Ni muertos ni vivos, tampoco desaparecidos. La operación requería inventar una nueva categoría de eliminación física.
En la mente de los verdugos, la crueldad era como la noche, una cosa de todos los días. Pero esta nueva orden los había descolocado: háganlo en silencio, no quiero ver más mendigos por aquí, que sean invisibles para siempre.
Un policía de la comisaría 11 empezó a armar la lista. Tanteó sus bolsillos en busca de una birome, pero no la encontró. Acudió a un lápiz, “es mejor para borrar la hoja cuando esto ter mine”, pensó. Y comenzó a anotar: José Feliciano Pacheco Cabrera, Joaquín Sáez, Juan Silvestre Salguero, Carlos Gutiérrez, Ramón Antonio Guzmán...
El patrullero volvía de la razia con más nombres. Sobrenombres, en realidad. Mannix, la Alemana, Julito, Satélite, el Loco Plaza, el Granadero, el Loco Perón. La identidad suprimida dejaría menos huellas, trató de animarse el oficial, mientras sus manos temblaban.
Había aceptado las instrucciones, pero ahora dudaba. A medida que los mendigos se amontonaban en los calabozos, su conciencia le impedía respirar.
Fue cuando imaginó una traición. Sabía que era arriesgado, que el general no lo soportaría, pero el remordimiento pudo más.
“Ma’ sí, yo llamo.” Y empezó a discar el teléfono. Fue una comunicación sigilosa, prohibida, que iba a abrir una grieta en el plan.
—Doctor —despertó a su interlocutor—, tiene que venir urgente. Trajeron al Loco Vera, su amigo. No le puedo explicar ahora, pero corre peligro. Le pido que venga cuanto antes, porque mañana se lo llevan.
José Miranda Villagra, médico, escritor, compositor y folclorista tucumano, saltó de la cama. Tenía intriga y temor por su condición de afiliado peronista, una credencial peligrosa por entonces. El llamado podía ser una trampa.
Lo conversó con su esposa y avisó a sus imprescindibles.
—Voy a la seccional 11, si en unas horas no vuelvo...
Armó el maletín de médico. Estetoscopio, tensiómetro, algunas muestras gratis de antibióticos, sello y recetario, por las dudas. Se anudó la bufanda y salió intranquilo de la casa de tejas de la calle Bolívar.
—Lo están por sacar de la provincia, doctor. Sé que usted lo aprecia, haga algo, un certificado, eso puede salvarlo.
El Loco Vera —o Joaquín Sáez, según la planilla que armaba el oficial— dio unos pasos y dejó detrás una montaña de siluetas oscuras. Su bigote a lo Chaplin quedó iluminado por el reflector amarillento de la sala.
No hacía falta inventar un diagnóstico, porque cualquiera que vivía en las calles en ese invierno feroz era susceptible de tener fiebre, tos o espasmos bronquiales.
—¡Villagra! ¡Villagra! —lo saludó el Loco, agitado.
—Hola, Verita, no grites, dejame escuchar tus pulmones.
Cuando el médico se recostó sobre el pecho del mendigo, recordó en segundos una historia común de años. En sus manos estaba ponerla a resguardo. Si el diagnóstico no resultaba creíble, sería el responsable del desenlace.
Con pulso de buen guitarrero, Miranda Villagra tomó coraje y escribió: “Bronquitis catarral crónica. Sibilancias y aumento de la frecuencia respiratoria. Se aconseja inmediato reposo por el término de cinco días”...
En ese lapso, una patrulla iba a deshacerse de todos sus compañeros de celda. Iba a producirse uno de los casos de violación de los derechos humanos más descarnado de la última dictadura militar argentina, impune hasta hoy.
El Loco Vera nació en 1928, cuando explotaba el Etna en la Italia fascista de Mussolini y León Trotski era confinado en Siberia. En la Argentina, Hipólito Yrigoyen conquistaba la segunda presidencia por el voto popular y los militares afilaban las garras para dar el primer golpe de Estado.
Un primero de mayo vino Joaquín al mundo, un Día del Trabajador, justo él, que iba a vivir sin conocer el salario y la frente sudada.
El padre se ganaba la vida en el campo, como jornalero, y en la ciudad, como vendedor de billetes de lotería. Voceaba sueños de fortuna en la plaza Independencia y le gustaba caminar entre la doble hilera de naranjos que la envuelve. Su pequeño hijo tenía problemas mentales y dificultades para comunicarse, pero era muy simpático y lo acompañaba en las recorridas. Se las arreglaba incluso para vender diarios y quedarse con las propinas.
Los caminos diagonales de la plaza eran los mejores para las carreras con otros chicos, y el aire puro de los árboles convocaba a los vecinos. Un oasis verde, que tenía un solo rincón donde no crecía el pasto y mostraba una placa que decía: “En este lugar clavada en una pica estuvo la cabeza de Marco Avellaneda, animador del pronunciamiento tucumano y de la Liga del Norte contra Rosas por la organización del país”. El escarmiento público a un rebelde impuesto por un tirano. O, como Juan Manuel de Rosas prefería llamarse, por un “Tirano ungido por Dios para salvar a la Patria”.
—¿Tenéis cinco? —abordó un día a Carlos María Alsina, director de teatro, en un semáforo.
—Sí, claro. ¿Y cómo van tus cosas?
—Bien, bien, tranquilo pero bien.
Ropa de Grafa azul, dobladillo arremangado, gorra verde con visera, tacho rectangular de hojalata, para aceite primero y para monedas luego, y cigarros de millonario, armados con el descarte de los tabacales tucumanos, vestían el andar del Loco Vera, que no dormía en la calle, sino en casa de sus padres o sus hermanos, en el barrio El Bosque. Tenía accesos de ira o de llanto, muy esporádicos, pero difíciles para la convivencia. Por eso se iba, no quería molestar.
Un palo de escoba era su batuta, su bastón y su espada: le encantaba la serie El Zorro, un paladín contra las injusticias, pese a que era el hijo noble de un hacendado español. De ahí tomaba frases y conjugaciones, que luego mezclaba con términos lunfardos y expresiones regionales. Vera jugaba con las palabras. Era dueño de su propio lenguaje.
Pedía monedas, pero no las necesitaba. Y ese estatus lo convirtió en un personaje único, en mendigo solidario: al terminar el día, luego de gastar suelas por el asfalto, repartía su riqueza entre los limosneros de menos suerte.
—¿Cuánto tené vo’?
—Casi nada, anduvieron tacaños por la estación.
—Tomá, tomá, y andá a dormir.
Carraspeaba, su voz era de lija, su garganta era áspera como la cal. Su madre, María Canto, hacía esfuerzos por entenderlo y sacarlo adelante, pero Joaquín siempre se escapaba de los establecimientos donde lo atendían, prefería mirar al sol sin rejas que lo atravesaran.
Pacheco era radical, se subía a un banquito y daba discursos sobre las instituciones. Funcionarios ricos, pueblo pobre. Encumbrados ignorantes de aguda maldad. Moralistas de verba, traidores a la Patria. Todo cabía en sus alocuciones. Taberna y plaza pública iban mezclados en su partitura.
Sentado en los umbrales, regalaba jerarquías profesionales a sus potenciales donantes:
—¿Cómo le va, doctor?
—Hola, Pachequito, acá te doy.
—Buen día, licenciado.
—Muchas gracias, José —le decía algún conocido que accedía al mangazo.
José Feliciano Pacheco Cabrera tenía poder de veto sobre los títulos concedidos, y si alguno lo esquivaba, se quedaba sin diploma:
—¡Qué vas a ser escribano, vos!
Pacheco estacionaba su talla pequeña cerca de la Catedral. Un día decidió entrar. Vio primero la urna con las cenizas del general Gregorio Aráoz de La Madrid, “soldado de la Independencia”, y luego la inscripción que acompañaba los restos del obispo José Eusebio Colombres: “Sacerdote ilustrado y virtuoso, consagró su vida al servicio de la Iglesia y del Estado. Trabajador tenaz, supo auscultar el porvenir económico de la provincia, dotándolo de una base estable de riqueza [la industria del azúcar, introducida por los jesuitas], que le valió el título de vencedor de la miseria”. Pacheco no quiso contradecir el silencio, pero se preguntó para adentro: “Si la pobreza fue vencida, ¿por qué se escucha un coro de mujeres desde las escalinatas de la puerta principal rogando por ayuda?”.
Caminó unos pasos más, hacia la imagen de una Virgen, y vio atornillado un cofre de madera negra, con un cartel en mayúsculas que decía: “Limosna”.
Prefirió volver a la calle, a la plaza de enfrente. Eligió un buen ángulo para apreciar lapachos, tarcos y laureles, y se tiró a descansar al pie de la Estatua de la Libertad, tallada en mármol de Carrara por la escultora tucumana Lola Mora.
Lo dejó pensando la historia de Colombres, hijo de asturiano y tucumana, dos veces desterrado, una a Bolivia y otra a Salta, pese a haber sido declarado ciudadano ilustre de Tucumán. Otra vez Rosas, el “Restaurador de las Leyes”, expulsaba a un partidario de la Liga del Norte, que había sido nada menos que representante de Catamarca en el Congreso de Tucumán. Su firma en el Acta de la Independencia argentina no le evitó la persecución de los rosistas. Colombres murió en febrero de 1859, a los 81 años, sin haber asumido el cargo de obispo que le había asignado el papa Pío IX.
Exilios, mendigos, tiranos. Por esa rueda giraba el pensamiento de Pacheco, vestido ahora con un saco marrón, casi nuevo, de tres botones, regalo de un joven poeta que solía saludar lo al salir de la Biblioteca Sarmiento. El muchacho se llamaba Tomás Eloy Martínez.
Nacido el 20 de junio de 1909, en Córdoba, Pachequito creció entre juguetes de madera y mínimas comodidades de clase media trabajadora. La mudanza a Tucumán incluyó a sus ocho hermanos, que soñaban con ser médicos. Él trabajaba en el Mercado de Abasto, hombreando bolsas de limones y frutas cosechadas en las laderas de los cerros cercanos.
La bebida y las lecturas políticas fueron moldeando sus denuncias a viva voz sobre las injusticias sociales y “la crueldad indomable de los dictadores”.
Solía arengar a multitudes invisibles. Sólo él escuchaba el aliento incorpóreo de la hinchada: “Se siente, se siente, Pacheco presidente”. Cuando conectaba con la realidad, sus palabras parecían estocadas reales contra prepotentes y poderosos. Y, ahí sí, se formaban rondas para escucharlo hablar.
Con las canas llegó el ocaso. La barba le crecía al ritmo de su abandono y, quizá por la diabetes, una herida mal curada en el pie izquierdo frenó su vagar. Quedó tirado en la calle, impedido de caminar. En diciembre de 1970, la policía hizo un anticipo de su plan macabro para los mendigos. Cargó a Pacheco en un jeep y lo arrojó en la calle 9 de Julio al 2700, detrás del ex ingenio Amalia, cerrado cuatro años antes por la dictadura de Juan Carlos Onganía.
El cierre de once de los veintisiete ingenios que funcionaban en esa época, más el establecimiento de cupos a la producción y la persecución de obreros, condenó al éxodo a doscientos mil tu cumanos. Otra vez, la expulsión de personas. Otra vez, un tirano detrás.
Trabajadores cañeros, técnicos y minifundistas integraron una caravana que llevó su angustia errante hasta las villas del Gran Buenos Aires.
Y anclado quedó Pacheco, en aquel furioso verano de 1970, hasta que los vecinos decidieron actuar. Entre varios, le armaron una tapera con cañas secas y hojas de palmeras, la arquitectura de los náufragos.
Allí le acercaban platos de sopa, cigarrillos y algún tinto, lo que más pedía. Había que agacharse para estar a su altura.
“Pacheco, abandonado a su propia suerte”, tituló La Gaceta el 19 de diciembre, con una bajada que decía: “El conocido mendigo, ya impedido, quiere ir al hospital”.
El periodista que fue a verlo comprobó los estragos que causa la desmemoria: “Ya no me acuerdo quiénes fueron mis padres”, le contestó Pacheco a su primera pregunta. Y el eco de esa frase anunció que su existencia comenzaba lentamente a evaporarse.
El Loco Perón partía ladrillos con la cabeza. Era un bufón popular, que se jugaba la vida por una moneda. Equilibrista en las alturas, trepador de torres de iluminación, animador de riesgo en los estadios de Atlético, Central Córdoba y San Martín, tomaba carrera desde la mitad del campo de juego para estrellarse contra los palos del arco. No tenía seguro médico, pero en Tucumán era más famoso que Juan Domingo Perón. Por eso lo llamaban el Loco Perón.
Tomaba los cinco litros de agua de una damajuana y, al instante, devolvía cuatro y medio por la boca, con estilo, como si fuera el adorno barroco de un palacio, la Fontana di Trevi tucumana.
Sus hazañas eran coronadas por un cántico imparable, por años prohibido y eliminado por decreto del lenguaje de los argentinos: “Perón, Perón, Perón”, le gritaban sus seguidores, cientos en los estadios de básquet, miles en los de fútbol.
“Un día”, recuerda Arturo Efraín Cartagena, un médico que lo disfrutó desde las gradas, “llegaron a San Miguel los increíbles Harlem Globetrotters. Ellos presentaron su famoso espectáculo en el Club Caja Popular. No sé cómo hacía, pero ese día, nuestro Perón estaba en medio de la cancha animando a todos con sus tiros de cabeza, hasta que entraron los gigantes. Perón hizo una pausa, con su mirada hiperactiva los estudió... Entendimos que no dejaría que esos locos le robaran el espectáculo: lanzó la pelota al aire y, de un golpe certero, la embocó. La ovación salió del alma, hasta los americanos aplaudieron”.
Ciruja y cirujano, unidos en un recuerdo.
Un Día de la Madre se puso sus mejores ropas, una camisa blanca y un pantalón de vestir gastado. Tenía pensando trabajar, pues quería hacerle un regalo a una vecina que le gustaba. Fue hasta una perfumería del centro, llena de gente, y comenzó a organizar la cola, para que la atención fuera ágil y ordenada. Dirigía a los clientes como un agente de tránsito.
—Vos acá, vos allá.
—Gracias, querido, tomá una monedita.
Y la boca del Loco Perón se convertía en alcancía. Los centavos volaban desde su mano hacia la garganta del payaso. Y ahí quedaban, hasta completar la recaudación.
Cuando lo corrían del lugar, se enojaba, insultaba con la boca llena de centavos. Nadie supo si la plata le alcanzó para su objetivo, porque casi no hablaba, sólo desplegaba monerías y gestos básicos.
“El de pedir plata era mojarse el dedo y tocarse la frente. También se llevaba los dedos a los labios, quizás para encontrar las palabras que no tenía”, recuerda Víctor Chocobar, abogado y profesor de leyes.
Los verduleros callejeros le regalaban uvas, que el Loco Perón embuchaba con la habilidad de las focas. También le compraban sándwiches de milanesa, gaseosas y entradas para la cancha.
En 1974, el clásico del fútbol tucumano se jugó en cancha de San Martín, con el arbitraje de Luis Pestarino, quien ese año había sido elegido para viajar al Mundial de Alemania.
El Loco Perón hacía de las suyas y el partido no empezaba. El juez, avisado de la fama de ese buen hombre, no quiso que lo sacara la policía y, personalmente, lo invitó a salir, con un gesto amable y una sonrisa, mientras hacía gestiones para que le consiguieran una platea.
Aún hoy se lo disputan los hinchas de San Martín y de Atlético Tucumán, pero fue en este último club donde Perón tuvo un accidente terrible: se cayó desde lo alto de la tribuna, hacia afuera de la cancha. Todos pensaron que había muerto; el partido se interrumpió.
Cuando llegó la ambulancia, le tocaron la cabeza: llena de cicatrices viejas, pero ninguna actual, por lo que el mendigo zafó. Otra vez estaba listo para subir al trapecio de su destino. Sólo le quedaba una prueba, sin red, impuesta por el dueño del circo.
Satélite era un eximio jugador de ajedrez. Caminaba por 25 de Mayo con el tablero bajo el brazo y las piezas en el bolsillo. Damas apretujadas por peones enemigos, reyes envueltos en la pantanosa humedad de un pañuelo.
Jugaba de local en la plaza Urquiza, frente al Colegio Nacional. En segundos acomodaba los trebejos, aunque era meticuloso en la orientación de los caballos.
—Siempre tienen que mirar hacia adelante.
—Y si no, ¿qué pasa?
—Perdés, nene.
Lo desafiaban estudiantes, taxistas y empleados estatales. Y se las arreglaba para convertir el pasatiempo en ciencia, en su mejor habilidad mental.
—Me gusta este juego porque es el único donde no influye la suerte.
—Pero si recién me habló de la cábala del hocico.
—Callate, nene, y seguí jugando.
Ni Alfonso el Sabio habría podido compilar las estrategias de Satélite, basadas en el cuidado obsesivo de las piezas de menor valor, al revés de lo que manda el manual universal. Avances, retrocesos, sacrificios y reconquistas, así pasaba la tarde el mendigo, tan concentrado a veces que se quedaba dormido. O es tallaba, cuando los chicos le enrostraban su sobrenombre, que odiaba.
—¡Satélite! ¡Satélite!
—Les voy a dar, atorrantes.
Y volaban las piedras, almacenadas junto a las piezas comidas.
Su cabeza calva, redonda, con apenas un anillo de pelos a los costados, lo asemejaba a Saturno, de ahí el apodo que lo enfurecía.
Satélite siempre fue viejo, o al menos nadie recordaba haberlo conocido de joven. Vivía en diagonal, como los alfiles. Hasta que una noche, hombres de uniforme le prepararon un jaque atroz.
La troupe de vagabundos que paseaba por Tucumán tenía personajes de película. La Muda, madre múltiple, acosaba a los muchachos pintones y agarraba de las bolas a los más desprevenidos.
Mannix —como el detective de la serie que protagonizó Mike Connors en 1967— lucía un Perramus gastado y un antifaz de papel, que lo mantenía en un anonimato inverosímil, porque todos sabían quién estaba detrás.
Era poeta, o al menos él pensaba que lo era. Escribía versos en las paredes y aforismos en las piedras. Algunos lo llamaban Jeff. Grandote, de barba negra y máscara atada con un elástico, Mannix sólo se movía en el mundo del sigilo, mirando para uno y otro lado, con las solapas erguidas, por si alguien lo estaba siguiendo. Por momentos era Sherlock Holmes, por momentos, Pepe Carvalho.
“Estoy en la bruma de la magia”, escribió en carbonilla un día. Y regaló la frase, envuelta en un rollo de papel, al dramaturgo Alsina, un hombre de memoria infalible, que pudo conservarla para siempre.
Julito era un artista callejero. Cantaba canciones románticas cuando pasaban las vecinas por la peatonal Martínez, rumbo al Mercado Norte. Una moneda en sus manos era suficiente para abrir su caja interminable de piropos.
Las mujeres agradecían. Julito tenía los brazos más cortos, aparatos ortopédicos y una sonrisa fija, que lucía por la peatonal Martínez. Cuando todos se iban a dormir la siesta, él ensayaba canciones de Palito Ortega, para la próxima función.
Lo aplaudía el Loco Plaza, que siempre aplaudía. Le decían así porque, en su cuerpo de adulto, vivía un chico, que adoraba las hamacas, las calesitas y los toboganes. Se la pasaba jugando y, si caía entero en la arena, volvía a aplaudir.
La Alemana prefería el silencio. Le escapaba al Centro y deambulaba por la avenida Mate de Luna, de cara al cerro San Javier. Sólo hablaba con los perros, que la seguían en jauría, sin correas. Los jugadores de básquet hacían una pausa en el partido cuando la veían acercarse a un predio de los mormones que tenía una entrada muy angosta. Ella pasaba primero y detrás se formaba un cortejo canino en forma de embudo. A todos les daba de comer, les hablaba, los hipnotizaba. Se sentaba en un tronquito y dejaba volar la leyenda que la mostraba como una condesa alemana que había escapado de Europa en barco y de Buenos Aires en tren, hasta encontrar cobijo en Tucumán.
Los mendigos tucumanos eran dueños de una celebridad despojada de honores, pero empapada de afecto popular. Narraban sus locuras ante semicírculos atentos de vecinos, cambiaban malabares intrépidos por aplausos y desplegaban la audacia en los juegos de inteligencia. Sabían defenderse de las tormentas acurrucados en los umbrales y en los bancos de las plazas. Porque también sabían que, si lograban resistir, volverían a ver el sol.
Demasiada libertad.