PROGRAMA NASRÍ
Admitiendo su derrota y convencido de que los posibles socorros africanos significaban hacer de al-Ándalus un mero dominio magrebí —así lo habían demostrado almorávides y almohades—, Ibn Hud intentó negociar con el poderoso monarca castellano un acuerdo que recordaba los de los antiguos taifas con extensión territorial y abono de parias en cantidades que a estos superaban y que le permitiría retener el nombre del antiguo emirato. En él deberían incluirse Sevilla y Murcia en sus dos extremos, asignándole también el extenso litoral mediterráneo que garantizaba un buen comercio. Muchos de sus seguidores desconfiaban sin embargo de su capacidad. Por otra parte, conocían bien que Fernando III, dueño ya de Córdoba, estaba decidido a apoderarse de Sevilla y no aceptaría la consolidación de un emirato musulmán independiente.
Los arráeces, que formaban una aristocracia señorial semejante a la de los reinos cristianos pues ejercían el gobierno de aquellas comarcas que se les otorgaban, buscaban otra fórmula que para el soberano español podía resultar aceptable: convertirse en sus vasallos garantizando la obediencia pero conservando también su fe. Un hecho evidente era que Fernando no disponía de recursos humanos suficientes para relevar la población musulmana por otra cristiana. A Castilla convenía que se estableciese una especie de reserva islámica. De este modo, los nobles andalusíes podrían conservar sus posiciones sociales. Dentro de esta aristocracia ocupaba lugar preeminente por su sangre Abu ’Abd Alá ben Yusuf ibn Nasr, apellidado al-Ahmar. Se presentaba a sí mismo como descendiente de uno de los discípulos directos del Profeta, Safad ben Ubayd Alá, cuya existencia se encuentra comprobada. Un nombre que aparece en las oraciones cantadas en las mezquitas.
Para él lo importante era conservar la fe, «el nombre de Alá» aunque tuviera que someterse a condiciones políticas. Entendía que en el proyecto de Ibn Hud había un defecto esencial: lo importante era conseguir una paz y no estrellarse contra los muros de la guerra. Había que conseguir de Fernando III que consintiese la permanencia de una reserva islámica bajo su obediencia. En esta opinión coincidían otros linajes, especialmente Banu Asquilula y Banu Mal (escayuelas y maules en los textos cristianos), que le ayudaron decisivamente a llevar adelante su proyecto. Comenzó retirando su obediencia a Ibn Hud, al que culpaba de sus fracasos, y estableció sus bases en Guadix y Baza, cuya importancia debemos destacar. Cuando en 1232 pudo apoderarse de Jaén hizo que sus colaboradores le proclamaran oficialmente emir de todo al-Ándalus. Tomó además el nombre de Muhammad I. Durante un corto período de tiempo se tuvo la impresión de que únicamente trataba de hacer real el primer proyecto de Ibn Hud, que se había refugiado en Almería. Fue aquí en donde los partidarios del nasrí le dieron muerte en 1238.
En este momento, Muhammad I había llegado a una conclusión: aquel sueño de establecer al-Ándalus como reino independiente estaba condenado al fracaso; los reinos cristianos eran ahora demasiado fuertes. Un jovencísimo infante, Alfonso, heredero de Fernando y destinado a ser el Rey Sabio, había conseguido poner bajo sus órdenes a Murcia contando con apoyo de Jaime I de Aragón. Garantizaba a los sometidos la vida, el patrimonio y la libertad religiosa si aceptaban la nueva administración. Marcaba con ello un camino nuevo: libertad personal a los que se convirtieran en súbditos de la Corona de Castilla. Mientras los castellanos empleaban sus fuerzas en aquellas campañas que les permitirían dominar el Guadalquivir y también Cádiz y Huelva, Muhammad se apoderaba de Granada, que convertiría en residencia principal y también Loja, Alhamaj, Málaga y Almería garantizando de este modo los recursos agrícolas y artesanales y también el comercio con el norte de África, por donde venían el oro y las especias medicinales. Los comerciantes italianos y en especial los genoveses estaban muy interesados en estos bienes que llegaban a los mercados europeos. Los aspectos religiosos no eran obstáculo para que se mantuvieran esas relaciones.
Muhammad I estaba buscando nuevas fórmulas para las relaciones con Castilla: aceptar su inclusión en este reino pero haciendo de su emirato una especie de reserva, ya que ni iglesias ni sinagogas podían ser admitidas. Desde el punto de vista castellano se trataba de un gran señorío sometido a las obligaciones del vasallaje: juramento de fidelidad y ayuda económica y militar cuando le fuese requerida. No habría en cambio separación entre las autoridades temporal y espiritual: el señor de la Alhambra usaría oficialmente el título de ’amir al-muslimin, que podemos traducir por jefe o cabeza de los creyentes. En algunos documentos posteriores encontraremos sin embargo el de al-malik, que significa rey.
Un argumento que iban a emplear frecuentemente los nasríes era que a la nueva y poderosa Monarquía castellana convenía que hubiese un territorio reservado a los musulmanes al que podían acogerse también los mudéjares que por diversas circunstancias se viesen obligados a abandonar su residencia. Como consecuencia de la reconquista estaba creciendo el número de musulmanes, que convenía repartir. La persistencia de las leyes de tolerancia presentaba problemas por el crecimiento de ciertas aljamas; Córdoba y Sevilla eran dos de estos casos. Los concejos situaban las residencias de infieles en zonas marginales y favorecían también las ausencias. El centro de las ciudades debía reservarse para la población cristiana. Esto explica que Fernando III se mostrara dispuesto a escuchar las propuestas del nasrí.
EL TRATADO DE 1246
El desplome del Imperio almohade favorecía estos proyectos de establecer un nuevo al-Ándalus hispano. Esto no significaba que se prescindiese de los mercenarios venidos de África que justificaban su presencia con el nombre de voluntarios de la fe. En nuestros días, Dáesh está empleando los mismos argumentos aunque las normas de conducta se han endurecido por el terrorismo. Los raïs explicaban al nuevo emir que su presencia resultaba imprescindible ante el crecimiento del poder militar castellano. En 1245, Fernando III, que era ya dueño de Arjona, Castalla, Begíjar y Carchena, dio a los suyos la orden de correr la Vega de Granada destruyendo sus cosechas. Desde los altos de la Alhambra, los musulmanes contemplaron por primera vez aquel despliegue de la caballería que estaba recogiendo un buen botín.
El cronista Ibn al-Jatib sitúa precisamente en febrero del mencionado año la fundación del peculiar emirato. Provisto de un salvoconducto que sus procuradores lograron, se presentó en el campamento de Fernando III para explicar a este los detalles del proyecto a que nos hemos referido. Destaquemos un punto: castellanos y granadinos coincidían en rechazar el retorno de los poderes califales africanos. Al-Ándalus debía gobernarse de acuerdo con los usos y costumbres establecidos por los omeyas. Como muestra de su buena voluntad, Muhammad prometió entregar Jaén, que iba a convertirse en una de las principales puertas para el comercio. Así, la nueva frontera que iba a establecerse prestaría a la Cristiandad europea el gran servicio de ampliar las comunicaciones con los caminos del oro y de la seda.
En aquellas decisivas conversaciones, el nasrita ofrecía que todos los raïs prestarían de rodillas juramento de fidelidad al rey de Castilla como verdaderos vasallos. En adelante Granada pasaría a ser un gran señorío dentro de la Monarquía con la peculiaridad de ser musulmán y no cristiano. Garantizando la seguridad de las caravanas, se beneficiaba a los mercados europeos con el oro, la seda y las medicinas. No exageramos al decir que Granada se había convertido en un asunto que afectaba a toda la Cristiandad occidental. Todo esto se incluyó en el tratado que Fernando y Muhammad firmaron en 1246 y que sería luego confirmado por Alfonso X. Así nacía el emirato y se preparaba la fórmula para dar remate a la Reconquista.
No estamos en condiciones de saber hasta qué punto Muhammad estaba dispuesto a cumplir este acuerdo; muchos de sus familiares y colaboradores pensaban que debía utilizarse como un medio para ganar el tiempo necesario que consolidara el nuevo poder andalusí y promoviera la creación de fuerzas militares que garantizasen su defensa. De cualquier modo es importante anotar que 500 jinetes granadinos participaron en la conquista de Sevilla por Fernando y que se registraron también avituallamientos. Al nuevo emir no le convenía que los marroquíes ampliaran las fuerzas de que disponían a otro lado del Estrecho porque sabía que ellos consideraban también Granada como una provincia que debían recuperar. Para portugueses e italianos, la conquista de Sevilla era también ventajosa. Se acercaba la hora de unión entre las dos grandes rutas marítimas.
Según el tratado de 1246, los nasríes, en virtud del juramento de vasallaje, se hallaban obligados a prestar auxilium et consilium económicos y militares enviando también procuradores a las Cortes cuando estas se celebrasen en un lugar asequible al sur del Sistema Central. Se trataba de una fórmula política nueva para la que no había precedentes y que se relacionaba con los antiguos modelos del feudalismo. En cierto modo puede decirse que Muhammad había conseguido lo que Ibn Hud intentó. Solo en el barrio que se entregaría a los genoveses en Málaga podrían cristianos y judíos hacer pública su condición. A título individual podrían algunos de ellos viajar a Granada.
LA OBRA DE MUHAMMAD I
El emirato granadino estaba destinado a desempeñar un importante papel en aquellos dos siglos, del XIII al XV, en que Europa recobra su primacía en el Mediterráneo y pone los cimientos al primer capitalismo. Por eso es importante no limitarse al enfrentamiento militar y comunicar todas las noticias, reales o legendarias, que a nosotros han llegado por cronistas y romanceros. El Mare Nostrum estaba dejando de ser una barrera y recuperaba la condición de esencial vía de comunicación. Musulmanes bautizados y elches que habían abandonado el cristianismo desempeñaron un importante papel en las relaciones culturales. Granada era la única gran ciudad islámica que llegaría a instituir una especie de Estudio General. Estamos en el tiempo en que Francisco de Asís y Ramón Llull defendían la tesis de que había que sustituir la espada por la palabra en las relaciones entre las dos religiones. Los franciscanos iban a permanecer en Tierra Santa, mientras en Mallorca funcionaba el primer colegio que permitía a los predicadores conocer la lengua árabe.
Los cronistas musulmanes insisten en decir que Muhammad I reunía en su persona las condiciones que le permitieron fundar un reino islámico europeo apartado de los excesos del fundamentalismo. Sobrio en su conducta y dotado al tiempo de buenas condiciones militares, pudo establecer un fuerte gobierno y ampararlo tras una línea de fortalezas. Vestía con cierta sencillez, de modo que no se notaban diferencias entre su persona ya madura y los arráeces que con él colaboraban. Como sus coetáneos en los reinos cristianos, se mostraba favorable al desarrollo cultural basándolo en su Libro revelado, en este caso el Corán. Desde 1240 se había dispuesto que los muecines incluyeran el nombre del Califa de Bagdad en la oración sustituyéndolo por el de Nasr; de este modo se quería hacer notar que las raíces del nasrismo se remontaban hasta el Profeta, cuyo nombre adoptarían también sus sucesores. En su condición de emir de los creyentes estaba capacitado para invocar la ayuda de Alá. Este detalle fue incluido en el decreto de 1246 porque a Fernando III también le convenía que se eludiese cualquier clase de dependencia de la dirección religiosa oriental. Durante cuarenta años se tendría la impresión de que, en este punto, el emirato acomodaba su estatus al de los reinos cristianos, en donde la religión servía de base al poder político.
Es preciso, sin embargo, referir otras diferencias esenciales relacionadas con la fe. El andalusismo nasrí se presentaba a sí mismo como nación (naturaleza) que nada tenía que ver con antecedentes romanos. Ni el helenismo ni el derecho romano que los monarcas cristianos ponían ahora empeño en restaurar podían figurar en las dimensiones culturales granadinas. Al invocar el nombre de Alá «clemente y misericordioso», los nasríes se mostraban como legítimos transmisores del arabismo que marcaba los orígenes del Islam: Medina y La Meca eran los lugares santos que aún recordamos en el nombre de algunas localidades. La defensa de la fe por medio de la yihad (guerra santa), que no se reducía al empleo de las armas, era la primera y principal obligación de todos los súbditos, incluyendo de modo especial a los elches, cuyo nombre hallamos aún en la importante ciudad alicantina. Estos conversos procedentes del cristianismo se mostraban recelosos de las negociaciones con Castilla; desde allí podía venir para ellos el castigo.
Importante es también señalar otra diferencia. Muhammad I se consideraba titular de una autoridad absoluta, es decir, independiente de cualquier otra. El rey de Castilla podía imponerles su poder, pero no su autoridad. Al mismo tiempo rechazaban la del Califato, que otros invocaban no solo en Oriente sino en el norte de África. Las obligaciones vasalláticas con Castilla eran resultado de un contrato, pero nada tenían que ver con la autoridad que significaban el Papa o el Emperador. De ahí el conflicto que se produciría cuando Alfonso X intentó ser reconocido como sucesor legítimo de los Staufen. En otro sentido, en el ejercicio del poder, también Muhammad reclamó el absolutismo. No quiso nombrar hachibs, que eran el equivalente de validos: la administración se ejercía por medio de visires o de raïs a los que podía relevar siempre que así le conviniera. Había cierta semejanza entre los visires y los adelantados de los reinos cristianos que aparecen precisamente en la Frontera. Unos y otros venían de altos niveles de la nobleza.
Otro rasgo debe ser destacado para poder entender las eventualidades a que las guerras de Granada se vieron sujetas: la importancia que revestía la nobleza en sus medios materiales y sobre todo en su conducta. Muhammad reconocía especialmente la preeminencia y dignidad de aquellos linajes que, como el suyo, partían de los orígenes mismos del Islam y habían llegado a consolidarse en el Califato de Córdoba. Una elite que debía ser escuchada. Por eso el nuevo régimen calificaba de manera negativa el autoritarismo de Almanzor. De modo que el nuevo andalusismo significaba un retorno a las raíces que se establecieron en España después de Guadalete. Berberiscos o eslavos, aunque hubieran conseguido crear algunas taifas, eran considerados inferiores. Por eso los arráeces, como hacía la nobleza cristiana, invocaban antecedentes que en ciertos casos eran dudosos.
A los linajes árabes que ejercieron en el siglo VIII un papel fundamental se atribuía la excelencia de la asabiyya. Su reputación se estaba consolidando. Ellos eran los que habían fundado y madurado el Califato derrumbado por el autoritarismo almanzoriano y luego por los taifas y los imperialistas africanos. Todo ello era consecuencia de haberse abandonado el orden moral contenido en el Corán y observado cuidadosamente por las primeras generaciones. Los maestros invocaban la memoria de Abraham, padre de Ismael, y atribuían a Mahoma haber superado las deficiencias en que incurrirían judíos y cristianos. Jesús era presentado como uno de los grandes profetas malversados. Por eso al-Ándalus debía prescindir de unos y de otros. En definitiva, la asabiyya debía superar las circunstancias negativas devolviendo al emirato su primera forma religiosa.
En la práctica, al buscar para la nueva aristocracia recursos y formas de vida se estaba produciendo una especie de similitud con los reinos cristianos, que sustituían el feudalismo por el señorío. No eran las rentas de la tierra sino las jurisdiccionales procedentes de las tareas de gobierno, entre las que se incluían los mercados, las que permitían ahora vivir dentro del rango a que se había ascendido. Tenemos un ejemplo que permite medir las dimensiones. Muhammad I premió los valiosos servicios que le prestaron los Banu Asquilula dándoles el gobierno de esas tierras altas que coronan las vegas de Málaga donde se hallaban Guadix y Comares, centros esenciales para el comercio y artesanía de la seda. Los cronistas cristianos que los llaman escayuelas los comparan con los grandes linajes de Lara y Haro o también los Castro.
DIMENSIONES DE UN PODER
El problema más importante y difícil de resolver que se presentaba a Muhammad una vez constituido el emirato estaba en satisfacer los recursos económicos. Los gastos de la defensa fronteriza y del mantenimiento del orden interior superaban a los de los monarcas cristianos, que también eran grandes. La ayuda vasallática concertada en 1246 significaba entrega de grandes sumas sin esperanzas de recuperación. Nunca podrían librarse de ellos los emires pues si rompían el acuerdo al firmar treguas, se les exigía una fuerte indemnización. Por otra parte, las treguas resultaban imprescindibles ya que sin ellas se romperían las relaciones mercantiles.
Surgían además otros problemas, el primero de todos buscar ayuda para los que se refugiaban en Granada huyendo del territorio cristiano. Únicamente los expertos en artesanía y regadío podían permanecer en las tierras cristianas donde se los necesitaba. Valencia y Murcia iban a conservarlos en cierta medida. A la nobleza se otorgaban señoríos, pero estos eran a su vez causa de rivalidades a veces muy fuertes. En definitiva, la persistencia del reino de Granada dependía de que los monarcas castellanos no estuviesen en condiciones de reanudar a su costa la reconquista. Todo esto se consiguió durante algo más de ochenta años. El nuevo emir sabía que le era necesario constituir un fuerte ejército personal no solo para defensa de la Frontera sino para salvaguardar el orden interno. Las guarniciones cristianas y musulmanas se sentían tentadas a improvisar aceifas que les proporcionaban medios de vida. En este sentido, los acuerdos de 1246 no bastaban para garantizar la paz. Granada, en el fondo, dependía de los mercenarios que venían de África y eran caros.
Había, pues, que mejorar los ingresos. El cultivo de la seda, que permitía también establecer una artesanía textil, era uno de los recursos principales. Contribuía a desarrollar también el comercio marítimo en que genoveses y otros italianos desempeñaban un papel importante. Se cruzaba el Estrecho asociando así las dos vías marítimas, atlántica y mediterránea, lo que perjudicaba a las Ferias de Champagne. Granada podía ofrecer resguardos para el mal tiempo, aprovisionamientos y enlaces con los puertos africanos de donde procedía el oro, que era muy escaso en Europa. Así se explica el desarrollo brillante de Málaga. En el siglo XIII se desarrollaban las exportaciones industriales europeas, que eran pagadas con el preciado metal. En ellas figuraba el contrabando de armas. El Estrecho haría difíciles las relaciones de Muhammad I con sus vecinos inmediatos, marroquíes y castellanos, ya que no podía ignorar que ambos buscaban el modo de someterle. Necesitaba que fuesen buenas pero sin desconocer el peligro.
ALMOGÁVARES
Durante un siglo completo (1247-1348), la batalla del Estrecho se convertirá en uno de los principales problemas de la vida europea. Granada, pues, es algo más que una simple reivindicación de los herederos de la antigua monarquía toledana. Se producían alteraciones pues a veces parecía preferirse el entendimiento en lugar de la guerra. Los nobles musulmanes que compartían con el emir la asabiyya, también experimentaban serias dudas que transmitían a Muhammad y luego a sus sucesores. Había un punto de convergencia en que nadie dudaba: por encima de todo se halla la defensa de la fe. Los autores del romancero conocían bien las coincidencias entre musulmanes y cristianos a este respecto. Los emires y miembros de la nobleza escogían para sí apellidos que debían exaltar su fama, como recomendaba el espíritu de la caballería. Los jefes de las guarniciones (raïs, que se traduce al castellano por arráeces) ejercían el gobierno de aquellas comarcas que se les había encargado defender. Las mismas obligaciones se atribuían a los sahibs respecto a la población instalada en su patrimonio. Hay cierto paralelismo con los cambios que se estaban produciendo en la sociedad cristiana.
Al asumir la plenitud de funciones, Muhammad I decidió convertir a los «voluntarios de la fe» en un verdadero ejército por el mandado. Percibían su sueldo del erario público, de modo que pasaban a ser funcionarios militares. Esta decisión le obligó a subir los impuestos, que eran mayores que los percibidos en los reinos cristianos. De ahí la importancia de la agricultura y del comercio, enriquecedores de las cajas directamente administradas por el emir. Su riqueza aparece todavía manifestada en los admirables monumentos que se conservan.
Al frente de este ejército real profesionalizado, muchos de cuyos aspectos serán conservados por los Reyes Católicos, se encontraba una especie de general en jefe, escogido y nombrado por el propio emir y que usaba el título de shayi al-guzat al-magariba. Es el origen del término almogávares que emplearon los monarcas aragoneses en sus operaciones del Egeo. Es importante destacar el papel que Granada iba a desempeñar en esa gran ruta mercantil que los catalanes dominarían.
SEVILLA, GRAN CAMBIO
Tras la pérdida de Mérida se había producido una profunda división entre los musulmanes: mientras Muhammad I aspiraba a consolidar esa religión mediante acuerdos con Castilla alejándose de los poderes africanos, en Sevilla Ben Alchad seguía considerando indispensable la presencia de los marroquíes para detener la ofensiva castellana. Contaba con fuertes dominios en Cádiz, Niebla y Gibraltar y no rechazaba la posibilidad de negociaciones con Fernando III, pero de igual a igual. Tarifa y Algeciras eran los grandes pilones en el apoyo de este bloque militar que dejaba a los marroquíes el control del Estrecho. Alchad sería asesinado, pero sus sucesores acrecentaron esta postura buscando también la alianza de Túnez para ese control del rincón occidental del Mediterráneo. Así se explica la presencia ya señalada de auxiliares granadinos en el cerco de Sevilla que duró dos años (1246-1248). Túnez había tratado de enviar una flota, pero los monarcas cristianos, que contaban con la capitanía de Ramón de Bonifaz, la hicieron fracasar. Los catalanes mantuvieron abiertas las puertas del Estrecho, aunque no pudieran todavía dominarlo.
El 23 de septiembre de 1248, los estandartes de castillos y leones se desplegaron en la Giralda y muchos tuvieron la sensación de que la Reconquista estaba llegando a su fin. Granada era un señorío castellano y no pasaría mucho tiempo sin que Cádiz y Niebla también sucumbiesen. Todo el curso del Guadalquivir era ahora una Andalucía cristiana. Los barcos podían remontar ese río hasta llegar a Sevilla. Los genoveses, que desempeñaron un importante papel en aquella primera fuerza naval, aprovecharon la oportunidad: sus banqueros podían instalarse en Málaga y en Sevilla. Una consecuencia más del acuerdo de 1246.
Jaime I había completado ya la ocupación de los territorios asignados en el Tratado de Almizra. Su sucesor, Pedro, ponía en marcha un programa de expansión por el Mediterráneo que le supondría la rivalidad con Génova, aunque contando con ayuda veneciana entre sus recursos. Era una especie de retorno al modelo romano haciendo del Tirreno un mar interior: por Mallorca, Cerdeña y Sicilia, los barcos catalanes podrían alcanzar Chipre y Alejandría. Pero esta ruta de la seda necesitaba enlazar con la que venía de Flandes hasta el Estrecho. Antes de que concluyese el siglo XIII, la gran ruta estaría en funcionamiento. Se necesitaba la cooperación granadina para conservar los accesos a los mercados africanos. Esto daba a Gibraltar, ahora en manos granadinas, especial importancia.
Esto obligaba también a reajustes de la mayor importancia en la ingeniería naval: ni los pesados buques del mar del Norte ni las frágiles galeras mejoradas por los turcos eran convenientes en la nueva ruta: era preciso conservar la capacidad de carga sin disminuir por ello su velocidad. Los genoveses consiguieron fabricar buques de quilla profunda capaces de enfrentarse con las olas del Atlántico sin disminuir la carga. Fernando III estableció atarazanas en Sevilla que pronto serían superadas por los astilleros de Lisboa. Se llegaría así a la invención de las que se llamaban calaveras (nombre que se ha cambiado por carabela) porque recordaban parte del esqueleto humano. Carabelas fueron dos de las tres embarcaciones que tomaron parte en el primer viaje de Colón y pudieron regresar. Con toda lógica, Málaga llegaría a convertirse en un punto clave. Así lo comentó Fernando el Católico: quien fuera dueño de Málaga lo sería también de Granada.
EL PLAN DE 1262
Ahora podía hablarse de dos al-Ándalus: la cristiana y la musulmana. En las ciudades incorporadas al reino de Castilla se declaraba vigente el Fuero de León que había liquidado la servidumbre; las relaciones entre dueños y trabajadores de la tierra eran simplemente económicas. Subsistía la esclavitud porque se trataba de una mercancía procedente de África, pero esta se empleaba principalmente en el servicio doméstico. Era proporcionalmente más abundante en el emirato que en las ciudades cristianas. Si se bautizaban, los esclavos adquirían la libertad. Fuera de ellos, la población granadina era considerada como absolutamente libre.
Cuando Alfonso X sucedió a su padre, con quien había colaborado estrechamente, una de sus primeras decisiones consistió en confirmar los acuerdos de 1246. Hasta 1256 en que se produjo el gran cambio que los cronistas llaman «fecho del Imperio», y que colocaba al monarca en la cabeza del gibelinismo, el Sabio entendió que su principal tarea debía consistir en arrojar al mar lo que aún quedaba de las guarniciones africanas en la Península. Un tema importante también para el emir granadino. Entre mayo y junio de 1262, Muhammad I visitó los campamentos castellanos que se alzaban frente a Cádiz y Huelva. Venía a cumplir sus obligaciones de vasallaje, pero también a celebrar conversaciones relacionadas con el futuro del Estrecho. Los proyectos castellanos le preocupaban.
Alfonso explicó como la Tingitania había sido también una de las provincias de Hispania, dando a entender que entraba en sus derechos continuar allí la reconquista. Concretamente dejaba a la vista apoderarse de Ceuta, que había llegado a organizarse como pequeña república cercana al modelo de ciertas ciudades italianas. Allí estaba el recuerdo del 711 y también la amenaza sobre el pequeño litoral hasta el Muluya. Aseguraba al emir que ese dominio sobre los dos bordes del Estrecho convenía también a Granada, que ya era parte de la Monarquía castellana. Pedía en consecuencia que se le permitiera utilizar Algeciras y Gibraltar, que seguían siendo granadinas, como bases de apoyo.
Muhammad I no tenía más remedio que descubrir el peligro que para él significaba este proyecto: si Castilla se hacía dueña absoluta del Estrecho, el comercio granadino se vería sometido a un sistema de control que significaba salvoconductos y tributos. Tampoco podía acudir a los nuevos poderes benimerines que se alzaban en Marruecos pues ellos aspiraban a someter de nuevo al-Ándalus a su autoridad. Guardando el secreto, acudió a los hafsíes de Túnez a quienes sus embajadores advirtieron que si Alfonso X se salía con la suya también el comercio tunecino se vería sometido a estricto y pesado control. Había que lograr que el Estrecho contara con administración musulmana.
El plan de 1262 afectaba también de modo indirecto a los proyectos que los angevinos y Staufen abrigaban en relación con el dominio del Tirreno. La gran paz que san Luis, hijo de española, trató de establecer con este fin entre los reinos cristianos se suspendió cuando el monarca francés murió dirigiendo precisamente una cruzada contra Túnez. Alfonso X sería atraído a la dirección del gibelinismo por medio de Pisa y su pariente Pedro de Aragón contraía matrimonio con Constanza, que le aportaba derechos de herencia sobre Sicilia y Nápoles. Se acercaban guerras que cambiaban los propósitos de Muhammad I, que se vio obligado a incrementar su ejército con aquellos mercenarios que los cronistas cristianos llaman cenetes. El emir granadino decidió aprovechar aquella oportunidad provocando una revuelta de los muladíes de Murcia. Un retorno, en suma, a las aspiraciones primeras de Ibn Hud.
La revuelta fracasó. Jaime I acudió en ayuda de los castellanos y aprovechó también la oportunidad para instalar mudéjares de sus reinos en aquellas tierras de que eran despojados los rebeldes. Alfonso hubo de darle las gracias, aunque no ignoraba los proyectos de incrementar el territorio valenciano. Muhammad no tuvo más remedio que reconocer que había cometido un error: frente al Islam, los cuatro reinos cristianos peninsulares tendían siempre a unir sus fuerzas.
EL NUEVO ACUERDO DE 1266
Muhammad I, con este gesto, había demostrado que estaba dispuesto a retornar a la guerra para cambiar las condiciones de 1246; muchos de los linajes que le habían ayudado a conseguir el trono, especialmente los Banu Asquilula, se mostraron contrarios a esta nueva política que podía poner en peligro sus prósperos señoríos. El fracasado intento de rebelión en Murcia había puesto fin a los privilegios antes reconocidos a los muladíes. Se temía que esta medida se aplicase a los demás de Granada. Rotas las hostilidades, los castellanos demostraron disponer de fuerzas que permitían alcanzar la Vega de Granada (1265). Cuando el emir revisó las cuentas de gastos de aquellos dos años, comprobó que sus recursos no bastaban para cubrirlos. Para salir de la trampa en que había caído, necesitaba negociar con Castilla, pero haciéndolo con cautela para no incrementar el rigor en las condiciones. El emir coincidió en esto. No estaba en condiciones de montar una ofensiva. De ahí que trazara un plan consistente en el fortalecimiento de los castillos que marcaban la Frontera convirtiéndolos en baluartes y asignando a cada uno suficiente guarnición. Renunciando a cualquier acción ofensiva, se debía garantizar sin embargo la defensa. El emirato se ajustaba a sus límites.
Algunas circunstancias favorables se presentaron también en aquel tiempo final del reinado. Los informes eran precisos. Portugal se enfrentaba a problemas internos que lo llevarían incluso a un enfrentamiento con el Pontífice. Alfonso X tenía que poner su atención en Francia y Alemania ya que pretendía ser emperador. Y los catalanes debían fijar la vista en aquel duro problema que planteaban los angevinos. De modo que los enfrentamientos armados en Andalucía en los años 1265 y 1266 se redujeron a simples aceifas a pesar de que resultaban costosas. Alfonso X pudo comprobar un aspecto esencial: si se pretendía someter radicalmente al emirato era preciso librar una guerra larga y costosa exigiendo a las Cortes ayudas muy elevadas y consiguiendo del Papa que se aprobasen las indulgencias propias de una cruzada. Dinero en todo caso.
De ahí que los beligerantes decidiesen, tras tensas negociaciones, firmar un acuerdo que suspendía las hostilidades abriendo un plazo para establecer acuerdos que reforzasen o modificasen los de 1246. No se trataba de paz, sino de treguas. Con sucesivas prórrogas estaría vigente hasta el momento de la muerte de Muhammad en 1273. Los nuevos acuerdos contenían dos sustantivas ventajas para el emir. La ayuda económica se seguiría pagando pero en calidad de indemnización por los daños causados. No se hacía referencia al auxilium militar. Del consilium se olvidaba hasta el nombre, si bien los castellanos seguían considerando que Granada tenía obligaciones vasalláticas que situaban al emirato dentro de la Corona. Ni Alfonso ni ninguno de sus sucesores olvidaron el acuerdo de 1246 al que repetidamente quisieron retornar, de modo que los textos firmados en 1266 tenían carácter provisional.
Esta será precisamente la primera oferta que Fernando el Católico haría a Muley Hacén. Sin embargo, los señores de la Alhambra comenzaron de hecho a gobernar como soberanos independientes; por eso la disponibilidad de un fuerte ejército con las reclutas africanas les resultaba imprescindible. La mayor parte de las guerras partieron de iniciativas de los emires, que las consideraban como instrumento indispensable para mantener el tratado de 1266. Tal será la herencia que deje Muhammad I en 1273. Al coincidir esta renovación del emirato con los inicios de una expansión turca otomana, el Pontificado tuvo que apoyar los proyectos de cruzada también en España. Los soberanos de Castilla pudieron emplear un argumento: debían castigar un acto de felonía. De ahí que en 1266 reclamasen una indemnización anual de 200.000 maravedís para compensar las pérdidas. Nunca se renovarán las treguas sin esta exigencia.
No obstante, las treguas resultaban imprescindibles para unos y otros ya que abrían en condiciones de seguridad las vías comerciales. Dependían, sin embargo, de ciertos lugares convenidos y garantizados por el derecho. El comercio entre Granada y Castilla iba creciendo. Se mantuvo, por otra parte, la exclusividad religiosa en favor del Islam.