Olsen House, dos años después
El chirrido de la verja de aquella mansión al abrirse continuaba produciéndole una extraña emoción a Jean Olsen. Casi percibía el movimiento de su propia barbilla al elevarse, tratando de plantarle cara a esa maldita casa, a los recuerdos que albergaba. Pero no pudo evitar que alguno de ellos, alguno rezagado que tardaba más de la cuenta en desaparecer, resurgiera en su mente en aquel preciso instante.
El sonido de la puerta, el olor de los jazmines de la entrada, la visión de las robustas paredes de ladrillo rojo y sus elegantes galerías con arcadas... Demasiado asalto a sus sentidos.
Julio paró el coche junto a la entrada principal, dejando bajar a su jefe antes de dirigirse al garaje. Una vez dentro de la casa, Jean volvió a tratar de ignorar la avalancha de sensaciones que lo asaltaban. Accedió al vestíbulo, donde perduraba la decoración original, muy al estilo cottage inglés, con el gran tapiz representando una escena de caza, las flores frescas que nunca faltaban sobre la consola y el aroma a limón de la cera para abrillantar la madera de la balaustrada que conducía a la planta superior. Continuó por el largo corredor mientras se iba deshaciendo de la corbata, y terminó en el salón, dejándose caer en su sillón mientras se desabrochaba la chaqueta y emitía el último suspiro del día.
Cuando levantó una pierna y la colocó sobre la mesita de centro, un fuerte manotazo la hizo volver al suelo de golpe.
—Digo yo que el señorito tiene una cama muy hermosa donde poder tumbarse, y no poner los pies sobre los muebles que sus pobres sirvientas se desriñonan para limpiar.
—Vamos, Amparo —dijo Jean, cogiendo el vaso de zumo de arándanos con el que su empleada lo recibía a diario—, cualquiera que te oiga pensará que os tengo esclavizadas. ¡Si apenas os doy faena, con el poco tiempo que paso aquí!
—Hay días en que usted y el golfo de su amigo dan faena por diez —replicó la mujer con los brazos en jarras.
—¿Ya te estás quejando, Amparito? —intervino Julio nada más aparecer en el salón. Imitando a su amigo, se dejó caer sobre el sillón contiguo y aceptó el otro vaso de zumo que le ofreció la empleada—. Vamos, mujer, alegra esa cara, que hoy es viernes. ¿No tienes planes? Seguro que sí, con lo guapa que eres —le dijo guiñándole un ojo, con la habitual zalamería con que acababa ganándosela.
—Es usted de lo que no hay —contestó Amparo, esbozando una sonrisa que no pudo ni quiso esconder—. Más valdría que ustedes dos se decidieran a llevar una vida más tranquila.
—Seguro que te refieres —añadió Julio con una mueca—, como siempre, a que nos echemos una novia, que sea buena chica y nos haga sentar la cabeza, y blablablá... Ni de coña, vamos. Si acaso, cuando cumpla los cincuenta, me lo replantearé. Y estoy convencido de que nuestro jefe piensa lo mismo.
Amparo puso los ojos en blanco mientras dejaba a solas a la pintoresca pareja de amigos.
Jean Olsen era considerado un hombre extraño por el resto de los miembros de la sociedad. Pese a reconocerse que era muy joven para ser un rico e importante empresario, se lo tildaba de marginado porque no interactuaba con nadie, no asistía a fiestas ni presentaciones, ni tenía amigos ni apenas enemigos, y se lo veía como a un excéntrico, porque sus únicas amistades eran los integrantes del servicio que se encargaba de su mansión. Se rumoreaba que comía con ellos en la cocina, que dejaba que le hablaran sin formalismos y que los trataba como a iguales, lo mismo al ama de llaves que a las mujeres de la limpieza, los jardineros o al encargado del mantenimiento. Y, sobre todo, destacaban la extraña amistad que lo unía a su chófer, otro ex alcohólico rehabilitado como él.
La vida de Jean en sí constituía un enigma: el fallecimiento de su madre cuando él y su hermano eran adolescentes; la boda de su padre con su tía, la hermana pequeña de su madre; la inesperada muerte de su padre y luego la de su madrastra en extrañas circunstancias; la marcha de su hermano, el heredero, a Canarias; su alcoholismo y su rehabilitación...
Nunca había ofrecido una entrevista, ni siquiera a una publicación seria que hubiera jurado y perjurado que sólo le plantearía preguntas sobre la compañía Olsen, la marca de ropa y calzado deportivo que fundó su abuelo y que constituía una de las más importantes y sólidas del sector.
Y todo ello no hacía más que alimentar el mito del misterio que se había creado alrededor de la figura de Jean Olsen.
—¿Planes para hoy, jefe? —le preguntó Julio una vez estuvieron solos.
—Adivino que tú ya los tienes decididos —respondió Jean, antes de terminar de beberse el zumo—, como cada fin de semana. ¿Y de qué clase son esta vez? —preguntó divertido—. ¿Rubios? ¿Pelirrojos?
—Soy un as, pero no tanto —contestó el chófer, bastante pagado de sí mismo—. Hoy sólo he quedado con una. Se llama... —consultó la agenda de su móvil—, Sara, creo. O Rosa, no sé si he apuntado bien el nombre. Yo siempre las llamo «princesa» y así no me equivoco.
—¿Princesa? —planteó Jean divertido—. Te imaginaba más bien llamándolas «churri» o algo semejante.
—Perdona, colega, pero que yo sea tu subalterno no te da derecho a creer que sólo me follo a chonis de barrio. Que uno tiene su clase —comentó con fingida indignación—. Vivir tanto tiempo en la Mansión Fantasma me ha servido también para codearme con amistades de categoría. O únicamente con sus mujeres e hijas, claro.
Jean sonrió. Sólo Julio tenía la suficiente confianza como para hablarle con esa ironía de las pesadillas que esa casa le seguía provocando.
—No imaginas —continuó Julio— el morbo que despierta en las pijas el chófer, un tipo de clase baja que suponen rudo y masculino, con tatuajes y pelo largo. Y, para colmo, con uniforme. Tardan un pestañeo en acompañarme a mi casa bragas en mano.
—De esa manera no hace falta que te esfuerces mucho —bromeó Jean—. Tu apariencia y tu uniforme hacen la mitad del trabajo.
—¿Insinúas que no las dejo satisfechas? —interrogó indignado.
—Dios me libre —afirmó Jean alzando las manos—. Es sólo que nunca hubiese llegado a imaginar que un tipo tan rudo y masculino y una vivienda situada sobre un garaje fuesen un imán tan irresistible para ligar —bromeó de nuevo.
—No es una vivienda sobre un garaje —puntualizó Julio—, es un apartamento tipo loft. Lo tengo decorado con mucho mejor gusto que esta vetusta y enorme casa estilo panteón familiar.
—Lo que tú digas —replicó su jefe con una mueca, mientras se ponía en pie—. Que te diviertas.
—Eh, alto ahí —lo frenó Julio sin moverse del sillón—. ¿Y tus planes para hoy? Sueles ser más discreto que yo, pero no he dejado de ver chicas entrar y salir de tu dormitorio en estos dos últimos años, desde que te ofrecí mi lista, aquella por la que muchos hombres sacrificarían una parte de su alma. O de su bolsillo.
—Hoy quiero descansar —comentó Jean con la mirada apagada, aún más de lo que solía estar—. Prefiero estar solo.
—Ya pasas solo los sábados y domingos —se quejó Julio—, encerrado en tu despacho y en ese abominable gimnasio. Es viernes y deberías aprovechar.
—Hazlo tú por mí —se despidió mientras salía del salón.
—Como quieras —contestó Julio, mientras veía desaparecer a su jefe y amigo por el pasillo.
Frunció el ceño unos instantes, preocupado por aquel semblante apesadumbrado. Más tarde hablaría con él, pues sabía por experiencias cercanas que nunca es tarde para recaer en la bebida, y Jean tenía demasiado que olvidar y ahogar en alcohol. Era mucho más que el hombre que le pagaba un sueldo, era su amigo y volvería a tenderle su mano una y mil veces.
De momento, trataría él mismo de olvidar sus propios recuerdos. Se levantó y se dirigió a su loft, donde en breves momentos aparecería una chica, una más de las muchas que, para él, habían sido el mejor sustituto de la bebida.
* * *
Para ser la primera vez que Emma viajaba en metro y autobús, no se le había dado nada mal, y eso que no se había podido permitir el descuido de preguntar a nadie, para que no pudiesen reconocerla o recordarla. Con su atuendo masculino —pantalón ancho, sudadera y gorra—, todos parecían haber dado por hecho que se trataba de un chico, uno cualquiera, y no de la hija del futuro candidato a presidente del Gobierno. Incluso hubo un momento en el que intentó lanzar un escupitajo al suelo, en plan tío, pero sólo consiguió dejarse un chorro de saliva colgando de la barbilla.
«Mejor no hacer nada. Pasaré más desapercibida.»
Por fin, tras bajarse del último autobús de su trayecto y caminar unos diez minutos, Emma paró frente a una gran mansión de estilo inglés. Comprobó la dirección y, camuflándose tras una gran adelfa que adornaba aquel tramo de acera, se dispuso a esperar el siguiente paso.
Todo estaba perfectamente calculado. Llevaba planeando aquello desde unas semanas atrás, el tiempo que hacía que se había dado cuenta de su equivocación. Pero todavía estaba a tiempo de rectificar. Antes se escaparía de casa que terminar siendo lo que siempre había odiado, por mucho que fuera eso, precisamente, lo que esperaban sus padres de ella. Y eso había sido, ni más ni menos, lo que había planeado, decidido y llevado a cabo: largarse.
Como ya esperaba y había comprobado en su momento, un vehículo con un emblema de jardinería paró ante la verja de entrada a la propiedad. El conductor pulsó el videoportero y la gran puerta de hierro se abrió ante él. Emma, con celeridad pero con precisión, se colocó al otro lado de la furgoneta, esquivando el objetivo de la cámara de seguridad, algo a lo que ella estaba acostumbrada y que se le daba a la perfección. Corrió paralela al vehículo a la misma velocidad, traspasó la puerta y se lanzó con rapidez al suelo tras un bonito arbusto de lilas. Miró a través de los huecos que dejaban las hojas entre sí y comprobó que tenía el campo libre para el siguiente movimiento, que sería correr agachada y ocultarse tras cada arbolillo del camino de entrada, hasta desviarse en dirección al garaje. Miró por un instante hacia las cámaras, situadas en varios lugares estratégicos de la fachada de la casa, lo mismo que al grupo de personas que se movían por la propiedad a esa hora de la mañana, como los jardineros o el ama de llaves dando instrucciones a un par de chicas que limpiaban los cristales de las ventanas. Inspiró, espiró fuerte y se lanzó de nuevo a correr hasta que llegó al edificio que era su destino. Pegó la espalda a la pared y se deslizó sobre ella, sin perder de vista cualquier movimiento que la alertara de que su presencia había sido descubierta. Sin perder más tiempo, dejó a un lado las grandes puertas de entrada del garaje, que aún permanecían cerradas, y subió de tres en tres los peldaños de la escalera lateral que llevaba a una pequeña vivienda sobre el edificio. Cuando ya estuvo frente a la puerta, probó a girar el pomo y comprobó que estaba abierta. Una vez dentro, se adaptó a la penumbra del ambiente, donde la única claridad era proporcionada por una claraboya del techo, que dejaba entrar la luz de la mañana.
Le fue fácil orientarse y dio enseguida con la cama. Se acercó y tocó el hombro del chico que dormía plácidamente en aquellos momentos.
—¿Julio? ¡Julio, despierta!
Sin embargo, no fue el joven el primero en abrir los ojos, sino una chica rubia que dormía a su lado tan desnuda como él. Al ver a Emma, pegó un grito, un salto, y salió de la cama despavorida, tapándose con la sábana.
—¡Joder! ¿Quién coño es éste? —gritó la mujer—. ¡Oye, gilipollas! —le espetó a Julio—. ¡Me dijiste que vivías solo, no con... con un hermano pequeño o algo así!
—Pero ¿qué dices? —balbució Julio, aún medio dormido—. ¿De qué estás hablando? —Abrió sólo un ojo y lo fijó en la figura masculina que se erguía ante él—. ¿Quién coño eres tú y cómo has podido entrar aquí?
—¡Julio, soy yo! —exclamó Emma mientras se deshacía de la gorra y dejaba caer su largo cabello rubio por la espalda.
—¿Emma? —preguntó alucinado su hermano.
Rápidamente, se puso en pie y, trastabillando y mascullando toda clase de maldiciones, buscó unos calzoncillos y se los colocó a tal velocidad que cayó al suelo de morros pero sin dejar de subirse la prenda. Antes se rompería la nariz que dejar que su hermana lo viera en pelotas un segundo más.
—Tranquilo, hermanito —dijo Emma, poniendo los ojos en blanco—, no voy a asustarme a estas alturas por verte el culo. Y eso que te cuelga entre las piernas apenas se distingue.
«¿Que no se distingue? —pensó Julio, indignado—. ¿Qué cree ésta que pasa cuando a un tío lo pilla su hermana en bolas? ¡Pues que encoge como si te echaran un vaso de cubitos de hielo en la bragueta!»
Emma, con tranquilidad, se dirigió al ventanal y abrió las cortinas, dejando que el sol iluminara todo aquel espacio sin apenas separaciones que no fuera el tabique del baño. Julio recibió aquel impacto de luz como un puñetazo en cada ojo.
—¡Joder! —se quejó encogiendo sus facciones—. A ver, vayamos por partes. Tú —le dijo a la chica que, todavía semidesnuda, los miraba boquiabierta—, como te llames, vístete ahora mismo y vete de aquí. Y tú, jovencita —se dirigió a su hermana—, me vas a explicar qué haces aquí, en mi casa y con esas pintas.
—Me vengo unos días a vivir contigo —soltó de sopetón mientras miraba de reojo cómo se marchaba la joven y rubia desconocida entre insultos e improperios.
—¡¿Qué?! —chilló Julio—. ¿Te has vuelto loca? ¡Mañana mismo tenemos aquí al ejército en tu busca y a mí me llevan a la más profunda de las mazmorras!
—No exageres —replicó Emma, mirándose con calma sus bonitas uñas rosas—. Todo está pensado. Les he dicho que me iba el fin de semana a casa de una amiga.
—¿Y tu escolta?
—Despistada. Soy la reina de la fuga. Se pasarán dos días delante de la casa de mi amiga.
—¿Y cuando llegue el lunes? —preguntó Julio mientras terminaba de vestirse y recogerse el pelo en una pequeña coleta.
—Será cuando tú tengas que echarme un cable y hablar con papá.
—¡Olvídalo! —le gritó de nuevo su hermana a un palmo de distancia, abriendo al máximo sus ojos oscuros—. Ni hablar. No me da la gana. Jamás de los jamases. Ni por todo el oro del mundo. ¿Te lo digo más claro? ¡Que no!
—Julio, por favor —le suplicó Emma, sujetando las solapas de su camisa—. No tienes ni idea de lo que tienen pensado para mí. Ni siquiera me dejan seguir estudiando. Creen que ya es hora de buscarme un prometido aceptable y que me dedique a labores filantrópicas, a tomar café con otras mujeres o a recaudar fondos en subastas benéficas. ¡Creen que hemos retrocedido en el tiempo un par de siglos!
—Pero tú ya habías acabado tus estudios —afirmó Julio, con el ceño fruncido.
—Sí, ya he acabado derecho, pero fue la carrera que ellos me obligaron a hacer. Yo quiero estudiar antropología —afirmó cruzando los brazos como una niña cabezota—. Y hacer un máster, o dos...
—Como si lo oyera —dijo su hermano—: «Eso no te sirve para nada» —gruñó, imitando la voz grave de su padre.
—Por favor, Julio, apiádate de mí —le volvió a rogar—. Sólo será por un tiempo breve, hasta que comprendan que no pueden manejar mi vida. Tal vez sólo te parezca una forma infantil de llamar la atención, pero, créeme, con ellos no puede ser de otra forma, no atienden a razones ni a explicaciones. Es lo único que te he pedido en todos estos años. Por favor...
Julio contempló aquel bonito rostro tan querido. Era su hermana pequeña, la niña que, sin haberse criado junto a él, con madres distintas y en mundos diferentes, él siempre había intentado proteger, reconociendo al final que era de sí mismo de quien debía protegerla. En un principio, había ignorado su existencia, procurando apartar de su vida todo lo que tuviese que ver con el hombre al que nunca había llamado padre. Pero, un día, con tan sólo doce años, aquella cría de aspecto frágil convenció a su niñera para poder encontrarlo. Lo abordó un día en la puerta de su casa, en un barrio que a ella le debió de parecer otra galaxia, y le dijo que se había enterado de que era su hermana y quería conocerlo.
A partir de entonces, a pesar de que él trataba de esquivarla porque representaba el recuerdo constante de lo que le habían arrebatado, no había sido capaz de resistirse a sus grandes ojos oscuros, a su carácter cariñoso y a sus continuos intentos de acercamiento, dejando que lo visitara en su casa todo lo a menudo que a ella le permitía su imaginación para inventarse maneras de poder acercarse hasta allí.
Se habían distanciado desde que Julio comenzó con sus problemas con el alcohol y su posterior rehabilitación, y, desde que trabajaba y vivía en Olsen House, se habían visto sólo en contadas ocasiones, alejándose cada vez más del único vínculo que él mantenía con el hombre que lo había engendrado. A Emma la habían enviado a estudiar a Inglaterra, pero no habían cesado las llamadas telefónicas por su parte, demostrando así mucho más amor por su hermano del que él le demostraba a ella, a pesar de los continuos rechazos que la joven había sufrido por su parte y de las veces que su padre la había amenazado, para que evitara cualquier relación con aquel hermanastro borracho y pendenciero.
Normal que Julio la rechazara. Ella era la parte inocente de toda la historia, pero su inconsciente no dejaba de acusarla de ser la persona que se había quedado con su padre, con la gran fortuna y con el apellido, mientras que él se había pasado su infancia preguntándole a su madre por qué su padre no los había querido.
A pesar de todo, sentía un fuerte vínculo con Emma, un cariño casi inexplicable que crecía día a día, aunque hiciera todo lo posible por disimularlo con su continua pose de hermano mayor borde y antipático.
—Emma, no puedes quedarte aquí —aseveró señalando su pequeño apartamento—. Éste no es lugar para una chica de tu clase. Estamos sobre el garaje, porque soy el chófer, no el dueño de la casa. ¿Lo recuerdas?
—Pues podemos hablar con el dueño —propuso ella cargada de optimismo—. Me dijiste que ahora es el hermano de Víctor Olsen quien dirige la compañía y la casa. Tal vez no le importe cederme una habitación. Seguro que hay un montón de ellas vacías.
—Joder, Emma —soltó el joven, mesándose su cabello castaño—, me vas a meter en un puto lío, con tu padre, con Jean... Además, no has traído tus cosas, ni ropa, ni zapatos...
—Tranquilo, ya te he dicho que lo tengo todo controlado. He ido sacando de casa, poco a poco, algunas de mis pertenencias y las he ido llevando a casa de mi amiga. Hoy mismo vendrá hasta aquí y me las traerá. ¿Algún horrible problema más que te parezca imposible de resolver?
—Mierda —gimió él frotando su rostro. Después, sin el menor aviso, sus hombros comenzaron a mecerse y rompió a reír ante la alegría de Emma—. ¿Sabes una cosa, hermanita? —le preguntó después de la risa—. Voy a hacerte el favor. Te quedarás aquí el tiempo que necesites y te ayudaré a esquivar a tu padre. Nada me hará más feliz que saber que contribuyo a joder a ese desgraciado.
—Julio, no empieces —le recriminó Emma con una sonrisa indulgente.
—Ven conmigo —le propuso señalando la puerta—. Vayamos a hablar con Jean y de paso te lo presento.
Emma se tensó. Por nada del mundo pensaba decirle a su hermano que ella ya conocía a Jean Olsen, aunque su conocimiento se limitara a unas cuantas frases y... a un beso.
Y a una humillación.
Aunque el recuerdo de aquella boca en la suya hubiese alimentado desde entonces su monótona existencia, desde hacía unos meses se había convertido en el mayor aliado de su objetivo. Una jugada perfecta que esperaba que pudiese solucionar el caos en el que se había convertido su vida.
Y el remate final. De esa forma, podría matar dos pájaros de un tiro: conseguir sus propósitos y tomarse una pequeña venganza como compensación por las lágrimas que derramó durante tantas y tantas noches.
¿La recordaría él? ¿Habría pensado alguna vez en ella?
Lo más seguro era que la hubiese olvidado nada más tener en sus brazos a la rubia de las tetas gordas.
—Espera —la paró Julio—. Mira la pinta que llevas —dijo señalando su masculina y ancha vestimenta.
—Mi amiga ya no puede tardar mucho en traerme mis cosas —aseguró Emma, mirando su reloj de pulsera.
En ese instante, Amparo apareció por la puerta. Como siempre, vestía con su atuendo diario, compuesto de falda negra y blusa blanca, y su largo cabello azabache recogido en un perfecto moño. A sus cuarenta y muchos años, su semblante seguía siendo juvenil, a pesar de su serio aspecto y de las finas arrugas que rodeaban sus ojos, compensadas por su tierna y sincera sonrisa permanente.
—Julio, hay una joven que pide entrar en la casa y... —De pronto, fue consciente de la presencia de la desconocida—. Pero ¿tú no tienes vergüenza? —exclamó—. Hace un rato que vi salir a una de tus amiguitas y todavía te queda otra. ¿A qué esperas para echarla también?
—Amparito —la tranquilizó el chófer, sujetándola por los hombros—, no te dispares. Ésta es Emma, mi hermana. Tiene problemas en casa y me ha pedido pasar unos días aquí. En cuanto hable con Jean, me gustaría que le prepararas una de las habitaciones de la mansión.
—Perdone la confusión, señorita —se disculpó Amparo—. Entonces, ¡usted debe de ser la hija de ese político, Manuel Montalbán!
—Pues... sí —dijo Emma, mirando a su hermano con mirada interrogante.
—En esta casa ya no quedan secretos —explicó éste—. Somos como una gran y atípica familia.
—¿Y dices que tiene problemas en casa? —preguntó el ama de llaves con las manos en las caderas—. ¡Pues como se quede a vivir aquí, los problemas los vas a tener tú, Julio, y todos nosotros!
—No te preocupes, Amparo —intentó convencerla Emma—. En cuanto mis padres se den cuenta de mi ausencia, y para eso aún pasarán días, yo asumiré mi responsabilidad.
—Ya veremos —replicó la mujer poco convencida.
—Será mejor que envíes a alguien a ayudar a la amiga de mi hermanita —intervino Julio—. Que dejen de momento sus pertenencias en la cocina, hasta que hable con Jean, y allí nos vemos en unos minutos.
Una vez trasladadas las dos maletas hasta el interior de la casa, se encontraron todos en la cocina, donde dos chicas del servicio recogían platos y tazas y ayudaban a la cocinera con la comida, canturreando y moviéndose entre sartenes y fogones. Amparo y Julio observaron con emoción el abrazo que se dieron las dos amigas al encontrarse.
—¡Dios, Emma, lo has hecho! —gritó su amiga todavía dentro del abrazo—. ¡Nunca pensé que te atreverías!
—¡Sí! —contestó Emma—. ¡Lo he hecho! Espero que sigas con nuestro plan.
—¡Por supuesto! Hacía tiempo que no nos pasaba nada tan excitante.
—Discreción, por favor —rogó Emma.
—¡Que sí! Pero —dijo su amiga de pronto, frunciendo el ceño—, ¿qué hacemos hablando aquí, en la cocina, rodeadas del servicio?
—La chica tiene razón —convino Amparo—. Será mejor que hablen ustedes en una de las salitas de recibir.
—Gracias, Amparo —agradeció Emma, mientras Julio las dirigía a una bonita sala con un par de sofás tapizados en azul zafiro y una mesa de centro con un jarrón lleno de crisantemos amarillos. Las paredes estaban adornadas con cuadros de bodegones y una gran ventana dejaba pasar la luz de la mañana a través de sus cortinas de color crema.
—¿Y éste? ¿Qué pinta aquí? —planteó la invitada, señalando a Julio, que cerró la puerta y permaneció en la sala con las dos muchachas—. Viste uniforme de chófer. Por no hablar de las pintas que me lleva —añadió señalando su coleta a la altura de los hombros.
—Éste es su hermano —intervino Julio.
Miró con desprecio a la joven, que le pareció rematadamente altiva y esnob, con un perpetuo gesto de disgusto en la boca por encontrarse cerca de personas trabajadoras. Tal vez fuera que estaba demasiado acostumbrado a que las mujeres de su clase le dedicaran miradas lujuriosas. Llevaba su corto pelo oscuro peinado con ondas estilo retro, un llamativo maquillaje con los labios en rojo brillante y un atuendo de lo más estiloso de algún diseñador en boga.
—Es verdad, es mi hermano —confirmó Emma—, del que ya te he hablado y que me va a ayudar con todo este lío. Él es Julio —dijo como presentación—, y ella es mi amiga Chantal.
—¿Chantal? —soltó Julio con desdén—. ¿Qué cojones de nombre es ése? ¿De chihuahua?
—Julio, por favor, es mi amiga, la hija de un conocido banquero colega de papá. No me vengas con prejuicios ahora —lo reprendió su hermana.
—¡¿Y quién ha sido aquí la de los prejuicios, sino ella?! —voceó Julio—. Pues si tu intención era echarme porque te molesta mi plebeya presencia —se dirigió a la muchacha—, te diré que la has cagado, guapa, porque soy hijo del mismo padre cabrón de Emma.
—¡Julio! —gritó, alucinada, Emma.
—Dirás del desliz que tuvo con una camarera —replicó la chica.
—No vuelvas a mencionar a mi madre —espetó Julio cargado de ira.
—¡Chantal! —volvió a gritar Emma.
—Ha empezado él —se defendió su amiga tras un suspiro—, pero no importa. Haré como siempre hago delante del servicio: ignorarlo. Y ahora, tengo que irme. Espero que todo te vaya bien, que consigas todo lo que te has propuesto y que tu padre no sea demasiado duro contigo. Bye, bye, cariño —se despidió, junto con un par de besos que marcaron ligeramente de rojo carmín las mejillas de Emma—. Nos vemos. Ya me contarás.
—Por supuesto. Hasta pronto, Chantal. No recuerdo bien el camino hasta la salida —dijo Emma—. ¿Podrías acompañarla tú, Julio?
—Faltaría más —aceptó él con sorna encaminándose a la puerta—. La señorita puede seguir al insignificante chófer hasta la salida.
Julio comenzó a andar delante de ella, dando largas zancadas, ignorando a conciencia los altos tacones que la obligaban a dar demasiados y rápidos pasos. La condujo por el jardín a través de los senderos de tierra y gravilla, sonriendo de forma taimada mientras ella no dejaba de despotricar a su espalda.
—Sé que lo haces para fastidiarme —soltó la chica, dando un ligero traspiés—, pero no se puede esperar otra cosa de un vulgar empleado rencoroso como tú.
—Me encanta tu descripción —se mofó Julio—. Sobre todo por lo de «vulgar». Si yo te contara lo vulgar que soy... Aunque no entiendo lo de rencoroso.
—Eso es lo que eres —contestó ella tras un gemido por torcerse un tobillo—, vulgar. Y lo de rencoroso está claro: no soportas a la gente rica porque tienen lo que tú quieres y no puedes tener.
—Perdona —dijo Julio, parando de repente antes de darse la vuelta, furioso—. ¿Qué coño sabe la niña rica de lo que yo quiero?
—Dinero, como todos —sentenció elevando la barbilla—. Pero, como no lo tienes, pagas tu frustración con los que lo tenemos. Y procura hablarme con un mínimo de respeto. Yo no soy tu jefe, con el que todos sabemos que mantienes una extraña relación de colegas.
—Hablo con modales a quien se lo merece —aclaró Julio, cada vez más enfadado—. Y a mi modo de ver, no se lo merecen las tías huecas que sólo piensan en arreglarse, en ir de compras y en gastar la tarjeta de papá a manos llenas. Las que nos miran a los demás por encima del hombro porque somos los que nos encargamos de llevarlas de acá para allá o de limpiar lo que ensucian. Mejor dicho, ni se molestan en mirar.
—Por lo que tengo entendido —replicó ella, apretando sus puños— acabas de describir a tus favoritas para llevarte a la cama, sobre todo por lo de huecas. No me extraña —añadió con desdén—. A ti seguro que sólo te importa que tengan buenas tetas y nada de cerebro, y a ellas parece interesarles únicamente lo que hay ahí debajo —concluyó señalando su bragueta.
—Tal vez andes loca por probarlo, como todas ellas.
—¿Qué pasa, chófer, es ésa tu fantasía? —pinchó la chica con ironía—. ¿Tirarte a chicas finas porque representan lo que tú nunca serás ni tendrás?
—Ya puede usted marcharse, señorita Chantal —dijo Julio, tenso, mientras se abría la verja de entrada—. Que tenga un buen día. —Y le hizo una manida reverencia.
—Imbécil, capullo... gilipollas —refunfuñó la joven mientras se dirigía al coche que la estaba esperando—. No sé qué hago discutiendo con este empleaducho. —Y se montó en el vehículo antes de desaparecer calle abajo.
—¡Julio! —oyó gritar a Emma, mientras se acercaba a su hermano por el jardín, ya con su propia ropa—. ¿Se puede saber qué te pasa? Nunca te había visto tan antipático con nadie.
—¿Yo? —preguntó de forma exagerada—. Yo me he comportado de forma muy normal. Ha sido ella, que me ha tratado como a una mierda pegada a su zapato. Pija rematada de mierda...
—Chantal es una buena chica. No la conoces de nada.
—Será mejor que vayamos a ver a Jean —gruñó él, comenzando a caminar—, antes de que me arrepienta y te mande de vuelta a casita.