Estoy cansada, cada día más. Como cada noche desde hace años, espero que mi «protector» entre por la puerta. Atrás quedan esas interminables horas en las que lloraba sin cesar cada vez que sucedía, incluso cuando me penetraba sin importarle el asco que pudiese sentir. Trataba de satisfacerme, un acto inútil; lo único que me hubiese satisfecho, de verdad, hubiese sido que me hubiera dejado en paz.
Al menos, ahora todo es más rápido gracias a que ha perdido el empeño de tratar de hacerme sentir algo con él. Lo único que quiero es que acabe lo antes posible y, para eso, he tenido que aprender a fingir tan bien que, a veces, imagino que es real, pero no es el rostro de Alexey el que veo, sino otro diferente... no uno pálido y de ojos claros, sino uno más oscuro, y masculino.
Muchas noches pienso en cómo habrá cambiado, en si se acordará de mí o me habrá relegado al pasado como supongo que habrán hecho todos, excepto mis padres. Espero que ellos sigan albergando la esperanza de que algún día regrese. Después, abro los ojos y me doy cuenta de que todo es una ilusión que mi mente ha creado para engañarme y poder llevar mi mierda de vida de una forma más apacible, sin tanto dolor.
La puerta se abre y entra en mi cuarto; es lo único que me he ganado, un dormitorio para mí sola en vez de la habitación, por llamarla de alguna manera, comunitaria. Al entrar, siento el olor a vodka que desprende; inunda mis fosas nasales, aturdiéndolas. Al principio me molestaba, ahora es tan habitual que a veces me agrada que llegue tan alcoholizado, ya que no tiene fuerzas para yacer sobre mí y lo dejo dormir hasta que llega el alba para después despertarlo y decirle adiós con una sonrisa que no llega a mi ojos, porque no es auténtica.
Alexey no dice nada, sólo me mira, sonriendo, mientras se desabrocha el cinturón y se baja los pantalones; no pretende desnudarse; eso está bien, significa que no tiene la intención de tardar mucho. Y a mí, esta noche, me apetece estar sola. Sin mediar palabra, abre mis piernas y me penetra con fuerza. Jadeo, pero no es pasión, es por el malestar que siento cada vez que él está dentro de mí. Gracias a Anais aprendí cosas, muchas, como ponerme mucho lubricante para evitar volver a sangrar; todavía recuerdo aquella maldita primera vez.
Me consuela pensar que, por lo menos, es sólo uno, el mismo de hace ya tantas noches que he perdido la cuenta, aunque tenga que repetir este odioso momento varias veces a la semana... La verdad es que no entiendo cómo las demás pueden seguir adelante; me siento tan vacía y tan rota que no estoy segura de poder con ello.
Sus movimientos se aceleran y me muerde en el hombro, una costumbre que tiene y que hace que mi cuello y mis hombros estén repletos de marcas de sus dientes. Cuando sale de mi interior, trato de no hacer ruido para irme de la estancia, pero su gruñido al terminar y salir me avisa y cubro mi cara. Me golpea varias veces con fuerza, frustrado porque no me hace disfrutar con su amor después de tanto tiempo.
—No he quedado satisfecho —suelta en ruso, ese idioma que he llegado a comprender, aunque me niego a hablar, y se marcha mientras se mete, con paso tambaleante, los faldones de su camisa dentro de los pantalones, dejándome sola sobre una cama sucia, golpeada, sangrando y triste por toda la mierda que me ha tocado tragar en esta vida.
De repente libero el fuerte suspiro que ocultaba, sin saberlo, en el pecho. No puedo continuar con esto. Son demasiadas noches, demasiados días lejos de los que amo. Las lágrimas acuden a humedecer mi rostro en cuanto la puerta se cierra y, con desesperación, busco a mi alrededor algo con lo que abrir las venas de mis muñecas en canal y acabar con toda la miseria que sigo pagando, pero, a continuación, pienso en que queda muy poco para que me libere, una mínima parte de una deuda que pago por otro... y tengo que ser fuerte, no puedo permitir que mi vida acabe por su culpa. Tiene que haber una manera de salir de aquí; tal vez si se lo pido a Vladimir, me deje, aunque queden algunas noches... ya han pasado varios años, ¿cuántos exactamente? No lo sé con certeza, hace mucho que perdí la cuenta. El mismo día en que perdí la esperanza.
Con paso tambaleante me dirijo a la ducha y me lavo; froto mi cuerpo con fuerza hasta que me levanto la piel en algunas zonas y la vuelvo de un tono rosado. Nunca podré deshacerme de las huellas imborrables que ha dejado en mi piel, en mi corazón y en mi alma.
Salgo y me envuelvo en la única toalla que tengo, triste, sin saber qué hacer, pensando en si merece la pena esta lucha que llevo a cabo, si quizá tendré de verdad una recompensa. Veo mi cuaderno, lo único que me permiten tener, y me acerco a cogerlo con paso lánguido y cansado, igual a como me encuentro esta noche. Necesito sacar esto que me quema por dentro, esto que nunca le dije y de lo que ahora me arrepiento tanto que a veces noto que no puedo respirar. Me siento sobre el suelo y apoyo la espalda desnuda sobre la sucia y fría pared. Encima de mi cabeza, la única ventana de la que dispone la habitación, enrejada, permite entrar los primeros y tímidos rayos del sol que se despereza. Vivo en una cárcel de la que no puedo salir, encerrada entre cuatro paredes en las que las únicas visitas que tengo no son bienvenidas. Cabizbaja y con el rostro empapado en lágrimas, cojo la cera con la que puedo escribir (nada con punta ni afilado, por si acaso se me pasa por la cabeza quitarme de en medio antes de saldar mi deuda) y empiezo a escribir una carta que nunca será leída por el destinatario, pero que necesita ser escrita porque esas palabras queman en mi estómago, suben por mi garganta y desean abrasar la boca inflamada por los besos que he recibido a pesar de no desearlos.
Probablemente nunca leas esto. Tan sólo necesito expresar lo que siento por ti (o lo que sentía, pues ahora ya no estoy segura de poder volver a tener sentimientos como los de antes), lo que tal vez nunca tenga oportunidad de decirte.
Me gustaría poder abrazarte de nuevo, sentir tu calor, el aroma dulce de tu aliento mientras me susurras secretos al oído. ¡Me arrepiento de tantas cosas! De muchas, quizá demasiadas, pero hay una de la que me arrepiento más que de ninguna otra y es no haberte dicho nunca que te quiero. O que te quise.
Ahora, sumida en la fría e inmensa soledad que me envuelve, tu recuerdo es el fuego cálido que me ayuda a no perder la razón. El recuerdo de aquel beso furtivo que me robaste, ese beso inesperado que todavía me llena de aleteos de mariposas, que acelera mi corazón y deja mi respiración suspendida durante interminables segundos. Esa sensación la escondo en mi interior, el único lugar que no pueden hallar para arrebatármelo, ese mismo lugar donde mi antiguo yo se halla parapetado para no ser herido por él ni maltratado, como sí lo es mi cuerpo.
Atesoro ese momento mágico en el que me di cuenta de lo enamorada que estaba de ti. No fui consciente de cuándo había sucedido ni cómo, pero lo supe cuando sentí tus dulces labios acariciar los míos y mi mundo se tambaleó y cayó hacia ti.
Me gustaría también que supieras que, desde entonces, uso ese momento como un refugio. Supongo que nunca más volveré a verte ni a sentirte ni a poder hablar o reír contigo; pese a todo, me gustaría darte las gracias, porque ese pequeño recuerdo es lo que consigue mantenerme cuerda en este sitio en el que me hallo tan lejos de todos, tan lejos de ti.
Quizá algún día, o eso me gusta soñar, sea capaz de escapar de aquí, de reunirme contigo, y tú me seguirás esperando, porque no habrás dejado de buscarme y no habrás dejado que ninguna otra ocupe tu corazón. Yo te guardo el mío, junto con mis recuerdos. Ahora he de dejarte, mi tiempo ha acabado, así que me despido con un beso eterno que nunca cesa y un grito de auxilio silencioso.
Tuya siempre, Soledad.
Desde el infierno, con amor.
Las lágrimas, después de escribir esas palabras, no me dejan ver con claridad. Me siento tan mal, tan sola como mi propio nombre indica, ese del que apenas me acuerdo. ¡Tengo tanto por lo que llorar! Los recuerdos inundan mi mente como por arte de magia; esta carta ha abierto la caja de Pandora que con tanto recelo he ocultado y, ahora, de repente, todos ellos aparecen con fuerza, destrozándome.
Alguien llama a la puerta. No tengo que preguntar, sé que es Anais. Todavía sigue aquí, conmigo. Creo que somos las únicas supervivientes, las demás no han podido aguantar mucho tiempo esta mierda de vida en la que estamos atrapadas.
—¿Sí?
—Soy Anais. ¿Puedo pasar, babushka?
—Sí, claro.
Ella abre la puerta y me mira; sigo sentada en el suelo, con el cuaderno en mis manos y mis ojos hinchados en extremo, a causa de las lágrimas que todavía derramo.
—¿Qué pasa? ¿Te ha tratado mal?
—Siempre —contesto con la voz entrecortada.
—Ya queda poco.
—¿De verdad, Anais? Cada día que pasa hace que piense que nunca me va a soltar, he perdido la cuenta de los días que restan... Sólo quiero irme, pero aquí sigo y no sé si tendré fuerzas para esto.
—Debes tenerlas, tiene que liberarte pronto. Estoy segura.
—¿Aún le crees? Yo pienso que todo es mentira, que nunca va a dejarme salir de aquí y todo por culpa de ese malnacido.
—¿El que te entregó?
—El mismo.
—Nunca me has contado nada, babushka, de tu historia.
—¿Quieres conocer mi triste historia...?
Mis pensamientos vuelan a tiempos mejores, aquellos en los que, sin saberlo, estaba cavando mi propia tumba, por amor. ¿No se supone que es el sentimiento más poderoso que existe? ¿El que logra que todo sea posible? Entonces, ¿por qué demonios sigo aquí?
El recuerdo de aquel primer día, cuando me di cuenta, al parpadear, de que llegaba tarde... La voz de mi madre todavía resuena en mis oídos, clara, como si nunca me hubiesen arrancado de mi hogar. Cierro los ojos con fuerza, recordar a mi madre me escuece en el pecho, como si me volcasen agua hirviendo por encima... ¡La extraño tanto!
No sé si seré capaz de explicarle a Anais lo que pasó, en realidad nunca he sido propensa a contar cosas personales, de hablar sobre mis sueños o mis miedos con nadie; no es mi estilo, prefiero guardarme los detalles de la vida que una vez tuve para mí misma. Es lo único que el cabrón de Vladimir no puede arrebatarme.
—Lo siento, babushka, no quería ponerte triste —murmura mi amiga al verme seria.
—No pasa nada, es que todavía me entristece pensar en todo lo que quedó atrás.
—Lo entiendo...
—Conocí a Fran por casualidad —digo de repente.
—Ése es el nombre del «malnacido» —repite la palabra que yo he soltado antes en un casi perfecto español.
—Sí; había quedado con mis amigas, y él estaba ahí.
—¿Qué hacéis aquí? —nos interrumpe la voz de nuestro dueño.
—Lo siento, Vladimir —se excusa Anais—; no se ha portado bien con ella.
Vladimir se acerca hasta a mí. Es como siempre supuse que serían todos los rusos: alto, fuerte, guapo, de ojos claros y pelo dorado, pero para mí es el mismísimo diablo. Con sus dedos examina mi rostro y tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no alejarme ante el contacto. Siempre comprueba que la cara de sus chicas esté bien para que no vaya a estropeársele el negocio; nosotras no le importamos, somos sólo mercancía y, mientras tenga buen aspecto, no hay problema.
—Nada grave —murmura al comprobar que mi rostro sigue intacto; claro, no se va a preocupar por mi alma.
—Vladimir, ¿puedo hablar contigo? —pregunto.
—¿Qué sucede?
—¿Cuándo voy a terminar de pagar mi deuda? —planteo haciendo acopio del poco valor que tengo.
—Sigue trabajando, babushka, y, cuando esté saldada, te dejaré marchar —contesta mientras se va y me deja con la incógnita.
Anais sale detrás de él. Como siempre, me sorprende lo fuerte y decidida que se muestra cuando está sola y el perro faldero en el que se convierte cuando Vlad está a su lado. Siempre me ha dado la impresión de que, de una forma retorcida que no llego a comprender, está enamorada de él.
—Babushka, ha llegado una chica nueva, te la dejo a ti. Ya sabes qué hacer —dice mi amiga justo antes de cerrar la puerta.
—Sí, ya sé qué hacer... —musito triste.
Me dirijo al zulo donde dejan a las jóvenes recién llegadas; cada paso que doy en dirección a la sombría estancia me hiere. Me parece que hace una eternidad desde que yo misma me desperté atemorizada en esa sala. Por una deuda. Había llegado allí para pagar lo que debía otro, esperando que el cliente quedase satisfecho por mis servicios y todo quedase liquidado.
Cabeceo en un acto inútil de alejar las lágrimas que de nuevo emborronan mi visión; hoy no es mi día, no dejo de recordar cosas de mi pasado. Algo está cambiando en mí, quizá me estoy rindiendo... Tal vez, la cáscara vacía en la que me he convertido, se esté resquebrajando... O quizá lo que me sucede es que voy a tener que revivir el pasado de nuevo, a través de la mirada asustada de la chica que ahora paga, con toda probabilidad, la deuda de algún gilipollas por el que no merece la pena soltar ni una puta lágrima, pero que por su culpa y su ceguera está aquí, penando, como yo.
Puedo imaginar la situación, la misma que viví yo, o parecida, pero con igual resultado; ha dado con sus tiernos huesos en este infierno helado.
Abro la puerta de la sucia y oscura estancia y siento que el mundo se me viene encima y no puedo con el peso... es como verme de nuevo, desde fuera. Ahora tengo que actuar con esa joven igual que Anais hizo conmigo cuando desperté aturdida y asustada en ese asqueroso agujero.