El día en que Martha Winter decidió dar al traste con su familia empezó como un día cualquiera.
Se levantó temprano. Siempre madrugaba, pero últimamente no podía dormir. Ese verano, a veces había estado en pie y vestida a las cinco: tenía tantas cosas en la cabeza que era absurdo quedarse angustiada en la cama.
Esa mañana en particular se despertó a las cuatro y media. Cuando abrió los ojos y empezó a recordarlo todo, supo que su subconsciente debía comprender la magnitud de lo que estaba a punto de hacer. Se incorporó y, al estirarse, notó los huesos doloridos y un pinchazo en la rodilla. Cogió su vieja bata de seda con estampado de plumas de pavo real y cruzó el dormitorio sin hacer ruido; como de costumbre, evitó la tabla que crujía y cerró la puerta con sigilo.
Pero David no estaba allí. Martha podía contar con los dedos de las manos las noches que habían pasado separados, y esa era una de ellas. Había ido a Londres a ver cómo iban los preparativos de la exposición, y Martha tenía pensado poner en práctica su plan antes de que volviera y pudiera decirle que cometía un error.
Estaban a finales de agosto y el sol todavía asomaba muy temprano por detrás de las colinas que se elevaban por encima de Winterfold. Los árboles frondosos tamizaban su luz rosa y anaranjada. «Pronto», parecían susurrar sus hojas cuando el viento las agitaba por las noches. Pronto nos secaremos y moriremos. Moriremos todos, llegado el momento. Porque el verano estaba tocando a su fin y el Arado se veía claramente en el firmamento, por el lado de occidente. Martha ya notaba el frescor del aire vespertino.
¿Se debía a que el otoño se acercaba? ¿O a su ochenta cumpleaños? ¿Qué había suscitado en ella el deseo de contar la verdad? Creía que tal vez fuera la exposición del año siguiente. La guerra de David Winter, iba a llamarse. Por eso decía David que había ido a Londres: para reunirse con sus galeristas y revisar sus viejos bocetos.
Martha, sin embargo, sabía que era mentira. Conocía a David y sabía cuándo estaba mintiendo.
Ese había sido el detonante: alguien de la galería de Londres decidió que había llegado el momento de hacer una exposición, sin sospechar el daño que podía causar. Era tan inofensivo pensar que el pasado estaba muerto y enterrado y que no podía dañar a nadie. «¿David Winter no hizo unas ilustraciones buenísimas sobre el bombardeo de Londres?». «¿David Winter? ¿El dibujante de Wilbur?». «Sí, claro.» «Uf, ni idea, tío. ¿De dónde era?». «Del East End, creo. Podría ser interesante. No solo dibujos de perros y esas cosas.» «Buena idea. Le escribiré para preguntárselo.» Y entonces empezaron a hacerse planes, los acontecimientos se pusieron en marcha y, lenta e inexorablemente, la verdad fue saliendo a la luz.
Martha se preparaba una taza de té cada mañana mientras canturreaba en voz baja. Le gustaba cantar. Usaba siempre la misma taza, de cerámica de Cornualles, con rayas azules y color crema. Sus dedos nudosos rodeaban como ganchos su parte central, tan caliente que abrasaba. Ahora tenía tiempo para beber té a montones, y le gustaba muy fuerte. «Bien cargado», solía decir Dorcas: una expresión que Martha había aprendido en Somerset, durante la guerra. La evacuaron de Bermondsey en 1939, a los siete años: cuatro niños en una habitación en la que la vida y la muerte parecían tan aleatorias como matar una mosca de un manotazo o errar el blanco. Un día la metieron a empujones en un tren y a la mañana siguiente se despertó en una casa extraña desde cuya ventana solo se veían árboles. Podría haber estado en la Luna. Había bajado las escaleras llorando y allí estaba Dorcas, sentado a la mesa.
—¿Una taza de té, querida? Está rico y bien cargado.
Pero de eso hacía mucho tiempo. Martha apuró su primera taza de té, sacó sus plumillas y el suave papel de color marfil. Se preparó para cuando se sintiera capaz de escribir.
Hacía muchos años que vivía en aquella casa decente y amable, edificada con esmero, redecorada con ternura. Habían vivido allí cuarenta y cinco años. Al principio pensó que no sería capaz de hacerse cargo de ella. Era un desastre cuando la vieron: el friso de madera original, estilo Arts and Crafts, estaba pintado de verde; la tarima, podrida, y el jardín era un enorme montículo de mantillo mohoso y pardo.
—No puedo hacerlo —le había dicho a David—. No tenemos dinero.
—Del dinero ya me encargo yo, Eme —le había contestado él—. Ya encontraré la manera. Tenemos que vivir aquí. Es una señal.
Los niños daban brincos agarrados a los brazos de sus padres: la pequeña Florence parloteaba de emoción como un mono y Bill se asomaba por las ventanas y gritaba:
—¡Aquí hay una rata enorme, está muerta y algo ha intentado comérsela! ¡Subid!
Incluso a Daisy se le iluminó la cara al ver el espacio que tendría Wilbur para correr.
—Pero ¿tenéis el dinero suficiente? —había preguntado, preocupada.
Daisy oía demasiadas cosas, Martha lo sabía.
Y David había cogido a su hija en brazos.
—Lo conseguiré, pequeña. Lo conseguiré. ¿A que valdrá la pena por una casa como esta?
Martha siempre recordaba lo que contestó Daisy. Había forcejeado para que su padre la dejara en el suelo, cruzó los brazos y opinó:
—Pues a mí esto no me gusta. Es demasiado bonito. Vamos, Wilbur.
Había entrado corriendo en la casa y Martha y David se miraron y se echaron a reír.
—Tenemos que vivir aquí —había afirmado ella, sintiendo el sol radiante en la cabeza mientras los niños gritaban alegremente tras ella.
David había sonreído.
—Casi no me lo puedo creer. ¿Y tú?
—¿Les decimos el motivo?
Su marido la había besado y le acarició la mejilla.
—No, creo que no. Vamos a guardar el secreto.
Ahora tenían dinero, claro, pero entonces no. David era el creador del perro Wilbur y de Daisy, la niña que creía entenderlo. En todas las casas había un paño de cocina, un estuche o un cómic de Wilbur. Pero en aquel entonces Wilbur pertenecía al futuro y los Winter no tenían casi nada, excepto el uno al otro. Solo ellos sabían por lo que habían pasado para llegar a aquel instante, para estar allí, en el césped, aquel caluroso día de 1967 en que decidieron comprar Winterfold.
Martha no había olvidado nada: ni lo que había pasado antes, ni después. Los secretos que guardan todas las familias: algunos pequeños —indiscreciones insignificantes, bromas sin importancia— y otros grandes, tan grandes que no podía seguir cargando con ellos.
El sol de la mañana se alzaba ya por encima de los árboles. Martha deambulaba por la cocina esperando a que el té estuviera listo. Había aprendido hacía mucho tiempo el arte de la paciencia: sabía por experiencia que tener bebés te frena y erosiona poco a poco tus sueños de tener una carrera propia. Ella también había querido ser pintora, igual que su marido. Pero cada nuevo embarazo la había atado con más firmeza a la casa: cada noche que pasaba despierta, tumbada de lado, sintiendo cómo se movía el bebé, con la espalda dolorida, la respiración agitada y sin nada que hacer, salvo esperar el momento del parto. Y después te hacías mayor y más lenta, y los niños crecían y te abandonaban. Podías aferrarte a ellos con fuerza, pero llegaba un día en que se marchaban, y eso era tan cierto como que el sol salía cada mañana.
Bill seguía allí, se dijo, pero él era distinto: no era como ella había esperado. Él tenía casi ocho años cuando se mudaron a Winterfold. Daisy y Florence pasaban todo el día fuera, en el jardín o en la casa del árbol, en el bosque, coleccionando amigos, mugre e historias que contar. Bill, en cambio, solía quedarse en casa jugando al mecano o a batallas de barcos, o leyendo un libro. De vez en cuando entraba en la cocina o en el cuarto de estar. Su cara, seria y dulce, tenía una expresión esperanzada.
—Hola, madre. ¿Estás bien? ¿Puedo ayudarte en algo?
Y Martha, que estaba arreglando un enchufe o tapando una ratonera —porque en aquella casa siempre había algo que hacer—, sonreía sabiendo lo mismo que él: que su hijo había estado demorando el momento de ir a verla, contando los minutos, porque quería estar constantemente con ella pero sabía que no podía. Era un niño delicado, y Daisy ya se metía con él a causa de ello, por no hablar de los chicos de la escuela. Así que, si pensaba que podía permitírselo, Martha le daba un abrazo y algo que hacer: lavar ropa o trocear verduras. Los dos fingían que él no quería estar allí: que solo trataba de ayudarla. ¿Dónde estaba ahora ese niño serio de ojos castaños cuyo amor le rompía el corazón a diario?
Por lo menos él seguía allí. Su hijas, en cambio, no. Después de Bill llegó Daisy y, en el momento en que se la pusieron en brazos por primera vez, al ver sus ojos verdes, idénticos a los suyos, sintió que la conocía. Era capaz de interpretar a la perfección sus expresiones furiosas y cambiantes, su pasión por la soledad, sus pequeñas maquinaciones. Daisy era lo único en lo que David y ella habían disentido fundamentalmente a lo largo de seis décadas. La gente no la entendía. Pero ella les había demostrado que se equivocaban, ¿no?
—¿Daisy? Ah, sí, está muy bien. Últimamente no sabemos mucho de ella. Está muy atareada y en la zona donde vive las comunicaciones son muy malas. Manda un mensaje de vez en cuando. Pero estamos muy orgullosos de ella.
Era un discursito muy pulcro y ensayado, Martha lo sabía. A Daisy le iban bien las cosas. No era como los demás creían que era. Mientras que Florence… Martha sentía a menudo que Florence era como una jirafa en una familia de anguilas. La quería, estaba orgullosa de ella, le asombraban su intelecto y su pasión y admiraba cómo se había convertido en quien quería ser, de esa manera tan espectacular y contra todo pronóstico. Pero a veces deseaba que no fuera tan… Florence.
Bill, Daisy, Florence. Martha se decía que amaba por igual a sus tres hijos, pero en su fuero interno, en un lugar secreto y recóndito de su ser, escondía una rima: Bill era su primogénito, Daisy su hijita y Florence la de su maridito. Sabía que sonaba fatal, pero no conseguía olvidarse de aquella cancioncilla. Se había descubierto cantándola en voz baja mientras quitaba las malas hierbas del jardín, iba al pueblo o se cepillaba los dientes. Como una melodía que se repetía continuamente dentro de su cabeza, como si alguien la tocara todas las noches mientras ella dormía. Descubrió que le espantaba la idea de que alguien pudiera escudriñar su corazón y ver lo que había hecho. Pero el tiempo de los secretos había llegado a su fin. Estaba volviendo. Estaba volviendo a ella, y pronto saldría a la luz.
¿Querría volver alguien cuando se supiera la verdad? En Winterfold había un programa de festejos fijo, cuyos pormenores nunca variaban en lo esencial. Su cóctel de Navidad era el mayor acontecimiento del calendario en varios kilómetros a la redonda: vino caliente con especias servido directamente de un enorme caldero de sesenta centímetros de alto colocado sobre la cocina de leña, las célebres galletas de jengibre de Martha cortadas en forma de estrellas y colgadas con cintas en el gran árbol de Navidad que se erguía en el cuarto de estar, junto a los ventanales, como había ocurrido durante años y tal como seguiría ocurriendo. El cóctel de San Valentín, cuando los niños repartían sándwiches en forma de corazón y los invitados bebían demasiado licor de endrinas y más de una vez se había cometido un desliz amoroso de madrugada, en el camino de vuelta al pueblo (de adolescente, Bill, al apearse del autobús una noche volviendo de otra fiesta, juró haber visto a la señora Talbot, de la oficina de correos, besando a la señora Ackroyd, la casera del Green Man, al otro lado de la marquesina del autobús). Todos los años había fuegos artificiales la noche de Guy Fawkes, una popular búsqueda de huevos en Pascua, y siempre se celebraba una fiesta de verano en agosto, en la cual la gente planeaba sus vacaciones: instalaban una carpa en el césped y farolillos de papel por todo el camino de entrada.
Nada había cambiado, ni siquiera después de la desastrosa fiesta del verano de… ¿1978 o 1979?, que ya formaba parte de las leyendas locales. Lo cierto era que nadie sabía por qué, ni podía explicar qué tenía de especial la casa de Martha y David. La casa era preciosa, desde luego, la comida estaba riquísima y la compañía era siempre grata y divertida. Martha solo deseaba que uno se sintiera bienvenido, fuera quien fuese. Podía ser la actriz de televisión que vivía en la mansión de lo alto de la colina o el cartero que se paraba a charlar con ella sobre críquet cada día de verano. No había ninguna «pandilla». Lo único que siempre habían deseado David y ella era crear un hogar, un lugar distinto a su pasado. Dar a sus hijos una infancia que les acompañara de por vida. Esforzarse juntos. Ser felices.
Un mirlo brincaba entre las plantas aromáticas del jardín, escarbaba con su pico amarillo en el suelo de color chocolate. Miró con ojos brillantes y cristalinos a Martha que, sentada junto a la ventana con el bolígrafo suspendido en el aire, le sostuvo la mirada hasta que se metió en un seto. Tomó otro sorbo de té, se entretuvo solo un segundo. Disfrutó de los últimos momentos de quietud. Porque sabía que en cuanto comenzara a escribir, algo se pondría en marcha: el temporizador de una bomba a punto de estallar. Echaría las invitaciones al correo y se celebraría la fiesta, y ella, Martha, podría contarles por fin todo lo que había hecho. Después, nada volvería a ser igual.
Una sola lágrima cayó sobre la mesa desgastada de la cocina. Se sentó muy derecha y se dijo:
—Venga, abuela. Ya es hora.
La plumilla raspó cuidadosamente la superficie del papel, las líneas fueron rizándose y entrecruzándose hasta formar algo, una casa, una casa baja y larga, el tejado, los contrafuertes de madera, la vieja puerta delantera. Debajo, con su bella letra cursiva, escribió:
David y Martha Winter solicitan el placer de su compañía para celebrar el 80 cumpleaños de Martha con una fiesta.
Habrá un anuncio importante.
Les pedimos por favor que vengan.
Cóctel con los amigos el viernes 23 de noviembre de 2012 a las 19:00 horas.
Almuerzo solo para la familia a las 13:00 horas del sábado 24 de noviembre.
Winterfold, Winter Stoke, Somerset
Rogamos confirmen la asistencia