Karen

Karen Winter estaba sentada frente al mostrador mientras la chica que tenía delante le quitaba las cutículas sujetándole los dedos. Fuera, la lluvia que caía constantemente del cielo metálico convertía la piedra dorada de Bath en arena sucia. Los ventanales empañados del salón de manicura emborronaban las figuras de la gente que pasaba a toda prisa por la calle y las tranformaba en manchas de color apagado. Karen miraba distraídamente la pantalla que pendía sobre su cabeza, sintonizada en un canal de música. Seguía con los ojos el vídeo, pero no lo estaba viendo.

La invitación había llegado esa mañana, cuando se disponía a salir. ¿Qué significaba? ¿Qué diantre se proponía Martha? ¿Lo habría averiguado? ¿Era una amenaza? Normalmente Karen no era muy dada a la introspección: primero actuaba y más tarde se paraba a reflexionar. Cuando su hijastra, Lucy, se quedaba con ellos, la sacaba de quicio y la hacía reír a partes iguales con su histrionismo de aficionada: se quedaba en la cama hasta las tantas, suspiraba cuando hablaba por teléfono, mandaba mensajes compulsivamente y garabateaba cualquier cosa que se le ocurría en un cuaderno que llamaba «diario», lo cual a Karen le parecía muy pretencioso. Luego se presentaba en la cocina a mediodía y decía que no había dormido bien porque tenía «muchas cosas en la cabeza». A Karen, que era solo diez años mayor que ella, siempre le daban ganas de contestar: «¿Y no puedes vaciar el lavavajillas al mismo tiempo que piensas en todas esas cosas?». Karen era una amante de los libros de autoayuda motivacional y sabía que el principio básico para vivir de manera eficaz, tal y como aparecía expuesto en Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva, era la ética del carácter. A Lucy le hacía falta ética del carácter. Ella, Karen, la tenía y… En fin, qué más daba.

Suspiró. Coralie levantó la vista.

—¿Va todo bien, señorita?

—Claro.

Karen se encogió de hombros.

El local, pequeño y cálido, estaba abarrotado de gente. Vibraba con la alegre cháchara propia de las mujeres en los salones de belleza. Karen oía retazos de conversaciones: en Mark and Spencer había rebajas de ropa, un niño se negaba a comer pasta, alguien se iba a Menorca en un viaje organizado.

—Anoche no dormí mucho —añadió sin ningún motivo en particular.

—Ay, Señor. Eso no es nada bueno. ¿Por qué no durmió?

Coralie le dio unas palmaditas en las manos untándoselas con crema y a continuación se las masajeó, primero una y luego la otra.

Karen se moría de ganas de rascarse la cara, una costumbre que tenía desde pequeña cuando se sentía violenta. Inspiró despacio mientras veía cómo Coralie extendía la primera capa de base satinada en una de sus uñas.

—Cosas de familia.

—Uf, la familia. —Coralie tosió—. Vaya.

Karen sonrió.

—Mi suegra va a dar una fiesta. No me apetece nada. Ya sabes.

—Sí, claro que lo sé. —Coralie puso los ojos en blanco—. ¿Dónde viven?

—Un poco más al sur. Winterfold, se llama.

Miró a Coralie, esperando que reconociera el nombre, y luego sonrió. ¿Por qué diantre iba a reconocerlo? Ni que la gente dijera «Winterfold» en voz baja, como decía «la Reina» o «la Fundación para la Conservación del Patrimonio Nacional». Los Winter, sin embargo, eran famosos: tenían cierta pátina. Sus fiestas eran legendarias, conocían a todo el mundo en varios kilómetros a la redonda, y todo gracias a Martha. Por amor de Dios, si hasta tenía un armario lleno de mantas de lana para los pícnics veraniegos. Elaboraba licor de endrinas, encurtía tomates verdes, cosía banderines para las fiestas de cumpleaños. Se acordaba de los aniversarios y obsequiaba con lasaña a las parejas que acababan de tener un hijo. No se paraba a hacer carantoñas: simplemente entregaba la lasaña y se marchaba. No pretendía ser tu mejor amiga, solo hacía que te sintieras cómoda, te ofrecía una copa y sabía escuchar.

El único conato de algo parecido que había hecho Karen —el cóctel que habían celebrado Bill y ella la Nochevieja del año anterior— había sido un desastre. Susan Talbot —que regentaba la tienda y oficina de correos del pueblo, y a la que por lo visto había que tratar con sumo tacto o de lo contrario cerraría su establecimiento y Winter Stoke volvería a sumirse en la Edad Media— se había inclinado en exceso sobre la corona con velas de estilo sueco que Karen había hecho inspirándose en el artículo de una revista, y se le había incendiado el pelo. Aquello había echado a perder el ambiente. Treinta personas eran demasiadas para reunirse en una casa del tamaño de la suya y, aunque abrieron todas las puertas y todas las ventanas, el olor a pelo quemado persistía.

Aquello era, en cierto modo, sintomático de su vida con Bill, pensó Karen. No eran buenos anfitriones. Al menos la hija de Bill le daba una pizca de vida a la casa, aunque fuera desordenada, ruidosa y saltarina como Tigger. Lucy hacía sonreír a Bill. La gente parecía dejarse caer por allí cuando estaba Lucy. Era una mezcla perfecta de sus abuelos: irradiaba calidez como David y podía improvisar un plato con unas patatas asadas y un paquete de jamón y convertirlo en una deliciosa cena invernal, y entonces corría el vino, y el ruido y la risa florecían en la casa como florecía el desierto después de la lluvia. Karen le había regalado a Susan unos cupones para una sesión de belleza en Toni & Guy a modo de disculpa, y Susan se había mostrado profundamente ofendida. Karen sabía que, si hubiera sido Lucy la responsable del desastre de las velas suecas, unos segundos después todo el mundo se habría reído, el alcohol habría seguido fluyendo y Susan Talbot se habría ido a casa conmovida por la atención que le habían prestado y agradecida por su corte de pelo gratis.

Después, en la cama, Karen le había dicho enfadada a Bill:

—Seguro que tus padres nunca la han cagado tanto en ninguna de sus fiestas. Esto solo nos pasa a nosotros.

Bill se había reído.

—¿No estuviste en el Desastre de la Fiesta de Verano?

—¿Qué?

—Bueno, fue hace años. Nuestro perro, Hadley… —Había empezado a sonreír y luego había añadido—: La verdad es que fue espantoso. Pero todo el mundo se quedó hasta las tres, y eso que estaba lloviendo. Creo que recordar que bailamos la conga. Tiene gracia, ¿no?

No, no tenía gracia. Karen, que se moría por saber qué había pasado, se dio la vuelta y fingió que se dormía. Cómo no. Los Winter daban una fiesta y todo salía fatal, pero naturalmente eso formaba parte de la diversión, ¿verdad que sí? ¡Esos Winter!

Puede que fuera entonces cuando se abrió ese sumidero bajo su matrimonio, sin que nadie lo viera, desde luego. Karen se aborrecía por ser tan mezquina con sus suegros, pero no podía evitarlo. Winterfold no era más que una casa, por amor de Dios, no era una catedral. Y los Winter eran solo una familia.

—Mi suegra cumple ochenta años. Tienen una casa preciosa —le dijo a Coralie—. Cerca de aquí. Sí. Van a dar una fiesta para toda la familia.

Coralie la miró inexpresiva.

—Qué bien. ¿Y por qué no quiere ir?

Karen tensó las mejillas.

—Porque somos muy distintos. Yo no encajo allí.

Ignoraba cómo se apellidaba Coralie y dónde vivía, pero le resultaba más fácil decírselo a ella que a él. Llevaba ya cuatro años casada con Bill, conocía cada lunar y cada peca de su cuerpo delgado, sabía cómo le gustaban los huevos y qué quería decir cuando murmuraba «Humm» de quince maneras distintas, y sin embargo, no sabía cómo confesarle aquello. «Yo no encajo».

—¿A qué se refiere?

Coralie le apretó los minúsculos huesecillos de la mano con sus ágiles dedos. Karen dio un respingo.

—Es como si no encontrara mi sitio. En fin, da igual.

—Ya la entiendo. Se siente tonta con ellos.

Coralie cogió el brillo de uñas del estante y lo agitó.

Karen se quedó mirándolo.

—Algo así.

Pensó en la cara que pondría Martha si pudiera oírla. ¿Sabía lo que sentía Karen? ¿Lo sabía Bill? ¿O aquella loca de su hermana Florence, la chiflada? Florence apenas la saludaba. Era como si no existiera. Karen se rió para sus adentros. Se estaba acordando del día en que conoció a Bill, cuando él le dijo que su hermana estudiaba historia del arte.

—¿Se pasa el día mirando cuadros? ¿En serio? ¿Ese es su «trabajo»?

—Sí, eso me temo —había respondido Bill como si ella hubiera hecho una broma, y Karen se había sonrojado.

Aquel hombre tranquilo era —¿cuántos?— diez años mayor que ella y, sin embargo, tan guapo de una manera extraña, tan misterioso y educado. Había sido tan fácil seducirlo, en aquel entonces. Karen quería hablar con él solo para oír su voz suave, para ver el brillo de sus ojos cuando la miraba. Pero había hecho el ridículo, incluso aquel primer día.

Ahora, al pensar en el día en que se conocieron, le parecía que tenía gracia. Recordaba haber pensado: este hombre es un poco mayor que yo, pero podría ser el padre de mis hijos. Sintió al instante, y con total certeza, que había encontrado a alguien amable, sereno, divertido y de fiar. Pero se había equivocado con su edad: era diecisiete años mayor que ella. Casi tenía edad para ser su padre. Había estado casado durante veinte años y tenía una hija adolescente. Se había equivocado en muchas cosas, ¿no? Y ahora estaba pagando por ello, suponía. Pagando por no encajar.

Notó cómo vibraba su teléfono al recibir un mensaje de texto. Miró el interior del bolso con las manos atrapadas y, con el corazón acelerado, volvió a levantar la vista y procuró parecer calmada.

De pronto dijo:

—¿Puedo cambiar de color? Ya no lo quiero transparente.

—Claro. ¿Qué color quiere?

Coralie señaló la pared que tenía detrás, donde tenían alineados los frasquitos de esmalte de uñas en filas multicolores, como golosinas. Karen señaló con la cabeza.

—Quinta Avenida, por favor. El tercero contando desde el final.

Coralie alargó el brazo y cogió el tercer botecito del estante. Luego le miró la base.

—Sí —confirmó, impresionada—. Se llama Quinta Avenida. ¿Cómo lo sabía?

—Lo sé.

Karen se encogió de hombros.

—Un rojo vivo y sexy. —Coralie cogió una de las finas y bronceadas manos de Karen y desenroscó el tapón blanco—. ¿Va a salir esta noche?

—No —contestó Karen—. Vamos a quedarnos en casa.

—¡Ajá! —sonrió Coralie—. Quiere estar guapa, ¿eh? Una noche en casa con su maridito.

—Algo así.

Karen intentó sonreír.