Cierto día llegó un hombre rubio que despertó viva curiosidad entre los habitantes de Oiquixa. Aunque, para esto, cierto es que nunca fue necesaria demasiada originalidad.
Aquel hombre arribó en un velero portugués que traía carbón para Kepa Devar. Abrazó al patrón del barco de modo que parecían grandes amigos, habló con él en su idioma, y le pagó con muchos billetes, que estuvo antes contando con gran ostentación. Después se sentó sobre la maleta, sin hablar con nadie, ni dirigirse a ninguna parte, y se puso a mirar el mar con sus ojos verdes y relucientes. Era un hombre delgado y muy alto. Vestía un traje claro, manchado de hollín y demasiado grande. Tenía anchos pómulos gatunos y el cabello lacio, con un brillo casi blanco.
Ilé Eroriak se regocijó contemplando cómo el fuerte viento de la tarde jugaba con el traje del desconocido como si fuese una bandera, y con su fino cabello. Tras unos minutos de descanso y meditación, el hombre se levantó inesperadamente y desapareció por la naciente oscuridad de Kale Nagusia.
En tanto, libre y feliz con su exigua paga, Ilé Eroriak se dirigió al camino del faro ruinoso. En cierta ocasión, Anderea le dijo que el faro antiguo y derruido se parecía a él, porque también estaba en medio de las olas furiosas o acariciantes. Desde entonces, el muchacho hablaba a menudo con las ruinas, con un lenguaje especial que sólo él entendía. Aquel atardecer en que las golondrinas volaban casi rozando la tierra, sus pisadas se detuvieron una vez más frente a la silueta gris, y se sentó en el suelo, al borde del estrecho camino de cemento que se internaba en el mar.
Ilé Eroriak se puso a imitar el grito de las gaviotas que bajaban al mar. Una gran paz se abría en el cielo, sobre su cabeza. Nunca hubiera podido decir por qué era feliz. Ni siquiera lo sabía. Su voz sonaba entrecortada, velada, tímida y fantástica como él. Nadie hubiera entendido por qué decía: «Ya viene el caballo», cuando miraba atentamente el borde blanco de las olas que se encrespaban en torno al faro. Nadie hubiera visto tampoco aquella multitud de seres, parecidos todos a los muñecos de Anderea, parecidos todos a las historias que Anderea deslizaba suavemente en su imaginación. Él no los temía, porque Anderea, su buen amigo, le dijo que eran amigos suyos. «Orgulloso caballo, no me das miedo.» Las manos de Ilé Eroriak, sus manos rudas y deformadas, se extendían hacia el mar, un mar entintado y espeso, formando, junto a los bordes de cemento del camino, redondas bocas negras, abiertas, terribles. «No me das miedo. Acércate.» Ilé miraba las pequeñas olas, las olas que se perdían apenas nacidas, tragadas por la avalancha de los grandes golpes de agua. «¿Por qué no sabéis defenderos? ¡Levantaos, cobardes, creced más, más, más!...» Ilé Eroriak reía a carcajadas, y su risa, cortada, sonora, era como si alguien golpeara una plancha de metal. «Todos al diablo, por fin.» Allí estaban los grandes y los pequeños, los débiles y los altivos, deshechos en espuma, solamente en espuma tranquila y suave, esponjosa, en espuma indiferente y tranquila, como si nunca hubieran existido. Llegaba una ola gigante, con estruendo, insultante. Pero Ilé Eroriak se reía, porque sabía que no tardaría en estrellarse, vencida y temblorosa, contra las rocas del acantilado. Cuando cesó su risa, una pequeña preocupación se apoderó de él. «¿Dónde estarán los que gritaban antes?» Se inclinó sobre el agua, aguzando el oído. ¡Oh, nada, nada se oía ya, Señor, de aquellos misteriosos seres que habían gritado dentro de la ola grande! Alguna frase de Anderea, no del todo comprendida, llegaba hasta él, como un viento, lleno de ecos: «Quizá sus vagos espíritus, sus espíritus grises, se diluyen en niebla, hacia las nubes, huyendo, huyendo.» Ilé imaginó largas columnas de pequeños seres, pobres seres pintados, pobres cuerpos de mentira, enlazados en cadena hacia el cielo. Subían como el humo, y sus pelucas lacias, sus pelucas de cáñamo, y de crin, flotaban en el aire como tristes banderitas muertas. Ilé Eroriak suspiró. «¡Si pudiera explicar bien esto a Anderea!» Pero no podía. No podría nunca. Aunque el anciano fuera el único capaz de escucharle, sin llamarle loco ni borracho. Aparte de Anderea, ¿quién le atendería? ¿A quién podría importar lo que él quería decir? «Por ejemplo, si yo fuera a Kepa y le dijese: Anda, ve y envía cien lanchas a recoger las olas antes que se estrellen, antes que se vuelvan espuma y escapen aquéllos al cielo: así nunca habrá tormentas y podrán los de San Telmo salir a la mar sin miedo... ¿qué diría él?... ¡Bah! ¡Nada me diría! Porque tiene siempre otras cosas en que pensar, es cierto. Kepa tendrá la cabeza llena de cajoncitos, como la mesa de Anderea, que abre y cierra cuando necesita. Claro está que así nunca olvida nada. ¡Cómo me gustaría ser así! Pero, en cambio, mi cabeza está enmarañada, y cuando algo se busca, todo se pierde dentro. No puedo coger una cosa sin llevarme otra enganchada. Kepa no es así, y por eso, ¿cómo iba a escucharme...?»
Ilé Eroriak volvió la cabeza. Allí de entre la bruma, por la parte que unía el camino de cemento al puerto, avanzaba una silueta espigada y lenta. Los azules ojos de Ilé Eroriak la contemplaron. Era esbelta, con las piernas desnudas y doradas, a pesar del frío del atardecer. La brisa jugaba con la falda de su vestido. Cuando llegó a su lado, el chico tuvo que apartarse para que no tropezara con él. Ilé la miró fijamente, vio su cabeza alta, su frente sombría. Nadie más que Ilé Eroriak hubiera adivinado su temblor en aquellos instantes. «Tiene miedo de mis amigos», se dijo pensando en las figuras de las olas.
Se levantó y la siguió un trecho, escondiéndose. Hasta que se borró nuevamente en el fondo nebuloso, al confín del estrecho sendero. Era Zazu, la hija de Kepa Devar, una Antía. Huían, gritando, las gaviotas, y el mar salpicaba las piernas. Igual que a la hechicera de las farsas de Anderea.
Empezó a llover muy débilmente, y Zazu llegó al borde del mar, donde acababa el paseo del faro. Había allí un banco de piedra y la muchacha se detuvo. Como tantas veces, en el atardecer húmedo y gris, Zazu iba hasta el fin del camino del faro. Por alguna oscura razón que ella no sabía, que ella casi no se atrevía a presentir. Dentro de su corazón mil galopes la empujaban al confín del paseo, como al confín de su estrecho mundo. Era el mismo sentimiento que otras veces la hizo abandonar aquel lugar, como en una huida llena de terror. Zazu se detuvo frente a las olas, mirando lejanamente. Una gran soledad se ceñía enteramente a ella. Era en aquellos momentos cuando Zazu se sabía sola. Sola y pequeña, extrañamente débil y pequeña, avanzando por entre las casas de la población mezquina y gris. Zazu se veía avanzar menuda, niña, escondiendo las manos a la espalda. Había un largo túnel en su vida. Un largo túnel del que huían los pájaros, como gritos breves y agudos, como negros gritos disparados, igual que salpicaduras de tinta. Zazu recordaba su infancia en la casa de Kale Nagusia, su casa con aquella larga escalera donde cada peldaño guardaba maullidos de gatos invisibles. Aquella casa donde había sombras, y el gran retrato de la madre, al anochecer, daba miedo en vez de paz. Zazu venía perseguida hasta allí por agudas risas antiguas, donde el miedo y la soledad se volvían al fin un viento frío y lento, que vaciaba despaciosamente su corazón. Toda ella era entonces un gran hueco, un hueco de deseo desmedido y brutal. «Siempre fue igual. Siempre será igual», se dijo con desaliento. Oiquixa era oscura y llena de torcidas calles, en cada una de cuyas esquinas había risas y lenguas que destilaban largos hilos de maldad. Palabras dichas en voz queda, en voz chirriante que perseguía luego, como una culpa imborrable. Como si se quedara grabado en la frente un pecado cometido y ya odiado. Zazu estaba presa en Oiquixa, porque Oiquixa era pequeña y retorcida, porque ella encontraba en cada peldaño de sus calles, en cada recoveco de sus calles, sus propios pecados. Sus feos pecados, que luego le dolían, como a una niña pequeña que se contempla las cicatrices de pasadas caídas. Y cuando el corazón estaba mordido por su arrepentimiento gris y blando, había en Oiquixa una voz lenta y ancha, una gran voz implacable que resonaba en el hueco de las calles, que rebotaba en las piedras. Y esa voz le recordaba que era distinta, que no era como las otras muchachas, que estaba marcada por una señal culpable. Y que su madre, aquella madre fantasmal de pureza y lejanía, aquella madre que era como un puñado de nieve en la frente, se hubiera avergonzado de ella. Zazu, la hija de Kepa, la nieta del borracho...» Sí, nunca decían: «Zazu, la hija de una Antía.» A pesar de su cabeza erguida, a pesar de su silencio orgulloso. Zazu se miró las manos, sus manos pequeñas y delgadas, y las escondió a la espalda, porque alguien dijo una vez que tenía manos de ladrona. Pero luego las abrió frente a sus ojos, se miró las palmas, infinitamente desoladas y vacías. Zazu sabía que nunca, a pesar de toda su avidez, a pesar de toda su glotonería, nunca gozaría de la posesión de nada. Venían a su memoria tiempos primeros, cuando era una niña que buscaba conchas en la playa. Ponía entonces tanta pasión en ello como ahora en sus deseos, fugaces y violentos. Cuando encontraba aquellas pequeñas conchas rosadas, aquellas que tenían dentro el arco iris y el ruido del mar, aquellas que eran suaves como un labio, las ponía en hilera sobre la arena y las miraba una a una, celosamente, acariciándolas con deditos nerviosos. Y si algún niño olvidaba su cajita de conchas a su lado, si a su alcance encontraba una de aquellas cajitas donde guardaban conchas otros niños, ella las robaba. Fuesen de quien fuesen, y estuvieran donde estuvieran. Pero luego, cuando se encontraba a solas en su cuarto, dueña absoluta del tesoro bobo, todo descendía, todo se apagaba. La alegría se volvía melancolía, aburría aquellas conchas y se sentía más llena de ambición que antes. Las tiraba de nuevo al mar, con un raro sentimiento de despecho. ¡Qué gran vacío se abría entonces en algún lugar de su alma, en algún lugar donde hubiera debido brillar algo, alguna cosa grande y punzante que ella no conocía! Igual que ahora. Ahora, que perseguía vanamente lo que no sabía. Zazu no podía ver a los amigos de Ilé Eroriak. Pero tal vez el muchacho tuviera razón cuando decía que les tenía miedo. Miedo de sus risas, que las salpicaban. Parecía estar rodeada de carcajadas huecas y frías, envolviéndola, aislándola, dentro de todas aquellas esperanzas convertidas prematuramente en recuerdos. Las cosas no se quedaban a su lado. Las cosas huían de ella, irremisiblemente. Zazu iba a rastras del amor, con su gran sed, con sus pies descalzos y sus manos vacías. Zazu pensaba siempre en el amor, y nunca había amado a nadie. El cuerpo de Zazu era un cuerpo duro y bello, un cuerpo delgado y casi adolescente, donde la sangre era como una oscura línea de fuego, oculta y siniestra. Zazu tenía un cuerpo apretado y sencillo, un cuerpo ahogadamente ceñido a sus caminos de sangre, como largos ríos de sed. Zazu tenía un pequeño cuerpo amargo y triste, que la empujaba dulcemente, que la empujaba fatalmente. Ella amaba su delgado cuerpo, fino y oscuro, su cuerpo tierno y frágil, su cuerpo desoladamente vencido. Ella amaba su cuerpo y sentía piedad por él, como se apiada uno de los perros perdidos que gimen en las cunetas, como se siente piedad por los gritos de los niños que sueñan en naufragios. Zazu odiaba su cuerpo, porque era cruel e indiferente, como las palabras de los niños, porque era agudo e hiriente como los aullidos de los perros. Zazu tenía el gran dolor de su cuerpo, tal vez no bello, tal vez no dulce, tal vez no un cuerpo de veinte años, sino un cuerpo antiguo como el agua y como el viento, como la tierra.
Zazu sacudió su cabeza, nerviosa. Deseaba un descanso ancho, lento, lleno de paz. Un vivir en blanco, sin antes y después. Por eso iba a casarse con Augusto. Augusto, antiguo amigo de la familia Antía. Augusto, hombre quieto y ausente, sin rostro, sin voz. Zazu sonrió débilmente. Desde hacía tiempo era considerada por las gentes de Kale Nagusia como «el escándalo constante de Oiquixa». Zazu, en la lengua de todas las viejas solteronas, de las viudas y las huérfanas de los pilotos, en las lenguas ácidas del práctico del puerto y el delegado de la Aduana, en las espesas lenguas de los tenderos y los almacenistas, en cuyos ojos sorprendía una lujuria retenida y reprobativa. Zazu, en la envidia y la curiosidad de las muchachas vírgenes y castas, en la maligna y escandalizada mirada de las hijas del capitán y del intendente. Zazu sabía, con un amargo desprecio, que, a pesar de todo, nada iba nunca a volver la espalda a la hija de Kepa, el poderoso. Nadie iba a negar aquella amistad que todos buscaban y ella era la única en rehuir. Solamente una cosa la preocupaba: mantener aquella su mirada limpia, su mirada cándida, su mirada de una pureza dura y fría, como el alba. Dentro de los ojos de Zazu había un incomprensible exceso. Dentro de los ojos de Zazu había demasiada infancia y demasiado hastío. Las pupilas de Zazu eran de un cristal diáfano, de un cristal sin fondo, infinito. A Zazu le preocupaban sus ojos. Le preocupaba su rostro. Se miraba mucho al espejo. La vida de Zazu tenía grandes lagunas de ocio, y en la casa de aquella triste e inhóspita Kale Nagusia, dentro de la población sofocada de murmuraciones y recelos, bajo aquel cielo pesado y densamente gris, con partículas de hollín, de niebla y de conversaciones malignas, Zazu se encerraba con su espejo. Miraba su rostro de piel tostada y sus ojos abiertos, donde los centros redondos de las niñas, negros y brillantes como puntas de alfiler, se fijaban dolorosamente en su propia mirada. Entonces, Zazu sabía que todo en ella pudo haber sido perfecto, y nada lo era. Aquellos ojos grandes, aquellas pupilas doradas, con su densa luz en espiral, hubieran sido unos hermosos ojos: pero tenía el derecho de distinto color, más claro que el izquierdo. Su cuerpo flexible, su cuerpo que se doblaba como la punta de un cuchillo afilado, su cuerpo que tenía el tono dulce de los castaños, de la miel y de la arcilla húmeda, podía parecer demasiado delgado, podía parecer, tal vez eternamente, el cuerpo de una niña. Y su boca, su sonrisa cerrada, sus labios, que tenían el calor suave de la primera sangre, tenía a veces la larga curva estúpida, entreabierta, turbia, de las mujercillas del puerto.
Continuaba lloviendo suavemente, con gotas casi impalpables. Súbitamente, Zazu se volvió y emprendió el regreso. Sobre el camino que la separaba falsamente del mundo, era ya noche cerrada. Sintió al viento, golpeando sus mejillas, trayendo enlazada una música lejana y pegadiza. Algún marinero borracho tocaba el acordeón en la cercana taska. Le llegó entonces una voz ebria y torpe. Pero aquella melodía, aquel sonido desgarrado, se deslizaba sobre su piel como una caricia sabiamente lenta.
Cuando se hallaba ya cerca del puerto, tropezó con un cuerpo menudo, acurrucado en el suelo. Zazu le miró. Era aquel pobrecillo loco que llamaban Ilé Eroriak. El muchacho la miraba fijamente, con sus tranquilos ojos azules, y la brisa alborotaba sus ásperos cabellos. En el pecho de Zazu temblaba aún una larga queja, oculta y sombría. Algo como una envidia dulce, tierna, le llenó el corazón a la vista del muchacho. Impulsivamente buscó unas monedas y, cogiendo una de las ásperas manos de Ilé Eroriak, se la obligó a cerrar con fuerza sobre ellas. A través de la brisa y de la lluvia suave, su voz se acercó al muchacho con un raro calor:
—Toma, para que bebas, para que te emborraches.
A Ilé Eroriak hacía tiempo que las damas de Oiquixa no le daban limosna: «No, para que no te lo gastes en vino, borracho, holgazán.» Ilé tuvo una alegría breve y aguda. Asintió luego, temeroso, y huyó rápido en dirección a San Telmo.
Del reloj de la torre llegaron lentas campanadas, como ecos perdidos. Zazu reanudó su camino hacia Kale Nagusia. Entonces, al pasar junto al muelle, surgió casi a su lado una figura alta, desgarbada, que como una sombra blanquecina cruzó frente a ella. Era un hombre, como naciendo frente a sus ojos, extrañamente claro, desde la oscuridad. En aquel momento volvió a oírse el acordeón y la voz del borracho, rotunda y cercana, saliendo de la puerta de la taska. La figura alta se detuvo, y Zazu vio que era un hombre joven. A la luz del farolillo de la esquina brillaron los más rubios cabellos que viera en su vida. Estaba quieto, de espaldas a ella. Sus hombros se doblaban levemente y los finos pelillos de la nuca parecían casi blancos. La hija de Kepa le miró en silencio, con fijeza. El hombre se inclinaba con ademán indolente balanceándose sobre las piernas. Estuvo como vacilando durante un tiempo, y luego, inesperadamente, se internó en las sombras de la calle más próxima, con la rapidez y agilidad de un duende.
Zazu escuchó las últimas voces de aquella canción ruda y desgarbada. La brisa traía olor a brea, a escamas. A través de la bruma y de las oscuras sombras de la noche naciente, resaltaban las manchas claras de los vaporcillos atracados al puerto. Con su mano lenta, Zazu se apartó de la frente mechones de cabello lacio y húmedo. Una gran lasitud se esponjaba bajo su piel. Despacio, con una gran pereza, como si arrastrase un cansancio antiguo y extraño, se internó en Kale Nagusia, donde empezaban a amarillear las primeras luces.
A los pocos pasos, encontró a tres muchachas. Eran hijas de familias acomodadas de Oiquixa, jovencitas de mirada incierta y pequeñas bocas movibles, chillonas, como agujerillos malignos e inocentes. Con sus tremendas horas vacías, sus largos aburrimientos de hijas de Kale Nagusia. Dentro de sus vestidos de colores vivos, como gritos en el aburrimiento largo de las casas confortables. Dentro de las tardes grises y llenas de polvo del domingo. Como violentos chillidos amarillos, rojos, verdes, en el denso paseo de la mañana, tras la misa en San Pedro. Como tristes y lánguidos gritos inútiles, azules, rosa, malva, en el atardecer tan paseado, Kale Nagusia arriba, Kale Nagusia abajo. Desgranando palabras, desgranando pequeñas envidias inocentes, feroces envidias adolescentes, tiernas envidias ignorantes. Desde el vaho confortable de la casa con luces, con visillos de malla bordada, con innumerables tapetitos bordados a punto de cruz, con cuadros que aprisionan pájaros y rosas. Eran tres muchachas buenas, acechadas por maldades y crueldades monstruosamente pequeñas, atravesadas de palabras como alfileres de cabeza negra, palabras agudas y negras, necias palabras rebosantes de maligna inocencia.
Cuando estas muchachas encontraban a Zazu, toda una fingida amistad les subía a los ojos, se les agolpaba en los pequeños labios nerviosos. En las mejillas se les encendía un raro calor que tal vez deseara secretamente ser confidencial. Las muchachas de Kale Nagusia miraban a Zazu con admiración y desprecio. El desprecio que les destilaban suavemente sus madres, desde que eran unas niñas pequeñas, cuando corrían de los muebles a las rodillas del padre, entre una risa de regocijo familiar. Un desprecio que les infiltraban lentamente, pacientemente, las madres y las abuelas, con sus viejas historias escandalosas, de los raros escándalos ocurridos en Oiquixa. Un desprecio que se leía en los labios apretados y blancos del padre, en el retrato del viejo abuelo muerto, con su marco dorado sobre el piano de caoba. La admiración que sentían las muchachas de Kale Nagusia por Zazu era una admiración avergonzada y oculta, como se ocultaban los granillos de la pubertad tras los polvos blancos y olorosos. Aquellos polvos con que la madre les permitía cubrir las naricillas brillantes. Los polvos de las inefables cajas azul y violeta, con un primoroso lazo pintado en la tapa. Las enternecedoras cajas de polvos que se vendían en la «Gran Droguería de Arresu Hermanos», donde todo olía, desde los mostradores hasta los guardapolvos de los dependientes, a perfumados polvos blancos de tocador. Las muchachas de Kale Nagusia odiaban a Zazu porque Zazu era diferente, porque Zazu no despreciaba ni temía ni buscaba amistades. Ni parecía escuchar las palabras ni el escándalo. La odiaban porque sabía todo lo prohibido, lo temido y esperado, lo adivinado tras mil confusos velos. Velos bordados con pájaros, mariposas y grandes soles. Bordados que ocultaban el brillo de la calle y la bruma del puerto. Zazu no era como ellas ni era como las pescadoras ni era como aquellas mujercillas que esperaban la arribada de los barcos. Odiaban a Zazu porque era fea, porque no cubría granillos ni espinillas con polvos de tocador. La odiaban por su piel oscura y tersa, porque era fea e iba a casarse con el mejor partido de Oiquixa, porque no quiso a ninguno de aquellos novios que ellas habían aceptado. Porque sabían que, tras los labios apretados de los severos hombres de Kale Nagusia, con sus duros cuellos envarados bajo el sol poco piadoso del domingo; tras aquellos mudos labios que reprochaban a la hija de Kepa, había un brillo de fuego, fuego negro y retenido, fuego triste de su débil condición de hombres, cuando miraban a Zazu, cuando condenaban a Zazu.
Aquellas tres muchachas detuvieron a la hija de Kepa, con absurdas alegrías deseosas de romper la monotonía de la calle. Hablaban de un hombre forastero.
—Ha desembarcado esta tarde. Es alto y rubio. No dirás dónde fue...
Zazu las miró quietamente. Sus ojos, grandes y fríos, que a veces tenían una rara pureza estúpida, helaban los entusiasmos de las tres muchachas. Zazu se encogió de hombros:
—¿Cómo voy a saberlo?
A Zazu le mortificaba verse mezclada en las sosas y malintencionadas conversaciones de las jóvenes muchachas de Oiquixa. No tenía ni deseaba amigas. Intentó seguir su camino, casi sin detenerse. Pero Ana Luisa, la hija del Intendente, la retuvo por el brazo. Su voz sonó llena de dulzura, una empalagosa dulzura de arrope guardado en tarro de cristal, dentro de pulcra alacena. Toda su voz, y su mirada, olían y sabían a mermeladas caseras, en cuya secreta perfección estaba iniciada por una madre gruesa, bien alimentada y en otro tiempo hermosa.
—No te vayas —dijo Ana Luisa—. Escucha... Es un hombre muy guapo. Y, además, se ha dirigido al «Hotel»...
En Oiquixa existían pequeñas fondas, hotelillos de cuarta categoría, donde paraban los viajantes de perfumes y mercería. El «Hotel», era, indefectiblemente, el de Kepa Devar. El gran despilfarro, el lujo, el orgullo vano de la población. Zazu sonrió débilmente. «¡Cuánto rencor hay en vuestras palabras! Vuestros ojos brillan con despecho, y sois jóvenes, lindas, a pesar de vuestros vestidos chillones y vuestra profusión de rizos. Tenéis miedo de mí, os avergonzáis de mí, os acercáis a mí con vuestra curiosidad malsana, que no comprendo. Tenéis miedo de mí, es cierto, y sois más hermosas que yo. Nunca os entenderé, nunca comprenderé vuestras pequeñas envidias ni vuestras vanidades, vuestros recelos y vuestra ternura. Nunca sabré nada de vosotras, y a pesar de todo me duele, me duele por algo oculto que llevo en el pecho y que no me deja reír.»
—No tardarás en conocerle, seguramente —seguía diciendo Ana Luisa con sus ojos abiertos por una inocencia provocada.
«Intenta avergonzarme. Quiere decir muchas cosas, y no se atreve. Quisiera que sus palabras estuvieran cargadas de intención, y, sin embargo, lo negaría ante sí misma. No sé qué es lo que me envidiáis, pero yo sé que, a veces, quisierais ser por unos momentos como yo.» Zazu saludó levemente, alejándose. «Sois bonitas, honestas, y a veces parece que desearais dejar de serlo, que desearais veros a vosotras mismas desde una cumbre, como se mira un largo río o un camino.» Zazu sintió el blando peso de la melena, lacia, sobre los hombros. Ella no se rizaba el cabello, que caía liso, suave, junto a su cuello. Llevaba casi siempre el mismo vestido, de un gris azul muy pálido, sencillo. Tal vez lo que realmente envidiaban aquellas muchachas era la línea limpia, rotunda y sin tropiezos, de su silueta. Aquella línea pura que podía seguirse en todo su contorno, aquella línea fría y dura, sin concesiones. También su silencio, su indiferencia, dolía como aquella línea entera, inquebrantable. Ana Luisa y las otras dos muchachas se volvieron para verla alejarse. La barbilla levantada, indómita, y aquel extraño peso que daba solidez al cuerpo delgado de la hija de Kepa, les hizo pensar: «¡Cómo se parece a su padre!»
—No sé cómo puede gustar esa chica. Es fea. Lore, la hija del capitán, bajó los ojos y murmuró:
—No lo comprendo.
Por unos instantes, guardaron silencio. La voz de Ana Luisa se hizo de pronto brusca y chillona:
—¡Con sus ojos de distinto color y su boca tan grande! ¿Os habéis fijado en sus manos? ¡Bien procura esconderlas! —Una risita, parecida al chirriar de los goznes mohosos, curvó sus labios—. Pero lo que ocurre, todas lo sabemos.
Las tres se miraron significativamente, con ojos súbitamente brillantes. Lore, que era tímida, se ruborizó.
—No lo comprendo —volvió a decir.
La casa de Kepa era grande y cuadrada, con el jardín descuidado, cercado por una alta verja negra. Cuando Zazu penetró en el vestíbulo, débilmente alumbrado, sintió caer sobre sus hombros la gran soledad y el silencio que invadían aquella casa. «Es demasiado grande —pensó confusamente—. Demasiado oscura, con demasiados rincones y una escalera atroz. Yo no amo esta casa. Es como un enorme fantasma, el fantasma de algo que yo no he conocido y, sin embargo, estoy padeciendo. Como el fantasma de alguna gran desgracia, de algún deseo frustrado. Alguien está mirando siempre hacia mí, desde todos los ángulos. Lo sé desde que era pequeña y no me atrevería a mirar a mi espalda, en los lugares oscuros. Yo no amo esta casa.»
Sentíase cansada y nerviosa. Subiría en silencio la escalera y, sin que nadie la viera, se acostaría y dormiría largamente. No quería ver a su padre. En aquellos momentos de depresión, la presencia y la conversación de Kepa se le hacían especialmente intolerables. La angustiaba la perspectiva de la cena, solos padre e hija, con una inconfundible, si no tristeza, sí una falta de alegría absoluta. Con un vacío ancho, creciente, rodeándolos a los dos, llenando sus largos silencios.
Antes de subir, Zazu se volvió a mirar el gran retrato de su madre. No sabía por qué, siempre, antes de retirarse a su habitación, miraba el retrato de Aránzazu Antía. La cara y las manos de su madre parecían tres borrones blancos sobre el fondo oscuro del cuadro, en la penumbra del vestíbulo. Su padre amaba aquel retrato. Lo amaba con algo de las viejas supersticiones de San Telmo, con algo que recordaba las viejas historias de magia, las tristes leyendas de enamorados. Zazu le había sorprendido más de una vez hablando con el retrato de su mujer muerta. Entonces, al verse descubierto, Kepa enrojecía y se avergonzaba como un niño pequeño. Extrañamente, como nunca se hubiera atrevido a hacer en vida de ella, Kepa se gozaba comunicando a aquella imagen cada uno de sus triunfos, cada tristeza, cada una de sus efímeras alegrías. La tristeza grande, la gran soledad de su vida no contaban en aquellos momentos. Kepa le comunicaba sus pequeñas cuitas, sus leves amarguras y sus buenas operaciones, como jamás hizo cuando ella vivía. Kepa poseía en aquel cuadro una pequeña, superficial felicidad, que arraigaba con más fuerza en su corazón a medida que iba haciéndose viejo. La mujer del cuadro era una oyente muda, atenta, comprensiva y dulce. Una Aránzazu Antía tal como la forjara en su imaginación, tal como la soñara, que aún no tuvo tiempo de desilusionarle. Allí, en el cuadro, estaba como él la hubiera querido.
Instintivamente, Zazu sabía todas estas cosas. Tal vez las envidiaba, secretamente. «Todas las cosas, sosteniéndose sobre una ridícula ilusión. Todas las cosas, como pisando arena, como resbalando siempre, por una pendiente mojada, hacia un lugar hondo, negro, que temo y no conozco.» Zazu subía lentamente la escalera, y los peldaños, a veces, gemían blandamente.
Por la abierta ventana de su habitación entraba un cielo verde claro, cargado de brisa. La mirada de Zazu recorrió con hastío la habitación, en donde las paredes parecían de pronto impregnadas de un extraño fulgor húmedo, como rocío. Nacía ya la primavera, pero se estremeció. Sobre una mesita, el retrato de Augusto, su prometido, la miraba estúpidamente, con aquella sonrisa dedicada al fotógrafo, que tanto la irritaba. Zazu lo tomó en la mano y acercó su rostro al de él. Era un hombre de unos cuarenta años, capitán de marina mercante. No lo había visto en su vida, pero era una boda muy conveniente, dispuesta por su tía Eskarne Antía. Sus viejas tías deseaban casarla rápidamente, alejarla de Oiquixa y la murmuración. Zazu sonrió pensando en ellas, en su odio secreto e ignorado, celoso guardián de la familia. La odiaban por su vida, por sus bajos instintos de muchacha arrabalera, pero jamás lo hubieran confesado, porque, a pesar de todo, ella era la hija de una Antía. A Zazu le era indiferente aquel matrimonio, como le era indiferente todo lo ajeno a su vida interna, oscura y abrasada. «Nunca se preocupó nadie de mi corazón. Mi corazón y yo crecimos extrañamente, dentro de un mundo frío y distante. Yo he ido buscando siempre algo, y no sé qué he buscado. Alguna cosa me grita mi corazón, a veces, y yo no sé qué es.» Ella entregaba su cuerpo fácil, iba detrás de su cuerpo fácil, con su alma difícil y distante. Con su alma asomada detrás de la vida, porque no veía nunca lo que había al otro lado de las cosas. «Mi cuerpo lleno de secretos, que, al fin, no sabe nunca decirme nada. Mi pobre cuerpo equivocado y triste, como un grito en la noche, la inmensa noche que asusta a los niños, esconde a los pájaros y abre negros vacíos debajo de mis pies. Mi pobre corazón, como una lámpara enterrada.»
Zazu dejó de nuevo el retrato de Augusto. Se casarían en otoño. Imaginó rápidamente su vida después del matrimonio. «La mujer del marido debe...» Las palabras aleccionadoras de su tía Eskarne volaban como palomas lacias, cansadas, junto a sus sienes. Zazu imaginó veladamente la casa de piedra gris, con sus ventanas cubiertas de gruesos visillos, con sus primorosas sábanas bordadas, con su olor a café y especias, donde viviría, junto a la madre de su marido. Una casa sin jardín, en una larga calle iluminada por amarillos faroles. En una pequeña ciudad costera, nada distinta de la propia Oiquixa. «Largos paseos al atardecer, comidas pesadas, rosario vespertino, y meses, meses, meses de espera. El vientre abultado, la nariz afilada, la sonrisa cansada. Hijo tras hijo, labores de punto, trajecitos de marinero, envasar tomates en botellas de vidrio verde, un viaje a la ciudad para comprar telas y ver una función de teatro o escuchar un concierto. Meses, meses y meses de espera. Cartas a la familia, visitas de Kepa, murmullo de críticas y chismorreo. Gritos de niños, malas caras de criadas y el taconeo irritable de la suegra por el ancho piso de madera. Bueno. Da igual. Todo da igual ya.» Zazu se encogió levemente de hombros. Se volvió a mirar al espejo, y halló su rostro quieto, moreno, terso. No había sido nunca buena. Al menos, tal como entendían la bondad en Oiquixa. Poco piadosa, huraña, y, en la intimidad, de lengua soez. Sin dejar de mirarse, Zazu encendió la lámpara y entre las manos se le prendió un fulgor rojizo, cálido y hermoso. La dejó sobre la mesa, y se acercó más al espejo. El cabello oscuro, liso y brillante, caía con sedosa languidez sobre sus hombros bronceados. Zazu vio la sombra de sus pestañas, alargándose hacia los pómulos. Pensó que Ana Luisa la llamaba fea. No podía olvidar cómo Zazu destruía a menudo los amores tímidos e insípidos de ella y sus amigas. Hacía tiempo, Zazu se había divertido con ello. Ahora, todo le parecía igualmente estúpido y absurdo. «Da lo mismo. Todo da, al fin, lo mismo.» Una gran fatiga, precoz y amarga, la invadía. No recordaba ni el nombre ni la voz, ni el rostro ni la pasión de ninguno de aquellos que habían sido sus amantes, fugaces y breves, como el llegar y partir de los barcos. No sentía ni amor ni nostalgia por ninguno de ellos, ni por ningún tiempo huido. Y, sin embargo, su corazón estaba lleno de añoranzas extrañas, húmedas y dulces. «Nada importaba. Todo da igual, al fin.» Zazu apagó la lámpara. Y de nuevo el cielo, pálido y verde, se adueñó suavemente del contorno de los muebles. De toda la pequeña noche de la habitación.
Mucho más tarde, cuando la luna atravesaba la masa gris de la neblina, Ilé Eroriak pasó junto al «Gran Hotel Devar» y vio luz en el primer piso. Las ventanas daban a una terracilla pequeña. Ilé Eroriak no lo pensó más de medio minuto, y poco trabajo costó a su desmedrada figura trepar hasta ella. La oscuridad le envolvía, protectora, y de puntillas, se acercó a la cristalera del balcón. De este modo pudo ver a aquel ser que poco antes excitara su imaginación. Al igual que la hija de Kepa, tampoco él vio nunca cabellos tan rubios sobre piel tan morena. Por eso, cuando le vio sentado rígidamente, mojado aún y brillante por la ducha, con las manos sobre las rodillas, acudió a su recuerdo una figurilla de barro modelada por Anderea, a la que el anciano llamaba Arbaces. Era muy extraño el forastero. ¿Por qué permanecía así, inmóvil como un muñeco de madera? El cabello se le ceñía pegado a las sienes, húmedo, como un casco dorado, y el agua se deslizaba en gotas brillantes, temblorosas, por sus sienes. Con un miedo instintivo y antiguo, Ilé contempló los ojos del forastero, verdes como los de los brujos de la farsa, alargados y fosforescentes como los de los gatos encantados, bajo las cejas oblicuas y plateadas. Ilé se estremeció. «Tal vez sea un mago, un brujo, un mal espíritu.» Aquellos ojos le recordaban los fuegos fatuos que a veces viera durante la noche, al pasar junto al cementerio del camino. Por un instante, en la imaginación de Ilé Eroriak, se fundieron Arbaces, las historias de aparecidos y los hechiceros de las comedietas de Anderea. Las figuras del mar y los muñecos olvidados del estante, con sus sonrisas rotas. Se cubrió la cara con las manos.
Cuando tímidamente volvió a mirar a través de los dedos, el temeroso encanto que le tenía hechizado se esfumó. Aquel misterioso muñeco de los ojos alargados se ponía un pijama desteñido, que tenía los codos rotos. Apagaba la luz, y se metía en la cama, como un hombre cualquiera.