2. El Dancing Park

—Solamente tres temas, o piezas o como a usted le guste llamarlas. Tres y nada más que tres.

—¿Por qué? —preguntó Lisa. Sacudió el vestido amarillo limón y una lluvia de cascaritas de maní se depositó en el piso brillante de la Administración.

—¿Y me lo pregunta? Usted sabe cuáles son las reglas del establecimiento. Con novios, conocidos o simpatías solamente tres piezas. Usted elige, por supuesto. En el momento de elegir es completamente libre. Los derechos de la Administración terminan donde empieza su libre elección de un compañero al cual, por reglamento, le repito, le corresponden tres piezas o temas. Se lo advierto porque ya estuvieron rondando por aquí digamos ¿sus amigos?, y usted sabe que esos jóvenes no consumen o consumen la tarifa mínima. Si no consumen no hay negocio. Si los demás clientes observan que una bailarina es monopolizada, sospechan, y si sospechan no quieren problemas: en consecuencia, no compran boletos. Y si no compran boletos, nosotros ¿qué hacemos? Le recuerdo, señorita Lisa, que usted es una de las más solicitadas.

—Está bien —dijo Lisa buscando algo en el pequeño bolso que le colgaba del hombro. El vestido había quedado impecable. Los ojos verdes, distantes. Desenvolvió cuidadosamente un caramelo de coco.

—Es el reglamento —dijo el administrador encogiéndose de hombros. Sonrió comprensivo, mirándola con simpatía—. Además, Lisa, un poco de psicología. Cada individuo, cada solitario del Parque que compra un boleto quiere hacerse la ilusión de un romance, aunque dure lo que un lirio, aunque dure nada más que una pieza. Este es un negocio romántico, ya lo dijimos y lo repetimos en el curso de capacitación. Ellos son nuestro principal interés, ¿me explico?, no esos muchachos, buenos, no lo niego, pero un tanto estrafalarios que tal vez puedan conseguir diversión en otra parte, ¿me comprende?

Lisa hizo que sí. Trataba de despegar con la lengua el caramelo que le había quedado incrustado entre los dientes.

—Además, hay que ir con los tiempos que corren, Lisa, seguir la corriente; hay que ser modernos en la vida, Lisa... —con gesto automático estiró la manga del saco y repasó brevemente el gran botón de la solapa.

En el espejo del mueble-bar el administrador admiró su peinado en el que se destacaba un jopo negro y brillante. Olvidado de Lisa, se pasó cuidadosamente la base de la palma por arriba de la oreja acomodando algún pelo rebelde. Se dio vuelta con una sonrisa satisfecha.

—Así es, Lisa, hay que ir con los tiempos.

La conversación con el administrador le dio a Lisa la oportunidad de ver de cerca el botón pintado a todo color que llevaba invariablemente en la solapa. Era apenas más chico que un platito de café. Un hombre de traje y sombrero señalaba con mano enguantada un cuatrimotor entre nubes, abajo un descapotable Bel-Air celeste, tapizado de rojo, con chicas de blusas anudadas al cuello y los brazos en alto, sobre otra nube, una radio a transistores, sobre otra nube una locomotora Diesel, sobre otra nube, un flipper. En el centro decía: Born in the 50s.

No pudo seguir observando porque el administrador abrió la puerta de la oficina, la empujó suavemente afuera y la cerró de inmediato. Silencioso y en penumbra, el Salón de Baile con sus mesas vacías se abrió ante Lisa. Las luces bajas del bar le recordaron una pecera. La silueta de la chica de la Caja se movía sin apuro sobre sus altos tacos verdes rumbo a la entrada. La puerta abierta del toilette dejaba ver a contraluz a sus compañeras empolvándose la nariz, calzándose los zapatos de colores que proveía el Dancing Park, o curvándose sobre los espejos con la barra de rouge sobre los labios. Por el centro del salón, en taciturna fila india, la orquesta cruzó hasta la tarima. Lisa permaneció abstraída mirando los preparativos habituales de cada noche y, en especial, a la chica de la Caja ubicada ya en el taburete alto. Tal vez, ese puesto era menos problemático que el suyo, pensó, cuando sonaron las palmadas del administrador llamando a todos a sus puestos.

La esfera de espejos suspendida en lo alto giró, un reflector le dio de lleno y motas de luz invadieron el salón trepando por piernas, brazos, peinados y cuellos. La pequeña orquesta (sacos negros, solapas bermellón) empezó somnolienta con un blues como para crear ambiente. De a tres, las bailarinas ocuparon sus lugares alrededor de las mesas. Las cortinas de la entrada se corrieron y se abrieron las puertas del Dancing Park. Por un momento, el fragor tumultuoso del Parque, las idas y venidas del público, el lejano trueno de El Pulpo invadieron el sosegado recinto de las chicas para bailar, compitiendo con los acordes íntimos de la orquesta.

Los compradores de boletos, indecisos —muchos venían por primera vez—, se estacionaron alrededor de la entrada. Desde esa posición, con la mirada ansiosa de los que esperan alguna novedad excitante, algún vuelco imprevisto en sus vidas, los solitarios del Parque buscaron aquellas chicas que tenían para cada uno de ellos un atractivo especial. Las muchachas, el máximo tesoro del Dancing Park, sentadas formalmente alrededor de las mesas, brotaban de sus vestidos como capullos y sus caras sonrientes, inclinadas sobre el resplandor de los veladores, se iluminaban en la confidencia de misteriosos secretos. Esta escena ideal, henchida de maravillosas promesas, era lo que veían o creían ver los solitarios del Parque cuando cruzaban la entrada, llevados unos por otros como una fila de peregrinos hasta el bar, donde se apretaban en grupos animados o tímidos, mirando de reojo a las bailarinas, dejándose alentar por la música.

—Ahí viene uno... lo conozco —dijo la rubia de la mesa de Lisa—. Parece que compró dos o más.

El hombre se inclinó.

—¿Me permite? —entregó el boleto a la rubia.

Salieron.

—Parecía educado —dijo a Lisa la otra compañera de mesa cuando se fueron. El chicle le bailaba en la boca.

Un muchacho alto, de anteojos, se abrió paso hasta ellas. Entregó su boleto a Lisa, que lo miró sin dejar de sorber su refresco. Guardó el boleto en el bolso y caminó por delante, hasta la pista.

Lisa bailaba con elegancia: los ojos bajos o mirando lejos, la mano levemente posada sobre el hombro del compañero ocasional, el pelo largo y brillante balanceándose en la espalda.

—Sos una pluma —dijo el de anteojos.

Lisa sonrió y miró distraída la pista colmada de bailarines sobre los que subían y bajaban las motas de luz dándoles el aspecto momentáneo de un sueño. Faltaba la Secuencia Tropical, la Secuencia Boleros y el Cotillón de Medianoche. Después podía irse a su casa; esa noche, la conversación con el administrador la había dejado desanimada.

Cuando empezaba el Cotillón de Medianoche, entraron ruidosamente los de la Hermandad.