. Sólo he precisado algo tan simple, tan vulgar, como leer su llamada: «Voy a cumplir cien años, quiero reuniros a mi alrededor» (y una tenue, irónica promesa, en la última frase: «Acaso por última vez»). Acaso. Acaso. No entiendo como se puede llegar a los noventa y nueve años y decir: acaso es ésta la última vez. Ella es la última vez. Acaso no es una palabra para ser pronunciada por ella. Para ella no hubo, no habrá jamás acasos. Aquí aún late una ira infantil, diluida, rodando ya sin destino. Pobre Borja, con los párpados velados sobre tus ojos cansadamente ávidos; también a ti, en tiempos, te tiranizaron vagas y prometedoras frases: heredero predilecto, muchacho amado. Si no hubieras esperado nada, ahora no acudirías a la llamada (pero acudirás; aunque tarde, acudirás). Tal vez no habrías quemado tu vida en esperar, esperar. No hubieras malgastado energías y talentos (en su sentido numismático) en la espera. Ahora adivino que la realización de la codiciada promesa te llegaría tarde. Siempre llega tarde lo que anhelamos, es verdad. Nunca entenderé al ser humano, sólo atisbo deseos, impaciencias, desencantos, vacíos. ¿Dónde anda la gloria, de que tanto nos hablaban? ¿Dónde la plenitud, que añorábamos? Borja, a pesar de todo lo sucedido, de lo que aún sucederá o pueda suceder, tú y yo estamos unidos por un sutil dogal. Es posible que nos una algún delgado, irrompible amor, de extremo a extremo, de cabo a cabo de ese hilo, allí donde vayamos. Es cierto que sentimos, a veces, un doloroso tirón. He leído en tus párpados velados, como leí siempre. Posiblemente sólo aguardes un futuro nostálgico, espesamente dulce, porque los bienes se retrasan demasiado. Ya no hay remedio, nadie puede volver el tiempo atrás. Hoy, ayer, es tarde. Mañana no ha llegado, pero ya es tarde. Mi querido Borja, te aguarda una opulenta madurez sin el ácido, punzante placer del primer esplendor, del primer libertinaje. Lo perdiste, ya ni siquiera lo recuerdas.

Años, gentes, hechos, cruzan entre tú y yo. Nos hemos visto de tarde en tarde. Dentro de unos días volveremos a encontrarnos. Reanudaremos la intemporal conversación de siempre. Creo que aún no se ha apagado el calor de nuestra última discusión. (Por lo menos, esto se ha salvado.)

Tengo la mordiente sensación de que en algún tiempo escribí un verdadero diario. Naturalmente, no sería un metódico y fiel autodocumento, un cotidiano y ejemplar ejercicio de minuciosidad y observaciones. No un diario normal (algo parecido a cuando mi vieja Mauricia contemplaba los jerséis que me tejió, y decía: «cuando iba por la sisa tuviste la escarlatina», o «cuando iba por el elástico de esta manga, fue la helada aquella, que se nos perdieron los tomates»). No sería así, no, el hipotético diario que imagino haber escrito; pero estoy convencida de la existencia de algún eco, quizá de un tono —el tono de una voz, de una frase que persiste y gravita sobre mis actos o en la rara memoria de lo que aún ha de suceder—, algo que hice, o creí, o viví en algún momento que, ahora (esta madrugada en que no puedo cerrar los ojos), me parece totalmente vano. ¿Cómo se podrá recuperar la realidad pasada? El día que algún futuro Edison —pongo por caso— nos la sirva en pompas de cristal, al alcance de un pequeño interruptor, la desazón por dejar constancia de nuestro paso por la vida perderá todo valor. Entretanto, la gente recurre a jerséis de punto, a cuadernos íntimos, obras de arte, edificios, canalladas... Algún día no serán necesarias ninguna de estas cosas; será posible eliminar, como polvo sucio, el delicuescente recuerdo.

Si yo empezara ahora, en esta madrugada insomne y estúpida, en esta misma habitación —habitaciones entonces condenadas, pertenecientes al Grande y temido Bisabuelo, que me amedrentaron siendo niña—, un solemne y vanidoso diario, un hipócrita diario, lleno de la mejor buena fe e inocente espíritu analítico, sería una más de las muchas gratuidades de mi vida. Pero aquí estoy, oyendo el «rasgueo de la pluma en el papel» (como debe decirse en un verdadero diario). Esto que ahora escribo pudiera ser el fruto —después de verla a ella, a tía Emilia, a Antonia— de una dudosa recuperación; tan desteñida y torpe que temo no me sirva para nada. Algunas veces, fascinada, contemplé ruinas de ciudades y paisajes, atropelladas por los siglos, la rapiña, la guerra o los terremotos. Siluetas en el viento, símbolos de una remota belleza, de una perdida gloria, de un irregresable dolor. Y no puedo evitar decirme que, contempladas desde alguna región fría y alta, las gestas heroicas, las crueles matanzas, probablemente se confundirían con romerías o invasiones turísticas. De mi primera memoria brota una mirada de reproche: «¿Qué has hecho conmigo?» No conservo fotografías infantiles. A la sola idea de escribir un verdadero diario, una espumosa pereza desciende sobre mí; como cuando, en alguna ocasión, rumié venganzas, y llegó el momento de ponerlas en práctica: no las puse en práctica. Debe de ser verdad que escribir es una de las mil formas de venganza —no demasiado arrogante— que nos son dadas a los humanos. Los dioses tenían otros métodos, más satisfactorios: y ahí están sus sombras, en la yerba. Sin brazos, sin nariz, serpenteando al sol, entre enardecidas ortigas. Las sombras de los dioses, sus ya marchitas venganzas, escaparon como humo del mármol, del bronce. Los dioses han muerto en las tesis escolares, en los folletos propagandísticos de la casa Bayer.

Todo esto es pura palabrería con que eludir mi verdadera desazón, la causa de que ahora me encuentre dispuesta a escribir sobre mis sentimientos. Casi siempre intenté engañarme sobre el verdadero motivo de mis actos. Éste fue el gran truco sobre el que se edificó mi educación sentimental (mi educación intelectual no importó jamás, ya que una mujer no precisa de ciertos bagajes para instalarse dignamente en la sociedad que se me destinaba), mi formación de criatura nacida para entablar una lucha mezquina y dulzona contra el sexo masculino (al que, por otra parte, estaba inexorablemente destinada). Así pues, mis más importantes y permitidas armas fueron velos con que encubrir el egoísmo y la ambición, la ignorancia y el desamparo, la pereza y la sensualidad. Velos capaces de tamizar cualquier cosa, de forma que todo pueda parecer lícito o ilícito (según convenga a la ocasión). Pero ya no soy una niña torpe y preguntona, ni una muchacha silenciosa y ferozmente triste, ni una mujer apática y olvidadiza, que observa, con un sagrado asombro por el mundo, el discurrir de las gentes. Soy, esta madrugada, una criatura sin edad, sin capacidad de juicio ni resentimiento, sin gloria alguna, sin grandes miserias. Recuerdo que, cuando tenía doce, catorce años, imaginaba que algún día conocería algo brillante, fastuoso (aunque temido), que me daría la clave del mundo. Esta madrugada experimento la decepcionante sensación de que el mundo existe, simplemente; de que rueda, inane, sin clave alguna; cumpliendo sus ciclos con el deshumanizado placer que provoca, por ejemplo, el bostezo de algún dios.

Si en algún desconocido mapa pudiera marcar el país (hay tantos países recorridos, amados, olvidados, en la ruta de esto que llamamos edad) donde perdí definitivamente la cordura —que no es en absoluto la edad adulta—, fue allí donde me dije, por primera vez: «No hay razón para odiarla. Es mi abuela, y, al fin y al cabo, se hizo cargo de alguien tan desafortunado y poco prometedor como yo.» Si esto fuera un verdadero diario, y precisara elegir un punto de partida —es decir, el adecuado punto de partida en que se pueda empezar a tomárseme en cuenta—, arrancaría del momento (del país, para mejor expresarme) donde me hallaba el día en que volví a aborrecerla. Pienso que este llamado diario, escrito o recordado a través de lagunas y vacíos, no puede ser otra cosa que un mal zurcido de realidades visibles e invisibles, de pasado y presente sombríamente superpuestos. No será posible nunca un auténtico diario, una veraz relación de realidades presentes, sin contar con los espectros de otras realidades (futuras, pasadas, olvidadas, inmediatas). No se puede escribir un verdadero diario, y yo, tal vez, menos que nadie. No puedo creer que los sucesos de una vida son simplemente sucesos. Nada es su nombre, a secas; nada tan inseguro como buscar, más o menos honradamente, la autojustificación.

Un día, volví a odiarla. Por eso esta noche me sorprende la ausencia del odio. Por eso estoy tan confusa, en esta noche. Al fin y al cabo ¿qué me importa a mí que cumpla cien, o doscientos, o novecientos años? Ya no viviré como espectadora de sus años. Ya dejé de serlo, hace mucho tiempo.

Reconstruyo el día en que volví a odiarla, recuerdo exactamente el día en que volvió el odio, maduro y en sazón (no el agrio y tierno odio de los catorce años): fue el día en que llegó la primera carta de mi padre. Había terminado la guerra, vivíamos en Barcelona; flotaba toda la casa en euforia triunfal. Y, cuando nadie parecía recordarle, llegó su carta desde la Universidad de Puerto Rico. Mi padre quería tenerme con él, y el estupor que me causó saber que alguien deseaba una cosa semejante impidió, al pronto, cualquier sentimiento de amor, reconocimiento, o rencor. Sólo sé que ella (por supuesto ya había leído antes que yo aquella carta) me miraba, silenciosa. Recuerdo mis manos sosteniendo el papel, el temblor de mis dedos, mi infinito asombro. Recuerdo aquella letra delgada que me pareció, tan sólo, la máxima expresión de tristeza humana.

Cuando mi padre me envió al campo con la vieja Mauricia, yo no tenía madre, ni apenas su recuerdo. En cambio, podría describir con toda exactitud la vieja casa, el bosque, el chirriar de las puertas. De mi padre, sabía que era delgado y moreno, como yo; y que —no como yo— tenía unas orejas muy bonitas. Años más tarde las vi, iguales, en un Manual de Anatomía para Dibujantes. Orejas de mi padre, entonces, eran mi padre. Delicadamente morenas, anatómicamente perfectas, sordas a mí (lo que, paradójicamente, les confería mayor perfección). Así es, generalmente, la mentalidad infantil, y no puedo falsearla.

Durante muchos años, su verdadera profesión —antes de la guerra fue profesor adjunto de cátedra— constituyó un misterio para mí. Luego, llegó un momento en que comprendí que aquel hombre ausente y poco nombrado repartió su vida, su salud, su dinero y el dinero de mi madre (amén de su felicidad, o, por lo menos, armonía conyugal) entre la política y las ilusiones literarias. (Parece que se significó bastante más en lo primero que en lo segundo.) Como no militaba entre los triunfadores, sino entre los vencidos, desapareció de mi vida junto a las últimas brumas de la guerra.

Únicamente, de tarde en tarde, ella me hablaba de aquel a quien los demás procuraban no mencionar jamás. Sólo ella, en momentos psicológico-pedagógicamente-adecuados, me presentaba una imagen de hombre cuyos atributos más frecuentes eran: comunista, masón, libertino, judío y, posiblemente, si hubiera nacido en Cataluña o las Vascongadas, separatista. Como vivíamos un tiempo en que estos adjetivos resultaban bastante usuales, no me impresionaban de modo especial. (Casi todo el mundo que no pensaba o activaba como ella creía oportuno podía considerarse inscrito en ese registro.) Pero sí me afectaba el tono de irremediable fatalidad con que se refería a él: como si se tratara de una culpa que pesase sobre mí. Una imborrable mancha, que yo debía lavar a costa de cualquier precio. En definitiva, mi padre, el de las suaves y aterciopeladas orejas, si no encarnaba exactamente al diablo, era un fiel representante de lo que ella consideraba sus secuaces. Los secuaces del diablo, militantes empedernidos en las filas del error, eran peores que el diablo, puesto que carecían del prestigio —sutil, pero indudable— que tan legendario personaje ejercía en las mentes que programaban mi educación. Después de todo (prevalecía el espíritu de clase), el diablo es de buena familia. Los secuaces, por contra, son horteras, gentecilla advenediza, peones del maligno, pero indudablemente regio Satanás. Si yo hubiera sido hija de Satanás (y alguna vez lo pensé, a solas, en la amarga noche del Colegio, entre reprimidas lágrimas) habría sentido cierto alivio. Pero el Secuaz —y lo llamé, y aún hoy todavía lo llamo así en mi interior— de las orejas como caracolas de mar, hundió mi primera juventud y me inspiró un vago, pero venenoso rencor, que me costó mucho desterrar.

El Secuaz estaba —estuvo siempre— muy lejos de sospechar que sus aventuras ideológicas me hubiesen amargado hasta tal punto. Él perteneció siempre a la raza de los angélicos, capaces de ver morir a su lado a quien más aman sin apercibirse de ello. Capaces de estrangular lo que más aman, de autodestruirse totalmente, sin apercibirse de ello. Pobre Secuaz, luego tan amado: siempre en ruta, hacia una complicada Verdad que (al parecer) sólo él estaba en posición de alcanzar; empeñado en redimir en bloque al Mundo, de ser Mundo. Pobre Secuaz, cuán inútilmente te quiero, todavía.

Conozco exactamente el día en que volví a odiarla, tras la primera noticia de mi padre, desde su lejana universidad. Ese día (ya había guardado la carta en su cajón, nada había comentado aún), ese mismo día —era la hora del café, y ella ojeaba una revista—, dijo de improviso, con su curiosa sintaxis: «Mira, como estos zapatos, iguales, los llevaba tu padre.» Su dedo señalaba sin piedad unos horrendos zapatos amarillos, a dos tonos. Y sabía que, con ello, despertaba en mí una innoble vergüenza, exasperadamente triste y ridícula; que aquella vergüenza, como espuma sucia, crecía; y que borraba, quizá, algún recuerdo; o una palabra dulce, o una remota caricia. Lo que no sabía es que, sobre la vergüenza, también regresó el odio. Abrió el cajón, sacó de nuevo la carta, me la echó en el regazo: «Anda, lee otra vez y medita. Después de todo, su hija eres.» Sobre las letras delgadas, que antes me habían conmovido, sobre la tímida llamada: ven conmigo, hija mía, se interponían, irritantes, un par de zapatos, cursis, amarillos. No pude perdonárselo.

Los primeros años de mi vida fui de carácter díscolo y rebelde; pero en el segundo colegio (donde fui internada, apenas acabó la guerra) me transformé completamente. De niña mala pasé a adolescente respetuosa, tímida y pasable estudiante. La antigua charlatanería, el descaro y la mala educación que me caracterizaban se doblaron suavemente; y llegó el silencio, un gran silencio, a mi vida.

Esto es cuanto puedo recordar ahora, en esta madrugada. Supongo que mi verdadera historia empieza en el silencio; aquel día, no sé ciertamente cuál, en que, como el protagonista de un cuento infantil, perdí mi voz.