Joe

Joe Thorne se apoyó en la lisa barra de roble del bar, cruzó los brazos y miró a su alrededor. Esperaba que, a media mañana, un día de entre semana, el pub estuviera… En fin, no exactamente lleno de gente, pero sí que hubiera al menos unos cuantos parroquianos tomando una pinta, y quizás un par de clientes almorzando. Pero no. El árbol de fuera, el que daba nombre al local, proyectaba su sombra sobre la sala. Aún no hacía tiempo de encender el fuego. Los platos de cortezas de cerdo agridulces que el propio Joe había asado y preparado esa mañana esperaban en la barra, intactos. Los barriles estaban llenos, los vasos centelleaban.

Y el pub estaba vacío.

Sheila Cowper, la dueña, apareció en la puerta del reservado.

—No te quedes ahí de brazos cruzados, Joe —dijo enérgicamente, dándole un suave latigazo con un paño de cocina—. No va a entrar nadie si se asoman y te ven ahí, enfurruñado como un oso. Ve a cortar el pan. Hace una hora que te lo pedí.

—¿Y para qué? —preguntó Joe sombríamente, aunque obedeció y entró en la minúscula cocina.

Cogió una hogaza de pan recién horneado y la sopesó. Le encantaba el pan, adoraba su olor, su textura. Le gustaba la elástica tersura de la masa recién hecha, que se pudiera golpear la parte de abajo de una hogaza recién hecha y obtener un agradable sonido semejante al de un tambor, y que el pan casero estuviera hecho con cariño y esmero, como una vida nueva. Empezó a cortar rebanadas finas y regulares, manejando el cuchillo con firmeza. «Para quién hago esto», se descubrió preguntándose. «Qué sentido tiene»

Seis meses antes había abandonado Yorkshire, a Jamie y su hogar para venir a trabajar para Sheila. Ella había pasado quince años en Londres, trabajando como encargada en diversos restaurantes, y el año anterior había vuelto a su pueblo natal, Winter Stoke, con algo de dinero en el bolsillo y el sueño de reflotar el Oak Tree. Quería hacer de él el mejor restaurante de Somerset, y convertirlo al mismo tiempo en un auténtico pub de pueblo.

—Mejor que el Sportsman de Whitstable, mejor que el Star de Harome. Quiero conseguir una estrella Michelin —le había confesado Sheila, y a él se le había acelerado el corazón.

Confiaba en aquella mujer y, aunque no la conocía de antes, estaba seguro de que podía lograr lo que se proponía. Y él, con su formación y su experiencia, le había venido como anillo al dedo. En la entrevista le había preparado panceta de cerdo al hinojo acompañada de empanadillas chinas de cerdo a la barbacoa y ensalada de col con salsa rémoulade, y un trío de postres con caramelo salado: helado con palomitas, crema de tofe y compota con malvaviscos. Él estaba un poco harto del caramelo salado, pero últimamente hacía furor, y mientras hablaba con ella por teléfono había intuido que iba a gustarle. Joe tenía buen ojo para adivinar lo que le gustaba comer a la gente.

Si había aceptado el trabajo era porque confiaba en Sheila. No podía rechazarlo: era una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar, y además ya iba siendo hora de marcharse de Yorkshire. De no ser por Jamie, se habría ido hacía años. Había pasado allí toda su vida, menos el tiempo que había pasado formándose. Sí, el restaurante donde trabajaba tenía una estrella Michelin, pero allí ya no tenían nada más que enseñarle. El cocinero jefe era el típico psicópata y trabajar allí no suponía ningún placer: les preocupaban más los tiempos y la presentación del plato que hornear con esmero y preparar la comida con amor. Joe cocinaba para hacer feliz a la gente, no para oír cómo se desmayaban de admiración al ver sus ensaladas con flores de capuchina o sus sorbetes con sabor a zumaque, o cualquiera de las chorradas que había que cocinar hoy en día para ser un «joven chef de moda» (y a saber lo que significaba eso).

A él no le interesaban esas cosas. Quería trabajar en un sitio bien arraigado entre la gente. Quería ver a señores mayores charlando sobre sus vivencias de la guerra mientras tomaban una pinta, quería que la gente solitaria entrara a leer el periódico y a ver una cara amiga. Un local para parejas, para celebrar aniversarios, bodas, funerales. Una familia. Se imaginaba a un alegre grupo de parroquianos reunido en torno a la barra, quizás incluso cantando canciones crepusculares mientras Joe les servía deliciosos manjares preparados con amor, comida que unía a la gente, que la hacía feliz. Y no había mejor comida que la suya.

Pero las cosas no estaban saliendo así, en absoluto. Seis meses después, la gente seguía yendo al Green Man, al otro extremo de la calle mayor. En el Green Man tenían canales deportivos, moqueta de velour y montones de colillas a la entrada que nadie parecía molestarse en barrer. Servían aritos de cebolla con sabor a vinagre y empanadas rancias, y casi todos los sábados había pelea. Era un tugurio. Pero, al parecer, los vecinos de Winter Stoke y de los alrededores seguían prefiriéndolo. El Oak había pasado tanto tiempo cerrado que costaba cambiar de hábitos.

Sheila tenía aún varios meses por delante, pero prácticamente le había dicho a Joe que, si las cosas no mejoraban para Navidad, tendrían que cerrar. Ella tendría que vender y Joe se quedaría —metafóricamente— en la calle y tendría que regresar a Pickering, a casa de su madre. Pero, tal y como marchaban las cosas últimamente, sobre todo esas últimas semanas, no le parecía tan mala perspectiva. Echaba de menos su casa, a su madre y a su hermana más de lo que había imaginado. Pero sobre todo echaba de menos a Jamie.

A veces, cuando pensaba en él, casi le daban ganas de hacer las maletas y volver enseguida a Yorkshire. Como cuando pensaba en su pelo rubio, rizado y siempre revuelto, o en las ojeras oscuras que le salían bajo los ojos cuando estaba cansado o disgustado, o en la manchita roja de nacimiento que tenía encima del labio y en las cosas que decía que le hacían reír a carcajadas.

—De mayor voy a vivir en la Luna, papá. Podrás venir a visitarme por un tubo muy largo que pienso construir, ¿vale?

Cuanto más se esforzaba por no pensar en su hijo, peor se sentía. Ya se había dado cuenta de que mirar fotos suyas en el teléfono no hacía que se sintiera más cerca de él. A veces solo conseguía ponerlo más triste. Se suponía que podía verlo una vez al mes, pero con frecuencia no era así: Jemma había reservado unas vacaciones en Turquía, o Jamie tenía que ir a la fiesta de cumpleaños de su mejor amigo, o volvía demasiado tarde de una excursión escolar para ir hasta Somerset o para que Joe fuera a recogerlo y lo llevara a casa de su madre en Pickering, como hacía a veces. El caso era que Joe sabía que las cosas no iban a mejorar, porque Jamie nunca viviría con él a tiempo completo, claro que no, tenía que estar con su madre. Pero Joe lo echaba de menos, como si un cepo le estrujara el corazón cada vez que pensaba en él, o como si tuviera pimienta en las narices y se le saltaran las lágrimas, o pan seco en la garganta que le obligaba a tragar saliva con dificultad, a agachar la cabeza y a rezar una plegaria por él, preguntándose qué estaría haciendo. ¿Estaría jugando en el recreo? ¿Dibujando en una de esas mesitas, trasteando en el suelo con sus dinosaurios de juguete, bailando al ritmo de Telephone, esa canción de Lady Gaga cuya coreografía se inventaba?

—¿Joe? ¡Joe! —La voz de Sheila lo sacó de su ensimismamiento.

—Casi he terminado. —Pestañeó mientras se secaba la frente con el brazo—. Ya casi está.

—No, no es eso. La señora Winter pregunta por ti.

Dio un respingo, de vuelta al presente. Se le escurrió el cuchillo e intentó apartarlo de sí, pero le cayó sobre la mano izquierda y le abrió un tajo en el dedo. Todo pareció suceder casi a cámara lenta: sintió y —lo cual resultaba más perturbador— vio el destello blanco del hueso bajo la carne, observó casi con desinterés cómo la larga y gruesa línea se volvía de pronto roja, y la mano empezó a dolerle, comenzó a manar la sangre roja oscura. Y había mucha: goteaba, carmesí, sobre los muebles blancos de la cocina.

Sheila gritó.

—¿Qué ha…? Ay, Joe, cielo, ¿qué has hecho?

Joe levantó su dedo chorreante. Se lo envolvió en un paño. Ahora sí le dolía de verdad. Sonrió, sintiéndose casi mareado.

—Soy un idiota. Lo siento. Me has dado un susto. La señora Winter, ¿está fuera?

—Claro, pero no pasa nada, voy a decirle que…

—No. —Joe se apretó el nudo del paño—. No eches a nadie que entre, y mucho menos a esa gente.

Siguió fuera a Sheila.

—Hola, Joe —dijo Martha Winter—. Me alegro de verte. —Miró el paño ensangrentado—. Dios mío, ¿qué te has hecho en el dedo?

—Nada, gajes del oficio. —El dedo volvía a molestarle: un pálpito doloroso—. ¿En qué puedo ayudarla?

—¿Seguro que estás bien? —Él asintió, y Martha le dirigió una mirada un poco escéptica—. En fin, quería hablar contigo. Me preguntaba si podías hacer la comida para una fiesta que vamos a dar en noviembre. Será un viernes, un cóctel, así que necesitaría canapés para unas cincuenta personas.

Su voz ronca y desprovista de acento sonaba tranquilizadora.

—Claro que sí. —Joe comenzó a calcular mentalmente cuánto podía cobrar por preparar canapés para cincuenta personas—. No hay problema.

Martha carraspeó.

—Y luego, el sábado, damos una comida. —Hizo una pausa—. Es el acontecimiento principal.

—¿Cuántos seréis el sábado?

—Solo la familia. Siete, creo.

Los Winter eran famosos en aquellas inmediaciones. Joe siempre había dado por sentado que eran un montón.

—Creía que erais más —dijo con curiosidad.

—Sí, éramos unos veinte —contestó Martha—. Pero los he asesinado a todos y los tengo enterrados en el jardín.

—Eso facilita el cáterin —comentó Joe, y se sonrieron tímidamente el uno al otro.

—David dice que eres un cocinero maravilloso.

—David es muy amable.

David Winter venía a veces a tomar un whisky. A Joe le caía muy bien. Era una de las pocas personas de por allí con las que había mantenido una conversación como es debido.

—Es muy amable y además se toma muy en serio la comida.

—Lo sé —contestó Joe—. Nunca he visto a nadie comerse una empanada tan deprisa.

Una sombra cruzó el semblante sonriente de Martha.

—El caso es —dijo— que dice que debo aprovechar la ocasión y contratarte para esta fiesta. Cree que te marcharás muy pronto. —Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la barra—. Danos una oportunidad, ¿quieres?

Joe se puso tenso.

—Yo nunca… Me gusta mucho esto, señora Winter.

—No te me pongas ceremonioso otra vez, ¿quieres? —le suplicó—. Solo quería decir que sé lo duro que es. Cuando llegué aquí, no conocía a nadie. No era más que una londinense bocazas y esto me parecía el culo del mundo. Un sitio horrible.

Joe no creía que Martha Winter hubiera sido nunca una bocazas.

—¿Es usted de Londres?

—Sí, de Bermondsey. Pero me evacuaron cuando estalló la guerra y… —Meneó la mano—. Es igual. Sé por lo que estás pasando. Pero por aquí somos muy buena gente. Danos tiempo.

Joe estaba un poco mareado. El dedo le dolía tanto que tenía la impresión de que iba a estallarle de pronto.

—Sí, claro. —Intentó concentrarse y cogió un bolígrafo de la barra, sujetándolo inútilmente con la mano derecha—. Será mejor que le haga un presupuesto.

—¿Eres zurdo? Ay, señor, qué mala pata —dijo—. Yo también soy zurda, y David también. Los zurdos somos siempre los mejores. Mi nieta Cat también lo es. Vive en París. —De pronto añadió—: Te caería bien. Va a venir para la fiesta. Al menos, espero que venga. Hace mucho tiempo que no la veo.

Joe trató de asentir e hizo una mueca. Le dolía muchísimo. Martha decía que era diestra. ¡No, zurda! De pronto todo aquello le hacía mucha gracia.

—Eres muy amable. ¿Qué estábamos…? —Parpadeó de repente. Una exquisita punzada de dolor le atravesó todo el cuerpo, partiendo desde el dedo—. Disculpa.

—Joe, parece que eso sangra mucho —opinó Martha. Lo cogió de la mano, y el contacto de su piel, de su carne cálida tocando la suya, resultó casi embriagador. Sus ojos verdes lo miraron inquisidores, y Joe se sintió mareado—. Creo que será mejor que te llevemos a la clínica de Bill, solo para asegurarnos —dijo.

—No, no quiero… Eh, no se preocupe. —Se agarró con firmeza a la barandilla de la barra, pero de pronto todo le daba vueltas. Tragó saliva—. Estoy perfectamente, solo necesito…

Martha parecía flotar ante él. El suelo pareció alzarse, los párpados le pesaban mucho. Notó un peso sobre la cabeza y al desplomarse vio la cara de Martha, desprovista repentinamente de su calma, y su boca abierta dibujando una pequeña O. Después, poco a poco, todo se volvió negro.