CAPÍTULO I
LA REPRODUCCIÓN DE LOS MAMÍFEROS

Evolución del sistema reproductor

Entre los mamíferos actuales se pueden reconocer con facilidad tres grupos con diferente sistema reproductor:

1. Los monotremas (ornitorrinco, equidnas) ponen huevos, como los reptiles de los que proceden.

2. Los marsupiales alumbran crías que apenas son minúsculos embriones que deben culminar su desarrollo en un marsupio o bolsa marsupial donde se hallan las mamas. Incluyen canguros, koalas, zarigüeyas, diablos de Tasmania y wómbats, entre otros.

3. Los euterios o mamíferos placentados constituyen el resto de los mamíferos, la inmensa mayoría, de la que los humanos formamos parte.

Actualmente existen 5 especies de monotremas, menos de 300 de marsupiales y más de 5.000 de euterios.

El ornitorrinco y los equidnas son mamíferos especiales porque ponen huevos, pero no solo por eso. El aspecto del ornitorrinco es desconcertante. Vive en los ríos y lagos de Australia, tiene un pico parecido al de un pato, la cola como la de un castor, el pelo corto y aterciopelado como un topo y membranas uniendo los dedos, lo que de nuevo recuerda a un ánade. Una leyenda aborigen sostenía que era fruto de los amores apasionados entre una bonita pata y un solitario y triste macho de rata de agua. Pero los científicos no admiten que tales extravagancias ocurran, así que cuando el primer espécimen (por supuesto, disecado) llegó al Reino Unido a finales del siglo XVIII, lo que pensaron fue que se trataba de una broma o, peor aún, de un intento de fraude. Probablemente un taxidermista avispado, a la par que hábil, había cosido cuidadosamente trozos de distintos animales para construir con ellos una quimera, un ser de fantasía, y venderlo a un buen precio pretextando que en realidad existía. El doctor George Shaw, en consecuencia, tomó unas tijeras y desmontó al ejemplar buscando las costuras. Su sorpresa fue enorme al no encontrarlas, de manera que se dio prisa en describirlo científicamente. Lo hizo en 1799 con el nombre de Platypus anatinus, que significa «pies planos» (el primer término, procedente del griego) y «parecido a un pato» (el segundo término, del latín). Más tarde, sin embargo, se descubrió que había unos escarabajos a los que previamente habían llamado Platypus, de modo que se cambió el primer nombre por el de Ornithorrhynchus, que había sido propuesto por un alemán y corresponde a «morro de ave» u «hocico de ave».

George Shaw defendió que el animal que había descrito era un mamífero, pero sus colegas estaban muy lejos de ponerse de acuerdo sobre el asunto. ¿Cómo podía ser un mamífero, si los machos tenían testículos internos como los reptiles y ambos sexos mostraban cloaca, es decir, una abertura común para los canales reproductivo, digestivo y excretor? Además los aborígenes y algunos viajeros decían no solo que ponía huevos, sino que lo hacía en lo más profundo de oscuras madrigueras subterráneas. Científicos decimonónicos muy relevantes pensaban que el ornitorrinco pertenecía a un grupo probablemente reptiliano, aunque próximo a los mamíferos. Sin embargo, las evidencias fueron imponiéndose. Un paso fundamental fue descubrir que las hembras poseían glándulas mamarias, bien que un poco extrañas. «Si aquel animal producía leche —decidieron los sabios de la época— era un mamífero; y si era un mamífero tenía que parir hijos vivos, como hacen todos los mamíferos. Lo de poner huevos era una superstición». Con esa incapacidad que a veces muestran los científicos para aceptar cuantos hechos escapan a su «verdad establecida», los expertos europeos decidieron que las narraciones procedentes de Australia eran falsas.

Esto, claro está, no cerraba un debate que llevaba prolongándose casi un siglo. Ahora había que encontrar una hembra preñada. Con la pretensión de terminar de una vez por todas con el «problema del ornitorrinco», como solía denominarse, un estudiante escocés, William Caldwell, que había recibido un premio económico de la Universidad de Cambridge, decidió invertirlo viajando a Australia en 1884. Se puso a la tarea con un entusiasmo que hoy consideraríamos desmedido: contrató hasta a ciento cincuenta aborígenes y les encargó matar cuantos ornitorrincos pudieran. En solo tres meses se hicieron con 80 hembras procedentes de una sola laguna. A finales de agosto, excavando un nido, cazaron una hembra que había puesto un huevo y tenía otro en su interior, preparado para la puesta. Caldwell abrió los huevos y comprobó que solo una parte de ellos conformaba el embrión, el resto era yema nutricia. El 29 de agosto pudo acercarse a un poblado y dictó un lacónico telegrama que se hizo famoso entre los zoólogos de la época. Tan solo decía: «Monotremas ovíparos, huevo meroblástico». Cuatro días más tarde la noticia era anunciada a bombo y platillo en la reunión anual de la Sociedad Británica para el Avance de las Ciencias, que se celebraba en Montreal. Salvo para algunos escépticos recalcitrantes, el problema del ornitorrinco se había resuelto.

Mientras tanto, en Australia, George Bennett, un buen hombre y en su día el primer conservador del Museo Australiano de Historia Natural, rumiaba en solitario su frustración. Había dedicado cincuenta años a intentar conocer, sin éxito, el sistema de reproducción de los ornitorrincos y Caldwell solo había precisado unos meses para conseguirlo. La razón no era que Bennett resultara torpe o poco trabajador, sino que, preocupado por la conservación de la nueva fauna que estaban descubriendo, se negó a matar animales a mansalva en nombre de la ciencia. Como cuando era niño me dijo un profesor tras castigarme por «soplar» la solución de un problema a un compañero, «hay que ser bueno, pero también recordar que por la caridad entra la peste».

Los marsupiales, por su parte, difieren de los mamíferos placentados en muchas cosas, no solo en el hecho de albergar a sus crías en el marsupio durante determinado tiempo. Por ejemplo, el escroto está situado delante del pene, no detrás. Asimismo, las hembras tienen dos úteros y cada uno se abre en una vagina, aunque las dos se unen en un seno vaginal común. En relación con ello, los machos de muchas especies tienen el pene bífido, lo que les permite la intromisión y eyaculación simultáneas en ambas vaginas. Más curioso todavía es que, aun teniendo dos vaginas, el parto no se produce a través de ninguna de ellas, sino por un canal adicional que se forma y abre en el seno vaginal justo antes del parto, exclusivamente para el acontecimiento: es el canal pseudovaginal. Esto es posible, naturalmente, porque los pequeños al nacer son minúsculos. ¿Alguien quiere saber cuánto pesa el recién nacido de una mamá canguro de treinta kilos? ¡Apenas un gramo!

El hecho de que los marsupiales nazcan en un estado de desarrollo tan precario está muy relacionado con que en la gestación no se forma una auténtica placenta o, cuando menos, es una placenta primitiva y poco eficiente. Los científicos la llaman «placenta coriovitelina», porque el corion del embrión está asociado al saco vitelino y no al alantoides, como sucede en los verdaderos placentados. En los marsupiales, el blastocito (que es el embrión en los primeros estadios de desarrollo) no se implanta profundamente en la pared del útero, como ocurre en los euterios, sino que simplemente se embebe superficialmente en la mucosa uterina, donde recibe una limitada cantidad de nutrientes procedentes de la madre. Tradicionalmente se pensaba que esta debilidad del contacto entre la madre y el feto era la principal responsable del prematuro nacimiento, pero muchos investigadores creen hoy que el sistema inmunitario de la madre marsupial literalmente rechaza al embrión, considerado un cuerpo extraño (y realmente lo es, al proceder de los genomas de ambos progenitores) una vez que reabsorbe la «cáscara» membranosa que lo envuelve.

El sistema reproductor de los monotremas es «antiguo», a medio camino entre el de sus antecesores reptilianos y el de los mamíferos más evolucionados. Puede existir la tentación de pensar que los marsupiales, a su vez, son intermedios entre los monotremas y los mamíferos placentados, pues distintas características lo sugieren. Sin embargo, no es así. Marsupiales y placentados tienen un antepasado común y ambos han escogido vías diferentes para reproducirse, ambas exitosas. Pero los primeros no son antepasados de los segundos. Probablemente el sistema reproductor de los marsupiales surgió en un medio ambiente poco predecible, donde, según el momento, los recursos podían ser tanto muy abundantes como muy escasos. Cuando falta el alimento, los marsupiales pueden interrumpir el desarrollo de su cría, ya sea antes del parto o cuando está creciendo en la bolsa, con muy poco coste para la madre. Los mamíferos placentados, en cambio, continúan gestando aunque las condiciones sean muy malas, lo que a veces pone en riesgo la integridad de la gestante. Por otro lado, la mamá marsupial copula y queda preñada poco después de dar a luz, pero el embrión permanece durmiente hasta que el cachorro anterior deja la bolsa o, por la razón que sea, se pierde, en cuyo caso es reemplazado casi inmediatamente. En todo caso, en época de vacas gordas los marsupiales pueden reproducirse repetida y exitosamente con gran rapidez.

Y llegamos a los euterios. Si el gran invento evolutivo de los mamíferos fue la producción de leche, un alimento equilibrado que la madre no tiene que buscar, sino que produce y lleva con ella, el descubrimiento de los euterios fue la placenta, que convierte el vientre de la futura mamá en una auténtica incubadora donde el feto encuentra todo lo necesario hasta el momento de venir al mundo.

Tras la implantación del blastocito en la pared del útero, las membranas embrionarias forman el cordón umbilical, a través del cual los vasos sanguíneos conducen a una estructura formada por tejidos tanto del embrión como del útero materno. Esta estructura es la placenta, que en el caso de los mamíferos euterios es conocida como «placenta corioalantoidea», porque se forma por la fusión del corion del embrión con una membrana extraembrionaria llamada alantoides. En la placenta los vasos sanguíneos de la madre y del embrión se entretejen, sin mezclarse, de forma que la sangre materna está siempre separada de la de su hijo. Pero están tan cerca que, por difusión, la madre es capaz de proporcionar materiales al futuro cachorro y este a aquella.

Esta función de intercambio de materiales en la placenta afecta tanto a la respiración como a la nutrición y la excreción del feto. A través de la placenta, la hembra proporciona oxígeno a la sangre de su retoño y toma de ella dióxido de carbono. El pequeño literalmente respira a través de la sangre de su progenitora. También a través de la placenta pasan de la madre al feto nutrientes simples, tales como agua, azúcares, aminoácidos, ácidos grasos libres, hormonas y vitaminas. En sentido contrario, del feto a la madre pasan productos finales del metabolismo que deben excretarse, como la urea. Es importante señalar que la madre transmite también anticuerpos y que la placenta es una defensa contra el acceso al embrión de bacterias y grandes moléculas, aunque sabemos que algunos virus, como ocurre con el VIH, pueden traspasarla.

Una segunda función importante de la placenta es proteger al embrión del rechazo materno. No podemos olvidar que, de alguna manera, el futuro cachorro es un «cuerpo extraño», pues contiene mucha información genética (la mitad) procedente del padre. Este elemento ajeno es tolerado gracias a la labor de compatibilización que hace la placenta produciendo factores inmunosupresores o moduladores en las primeras fases del desarrollo y luego modulando la respuesta inmune materna a los antígenos fetales. De todos modos, aunque la capacidad inmunológica de la madre pueda disminuir, hoy se considera que lo que tiene lugar, más bien, es una defensa activa del feto contra los anticuerpos maternos.

Por fin, otra tarea fundamental de la placenta es la secreción de hormonas imprescindibles para llevar a buen término la gestación y el parto. Estas hormonas incluyen la progesterona, por ejemplo, que tiene un papel en la formación de las células del endometrio, vitales para nutrir al embrión recién formado, y los estrógenos, que contribuyen al aumento de tamaño del útero y las mamas. Asimismo, en la placenta se elaboran el lactógeno placentario, que estimula el desarrollo de las glándulas mamarias, y la gonadotrofina coriónica, que mantiene el cuerpo lúteo funcional y hace posible que segregue, a su vez, nuevas hormonas.

En definitiva, el éxito evolutivo de los mamíferos placentados, que representan hoy más del 90 por ciento de todos los mamíferos vivientes, se debe sin duda a la eficiencia de su particular incubadora portátil, la placenta.

Altriciales y precociales

Siguiendo un estricto orden cronológico, antes de hablar de cómo son los cachorros en el momento de venir al mundo deberíamos mencionar muchas otras cosas, como la gestación y los preparativos de la madre para el parto. Sin embargo, todas ellas dependen tanto de la condición de los neonatos que resulta forzoso decir algo primero, siquiera sea someramente, sobre estos.

Los ornitólogos fueron los primeros en acuñar sendos términos para caracterizar a los pollos recién nacidos que presentaban estados de desarrollo llamativamente divergentes. Distinguían unos, como los pollitos de gallina o los patitos, que al nacer están cubiertos de plumón y al poco de salir del cascarón ya son capaces de caminar (o nadar) y de conseguir alimento por sí mismos. A estos los llamaron «precociales», inspirados en la misma raíz latina que el adjetivo «precoz». Otros, en cambio, como los pichones de las palomas o los pequeños gorriones, nacen implumes, desnudos, con los ojos cerrados, no pueden desplazarse y dependen por completo de otros individuos (generalmente sus padres) para nutrirse. Los llamaron «altriciales» a partir del término latino altrix, que significa «persona que sustenta, ama de cría». Esta distinción entre aves precociales y aves altriciales se reconoce también sin mayores problemas entre los mamíferos, por más que en los cachorros de estos la independencia trófica no exista, pues en los primeros momentos todos dependen de la leche materna para nutrirse.

Quien haya visto un conejo o un ratoncillo al poco de nacer y lo compare con un cabrito o un ternerillo en las mismas circunstancias reconocerá inmediatamente que existen mamíferos altriciales y precociales. Simplificando, podemos considerar que los primeros nacen indefensos y requieren todo tipo de cuidados, en tanto los segundos pueden desplazarse y, por tanto, seguir a su madre y, si hace falta, huir. Sin embargo, existe toda una transición entre los mamíferos más y menos dependientes al nacer, y además el grado de desarrollo no afecta por igual a diferentes aspectos biológicos. Por ejemplo, aunque la mayoría de los mamíferos altriciales carecen de pelo al venir al mundo, algunos sí que lo tienen.

A menudo se consideran cuatro aspectos clave para situar las distintas especies en algún lugar del continuo entre máxima altricialidad y máxima precocialidad:

1. Capacidad termorreguladora.

2. Funcionalidad de los sentidos.

3. Independencia locomotora.

4. Tiempo necesario para alcanzar la capacidad de alimentarse por sí mismos (es decir, la duración de la lactancia exclusiva).

Así, los marsupiales, la mayoría de los insectívoros (topos y musarañas en sentido amplio) y de los murciélagos, y muchos roedores nacen sin pelo y con escasa capacidad para regular su temperatura corporal, tienen los oídos y los ojos cerrados, no pueden seguir a la madre y necesitan bastante tiempo (en términos relativos) para comenzar a ingerir alimento sólido. Son altriciales en sentido estricto, por más que incluso entre ellos puedan distinguirse diferencias de grado o matiz.

En el polo opuesto, muchos ungulados dan a luz cachorros que controlan su temperatura, tienen los ojos y oídos alerta, en poco tiempo se ponen en pie para seguir a la madre y, si hace falta, se defienden de sus depredadores. Además, en cuestión de días comienzan a mordisquear la hierba. En todos los casos este comportamiento es adaptativo y en algunos en particular resulta obligado, como ocurre con los pequeños ñúes. El ñu es un ungulado migrador al que con frecuencia hemos visto formando inmensos rebaños en movimiento en los documentales sobre el Serengueti y otras praderas de África Oriental. La mamá ñu no puede demorarse días para dar a luz y atender a su bebé, pues perdería el contacto con su grupo. Por eso el cachorro nace en un estado de desarrollo muy avanzado: apenas transcurridos cinco minutos tras el parto ya consigue ponerse en pie, camina junto a la madre cinco minutos más tarde y se desplaza tan rápido como los adultos, viajando junto al rebaño, al cabo de veinticuatro horas. Algo similar ocurre con los cetáceos, que nacen en el mar, en aguas abiertas, y deben ser capaces de nadar con su madre enseguida. O con las focas, que aun naciendo en tierra se adentran en el agua en poco tiempo. A todos ellos podríamos considerarlos puros precociales, aunque también existan matices que los diferencian.

Entre los dos extremos quedan muchos mamíferos que suelen estar más cerca de los altriciales que de los precociales, y por eso se denominan «semialtriciales». Algunos, como los cerditos, nacen con una apariencia bastante avanzada, pero son incapaces de mantener la temperatura corporal. Otros, como la mayoría de los primates, no pueden andar ni defenderse por sí mismos, pero oyen y ven, siquiera de forma borrosa, y regulan medianamente su temperatura. Un recién nacido humano nos parece maravillosa, estremecedoramente frágil e inerme al nacer. Sin embargo, nos cuidamos mucho de evitar sonidos fuertes para no sobresaltarlo. Los zoólogos consideran que los cachorros de Homo sapiens son semialtriciales.

Otros estudiosos han propuesto analizar el nivel de desarrollo de los recién nacidos basándose casi exclusivamente en el desarrollo muscular y neurológico. Así, las especies altriciales se caracterizarían por mostrar al nacer un cerebro proporcionalmente pequeño y una musculatura muy poco desarrollada, como ocurre con el oso panda, por ejemplo. En el extremo opuesto, las especies precociales como el ñu, al que ya nos hemos referido, nacerían con el cerebro proporcionalmente grande y la musculatura bien desarrollada. Atendiendo a estas características, la mayoría de los primates pueden considerarse semiprecociales, con cerebro grande y musculatura débil, pero en comparación con ellos el cachorro humano sería un tanto más altricial, pues su cerebro al nacer es proporcionalmente menor que el de monos y antropoides.

Se ha propuesto usar la dicotomía altricial-precocial para el diseño de robots dotados de inteligencia artificial. Se conjetura que los mamíferos precociales, aunque nacen en un estado de desarrollo más avanzado y podrían obtener ventajas derivadas de ello, en realidad son más rígidos en sus respuestas y tienen menos posibilidades de adaptarse para responder a cambios en el ambiente. Los altriciales, en cambio, nacen retrasados, pero ello implica que a lo largo de su desarrollo extrauterino tendrán más posibilidades de aprender a través de la interacción con el mundo exterior. Por ello estarán mejor dotados para responder a retos inesperados o inhabituales en un entorno cambiante. Aaron Sloman y Jackie Chappell, de la Universidad de Birmingham, han sugerido que se diseñen robots precociales para realizar tareas rutinarias que necesiten hacerse bien desde el principio, en ambientes estables, y donde los errores de aprendizaje puedan resultar fatales. Ponen como ejemplo las máquinas de control de vuelo. En cambio deberían diseñarse robots altriciales para realizar tareas que varíen mucho y de diferentes maneras a lo largo del tiempo, con el fin de que sea posible modificar la respuesta sin necesidad de reprogramación. Lo ejemplifican con los robots destinados al cuidado de ancianos.

Con todas las cautelas, podemos asociar los mamíferos de gran tamaño a crías precociales y los mamíferos pequeños a crías altriciales. Pero hay numerosas excepciones. El enorme oso tiene cachorros altriciales, por ejemplo. A mucha gente le resultará difícil distinguir un conejo adulto de una liebre: ambos son de mediano tamaño, ágiles y buenos corredores, con largas orejas… Sin embargo, el conejo es un ejemplo típico de mamífero altricial y la liebre de mamífero precocial. Algo parecido ocurre entre los roedores: muchos de ellos, como la rata, los ratones comunes y el hámster, son altriciales, pero algunos otros, como los cuis o conejillos de Indias y los ratones espinosos, son precociales. Se puede detectar asimismo una relación entre el tamaño de camada y el peso relativo de los cachorros al nacer con el nivel de desarrollo de estos. Los mamíferos altriciales tienden a tener crías proporcionalmente pequeñas, de las que nacen varias en cada parto, y los mamíferos precociales crías mayores y en número de una, o a lo más dos, cada vez. Pero, ¿qué decir del corzo, que alumbra hasta tres pequeños precociales?

Es difícil encontrar reglas sin excepciones, pero en algunos casos apenas las hay. Como adelantamos, el hecho de ser altricial o precocial condiciona de modo absoluto el comportamiento de la madre (y ocasionalmente el del padre) antes del parto por una razón esencial: prácticamente todos los mamíferos altriciales necesitan un nido que los albergue tras el nacimiento. En cambio, los mamíferos precociales no.

Potencial reproductivo

Puesto que las parejas de nuestro entorno suelen planificar cuidadosamente su descendencia, pocas veces nos planteamos cuántos hijos puede llegar a tener una mujer a lo largo de su vida. No obstante, sabemos que no hace mucho las familias de diez o quince hermanos eran relativamente comunes en España. Por razones evidentes cuestionamos menos aún el número de pequeños que una madre puede parir en un año. Uno, ¿no?, salvo en los casos excepcionales de partos múltiples. Entre los restantes mamíferos, sin embargo, las cosas no son tan claras, pues existen muchas alternativas. Los biólogos suelen llamar «potencial reproductivo» el número de individuos que una hembra es capaz de aportar a la población en un periodo de tiempo determinado, habitualmente un año (cuando se considera toda una vida, es importante tener en cuenta las edades de primera y última reproducción, que son muy influyentes). El potencial reproductivo anual de una madre mamífera depende del número de partos que experimente en un año y del número de crías que nazcan por parto (es decir, el tamaño de la camada). Como veremos en otra parte del libro, la duración de la gestación está muy condicionada por el tamaño corporal, de forma que las especies grandes tienden a experimentar gestaciones más prolongadas. Con el potencial reproductivo ocurre otro tanto, aunque a la inversa: cuanto mayor es una especie de mamífero, más probable es que se reproduzca una sola vez al año (o incluso menos) y que tenga tan solo una cría por parto. Además, la cantidad de cachorros producida por cada hembra guarda relación con la mortalidad habitual de la especie. Dicho de otra manera, los mamíferos que se reproducen muy pronto, paren varias veces al año y tienen muchas crías en cada parto, tienden a morir con poca edad. De alguna forma, como se ha dicho a menudo, vivir aprisa equivale a morir temprano (esto me hace recordar la película de Carlos Saura Deprisa, deprisa, tan dura y triste). Mas analicemos con un poco de calma el potencial reproductor de diversas especies de mamíferos.

Respecto al número de eventos reproductivos por año sabemos que las hembras de los mamíferos son fértiles en el momento del estro, cuando ocurre la ovulación. De ahí que salvo excepciones (entre las que nos contamos) solo sean sexualmente receptivas en ese momento. Solemos decir que en esa época las hembras entran en celo. Por ejemplo, en las corzas de nuestras latitudes la ovulación ocurre en verano, cuando cambia el comportamiento de los adultos de ambos sexos: los machos defienden su zona con roncos ladridos, prácticamente no comen y apenas se separan de las hembras hasta que acaban copulando con ellas. Normalmente quedan preñadas entonces, pero si no lo hicieran, perderían la oportunidad de reproducirse, pues solo ovulan una vez al año y es en esa época. De ahí que se las conozca como monoéstricas estacionales. Como es lógico, las especies con un solo celo al año se reproducen una sola vez cada periodo. Algunos mamíferos de mediano y gran tamaño en nuestras latitudes, como lobos, osos y corzos, son monoéstricos estacionales. En cambio, muchas razas de perros, aunque descendientes directos del lobo, tienen dos ciclos al año, es decir, son diéstricas, quizás afectadas por la domesticación.

Como el mamífero humano, numerosas especies tienen varios ciclos sexuales al año y se denominan poliéstricas. Ello no quiere decir, sin embargo, que se reproduzcan más de una vez, puesto que el ciclo se interrumpe en el momento de quedar preñadas. Así ocurre con las vacas, las cabras, los cerdos o los ciervos. Estos últimos tienen el celo exclusivamente en septiembre y octubre, pero las hembras ovulan más de una vez (típicamente cada diecinueve días) si no quedan preñadas a la primera. Son poliéstricos estacionales, entre los que a veces se ha distinguido a los que experimentan sus ciclos en los días cortos del otoño e invierno (como las ovejas y cabras o los zorros) y los que los tienen en los días largos de la primavera y verano (como los caballos o los hámsteres).

Pero no son pocas las especies de mamíferos de pequeño tamaño que son capaces de reproducirse varias veces cada año. Mucha gente ha oído lo de «reproducirse como conejos», precisamente porque los conejos, si el clima es suave y tienen alimento de calidad, son capaces de criar prácticamente todo el año. En los parajes mediterráneos los conejos no lo hacen durante el verano, cuando el pasto está seco y es poco nutritivo, pero tan pronto llueve en otoño y brota la hierba verde, empiezan a reproducirse, y aunque el proceso suele decaer un poco en pleno invierno, no dejarán de hacerlo hasta bien entrada la primavera. Una misma coneja puede reproducirse hasta cinco o seis veces cada año. Algo parecido comprobamos en Doñana estudiando las ratas de agua que viven en las lagunas del monte, que llegan secarse en verano. Como ocurre con los conejos, basta que llueva en otoño y los bordes de las lagunas se tiñan de verde para que empiecen a criar. Dejarán de hacerlo cuando el pasto se agoste. En su caso, de cuatro a seis partos anuales no son excepcionales. Los erizos y las ardillas suelen reproducirse una o dos veces al año, los hámsteres tres o cuatro, los ratones de monte hasta ocho, y los topillos y los ratones comunes aún más, en situaciones favorables.

En marcado contraste, muchos mamíferos grandes se reproducen una sola vez cada varios años. Es el caso de la mayoría de los primates más parecidos a nosotros, que lo hacen en periodos de dos a cuatro años, pero también de los osos (cada dos años), algunas ballenas (también cada dos años), las morsas (cada tres años) o los rinocerontes (cada cuatro o cinco años).

El tamaño de la camada, o número de cachorros que vienen al mundo en un parto, está constreñido por el esfuerzo que tiene que hacer la madre mamífera para sacar adelante a los retoños. Ese esfuerzo comienza en la gestación, ya que hay que invertir mucha energía en el crecimiento de los fetos. Sigue en la lactancia, pues los cachorros crecen y cada día demandan más leche. Y se prolonga tras el destete, ya que a menudo en una primera fase los pequeños no saben, o no pueden, alimentarse solos. Puesto que dejar muchos hijos parecidos a uno mismo es un imperativo evolucionista, podría parecer que alumbrar varios de una vez debería ser ventajoso para los padres, pero lo cierto es que sería un esfuerzo vano si esos retoños no pueden ser atendidos y no sobreviven.

Claro que hay otra forma de verlo, asimilable a la manera en que planteamos las apuestas o las inversiones en bolsa. Cuando las condiciones son más o menos estables puede merecer la pena apostarlo todo a un solo número o invertir en una sola compañía que se presume saludable. Hay mucho que ganar y, salvo catástrofe, poco que perder. Pero si las condiciones son mutables, si cambian tanto que no sabemos lo que puede ocurrir, seguramente preferiremos repartir los riesgos y apostar poco a cada número, pero a muchos números diferentes (o invertir en muchos valores, pero cantidades bajas en cada uno). Las dos estrategias se dan entre los mamíferos. Las ballenas o los antílopes son buenos ejemplos de especies que invierten mucho cada vez en un solo hijo, con la confianza de que saldrá adelante. Los ratones, en cambio, cuya historia evolutiva invoca altos riesgos de mortalidad y mucha variabilidad en los recursos disponibles, tienden a tener en cada parto numerosos descendientes, aunque menores y más vulnerables. Lo hacen a sabiendas de que muchos perecerán, mas con la esperanza de que alguno sobreviva hasta la edad adulta. Ello relaciona el tamaño de camada con las características de los recién nacidos, aunque no sin excepciones: en general, los mamíferos precociales tienden a ser hijos únicos, en tanto que los altriciales presentan con más frecuencia camadas múltiples.

Estudios clásicos han encontrado muchas correlaciones, en cierto modo esperables, entre el tamaño de camada de los mamíferos y su ciclo de vida. Por ejemplo, comparando especies, el número medio de cachorros nacidos en un parto está inversamente relacionado con el tiempo que tardan los padres en alcanzar la madurez sexual, lo que a su vez depende del tamaño. En otras palabras, los mamíferos más grandes tienden a requerir más tiempo para reproducirse y, cuando lo hacen, a tener camadas más reducidas. Habitualmente son de solo una cría, pero no faltan las excepciones: los cerdos y jabalíes, por ejemplo, son grandes, crecen con lentitud, tardan en reproducirse, y aun así tienen con facilidad por encima de seis u ocho lechones en un parto. Como norma, son raras las especies que, alcanzando la madurez a los dos años o más tarde, tengan más de una cría cada vez. En sentido contrario, la mayoría de las especies capaces de reproducirse antes del año de vida tienen camadas numerosas. Siempre en relación con ello, las especies con tiempo entre generaciones más largo presentan pocas crías por parto, y otro tanto hacen aquellas cuya esperanza de vida en el nacimiento es más alta.

Pasando a los datos concretos, el ornitorrinco pone de uno a tres huevos, aunque normalmente sean dos. El equidna, en cambio, pone tan solo uno y cría un cachorro cada vez. Muchos marsupiales alumbran un solo cachorro en cada parto, aunque sean capaces de amamantar simultáneamente a dos, nacidos en partos diferentes. Otros, en cambio, tienen camadas que se cuentan entre las más numerosas de los mamíferos. Por ejemplo, se han observado hembras de zarigüeya en Norteamérica que han parido de dieciocho a veintiuna crías, aunque solamente poseen trece pezones y los pequeños que no alcanzan uno de ellos al poco de nacer están condenados a muerte. Camadas de diez cachorros no son excepcionales entre las zarigüeyas, al menos en cautividad y estando bien alimentadas.

No obstante, hay mamíferos placentados que en este aspecto superan ampliamente a las zarigüeyas. Los tenrecs son unos animales extraños, exclusivos de Madagascar y ciertas zonas de África. Algunos pesan apenas cinco gramos y recuerdan mucho a las musarañas. En cambio, el mayor de todos ellos, el tenrec común, pesa hasta un kilo y recuerda a un erizo. En medio hay otras variedades que parecen diminutas nutrias, como la llamada musaraña-nutria, que vive en las selvas de África Central y pesa poco más de medio kilo. Pues bien, la musaraña-nutria no alumbra sino dos crías por parto, mientras que el tenrec común llega a parir ¡treinta y dos!, aunque su camada habitual oscile entre diez y veinte. A las hembras tenrec comunes se les han contado hasta veintinueve pezones, el récord entre los mamíferos. En general, los tamaños de camada son altos entre los cerdos y jabalíes y algunos roedores (con promedios de seis a ocho crías por parto o incluso más); medios entre las liebres y conejos, muchos insectívoros (erizos, topos, musarañas) o los armadillos (con camadas de dos a seis cachorros), y bajos en otros grupos. Las ballenas y delfines, las focas y morsas, los elefantes, los rinocerontes, los manatíes y muchos primates tienen habitualmente un solo hijo en cada parto.

La mejor época para la crianza

Ignoro si existen estadísticas sobre la época del año en la que nacen más niños (pero seguro que Adolfo lo sabe). Como norma general, a los humanos nos da un poco igual que nuestros hijos vengan al mundo en invierno o en verano, en primavera o en otoño. Pero tal vez no ocurra lo mismo en todos los lugares y todas las sociedades. ¿Preferirán los inuits que sus pequeños nazcan cuando el mar está helado o cuando deshiela? Supongo que para ellos no será lo mismo. Quizás no sea del todo cierto, pero recuerdo que hace muchos años, viajando por el Sahara y durmiendo en las jaimas de los pastores nómadas, nos decían que en los años de extrema sequía ni las camellas daban leche ni las mujeres, desprovistas de ese recurso, se quedaban embarazadas. En cambio, unos meses después de que lloviera y crecieran los pastos, se sucedían los nacimientos. A un dilema semejante —ubicar la reproducción en un momento en el que abunden los recursos— se enfrentan muchos mamíferos, con el agravante con respecto a nuestra especie de que la mayoría de ellos no son capaces de almacenar alimentos o de tomar otras medidas que garanticen condiciones idóneas para sus cachorros en las épocas duras.

Yo, como especialista en nacimientos, puedo decir que según los datos del Instituto Nacional de Estadística, en nuestro país el verano es la época del año en la que nacen más niños. Aunque, sinceramente, a los que trabajamos con madres y recién nacidos nos parece que tenemos el mismo trabajo durante las cuatro estaciones.

La reproducción es un proceso costoso energéticamente, consume muchos recursos. Lo hace, con frecuencia, el celo (defender el territorio, buscar pareja), pero mucho más la gestación y aún más la lactancia y el desarrollo de los cachorros. En climas estacionales, por tanto, hay que procurar gestar y que las crías vengan al mundo en la época del año más favorable, cuando se prevean más recursos disponibles. Por eso, como hemos visto más arriba, muchos mamíferos, sobre todo en zonas templadas y frías, son reproductores estacionales. Si los mamíferos en climas de marcada estacionalidad (ya sea invierno y verano o, en otras latitudes, época seca y época de lluvias) tienden a tener sus hijos en el periodo del año más favorable, ¿cómo lo consiguen?

Lo más fácil es optimizar el momento de la ovulación y el celo, cuando se producen las cópulas. En muchas especies se ha comprobado que el número de horas de luz, la temperatura y, a veces, la abundancia de recursos determinan la época en la que tienen lugar los amores. Los ciervos europeos, por ejemplo, experimentan el celo (conocido como «berrea») al principio del otoño, en septiembre y comienzos de octubre, pero las poblaciones que viven en Argentina, donde la especie ha sido introducida, lo cambian a marzo, que corresponde a la época otoñal en el hemisferio sur. Como la gestación de los ciervos se prologa durante ocho meses, tanto aquí como allá consiguen que los cervatillos nazcan avanzada la primavera, cuando hay más hierba para sus madres lactantes y, en poco tiempo, también para ellos.

Existen, sin embargo, otras opciones bastante peculiares. Algunos mamíferos de muy variados grupos, desde insectívoros y roedores a carnívoros o murciélagos, se las arreglan para, de distintas maneras, independizar el momento de la coyunda del proceso de gestación y el nacimiento. ¿Qué significa esto? Pues que se cortejan y copulan, pero de ello no se sigue inmediatamente la gestación, que queda diferida. Algunas hembras consiguen almacenar los espermatozoides a largo plazo en el útero, utilizándolos para fecundar el óvulo solo cuando pueden anticipar que las condiciones serán idóneas. Es el caso de muchos murciélagos en nuestras latitudes. Más o menos como los ciervos, los murciélagos europeos copulan en otoño, pero sus crías no nacen hasta la primavera. Sin embargo, la auténtica gestación no dura más de dos o tres meses. ¿Qué ganan al retrasar los partos? Conociendo el modo de vida de los murciélagos no es difícil entenderlo.

En las zonas templadas los quirópteros o murciélagos se alimentan casi exclusivamente de insectos, y en invierno hay pocos o no los hay. Intentar cazar en ese momento no merece la pena, pues supondría un gasto de energía superior al rendimiento que puede obtenerse. Por ese motivo los murciélagos suelen pasar varios meses al año en hibernación, inactivos, sobreviviendo gracias a sus reservas corporales. Lógicamente, en esos periodos las hembras no podrían gestar ni amamantar, y tampoco los jóvenes crecer una vez destetados. Esas tareas deben dejarse para después del invierno. Ahora bien, puede ocurrir, y de hecho ocurre, que no dé tiempo para cumplimentar todo el ciclo reproductor antes de que se eche encima una nueva estación fría. Tengamos en cuenta que los preparativos para la reproducción no afectan solo a las hembras, sino también a los machos, cuyos testículos son activos y producen espermatozoides únicamente durante los meses favorables. Si al salir de la hibernación, pongamos por caso en marzo o abril, comienzan a madurar los testículos y ovarios, después se suceden las cópulas, y más tarde hay que aguardar los dos o tres meses de gestación, los pequeños murciélagos no vendrían al mundo antes de julio o agosto. A partir de entonces tienen que mamar otro par de meses, y de esta forma llegaría el invierno antes de que hubieran culminado su crecimiento, sin que ni ellos ni sus madres hubieran acumulado grasa para hibernar, lo que implicaría un desenlace fatal. De marzo a octubre, por tanto, falta tiempo, y la única solución es ganarlo en otoño.

El ejemplo del murciélago orejudo de California, bien estudiado desde hace tiempo, nos puede ilustrar sobre la forma en que funcionan las cosas entre los quirópteros de las latitudes templadas. En primavera, al poco de salir de la hibernación, los testículos de los machos descienden al escroto y comienzan a activarse, alcanzando el pico en la producción de espermatozoides avanzado el verano, en agosto o septiembre. Apenas un mes antes las hembras han destetado a su cría y han comenzado su ciclo estral anual. Mediado el otoño machos y hembras copulan, pero el ciclo femenino se ha interrumpido y el óvulo, ya totalmente maduro, no se ha desprendido del ovario, por lo que no podrá ser fecundado. Pasará así todo el invierno. Entre tanto, los espermatozoides se almacenan en el útero, en una especie de bolsas de células epiteliales, donde permanecen al menos dos meses y medio o tres. A partir de ahí, a las puertas de la primavera todo debe ir aprisa. La ovulación y la correspondiente fertilización se producen a veces antes de que las hembras abandonen sus refugios de hibernación o inmediatamente después. Las crías nacen en junio y son destetadas en agosto, comenzando el ciclo de nuevo.

Tal vez se podría pensar que almacenar espermatozoides vivos en el útero durante más de dos meses es un truco ingenioso, pero sencillo. Nada más lejos de la realidad. Se trata de un desafío biológico formidable. Lo normal sería que el sistema inmunitario de la hembra movilizara leucocitos que atacaran a los espermatozoides invasores, como suele ocurrir ante la presencia de cualquier otra célula extraña. Sin embargo, en este caso no tiene lugar tal movilización, respuesta (o ausencia de ella) que ha servido a los investigadores médicos para, entre otras cosas, estudiar procedimientos para evitar el rechazo ante los trasplantes.

Con el mismo objetivo de ubicar el celo, la gestación y los partos en el momento idóneo del año, otros mamíferos recurren a una solución diferente. No desacoplan la cópula de la fecundación, como hemos visto antes, sino que alejan la fecundación del parto. Para ello reducen o eliminan la multiplicación de las células del embrión en la fase de «blastocito» y retrasan la implantación de este blastocito en el útero de tal forma que la gestación propiamente dicha se interrumpa sin apenas haber llegado a comenzar. Ello se conoce técnicamente como «implantación diferida del blastocito» o «diapausa embrionaria», que en algunas especies puede ser facultativa (solo ocurre en situaciones de estrés metabólico, como la lactancia), pero en otras es obligada. Al menos un centenar de especies de mamíferos experimentan diapausa embrionaria, incluyendo algunos insectívoros, roedores y quirópteros, focas y leones marinos, osos, tejones y otros mustélidos, además de una sola especie de ungulado de la familia de los cérvidos, el corzo, que se ha extendido en los últimos lustros por gran parte de España y quizás resulte familiar a muchos lectores.

Los corzos, ungulados menos gregarios que otras especies como el ciervo y el gamo, raramente forman rebaños, si bien en invierno pueden verse grupos más o menos nutridos en las zonas con buenos pastos. Se podría decir, en gran medida, que son cérvidos solitarios. Además, lo que también es una particularidad de esta especie, los machos son territoriales durante parte del año, señalan el lugar en el que viven con olores y escodaduras (marcas en troncos y roturas de ramas, que golpean con los cuernos) y tratan de impedir que otros machos se instalen allí. Entran en celo en pleno verano, en julio o agosto. En esa época los galanes pelean entre sí, anuncian su territorio mediante gritos que semejan ladridos (de ahí que al celo se le llame «ladra») y tratan de aparearse con cuantas hembras se aproximan a sus lares. La verdadera gestación (desde la implantación del blastocito hasta el parto) dura unos cinco meses, de forma que correspondería a los corcinos venir al mundo en pleno invierno. Sin embargo, en realidad no nacen hasta abril o mayo, cuando la primavera está en sazón. La razón es que desde pocos días después de la fecundación hasta finales de año o principios del siguiente, durante cinco meses, el pequeñísimo embrión ha estado libre, «flotando» en el útero, prácticamente sin crecer.

La diapausa embrionaria del corzo se conoce desde hace casi doscientos años, pero los mecanismos que desencadenan los distintos procesos son aún poco conocidos y, al parecer, algo diferentes de los de otros mamíferos que también muestran implantación diferida. El profesor Roger Lambert, de la Universidad de Aberdeen, ha propuesto que en el caso del corzo no serían las condiciones hormonales de la madre las que activarían el blastocito y lo llevarían a implantarse en el útero, sino al revés. Llegado el momento, el embrión flotante enviaría una señal a la hembra en forma de una proteína exclusiva de los corzos, como diciéndole: «Mamá, ya es el momento». La madre respondería liberando las hormonas (fundamentalmente estrógenos) que han de preparar el endometrio para la implantación del blastocito en el útero. Según parece, en otras especies con implantación diferida es un cambio hormonal de la madre lo que avisa al embrión de que la pausa ha terminado y toca implantarse para reanudar el crecimiento.

Todavía existe otra fórmula para distanciar el momento de la cópula del nacimiento de las crías, y es retrasar de algún modo el desarrollo del embrión. Se ha detectado en murciélagos que viven en zonas tropicales (aunque no exclusivamente), tanto en América como en Asia. En estos casos el óvulo es fecundado normalmente, el blastocito se implanta en el útero también de acuerdo con la ortodoxia, y la gestación comienza sin sorpresas. A partir de ahí, sin embargo, el crecimiento del embrión puede ralentizarse durante más o menos tiempo, prolongando la gestación. Sin ir más lejos, el murciélago pigmeo de Filipinas, de escasos veinte gramos de peso, retrasa el desarrollo del embrión nada menos que ocho meses, lo que da lugar a una gestación de once meses y medio, la más larga conocida entre los murciélagos.

Resulta llamativo que algunas especies de murciélagos frugívoros tropicales que crían dos veces por año tengan una duración de la gestación diferente en cada ocasión. Es el caso, por ejemplo, del murciélago indio de nariz corta llamado científicamente Cynopterus sphinx, especial porque se trata del único mamífero no primate conocido cuyas hembras practican la felación para prolongar el coito. Las hembras de estos murciélagos quedan preñadas al final de octubre y paren al final de marzo, tras una gestación de cinco meses. Inmediatamente después, a primeros de abril, entran en estro de nuevo, quedan preñadas y alumbran el segundo retoño del año transcurridos cuatro meses, a principios de agosto. Investigaciones detalladas han permitido comprobar en años diferentes que en el primer caso el desarrollo del embrión se ralentiza de forma llamativa entre noviembre y diciembre, algo que no ocurre en la segunda preñez. Precisamente entre noviembre y diciembre se reduce al mínimo la grasa corporal en las hembras, lo que podría tener que ver. Por otro lado, los estudiosos han sugerido que el retraso en el crecimiento del embrión podría ayudar a sincronizar la reproducción de hembras de la colonia con distintas edades.

Es tanta y tan variada la información que Miguel vuelca en este tema que me hace sentir que los seres humanos somos, desde el punto de vista reproductivo, muy poco sorprendentes.

Sabemos que existe una conexión directa entre el cerebro humano y los ovarios y testículos. El sistema nervioso central (en el que está incluido el cerebro) interacciona con todos los órganos del sistema endocrino (el que fabrica las hormonas), entre los que se encuentran precisamente los ovarios y los testículos. Estos, además de fabricar las hormonas femeninas y masculinas, son los responsables de la formación de óvulos y espermatozoides respectivamente. Eso explicaría que en situaciones de estrés las mujeres dejen de tener la regla, entre otras cosas. Tal vez en los albores de la humanidad situaciones ambientales adversas tuvieran el mismo efecto.

Sin embargo, los cazadores-reproductores del Ártico tenían densidades muy bajas de población no porque las condiciones ambientales tan extremas inhibieran la ovulación o la espermatogénesis y se redujera el número de nacimientos, sino a base de una tasa elevada de infanticidios. Esta información nos alarma y sorprende, ya que en los países industrializados el crecimiento poblacional se ha estabilizado mediante el control de la natalidad a base de métodos anticonceptivos diversos.