Cuarto

Tras cuatro días en Los Ángeles, Diago regresó a su hogar sin ninguna respuesta concreta; la productora sólo le había dicho que lo llamaría.

Tan pronto como el avión aterrizó en el aeropuerto y tras salir de éste, cogió un taxi para ir a su casa. En el instante en el que estaba pagando la carrera, Wara llegó. La saludó con un corto beso en la boca y bajó la maleta.

—Oye, cuando salí del aeropuerto recibí una llamada de mi padre; nos invita a cenar a su casa —le dijo.

—Ve tú solo, yo no tengo ganas de aguantar a su esposa, sólo habla de sus logros.

—No es cierto, Wara, exageras; no entiendo por qué no te cae bien Aaliyah. Mi hermana también estará.

—Menos entonces, se ponen ambas de acuerdo y te acaparan todo el rato, y yo parezco invisible en medio de todo.

—Wara, ¿por qué eres tan antisocial?

—No soy antisocial; simplemente, tu familia no me soporta.

—No es verdad, más bien me parece que es al revés; nunca has hecho ningún esfuerzo por congeniar con ellos... siempre encuentras una tacha, y yo, sencillamente, quedo en medio de todos vosotros. Al menos podrías hacer el esfuerzo por mí; esta situación me tiene bastante cansado, estoy hasta los cojones de esto.

—No te he pedido que no vayas, puedes hacerlo sin mí. Además, hoy en la redacción ha sido un caos y estoy agotada.

—Olvídalo; llamaré a mi padre y le diré que no nos espere, que lo dejamos para otro día.

Wara Adams ni siquiera había preguntado cómo le había ido en Los Ángeles, pero Diago no tenía pensado hacer ningún comentario al respecto; era más que obvio que a ella no le interesaba, y a él también empezaba a interesarle poco que a ella no le importase.

Wara entró directa a ducharse, cerrando de un portazo la puerta del baño. Apretando los puños, Diago llenó sus pulmones de aire; se sentía totalmente impotente, pues la relación entre ellos seguía sin funcionar, y todo hacía presagiar que estaba en un punto en el que ya era insalvable. Caminó hacia la habitación que compartían y dejó la maleta a un costado, en un lugar donde no molestara; luego ya la desharía.

Se puso un pantalón de chándal, una camiseta blanca que sin duda había vivido mejores días, pero que era muy cómoda, y se quedó descalzo; estaba cansado por el viaje, pero también estaba hambriento y, si esperaba a que Wara cocinara, seguro que sólo comería una simple ensalada, ya que era todo lo que ella parecía estar dispuesta a preparar siempre. Fue hacia la cocina y buscó en el refrigerador para ver qué hacer. Incluso estaba convencido de que la tarea sería una buena terapia para alejar de cierta forma su mal humor. Él disfrutaba verdaderamente cocinando.

«Tal vez debería haber estudiado para chef, quizá equivoqué la profesión.»

—Al diablo, posiblemente, si fuera chef, también estaría molesta por el olor a comida de mi ropa. ¡Joder!

Mientras se disponía a comenzar con la elaboración del plato, abrió una botella de su vino preferido, un sauvignon blanc de la bodega Château des Charmes, que compraba en una tienda cercana a su casa y que se elaboraba en Ontario. Se sirvió una copa y, después de darle un sorbo, la dejó sobre la encimera para luego dedicarse a cortar unos pimientos y unas cebollas. En aquel momento Wara apareció frente a él, hablando por teléfono.

—¿Por qué no te vienes a cenar con nosotros? Diago está empezando a preparar algo que seguramente estará exquisito.

El joven actor gesticuló, preguntándole quién era, a lo que ella contestó «Kurtis».

«Por supuesto, ¿cómo no he caído en la cuenta de que, si está tan sonriente, es porque habla con su mejor amigo?», pensó, y rápidamente su mal humor se acrecentó.

Preso de una furia incontenible, tiró el cuchillo sobre la tabla de picar alimentos, se limpió las manos con una servilleta y salió de la estancia. Entró en la habitación para calzarse unas zapatillas Nike, cogió su billetera y las llaves, y se puso una chaqueta.

—¿Adónde vas?

Se la llevó por delante sin contestarle, pues necesitaba salir de allí antes de que empezaran a discutir.

—Te he hecho una pregunta.

Él se detuvo en el pasillo apretando la mandíbula; los dientes le chirriaron hasta tal punto que por un momento pareció que le estallarían en mil pedazos. Cerró los puños en un intento de contener su furia, pero le fue imposible, así que se giró, enfrentándola.

—A la mierda, me voy, aunque en verdad creo que la mierda está toda en nuestro hogar.

—Diago, y ahora, ¿qué ocurre? —preguntó indignada y poniendo los brazos en jarra mientras se soplaba el flequillo que le caía sobre los ojos.

—¿No sabes qué ocurre? —vociferó furioso, abriendo los ojos como platos. A Diago se le cayó la mandíbula.

—No, por supuesto que no.

—Pues... averígualo.

—Estoy harta de tu mal humor, Diago —chilló mientras él se iba.

—Creo que ambos estamos demasiado hartos del otro.

Tras gruñir esas palabras y sin detenerse, cerró la puerta con fuerza y se marchó. Salió de ahí sin saber a dónde ir. No quería presentarse en casa de su padre, ya no era un niño para correr a su lado como si él pudiera resolverle los problemas como cuando era sólo un crío; además, ya lo había llamado para cancelar la cena. Así que, montado en su coche, empezó a dirigirse hacia el Downtown de Toronto, cuando su teléfono comenzó a sonar. Lo sacó del bolsillo y descubrió que quien lo llamaba era su mejor amigo.

—Eric, hermano, ¿cómo te va?

—¿Estás en tu casa? Cuéntame las novedades de Los Ángeles. Dime, ¿te han dado el papel? ¿Serás finalmente el nuevo sex-symbol de Hollywood?

Diago rio sonoramente. Eric, con su entusiasmo y buen humor, siempre lograba arrancarle una sonrisa. Además, sonaba sincero por completo; su amigo no era como esas personas que te dicen «me alegro de tus logros» cuando en realidad sólo te envidian.

—Estuve tres días realizando pruebas; luego, aprovechando que estaba en Los Ángeles, pasé por la agencia para ver a Carmen, mi relaciones públicas; por eso me quedé un día más. He llegado hace unas pocas horas, pero aún no tengo novedades.

—¿Y qué tal las pruebas?, ¿las hiciste con alguien más?

—Sí, con las posibles coestrellas. Probé con tres actrices... humm, pero creo que con la primera hubo más feeling; no sé, me sentí más suelto con ella, y me parece que a ella le pasó lo mismo conmigo, aunque no sé cómo le habrá ido con los demás actores. Tanto da, ya sabes cómo es esto... a veces te parece que te ha ido brutal y, aunque bordes la interpretación, luego nunca te llaman; así que no me ilusiono. El hecho de haber llegado hasta esta instancia, para mí, ya es todo un logro, pues significa que el trabajo que vengo haciendo no ha pasado desapercibido.

—Oye, ¿dónde estás? Se oye ruido y música.

—Acabo de entrar en Hop.

—¿En Hop?, ¿con Wara?

—Eeeh... no, Wara está en casa. —Soltó aire y añadió frustrado—: hemos discutido de nuevo.

—Mierda, ¿otra vez?

Diago se pasó una mano por la cara; estaba agobiado, la vida junto a su mujer se había tornado un infierno.

—¿Estás bien?

—No, hermano, la verdad que no lo estoy.

—Espérame en Hop, voy para allá.

—No, no es necesario. ¿Estás en Toronto? —preguntó confundido—. Te hacía en Londres rodando la nueva película.

—He llegado hace una hora; tengo tres días libres y quiero pasarlos con Harper y los niños.

—Olvida lo que te he dicho; estoy bien, quédate con tu familia.

—Una hora o dos con mi mejor amigo, que me necesita, no es restarle tiempo a mi familia. Sé que, si fuera al revés, tú también vendrías a mi encuentro; es más, ya estoy en el coche, saliendo hacia Hop. Espérame, no tardaré.

Cuando llegó, Diago le hizo señas desde la alejada mesa en la que se había acomodado y, al encontrarse frente a frente, se fundieron en un genuino abrazo. Cuando se iniciaron en esa profesión, Eric, Diago y Anthony, su otro amigo, eran compañeros de piso y, a pesar de que los tres despegaron en sus carreras artísticas, ese vínculo no se había disuelto, así que, cada vez que les era posible, se juntaban, aunque coincidir con Anthony resultaba más difícil, ya que se había mudado a Los Ángeles para establecer su carrera allí; Hollywood lo había acogido desde hacía un tiempo ya.

—¿Cerveza? —Diago levantó su botella de Saint Beatnick, una marca canadiense, mientras le hacía señas al camarero para que se acercara.

—Sí, está bien una cerveza, pero prefiero una Budweiser.

—¿Americanizado hasta en eso, amigo?

—Aún no he cenado, prefiero un sabor más suave. —Chocaron sus puños—. Bien, cuéntame, ¿qué está pasando? Tienes un aspecto horrible.

Diago se encogió de hombros y respiró sonoramente, expulsando todo el aire que contenía en los pulmones. Sabía que con él podía hablar con total libertad, pero decirlo en voz alta era admitirlo por completo.

—Nada... —agitó la cabeza, abatido—... simplemente, ya no pasa nada con Wara, eso es lo que ocurre.

Bebió un sorbo de cerveza, mientras su amigo lo dejaba que hablase.

—Mierda, no sé cómo decirlo, pero... cuando me la follo... ya no es lo mismo.

—Joder.

—Siento que últimamente somos dos completos desconocidos. Todo lo que hago y digo, le molesta; todo lo que hace y dice, también me molesta. No voy a echarle la culpa sólo a ella; es decir —se pasó una mano por el pelo—, creo que algo se ha roto. No me apoya en nada... por ejemplo, no quería que me presentara al casting para este papel. Además, me agobia con el tema de la boda, pero yo no quiero casarme con ella... no creo que una firma estampada en un papel vaya a solucionar nuestros problemas. Hoy, cuando he llegado, ni siquiera me ha preguntado cómo me ha ido, ni tampoco lo ha hecho estos días por teléfono cuando hemos conversado.

El camarero se acercó y Diago pidió una Bud para Eric y otra Saint Beatnick para él. Antes de que se fuera, le solicitó la carta y pidió algo de comer.

—¿Por qué sigues con ella?

—Es mi mujer.

—Pero no eres feliz y, por lo que me dices, tal vez ella tampoco lo es. ¿Lo habéis hablado?

—¿Hablar con Wara? Sabes que es una gran negadora, que jamás asumirá nada y sólo me culpará... ¿qué me preguntas, Eric?

—Pues, si no habláis, no entiendo de qué forma podréis arreglar vuestras diferencias. Y tú lo has dicho, es tu pareja, no tu esposa, así que no entiendo qué es lo que te ata.

—Mierda, no me vengas con eso; sabes que para mí es lo mismo, un papel no hace la diferencia.

—Pues a veces sí la hace, aunque no creo que sea el caso.

—Tú eres tradicional, te has casado con Harper, pero... yo no lo necesito.

—¿No te has puesto a pensar por qué no lo necesitas?

El camarero apareció con una gran bandeja y dejó todo lo que habían ordenado.

—Supongo que cenarás con tu familia.

—Déjame pagar la cuenta y vamos para casa.

—Ni lo sueñes; hace un mes que no estás con ellos, y ni loco iré a molestaros; es más, ya te dije que no vinieras.

—Entérate de que ni loco te dejaré aquí solo cenando esto. Vamos. —Eric se puso de pie y sacó su billetera del bolsillo—. Cuando he salido de casa, Harper estaba preparando un venado al horno para chuparse los dedos; por otra parte, las habitaciones abundan en casa, así que, ¡levántate!, no me hagas cabrear.

Aunque Diago pretendió negarse, supo que era en vano hacerlo, así que, finalmente, se dio por vencido y lo siguió en su Q60. Se sentía un invasor en la vida de su amigo, pero Eric podía ser muy obstinado; lo conocía muy bien y sabía que no cedería.

Cuando llegaron, Harper, que siempre era muy afectuosa, y también había adoptado a Diago como a su gran amigo en cuanto se puso de novia con Eric, lo abrazó con sentida sinceridad, colgándose de su cuello.

—Aay, pero qué bien que hayas venido, qué suerte tener a mi cuñado postizo en casa; endemoniado hombre, que nos tienes abandonados.

—Tíoooooo...

Los niños corrieron a su encuentro y se tiraron encima de él, reclamando su atención y sus besuqueos.

—¿Has visto, cabezón?, todos se alegran de verte.

Harper miró extrañada a Eric.

—No quería venir —le explicó éste—, decía que sería una molestia.

—¿Qué estás consumiendo? —le preguntó Harper.

—Luego charlamos —dijo Eric poniendo fin a la conversación—. Sirve la cena, cariño, me muero de hambre y creo que Diago otro tanto; él también ha llegado de Los Ángeles hace unas horas.

—Ciertooo, ¿cómo te ha ido? —Harper abrazó a ambos hombretones—. Casualmente ayer, cuando hablé con Eric, le pregunté si sabía algo de ti, y me dijo que no.

—Pues... —Diago metió las manos en los bolsillos del pantalón, encogiéndose de hombros—... aún no tengo ninguna novedad, estoy a la espera.

—Quiero verte en ese filme, no sabes cómo lo deseo. ¿Por fin conoceré tu culo gracias a esa película e, incluso, algo más?

Eric sonrió indulgente...

—¿Qué? ¿Por qué me miras así, cariño? Imagina, las mujeres morirán por Diago tras el estreno de esta película; será su entrada en Hollywood por la puerta grande. Todas agonizarán por su trasero, que ya bajo el pantalón se percibe durito. —Lo pellizcó—. No te pongas celoso, cariño, tú tienes lo tuyo, pero, lo siento, Diago tiene el culo.

—Lo lamento, con los años su locura se acrecienta.

—No estoy loca, sólo soy una buena amiga que desea que le den ese papel, y que no está ciega.

—Gracias.

—Uuuy, qué cara, parece como si yo lo deseara más que tú.

—Lo deseo, por supuesto que lo deseo, es sólo que...

—Aaay, Dios santo, ¿no me digas que se trata de Wara? Esa mujer es exasperante, te juro que no la entiendo. Su pareja es actor, ¿es que aún no se ha enterado? ¿Qué le pasa ahora? No comprendo por qué es tan insegura... aunque, la verdad, perdóname si te ofendo, pero no creo que se trate de inseguridad, ella es una gran egoísta y además...

—Basta, cariño.

—No me hagas callar, Eric —le advirtió a su marido, dispuesta a sacar todo lo que tenía guardado—. Cualquier mujer estaría orgullosa de Diago; ella, en cambio, parece su enemiga. ¿Sabes qué pienso? Como ella tiene una carrera pedorra de periodista y no es reconocida por nadie, simplemente envidia tus logros. Esa tía no te quiere, Diago.

—¡Harper! —la avisó su esposo, informándola de que estaba pasándose de la raya.

—Lo siento, cariño, pero alguien se lo tiene que decir alguna vez; alguien tiene que abrirle los ojos a este monumento para que despegue del lado de esa bruja. Además, no es ningún secreto que ella y yo no nos soportamos; toda la vida me ha mirado por encima del hombro. ¡Ja, como si pudiera!, metro cincuenta y nueve, mide.

—No le hagas caso, Diago, esta mujer no tiene filtros.

—Adoro a Harper, y sabes que sí le hago caso, pero...

—Pero estás ciego con Wara; sin embargo, en algún momento tendrás que abrir los ojos. No se te ve feliz, amigo. Desde luego me alegro de que nunca te hayas casado con ella.

—Harper, ya basta. Lo lamento, Diago; perdió el filtro por completo cuando se levantó de la cama esta mañana.

—Déjala, no está diciendo nada que yo no sepa.

—¿Entonces?

—Entonces, ¿qué?

En medio de la conversación, Harper les pasó los platos y los cubiertos a Eric y a Diago para que ayudaran a poner la mesa; los niños correteaban por allí.

—Entonces... ¿qué harás para ponerle remedio? Te ataste a ella tras otro fracaso amoroso, y la víbora se te metió por los ojos aprovechando la situación; aún recuerdo cómo te acosaba, parecía una sanguijuela... a cada evento que íbamos, la encontrábamos, y te ganó por cansancio. No niego que es hermosa, pero usó su belleza para obnubilarte, y también su cuentito de mujer desvalida; todo lo que tiene de bonita lo tiene de bruja y de oportunista.

—Bueno, tampoco es tan así; tal como lo cuentas, me haces parecer un verdadero tonto.

—No lo eres, sé que no lo eres, pero ella tiene un carácter fuerte, y sabe tejer muy bien, es una tarántula.

—Te recuerdo que Wara es mi mujer.

—Lo sé, pero espero sinceramente que eso cambie pronto, porque no entiendo que quieras seguir estando al lado de una mujer que no te apoya en nada. No quiere a tus amigos cerca; no quiere a tu familia; no celebra tus logros; cuando tuvo que cuidar del bebé que llevaba en su vientre, tu hijo, se subió a un avión y se fue a África, donde está lleno de pestes.

—Haber perdido al bebé no es algo que Wara deseara; ella no buscó lo que pasó.

Harper frunció los labios y puso los ojos en blanco. Luego miró a Eric y prosiguió.

—Cariño, ¿podrías llevar a los niños a que se laven las manos? —Luego retomó lo que estaba diciendo—. No te apoya en nada... pero bien que le gusta gastar el dinero que tú ganas... La señora vive plácidamente en Lawrence Park South, en uno de los barrios más selectos de Toronto; por supuesto que esa parte de tu trabajo le entusiasma, ¿no es cierto?, ¿o me equivoco? Adora cambiar de coche cada año, y darse la gran vida, y le encantaría aún más si te hubiese atrapado y te hubieses casado con ella, pero, como no lo ha conseguido, ya no sabe qué inventar para enloquecerte. Apuesto lo que quieras a que ahora ha vuelto a pedírtelo y, si firmas este contrato con Hollywood, lo hará de nuevo.

—Wara no quería mudarse de Woodbine-Lumsden. Sabes que yo insistí para cambiarnos de barrio y si no nos casamos es porque para mí es un trámite sin sentido.

—Vamos, que se negó a mudarse tanto como un niño se niega a comerse una bolsa de dulces en vez de un plato de sopa, y, además, gasta tu dinero como si abriera el grifo para que corriese agua, sin contar que, a la hora de apoyarte, siempre está poniéndote palos en las ruedas. ¿Sabes qué creo?, que es la forma que tiene de hacerte creer que te cuida y que cuida lo que tenéis, pero, ¿qué quieres que te diga?, a ella sólo le importa tu crecimiento económico; sé que lo que digo es contradictorio, pero así es Wara, tira la piedra y esconde la mano.

—Es mi mujer, ¿está mal que quiera lo mejor para ambos? Tú vives de lo que gana Eric, también. Después de todo, si fuera como dices, no se opondría a que tratase de conseguir este contrato.

—¿Te ha vuelto a pedir que os caséis?

Diago asintió mientras fruncía los labios.

—Ella no merece el dinero que tú ganas, nunca te acompaña, y si no quiere que consigas este papel es porque sabe que con eso cambiarían muchas cosas, y te está manipulando para lograr más beneficios, ¿cómo no puedes percatarte de ello? Y yo no soy una mantenida; desde que nacieron los niños trabajo desde casa en los proyectos de arquitectura, y por encima de todo cuido el dinero de mi esposo, no lo derrocho.

—De todas formas, Harper, ella tampoco es una mantenida.

—¡Ja! Con su sueldo, pues no creo que aporte mucho, no podría permitirse, por ejemplo, la peluquería y el spa al que asiste; eso no se paga con lo que ella gana, y los vestidos de diseñador mucho menos, ni tampoco el automóvil que conduce.

—A mí eso no me importa.

—Lo sé, Diago, tal vez me he ido por las ramas, pero, entiéndelo, ella... Amigo, —le pasó un brazo por el hombro—, tú tienes voz y voto, pero te has acostumbrado a ceder para no tener más confrontaciones. Sé que tú deseas tener un buen hogar, sé que tus intenciones son las mejores; sé también que, cuando uno vive en pareja, debe ceder en muchas cosas, pero eso tiene que ser en un porcentaje de cincuenta y cincuenta. Tú apostaste por esta relación y, si aguantas, es porque eres un hombre de compromiso, pero ese hogar que tú anhelas no lo conseguirás a su lado. Diago, creo que estás con ella por costumbre, lo que vosotros tenéis no es amor. ¿Por qué no te casas con ella, en caso contrario? A mí no me vengas con el cuentito de que un papel no es importante y no hace la diferencia; siempre la has consentido en todo, menos en esto. ¿Cuál es el verdadero motivo que tienes para no hacerlo? ¿Te lo has preguntado realmente?

Era la segunda vez que le preguntaban lo mismo, primero Eric y ahora ella, y sentía que no podía continuar sosteniendo su magro argumento.

—Todos vemos cómo es la verdadera situación entre vosotros, falta que tú te des cuenta. Antes, cuando te conocí, eras una persona muy alegre, pero ahora vives amargado. El amor es otra cosa. Es compañerismo, es pasión, es deseo, es hacer planes juntos, es mirarse y admirarse, es disfrutar el tiempo juntos y compartir con tus seres queridos lo felices que sois. Dime, ¿cuántos de esos sentimientos compartís vosotros?

—Dios, Harper, ¿todavía estás acosando a este pobre hombre? Déjalo tranquilo; lo he hecho venir para que se relajara con nosotros, pero tú eres como un taladro que le está agujereando la cabeza desde que ha llegado.

Eric había regresado, interrumpiendo la conversación. La pregunta había quedado flotando en el aire, pero dando vueltas en la cabeza de Diago.

Los niños colgaban de los brazos de su padre, que llevaba una diminuta y graciosa capa de Superman atada al cuello; los llevaba con la cabeza apuntando hacia el suelo, riendo sin parar. Acoplándose a la algarabía, Harper se subió a su espalda mientras Eric cargaba con todos.

Los hijos del matrimonio Reeve tenían dos y tres años. Ellos habían sabido formar una familia ideal, perfecta; a simple vista se los veía consolidados como pareja y se complementaban en todo; bastaba con mirarlos un instante para darse cuenta de cuánto se amaban. Y, aunque a Diago le costara reconocerlo, sabía perfectamente que la mujer de su amigo tenía razón, incluso lo había pensado en ese momento, al ver a su casi hermano tan familiar.

Mientras los observaba, se tocó el pecho; sintió dentro de él un clic, y una sensación avasallante le cerró la garganta. Continuó cavilando y sonriendo al verlos tan felices y plenos, y fue entonces cuando tuvo la total seguridad de que él jamás tendría un día como ése junto a Wara.

* * *

Habían pasado tres días y Diago continuaba durmiendo en un hotel. Wara no lo había llamado y él tampoco a ella; sin embargo, Diago James era consciente de que no podían continuar así, era preciso que pusieran las cartas sobre la mesa y decidir de una buena vez su futuro; necesitaban definir si continuaban juntos o, por el contrario, lo hacían por caminos separados.

Decidido a ponerle solución a la situación, se dio una ducha rápida, se vistió con ropa que había recogido con anterioridad de casa mientras Wara estaba trabajando y salió de la habitación.

Era casi la hora en la que ella acostumbraba a llegar, así que se sentó tranquilamente en el sillón a esperarla. Sólo habían transcurrido unos pocos minutos, que aprovechó para revisar la correspondencia que estaba apilada sobre la mesa baja de la sala, bebiendo con fruición de un botellín de agua que había cogido del refrigerador, cuando la puerta de entrada se abrió. Wara lo miró, cerró la puerta y pretendió ignorarlo. Pasó de largo por la sala que se comunicaba con la cocina y el comedor, pero él se levantó y la sujetó por un brazo.

—Debemos hablar, ¿no te parece?

—¿Ahora quieres hablar? Te has ido durante tres días y ¿ahora vienes y sólo quieres hablar? Si crees que voy a escucharte cuando a ti te dé la real gana, estás muy equivocado.

—Sólo he pretendido darte tiempo para reflexionar; yo también lo he hecho.

—Pues yo no quiero hablar de nada.

Quiso seguir caminando, pero él no se lo permitió.

—No podemos seguir así, Wara, no podemos continuar destruyéndonos de esta manera. Nos decimos cosas hirientes, últimamente sólo son reproches y más reproches. ¿Te has puesto a pensar que hasta discutimos por una marca de pasta de dientes? Todo parece ser un buen motivo para reñir... que si la comida tiene mucha o poca sal, que si cambiamos de lugar algo que había puesto el otro en otro sitio, que si me tocaba a mí hacer las compras o a ti, que si la música está fuerte, que si el programa de televisión no es el que queríamos ver...

—Es que a ti te interesa exclusivamente tu carrera, sólo estás pendiente de ella.

—No es verdad, sólo anhelo tener tu apoyo, que te emocionen las mismas cosas que a mí, que te sientas orgullosa de lo que hago, pero a ti sólo te conciernen tus asuntos, tu trabajo, tus amigos, tus gustos... y yo sólo me tengo que adaptar. No sé qué más hacer... Te invito a cenar y no quieres salir; te propongo que hagamos un viaje y tampoco te entusiasma; te planteo organizar una comida con amigos y tampoco lo deseas. No soportas a mi familia, ni a nadie de mi entorno; quieres cambiar todas mis costumbres, si bien antes no te molestaban o tal vez fingías que así era, ya no lo sé. —Se miraron en silencio—. ¿Sabes? —Diago frunció los labios y apretó las mandíbulas—, creo que tienes razón, esta conversación no tiene sentido; no ha sido una buena idea venir a razonar contigo, porque a ti no te interesa escucharme. Wara, vives de mal humor, cansada, quejándote por todo. Dime: ¿cuánto tiempo hace que no nos decimos cosas dulces?, ¿te has puesto a pensarlo? No nos vemos en todo el día, o durante días, y cuando lo hacemos nos tratamos como extraños. Me pasé unos días fuera del país y, cuando llegué, sólo nos dimos un deslucido beso.

—Esto parece un concurso para ver quién tiene la culpa. Dices que soy fría, que no te escucho, que no te presto atención, que no me interesan tus cosas... todo tiene que girar siempre en torno a ti.

—Explícame por qué siento que las cosas son al revés.

—Pues tal vez deberías pensar lo que haces tú para que yo sea así.

—Dímelo —le exigió en un grito—, eso es lo que espero, es lo que quiero para que lo resolvamos.

Wara se lo quedó mirando y luego quiso volver a marcharse.

—No te irás, terminaremos de hablar. En realidad debemos empezar a hacerlo, porque lo único que compartimos cuando nos sentamos a cenar son las cuentas que debo pagar, y cuando quiero contarte algo, tú sólo me interrumpes y hablas de tu trabajo o de Kurtis, y estoy hasta las pelotas de oír lo exitoso e inteligente que es tu amigo, y lo bien que le va en sus negocios, y el nuevo automóvil que se ha comprado, y los problemas que tiene con su novia, y... Simplemente creo que a ti ya no te intereso.

—Pensaba que querías hablar de nosotros, pero esto es lo mismo de siempre, se trata de tus celos hacia Kurtis, se los has tenido desde el principio. Fui muy clara contigo cuando me conociste y lo sigo sosteniendo: no dejaré mi amistad con él de toda la vida sólo porque a ti no te caiga bien.

—Eso que dices no es cierto, sabes de sobra que me llevo muy bien con Kurtis; cuando nos vemos, hablamos y nos entendemos de maravilla, pero tú... tú siempre lo pones por delante de mí. Y estoy fastidiado y asqueado. De eso, y de todo, de que pretendas que vivamos aislados del mundo, de que no toleres a mis amigos y yo tenga simplemente que adaptarme a tus cosas. Cuando me conociste, sabías perfectamente a qué me dedicaba... y antes no te importaba, pero ahora sólo acepto los trabajos que a ti te parecen bien, y no hemos parado de discutir desde que me presenté a las pruebas para Al otro lado.

—Se supone que somos una pareja y que las decisiones las tomamos juntos; ese trabajo que quieres conseguir nos está separando, por eso no quiero que continúes.

—¡Carajo! —gritó él de repente, elevando mucho más el tono de lo que ya venían haciéndolo—. ¿Dime en qué decisión que tú tomas yo influyo o la intento revertir? Siempre te apoyo en todo.

—Tal vez porque ya no te intereso.

—Tal vez tengas razón...

Le gritó más fuerte, harto de todo, y un silencio muy incómodo se instaló entre ellos.

—Si realmente no me interesaras, no estaría aquí intentándolo, y discutiéndolo; sólo pruebo de apoyarte en lo que te hace feliz, tu felicidad es la mía.

»Wara, estoy hasta las narices de que la mayoría de las noches nos acostemos y sólo nos demos la vuelta para ponernos a dormir.

—¿Para ti todo pasa por el sexo?

—No, sabes que no es así, sabes que nunca ha sido así, sólo que siento que ya hasta eso hemos perdido... Nuestra cama está fría, Wara; cuando lo hacemos, siento que sólo es eso, sexo, que seguimos juntos por costumbre... Aunque me gustaría poder negarlo, hace tiempo que algo se ha roto entre nosotros; lo que teníamos, lo que tuvimos, ya no existe.

» Creo que quiero separarme.

—Está bien, si eso es lo que quieres.

—¿Estás de acuerdo?

—No, no lo estoy.

—Entonces, lucha, ¡joder!, lucha por nuestra relación, lucha por mí.

—Te das cuenta, esto sólo se trata de ti, no de nosotros.

—Mierda, no vamos a llegar a entendernos, no lo haremos.

Diago James se apartó de ella, cogió la chaqueta que estaba sobre el sillón, las llaves que había dejado sobre la mesa y tomó fuerzas para marcharse nuevamente. Cuando estaba cruzando la puerta, ella le chilló.

—No te vayas, no me dejes, no lo hagas. No podría soportar otro fracaso.

Ella no le dijo que se quedara porque lo quería, simplemente lo seguía tratando como si él fuera sólo un objeto en su vida. Pero estaba llorando y Diago no podía verla así, odiaba cuando lloraba. Wara era siempre muy fuerte, y le partía el alma verla tan vulnerable, así que la apretó contra su pecho y la sostuvo hasta que se tranquilizó.

—No me iré, ya no llores más, no lo haré; si eso es lo que quieres, me quedaré.

Había accedido una vez más a que las cosas continuaran tal como estaban; si alguien sabía cómo hacerlo sentir culpable, ésa era Wara Adams, toda una experta. Sumido en una gran confusión que se apoderó de todo su cerebro, decidió que esperaría unos días a que las cosas se calmaran y luego volverían a hablar.