Florence

—Santo Dios —dijo Florence Winter mientras caminaba a toda prisa por la calle, metiendo de nuevo la invitación en su enorme aunque repleto bolso de paja—. ¿A qué vendrá esto?

Estaba molesta. De repente, como salido de la nada, aparecía aquel extraño mensaje: había caído sobre las frías baldosas de piedra de su apartamento mientras ella se tomaba el café. Años atrás su hermano Bill solía decir en broma que por eso se había mudado a Italia: para tomar tanto café como quisiera. Pero Bill ya no hacía aquella broma: Florence ya llevaba veinte años viviendo en Italia. Además, últimamente costaba encontrar un tabacchi decente: en Florencia todo eran pubs irlandeses —los italianos, curiosamente, se chiflaban por ellos— o pizzerie sin ningún carácter que atendían a un carrusel siempre cambiante de turistas japoneses, norteamericanos, franceses o alemanes.

Florence ya no se sentía una traidora por reconocer que los peores turistas solían ser los británicos. Una de dos: o eran agresivos y obesos y estaban enfadados por encontrarse en una ciudad tan cargada de cultura pero con tan pocas diversiones, o estaban ansiosos por hacerse pasar por italianos y no paraban de hacer aspavientos y decir grazie mille o il conto, per favore, como si eso los convirtiera en italianos o como si los camareros no supieran hablar inglés como nativos porque ese era el único modo de progresar hoy en día. La deprimía, o sentía vergüenza de su patria, o tristeza por el mundo en que habitaba. La ciudad de Florencia, que en su día había sido la noble flor del Renacimiento, se estaba convirtiendo en una ciudad fantasma: un parque temático histórico lleno de rebaños de turistas trashumantes, pastoreados por guías provistos de sombrillas rosas y micrófonos. Aun así, la amaba con todo su corazón.

Cuando era pequeña, muchos años atrás, le había preguntado a su padre por qué se llamaba Florence.

—Porque fuimos a Florencia en nuestra luna de miel. Fuimos muy felices. —Le había dicho David solemnemente—. Le hice prometer a tu madre que, si teníamos una niña, la llamaríamos Florence, para acordarnos todos los días de lo enamorados que estábamos.

—Entonces, ¿por qué no llamasteis así a Daisy? Ella nació antes que yo.

Su padre se había reído.

—Porque ella no era Florence. Tú sí.

Y le había dado un beso en la frente.

Cuando Florence era pequeña, su regalo de cumpleaños consistía en ir a pasar el día en Londres con su padre: su persona favorita en el mundo entero. Hacían siempre lo mismo: primero iban a la National Gallery a ver los cuadros del Renacimiento italiano, prestando especial atención al preferido de su padre, La anunciación, de Fra Filippo Lippi. A Florence le encantaba la historia del casto monje que huía con la monja rubia, y adoraba la expresión entre serena y extasiada de David cuando miraba al apuesto ángel de rizos espesos y el grácil arco de la cabeza inclinada de María al recibir la noticia de cuál sería su destino.

—La obra de arte más bella del mundo —decía su padre cada vez, visiblemente conmovido.

Después caminaban cinco minutos hasta Jermyn Street y comían en el mismo anticuado restaurante inglés, Brights, con sus camareros terriblemente ancianos y ceremoniosos y sus manteles de hilo blanco como la nieve. Florence se sentía muy mayor cuando se tomaba una cerveza de jengibre en una gran copa de cristal y se comía un filete tan grande como su cabeza mientras mantenía auténticas conversaciones con su padre. Por una vez, no hablaban de Wilbur. Todo el mundo se empeñaba en preguntar a David por el dichoso perro y, cuando salían juntos por ahí, querían saber si ella era Daisy. Florence lo odiaba, aunque no tanto como lo habría odiado Daisy de haberlo sabido.

Durante aquellos almuerzos podía preguntarle cualquier cosa a su padre, así que no hablaban de cosas aburridas, como los cambios de humor de Daisy o las chicas del colegio o alguna serie de televisión. Hablaban de cosas que él había visto en sus viajes, porque de joven había estado en todas partes.

—Antes de que te casaras y mamá nos tuviera a todos.

—Mamá también venía. Éramos los dos artistas, queríamos ver mundo. Luego os tuvimos a vosotros. Y entonces nos mudamos a Winterfold. Después, se nos quitaron las ganas de viajar.

Lo cierto era que Florence no entendía por qué se habían mudado a Winterfold cuando podrían haber vivido en Londres. Ella quería vivir en Londres, pero cada vez que le preguntaba a su padre cómo era crecer allí obtenía la misma respuesta:

—Nunca me gustó mucho Londres.

Su padre nunca hablaba abiertamente de su infancia. Nunca decía «Tu abuela tenía los ojos azules» o «Vivíamos en tal o cual calle». Solo se refería de soslayo a cosas que le habían pasado. Florence adoraba a su padre y quería saber todo lo posible sobre él, así que intentaba sonsacarle todo lo que podía. Quería oírle hablar del señor Wilson, el profesor de dibujo del colegio, que le dejaba quedarse después de clase y le daba cartulinas y tizas de pastel para que se las llevara a casa. Del niño de la calle de al lado que nació sin nariz (papá juraba que era cierto). De aquella mañana de verano en que tomó el tren hacia Bath y caminó durante horas, hasta que vio Winterfold y se prometió a sí mismo que algún día volvería allí. Le encantaba caminar, en aquel entonces. Iba andando al centro y a los conciertos de la National Gallery, durante la guerra. Se habían llevado todos los cuadros a una cueva de Gales, pero la gente iba allí a tocar el piano. Una vez empezaron a sonar las sirenas antiaéreas y tuvo que quedarse allí horas, escondido en el sótano con todos los demás: oficinistas, parejas jóvenes que se reunían a la hora de comer, ancianos de vida acomodada. Estaban todos muy asustados, cantaban canciones y uno de aquellos ancianos tan pijos le dio un trozo de tofe.

Años después, Florence volvió a la National Gallery para dar una charla a unos alumnos delante de La batalla de San Romano, de Uccello. Se despistó y se descubrió pensando que su padre tenía que ser muy pequeño durante la Blitzkrieg: no podía tener más de nueve o diez años. La idea de que pudiera vagar a sus anchas por el centro de Londres a esa edad, y en medio de una guerra, la dejó atónita. Más adelante, cuando se lo mencionó, David sonrió.

—Era muy maduro para mi edad. Tú has tenido una infancia muy cómoda, Flo.

—Me alegro —había contestado ella, que nunca se sentía tan contenta y a salvo como cuando se cobijaba en uno o varios libros, sin que la molestaran los perros, la familia o el trato de favor que recibía Daisy.

—Bueno, eso está bien, ¿no? —había dicho su padre.

Florence se preguntaba ahora, en ocasiones, si no habría tenido una infancia demasiado cómoda. Tenía casi cincuenta años, y sentía que debía tener un mayor control sobre su vida. En cambio, tenía cada vez más la impresión de que la vida se le escapaba como un tren en marcha. Aquella niña que era demasiado alta para ponerse la ropa que se le quedaba pequeña a su hermana mayor y que solo quería leer y mirar cuadros era ahora profesora en el Colegio Británico de Historia del Arte de Florencia, autora de dos libros, colaboradora en varios más, profesora invitada en el Instituto Courtauld de Arte de Londres y, de vez en cuando, comentarista radiofónica: el año anterior había aparecido en el programa In our time, de Melvyn Bragg, aunque habían cortado casi todo lo que dijo. (Cuando estaba nerviosa tendía a irse por las ramas, y a menudo su discurso se convertía en una maraña enredada imposible de podar.)

Cuando estaba sola en su piso, escribiendo o pensando, todo estaba siempre clarísimo. Era el hecho de hablar en voz alta, de interactuar con otras personas, lo que hacía que metiera la pata. Era la realidad lo que le resultaba difícil.

La última vez que había estado en el Reino Unido, el julio anterior, la habían invitado a cenar en casa de Jim Buxton, un colega del Instituto Courtauld. Jim y ella habían sido novios en Oxford y seguían siendo buenos amigos. Él se había casado con Amna, una profesora de Estudios Islámicos que trabajaba en el University College de Londres, pasaba gran parte del año en lugares tan remotos como Taskent y hablaba al menos seis idiomas, y que a Florence, a decir verdad, le daba pavor. Vivían en Islington, no muy lejos del centro, pero debido a diversos contratiempos —entre ellos unas gafas rotas y la suela despegada de una bota—, Florence llegó tarde a la cena, muy alterada. Cuando Jim le presentó al resto de los invitados, entre ellos una mujer (una conocida editora de Penguin llamada Susanna) se levantó a medias de su asiento, le estrechó la mano y exclamó:

—¡Ah, la famosa profesora Winter! La escuchamos en la radio hablando de Masaccio. Estoy de acuerdo con usted en líneas generales, excepto en su interpretación de la Expulsión de Adán y Eva. Es simplista limitarse a decir que… ¡Ups! —dijo de pronto.

Porque Florence, sosteniendo aún su bolsa de tela, que hacía las veces de bolso, se había inclinado (y al hacerlo se le cayó la calderilla que llevaba en los bolsillos) y salió marcha atrás de la habitación, trastabillando por culpa de la suela de la bota, que seguía doblándose. Fue al cuarto de baño de la planta baja y estuvo cinco minutos sentada en el váter. Sabía que tendría que disculparse cuando volviera. Era consciente de que debía explicar lo de las gafas rotas, cosa que había provocado que se equivocara de autobús, y que la suela de la bota se le había despegado, lo cual había obstaculizado gravemente su avance, pero no se le ocurría un modo elegante de disculparse para que los presentes olvidaran aquel instante bochornoso.

Cuando salió del baño habían pasado todos al comedor, ella ocupó su asiento y los otros invitados no le hicieron el menor caso, pero a Florence no le importó. Casi prefería que aquella tal Susanna pensara que estaba completamente chalada. Que lo pensaran todos. Así no tendría que molestarse en entablar conversación.

Al día siguiente había ido a ver a Jim a su despacho.

—Siento lo de anoche, Jim, lo de esconderme en tu baño. Estaba un poco tocada cuando llegué. Y mi bota también. Ja, ja.

Y Jim había contestado con una sonrisa:

—No te preocupes. Susanna es un horror. La verdad es que, en mi opinión, fue lo mejor de la velada.

Sí, cada vez la obsesionaba más aquella idea, aquella duda de la que no conseguía librarse. ¿Cuál era la pieza que faltaba, esa cuya existencia conocía y que sin embargo nunca lograba ver? ¿Y si había malgastado los últimos veinte años mirando los mismos cuadros, trabajando sobre las mismas ideas, sin llegar nunca a una conclusión válida, limitándose a barajar opiniones que hacía pasar de una revista a un libro y de un libro a un grupo de estudiantes, del mismo modo que a un banquero le pagaban por mover el dinero? Amaba Florencia, pero ¿se había quedado en la ciudad por una razón, y solo por esa, por un hombre al que apenas le importaba que estuviera allí o no?

No, se decía en sus momentos de mayor optimismo. Sí que le importaba. Le importaba.

Cruzó a toda prisa el Ponte Santa Trìnita sin reparar apenas en los turistas que se agolpaban en el Ponte Vecchio, atestado de tiendas minúsculas como un decorado de pantomima. Era capaz de olvidarse del mundo moderno casi con excesiva eficacia. Si Lorenzo el Magnífico hubiera aparecido a caballo, cruzando el puente a medio galope, y le hubiera preguntado en su mejor italiano renacentista si le gustaría acompañarlo a su palazzo para comer un poco de jabalí, Florence no se habría sorprendido.

Estaba tan distraída imaginándose cómo iría vestido Lorenzo de Médici un día cualquiera al moverse por la ciudad (y solía moverse por la ciudad, por eso había sido un gobernante tan importante, verdaderamente «Il Magnifico»), que al doblar la esquina que llevaba a la Academia no miraba por dónde iba. Notó que tropezaba con algo, que se tambaleaba y caía al suelo con una extraña sensación de pérdida de gravedad, como si estuviera borracha.

¡Attento! ¡Signora, por favor, tenga cuidado! —exclamó una voz airada, una voz que hizo que se le acelerara el corazón mientras yacía sobre los adoquines, agitando brazos y piernas como un escarabajo patas arriba—. É molto… Ah, eres tú. Por amor de Dios, mira por dónde vas, ¿quieres?

Florence se levantó con torpeza, ella sola, mientras Peter Connolly apartaba de un tirón las tiras de cuero de su bolso, que se le habían enredado en la pierna. Tiró tan fuerte que Florence estuvo a punto de gritar.

—Ay, Dios —dijo ella, mirando el suelo—. ¿Dónde están mis gafas?

—Ni idea. —Peter se frotaba el pie mientras la miraba con frialdad—. Me has hecho daño, Florence. Eres…. —Guardó silencio y miró alrededor.

Los estudiantes que llegaban a la Academia los miraban con curiosidad: el profesor Connolly, byroniano, ligeramente excéntrico pero imponente, autor de un sorprendente best seller sobre el Renacimiento que narraba la historia de los Médici como una telenovela obscena y había inspirado una serie de la BBC. ¡Era famoso, sus madres lo veían en la tele! Y la loca de la profesora Winter, con el pelo todo revuelto, buscando sus gafas. La montura de plástico estaba agrietada y a menudo se le salían las patillas de alambre si se inclinaba hacia delante, pero ella ni se enteraba. La semana anterior, alguien la había visto cantando un tema de Queen mientras pasaba ensimismada por delante de los Uffizi. Cantando a voces.

A Florence le daba vueltas la cabeza. Miró a Connolly, se sonrojó y se apartó el pelo de los ojos. Estaba tan cambiado últimamente, desde que había salido el dichoso libro y había empezado a escuchar los malditos cantos de sirena de «la Fama». Tan elegante y a la moda, con ese toque docto y algo desaliñado que tanto gustaba en televisión, muy alejado del hombre ligeramente inepto y de cabello rizado al que ella había conocido y amado hacía tiempo. Lo había amado tanto que…

—Espera.

El profesor Connolly le subió el bolso para que le colgara del hombro y no de la muñeca.

—¡Ajá! ¡Quíteme las manos de encima, profesor Connolly! —exclamó ella, llevándose una mano al pecho. Al hacerlo se le cayeron varias cosas al suelo.

Había imaginado que sonaría desternillante pero, como solía suceder cuando hacía algún comentario ingenioso, quedó suspendido en el aire y sonó fatal. Parecía, como siempre, una tarada: una vieja bruja chiflada a la que nunca había querido nadie ni podría querer, y menos aún el profesor Connolly, al que antaño había tenido tantas ilusiones de poder aferrarse.

El profesor se agachó y recogió algo del bordillo.

—Se te ha caído esto. —Miró hacia abajo, curioso—. Bonita invitación. ¿Es de tu familia? Qué manera tan curiosa de invitar a alguien a una fiesta. ¿Qué significa eso del final?

Florence le quitó la invitación de la mano con delicadeza y se mordió el labio.

—Gracias. Es de mis padres. No tengo ni idea de qué significa. Supongo que tendré que ir.

—¿Vas a ausentarte otra vez de Florencia, Florence? —Le dedicó una sonrisita—. Lo cierto es que empezamos a tener mucha práctica en el arte de echarte de menos.

Se meció sobre los talones y se tocó el ala de un sombrero imaginario.

—¿Por qué? ¿Es que me necesitabas para algo, Pet… profesor?

Él la miró un tanto perplejo.

—Santo cielo, no. ¿Por qué piensas eso?

Otro desaire, otra pequeña pulla, pero Florence no se inmutó. Conocía su secretillo y se alegraba de guardarlo a buen recaudo hasta que Peter sintiera la necesidad de servirse de nuevo de ella. Inclinó la cabeza como si fuera una dama despidiéndose de un caballero.

—Entonces, Peter, he de decirte adiós, por ahora. No para siempre, empero —dijo, pero también sonó mal.

Él se había alejado hacia la puerta giratoria sin decirle adiós. Florence se dirigió hacia la entrada, cojeando, y al echar un vistazo a la invitación volvió a asaltarla un sentimiento de extrañeza. Mamá quería que estuvieran todos presentes.

¿Por qué? ¿Se trataba de su padre? ¿De Daisy?

Y de pronto se dio cuenta, aunque no lo hubiera considerado hasta ese instante, de que ya conocía la respuesta.